TERCERA VUELTA AL HOGAR

Por las laderas de los cerros situados al sur de Graabölle caminaba un anciano tocado con sombrero de peregrino y con una concha colgada del cuello por un cordón. Cruzando sus brazos sobre el bordón de peregrino, se detuvo un momento para contemplar, por encima del valle, el brazo del fiordo y las bajas colinas. Era Miguel Thögersen.

Regresaba una vez más a su tierra natal. El paisaje aparecía igual que siempre a sus ojos; pero la tierra le parecía más llana. Era en el mes de septiembre. El sol brillaba con una luz fría. Gorriones y estorninos volaban en bandadas en torno de los almiares de trigo en el pueblo situado al otro lado del valle. Abajo, junto a la desembocadura del río, estaba el lugar donde había nacido Miguel. Vio que se había construido una casa nueva junto a la antigua. Y ahora se extendían muy arriba por las laderas campos que antes nunca habían sido cultivados.

—¿Vivirá todavía Niels? —se preguntó Miguel.

Sí; Niels vivía todavía. Pero ya estaba muy entrado en años. Niels se encontraba solo en la sala cuando llegó Miguel a la casa; estaba sentado a la cabecera de la mesa, soñoliento, lleno su pelo gris de pajas y cascarillas de avena. Acababa de levantarse de su siesta. Las moscas hormigueaban en el borde del jarro de cerveza y revoloteaban zumbando cuando Miguel entró.

Cuando Niels vio a su hermano con aquellas vestiduras sagradas de peregrino, se persignó en silencio. Poco a poco se fue pintando en su rostro una expresión de sorpresa, mientras se apoderaba de él el júbilo. Miguel se sentó en silencio. Hablaron en voz baja para no turbar la tranquilidad de la casa.

—Los chicos están allá, durmiendo —le dijo Niels—. ¡Vaya, hermano, seas bienvenido! ¿Estarás muy cansado? Tienes que estarlo… ¿No tienes ganas de beber algo? ¡Estas cochinas moscas! Espera un momento…

Niels sacó su barril de cerveza fresca, y volvió a sentarse para proseguir la conversación. Estaba íntimamente gozoso. De su boca salían las preguntas y exabruptos de aquel modo rápido y sin matices que siempre fue característico en él. Aparte esto, tenía una mirada más viva y una mayor agilidad de movimientos que el Niels de antaño que Miguel recordaba. Pero también era cierto que en su modo de ser había influido el hecho de que se había hecho granjero independiente en la localidad.

—Pues sí, el viejo se ha ido —exclamó Niels en voz baja, emocionado por el recuerdo—. Nuestro padre murió pocas semanas después que tú estuviste aquí la última vez… Lo sacamos de aquí a hombros. De aquello hace ya doce años largos. Era muy anciano.

Miguel guardó silencio. Las moscas zumbaban sobre la recién fregada mesa.

—Yo apenas hubiera creído que tú volverías a entrar todavía en esta casa —rió Niels esquivando la mirada de Miguel.

Pero de repente miró sorprendido a su hermano:

—También los dos nos estamos volviendo ya viejos, Miguel.

Miguel miró al techo, meditabundo, haciendo un movimiento de asentimiento con la cabeza.

Luego Niels se puso a hablar de otras cosas. Se había ido animando paulatinamente. Se levantó.

—¡Pues sí que es verdad que has vuelto, por increíble que parezca, Miguel! Éste será siempre un día memorable. Voy a llamar a los demás.

Niels salió y al llegar al patio empedrado, se detuvo y se puso a llamar con voz alegre a su hijos, pronunciando sus tres nombres:

—¡Andrés! ¡Thöger! ¡Juanito!

Miguel se había quedado en la sala mirando en torno suyo y cambiando de postura sus cansadas piernas.

—¡Sí! ¡Ya voy! —cantaron en el henil los ecos de las voces de los muchachos, despertados bruscamente. Uno de ellos se quedó largo rato gritando y escandalizando, medio en sueños, como si estuviera aterrorizado por alguna visión espantosa. Miguel oyó a Niels reír suavemente sobre el empedrado. En aquel instante se abrió la puerta que comunicaba con otra habitación y entró la mujer de Niels. Los hijos fueron apareciendo uno tras otro, dirigiendo sendas miradas de asombro al peregrino que estaba allí sentado en el banco. Los tres eran ya chicos crecidos.

—¡Aquí tenéis a vuestro tío Miguel! —dijo Niels con acento alegre de hombre contento.

Miguel escudriñó los rostros de los tres jóvenes, encontrando en todos ellos los rasgos típicos de la familia.

Sirvieron la mesa. Mientras Miguel comía, toda la familia estuvo sentada en torno de él. Niels parecía comerse con los ojos al recién llegado, alegrándose al ver su buen apetito. Su mujer y sus hijos se mantenían a una cortés distancia, callados, contemplando sin cesar a Miguel con una amable curiosidad. Miguel comía al mismo tiempo que iba contestando a las preguntas que le hacía Niels.

—Y esa concha tan grande, ¿qué significa?

—La traje de Jerusalén. En ella comíamos lo que la gente quería darnos durante el camino. ¡Fíjate!

Niels se quedó callado, pensando. De pronto miró cohibido y al mismo tiempo con mirada cordial a su hermano. Iba a preguntarle algo, pero desistió, paralizado por algo que él no comprendía. Se quedó un rato caviloso.

—Pues… lo que quería decirte: tú te quedarás esta vez con nosotros durante algún tiempo. Tienes que contarnos muchas cosas, tú que has visto tantas por el mundo.

Niels tenía la mirada ausente.

Luego, bruscamente, se echó atrás apoyando la espalda contra la pared.

—Has de saber, Miguel, que tenemos novedades en esta comarca —explicó, bajando la voz—. ¿Tal vez lo sabías ya?

Miguel levantó los ojos del plato y negó con la cabeza. Pero, ante la cara que él puso, Niels desistió de seguir hablando de aquel asunto, diciendo que de eso hablarían más tarde. Los demás sabían a qué se refería Niels: su mujer bajó la vista precipitadamente con una expresión de temor; Thöger, el hijo mayor, se mostró reconcentrado y con la mirada alerta como un hombre que está a punto de saltar de su asiento.

Por la tarde Niels y Miguel salieron a dar una vuelta para echar un vistazo a las tierras y dependencias del caserío.

Ahora Niels golpeaba ya muy poco en el yunque. Había comprado terrenos, consagrándose al laboreo del campo. Tenía una gran hacienda. La granja de Elkär, que así se llamaba, era una de las mejores propiedades de las situadas en la cuenca del río. Estando los dos callados en medio del campo, notó Miguel que Niels manifestó de repente una gran inquietud y agitación, pero se serenó al instante. Recogió una paja de la rastrojera y empezó a hablar con una tranquilidad que alarmó a Miguel:

—Estamos a punto de tener guerra en nuestra patria. Es inevitable…

Se interrumpió lanzando un par de resoplidos nasales. Luego prosiguió con el mismo tono sencillo de voz:

—Claro está que tú no sabes gran cosa de la situación, puesto que has estado mucho tiempo en el extranjero. Pero sí es cierto: vamos a entrar en guerra los hombres de esta región. Ahora te voy a explicar…

Y Niels comenzó a explicar los antecedentes y el estado de la situación. Las discordias y el descontento reinantes en el país habían durado demasiado. Los señores de la nobleza tenían al rey Cristián secuestrado y prisionero en Sönderborg. Pero ahora todos los campesinos del país se reunirían y lo rescatarían. Ellos querían hacer valer sus derechos y sus opiniones. Ya hacía mucho tiempo que los de Vendel habían tomado esta resolución. En Salling los campesinos comenzaban también a unirse y concentrarse.

—Pero los de Himmerland no queremos quedarnos atrás ni ser menos que ellos —declaró Niels, dominándose con un esfuerzo que casi superaba sus fuerzas—. Hemos comenzado a afilar nuestras hachas.

Niels se pasó la mano por los ojos, que se le habían congestionado, y tosió con violencia.

—Ven conmigo. Vas a ver algunas cosas…

Niels se puso en marcha delante de Miguel conduciéndolo al interior de la pequeña forja, donde todo parecía estar igual que en vida de Thöger.

—Últimamente hemos tenido muchísimo trabajo y trajín en la fragua —susurró Niels—. Pero tanto Andrés como Thöger saben manejar el martillo magistralmente. Hemos enmangado muchas guadañas para armar al pueblo. Pero también nos quedaron algunas horas libres para atender a nuestras necesidades. Ahora vas a ver.

Niels fue a buscar al rincón una gran hacha. La hoja todavía presentaba visos iridiscentes de haber estado recientemente puesta al rojo vivo.

—Hemos hecho ya muchas como ésta —siguió Niels con voz sorda.

Alargó su mano para coger otra.

—Mira: aquí tienes la mía. ¿La conoces? La he puesto acero nuevo.

Miguel conocía perfectamente aquella hacha, que había sido de su padre desde los tiempos a que alcanzaba su memoria.

—El viejo no quería desprenderse de ella —prosiguió Niels—. Y es que esta hacha era la que empuñaba nuestro abuelo cuando cayó muerto en los campos de Aargaard, en el señorío de Han. Hace de esto noventa y tres años. En aquella ocasión los campesinos se lanzaron a la guerra, pero fueron derrotados y aplastados. No lo olvidamos. No queremos que eso ocurra ahora…

Con voz extrañamente imperiosa y autoritaria, Niels llamó:

—¡Andrés! ¡Thöger! ¡Juanito!

Los tres jóvenes acudieron casi en el acto. Entonces Niels levantó su pequeña cabeza y puso su mano sobre el hacha paterna. Los hijos le rodearon, fijando en su rostro una mirada intensa. Él no despegó los labios: pero los muchachos le comprendieron perfectamente.

Miguel bajó los ojos. No quería mirar a su hermano con la mentalidad y el espíritu del soldado. Aquello no le sentaba nada bien. Y, no obstante, Miguel se sintió dolorosamente confuso y lleno de deshonor. Se acordó de su padre, que fue un hombre de honor.

En los días que siguieron, fueron acudiendo a la finca de Elkär numerosas personas con diferentes herramientas, para que se las transformaran en armas. Se discutió mucho, a veces apasionadamente —aunque siempre con sumo secreto y en voz baja— sobre los próximos acontecimientos. Miguel sacó la impresión de que Niels tenía gran ascendiente y autoridad entre las gentes de la comarca. Sin embargo, el caudillo tácitamente aceptado por todos era un hombre de Graabölle llamado Severino Brok.

El viejo Thöger hubiera llegado a ser indudablemente el caudillo supremo si estas cosas hubieran ocurrido en sus tiempos.

La atmósfera se fue cargando rápidamente. Las gentes no tardaron en ver cómo todos los días pasaba algún jinete a todo galopar por el camino real. Con frecuencia se topaba uno con campesinos completamente desconocidos en la comarca. Con este ambiente enrarecido pasó el mes de septiembre.

—¿Sabes, Miguel? No nos sería difícil facilitarte otras ropas —le dijo un día Niels a Miguel, exteriorizando torpemente la idea que hacía mucho tiempo venía incubando.

Miguel sonrió.

—¡Si tú quisieras unirte a nosotros y tomar parte en esta empresa!…

Niels estaba sosteniendo ante su hermano un traje completo y listo para vestírselo.

Pero Miguel negó con la cabeza. Y al reflexionar sobre esta proposición, sintió que ya se había vuelto viejo.

—No, no, Niels —dijo en tono serio—. No. En mis buenos tiempos yo he tomado parte en numerosas batallas, aun cuando haya sido en lugares donde yo no tenía motivos para luchar. Cierto. Pero ahora me siento cansado. Ahora son ya personas mayores aquellas que eran todavía niños cuando yo comencé a vestir el uniforme de soldado. Si yo he de prestar algún nuevo servició al rey, será en otro terreno. Pero tú puedes, eso sí, permitirme que me quede aquí para ver cómo marchan las cosas.

Niels asintió con la cabeza, completamente decepcionado, pero convencido.

Todavía transcurrieron algunos días de paz y tranquilidad completas. Todos estaban preparados para los acontecimientos y se limitaban a esperar. Todos adoptaban la actitud del que espera que la guerra vendrá del exterior. Nadie sabía a ciencia cierta cómo se originaría la lucha. Todos los días Niels se lavaba y se peinaba los ralos cabellos gris acero como para una fiesta. Al caserío no se hacían encargos ni pedidos que no fueran los estrictamente necesarios. Los hijos de Niels permanecían ausentes del pueblo la mayor parte del tiempo. Solían reunirse con frecuencia en Graabölle con los demás jóvenes. La mujer de Niels hacía calceta preparando medias: estaba todo el santo día atareada casi sin tiempo de respirar, sentada en su banqueta, derecha como una vela.

En estos breves días, Miguel y Niels hablaron largamente sobre su padre. Niels se movía dentro del caserío, ocupándose del huerto, recordando constantemente al viejo. Miguel andaba siempre pegado a él, con su blanco sayal de peregrino, escuchando todos los pequeños detalles de la vida de aquellos días ya lejanos. Niels hablaba con acento vivo y animado, salpicando la conversación con finas ocurrencias típicas en él, de modo que cada historia, por insignificante que fuera, excitaba la imaginación de Miguel.

Por fin, el último día, Niels le refirió a su hermano una historia cuyo relato él había ido aplazando visiblemente hasta el último momento, puesto que afectaba personalmente a Miguel.

—Verás… Es el caso que, hace unos dos años largos, llegó aquí una pareja preguntando por ti. Venían de Salling. El hombre era un músico juglar, de mediana edad y algo borrachín, llamado Jacobo. Ella era una muchacha sordomuda que le acompañaba por todas partes. Una extraña criatura delicada y enfermiza. Jacobo me explicó cómo había tomado a la chica bajo su protección, pues nadie quiso hacerse cargo de ella. Era hija de una muchacha llamada Inger y de un hombre muy principal y distinguido. Este hombre, que se llamaba Axel, había sido asesinado, y al parecer está enterrado en el cementerio de Graabölle. Ahora Jacobo quería ayudar a la pequeña a dar con los parientes más próximos para que se hicieran cargo de ella y la cuidaran.

—Pero… ¿por qué preguntaron por mí?

—Pues porque…

Niels se interrumpió bruscamente, y miró a su hermano como para prevenirlo ante lo que iba a decirle.

—Bueno, debo decirte una cosa: Ana Mette ha muerto —prosiguió Niels con cautela.

La noticia no impresionó a Miguel. Parecía que éste hubiera estado esperando este suceso durante centenares de años. Por la expresión de Miguel, parecía deducirse que, o ya sabía la noticia, o su corazón se había hecho insensible de repente.

—Sí, ha muerto —continuó Niels—. De esto hace ya mucho tiempo. Hace tiempo que Ana Mette está bajo tierra… ¿Qué iba a decirte? Ah, sí. Iba a decirte qué es lo que venía a buscar aquí el juglar ese. Jacobo me explicó que no había duda de que la muchacha llamada Inger era hija de Ana Mette y… tuya. Así que tú eres abuelo de la pequeña que acompaña a Jacobo. Según el juglar, la chica se llama Ida. Estuvieron aquí algunos días, al cabo de los cuales volvieron a marcharse y no tengo idea del rumbo que tomaron.

Niels calló dejando a su hermano tiempo de reflexionar. Pero como Miguel no despegaba los labios, él prosiguió:

—La verdad es que Steffen de Kvorne nunca le tuvo apego a su hijastra Inger. Sin embargo, la dotó bien, como lo hubiera hecho un padre legítimo. Inger fue muy desgraciada, la pobre. El hombre con quien se casó —y que las gentes apenas sabían quién era— murió asesinado. Sí, asesinado…

Niels se sorbió el aire por la nariz antes de proseguir:

—Poco después de haberse casado con Axel, Inger moría de parto. De este alumbramiento nació Ida. Pero cuando después murió también Ana Mette, Steffen no quiso saber nada de la familia de ella ni tenerla en su casa. Y entonces el juglar tomó a Ida bajo su protección.

Hizo una pausa.

—Pero confiamos en poder ver a Steffen y a todos sus hijos, cuando comience esto —explicó Niels, siguiendo otro hilo de ideas—. Steffen tuvo seis hijos de su matrimonio con Ana Mette, seis hijos varones y creo que algunas chicas. Todos ellos son magníficos agricultores y tienen las mismas edades que los míos.

Los dos hombres se encontraban en medio de las tierras de labranza. Comenzaron a extenderse las sombras de la noche. Los dos permanecieron largo tiempo callados. Miguel llevaba la cabeza oculta dentro de su capucha.

Niels se metió en una de las tierras para ir a buscar unas ovejas. Cuando volvió junto a Miguel, se quedó parado y mudo frente a su hermano: quería decirle algo, pero no le salían las palabras.

—Algo quieres decirme, Niels —prorrumpió Miguel, con voz cantarina—. ¿Qué es?

—Miguel… He oído decir por ahí una cosa… —balbució Niels, haciendo grandes esfuerzos—. Si esa cosa es verdad… Bueno, en realidad no es cosa que me ataña ni me importe. Pero quiero hablarte de ello, porque tal vez tengamos que separarnos. Por Graabölle se rumoreó que fuiste tú quien mató a Axel —que resultó ser tu propio yerno— para quitarle su dinero. Por lo menos es cierto que por aquellos días tú te encontrabas en esta comarca, pero yo te vi, aunque no viniste a visitarnos. Dime, Miguel: ¿es verdad eso?

—Sí, es verdad —contestó Miguel con aquella calma y actitud desafiadora que Niels conocía desde antiguo y ante la que Niels se doblegó ahora, una vez más.

—Entonces… Supongo que tendrías tus motivos para hacerlo —dijo Niels con voz sorda, y con expresión de alivio—. Yo no quiero resolver ni ahondar en ese asunto. Pero tú no debiste ahora haber traspasado el umbral de mi puerta. Hay cosas en las que ni yo ni las personas que son como yo podemos consentir jamás. Bien, vamos a casa a ver qué es lo que nos ha preparado mi mujer para la cena.

Cuando llegaron delante de la oscura casa, Niels susurró precipitadamente.

—En caso de que yo muriera antes que tú, ¿podrías encargarte de cuidar y velar por todo lo que hay aquí?

—Pues claro que sí —contestó Miguel con voz cansada.

Y entraron.