Aquella misma noche las gentes de Graabölle vieron arder los castillos y casas señoriales de Salling.
Por lo que a ellos se refería no sabían cómo empezar la lucha. A eso de la medianoche vieron moverse las antorchas en el fiordo. Una hora después atracaban en el Hvalpsund tres grandes barcazas llenas de hombres de Salling armados, los cuales saltaron a tierra con gran alboroto, riendo y cantando. Muchos de ellos venían embriagados. Pero cuando los campesinos de Himmerland vieron cómo las gentes sencillas de su propia clase social relinchaban y rugían como fieras, sintieron que la sangre empezaba a zumbarles también en la cabeza. La multitud se arremolinó armando un escandaloso alboroto en la oscuridad de la playa. Steffen de Kvorne, que acaudillaba a los de Salling, consultó con Severino Brok, y antes que nadie se diera cuenta de la situación, ya toda aquella masa se había puesto en marcha. Los dos bandos, unidos, se internaron en la comarca.
Miguel permaneció junto al caserío. Sólo se habían quedado él y la mujer de Niels; pero ésta se fue a la cama y se puso a llorar. Miguel fue a apostarse a lo alto de la colina.
Vio cómo subían y bajaban las llamas de los cuatro incendios que ardían allá en Salling. En uno de los puntos incendiados las llamas alcanzaban una mayor altura. De cuando en cuando se extendía por encima del fiordo el resplandor del incendio. Miguel divisó los blancos gabletes de Graabölle, que miraban hacia el Oeste y que brillaban y resaltaban con vivos colores sobre un fondo en llamas. La noche estaba tranquila. Pero parecía haberse desencadenado una extraña ferocidad en la Naturaleza. El rojo resplandor que bañaba las aguas y las nubes era un fenómeno aciago e inquietante. Durante aquella noche iban a enderezarse muchos antiguos y sangrientos entuertos con la venganza de las llamas.
Todo el tumulto y ruido producido por la muchedumbre había enmudecido totalmente. Pero Miguel se dio cuenta de cuán lejos habían llegado aquellos hombres. Una hora después, sabía ya que se estaban aproximando a Moholm. Volvió el oído en dirección a la casa señorial y escuchó atento; pero no percibió el menor sonido ni voz. Diez minutos después distinguió una chispa roja como la sangre en aquel punto sumido en tinieblas donde se hallaba la mansión. El incendio prendió rápidamente: una llama alta, curvada, se elevó en la noche. Pronto vio cómo un fuego deslumbrante salía por los huecos de las ventanas. La mansión se hizo visible con las llamas que salían de su interior. El humo, espeso, de un color verde amarillento, se elevaba girando en la noche. Pero en ningún momento se percibió sonido ni voz.
Miguel se sentó. El tiempo se le estaba haciendo largo. Poco después empezó a sentirse acometido de sueño. Bajó a la casa, entró en la sala y se acostó en el banco. Asomaba el día cuando se despertó. La mujer de Niels estaba todavía bajo el edredón, llorando.
Miguel volvió a subir a lo alto del cerro y vio que la finca señorial estaba casi totalmente abrasada. Desde el nivel del suelo se elevaba una gran humareda. En torno de las ruinas brillaba un halo de luz rojiza como el cobre. De entre el humo se destacaban, a ratos, restos de muros, negros y despedazados. Era en los momentos de silencio que preceden a la salida del sol. El humo se extendía por todo el lecho del río y por el valle, navegando lentamente hacia el Oeste. Cuando Miguel percibió olor a quemado, llegó a él una emanación de aquel calor que ya existía en Moholm. El corazón comenzó a darle saltos en el pecho.
Pero al volverse divisó el resplandor de un nuevo incendio, un poco más lejos, hacia el Norte. Debía de ser la mansión señorial de Stenerslev. Las llamas subían blancas y casi invisibles en la luz del amanecer, un fuego desnudo como la palma de la mano. El humo se elevaba rugiente a gran altura como una rueda que subiera girando en el aire.
Y entonces salió el sol. Miguel percibía el chapoteo que producían los peces en el río al asomarse a flor de agua para atrapar insectos.
Media hora después regresaba a casa Juanito, el más joven de los hijos de Niels. Miguel lo vio venir a todo correr a través de los sembrados, sin detenerse un punto en su carrera. Tenía los labios tan resecos, que casi no era capaz de juntarlos para cubrir los dientes. Cuando llegó a la casa, su pecho se dilataba y contraía como un fuelle. Se abalanzó a la fuente y bebió en el mismo abrevadero. Al levantar la vista, en la expresión de su mirada notó Miguel que el muchacho había visto sangre vertida y ya no era dueño de sí mismo.
—¿Dónde está tu padre? —le preguntó Miguel con acento brusco.
—Está a salvo —contestó Juanito—. Vengo para decírselo a mi madre.
El muchacho estaba aturdido y agitado. Miguel no pudo sacar de él ninguna información inteligible. Juanito volvió a hundir los morros en el bebedero de la fuente.
—Anda, vete a atender y cuidar a tu madre —dijo Miguel, refunfuñando.
Apenas dijo esto, echó a andar apresuradamente a lo largo del río, con dirección a Moholm.
Los campesinos habían abandonado ya la casa solariega cuando él llegó allá. Sólo se veía una decena de hombres que andaban manipulando con gran ruido los muebles que habían sido puestos a salvo del incendio, antes que los edificios donde estaban ardieran del todo. Miguel conocía a uno de ellos, que era de la comarca, y le pidió noticias y detalles del triste suceso. El hombre le contestó con la mayor desfachatez e indiferencia:
—Como puedes ver, hemos quemado la mansión. La función no fue larga. Los demás se han ido a prender fuego a la mansión de Stenerslev. Cuando vuelvan, podrán comer aquí hasta hartarse, pues hay una buena despensa de manjares y bebidas.
Y el hombre señaló un gran montón de piezas de carne, embutidos y fiambres, junto con barriles llenos, que habían sacado a tiempo del edificio. El calor era insoportable en las proximidades de aquel terreno desolado convertido en una inmensa brasa.
—En esta casa, ¿no hubo nadie que se defendiera? ¿Nadie hizo resistencia? —preguntó Miguel.
—¡Vaya si se defendieron! ¡Menuda lucha! El señor de la mansión hacía tiempo que venía oliendo la chamusquina, y tenía a muchos hombres en la casa, preparados. Sin embargo, la lucha no duró mucho tiempo. Los campesinos eran muy superiores en número, y pudieron entrar con bastante facilidad en la finca, pues esta casa señorial no estaba fortificada. Otte Iversen y uno de sus hijos quedaron muertos a los pocos instantes, junto con un montón de mozos. Los restantes miembros de la familia del señor tuvieron la suerte de poder escapar. Los campesinos perdimos unos diez hombres, muchos de los cuales quedaron completamente desfigurados. Steffen de Kvorne cayó herido de un balazo apenas entró en la finca.
Miguel echó una mirada en torno. Uno de los hombres andaba recogiendo plomo que había caído derretido del tejado, solidificándose en la hierba. El metal fundido estaba todavía muy caliente, y el hombre lanzaba maldiciones soplándose los dedos. Los demás también andaban muy atareados reuniendo y guardando restos y fragmentos aprovechables que habían sido atacados por las llamas.
—¿Qué habéis hecho con los cadáveres?, inquirió Miguel.
—Ahí están amontonados en la huerta —aclaró, sin retóricas, uno de los hombres—. Los quitaremos de ahí en cuanto venga Severino Brok.
Miguel entró en el huerto y siguió a lo largo de los ardientes muros aún humeantes, hasta que se encontró una veintena de cuerpos humanos tendidos en fila, sobre la hierba, entre los manzanos. Los habían colocado con un orden intencionado: a un lado, los campesinos; a otro lado, el señor de la mansión y sus hombres. Miguel no conocía a ninguno de los campesinos muertos, excepto a Steffen.
Steffen de Kvorne era un hombre muy corpulento. Estaba colocado en la cabeza de la fila. Los botones de su chaleco eran de plata. A pocos pasos de él, yacía el cadáver de Otte Iversen y, casi pegado a él, el de su hijo, muy joven aún. Los dos tenían el cráneo destrozado. Cuando Miguel vio el cadáver de su enemigo de ayer, se le encogió el corazón. Tuvo la sensación de que el tiempo había borrado todo, y que ya no había nada, otra vez. Se sentó en el césped entre los cuerpos de Steffen y Otte Iversen.
Sí. Los dos estaban muertos, con sus rojas heridas. El fornido campesino yacía con la barbilla apretada contra el cuello. Sus entrañas habían caído a un lado. Tenía los ojos cerrados. Pero Otte Iversen aparecía con los párpados muy abiertos, dejando ver la blancura de sus ojos, sus pupilas vidriadas. Otte estaba calvo y tenía la barba blanca. Sus facciones, que la vida había arrugado, indicaban que había muerto lleno de amargura. A su lado y, acurrucado bajo su brazo yerto, yacía el cadáver de uno de sus hijos, cuya frente y cabellos no eran más que una masa aplastada. Sobre su boca tenía un pequeño bigote, como el que llevara su padre en sus años mozos.
«Ya estamos aquí los tres hombres, Ana Mette», pensó Miguel.
Su boca se abrió sin emitir el menor sonido ni voz, como la boca de un pez que se está asfixiando en la hierba al borde del río.
«Ahora estamos ya juntos aquí los tres hombres: el hombre que tú amabas, el hombre que te amó, y el hombre con quien te casaste. ¡Ana Mette, aquí tienes a tus hombres!».