INGER

Pero Inger —¡pobre Inger!— estaba infinitamente triste. Se retorcía las manos llorando noche y día por su prometido. Todas las noches, cuando lloraba, se asomaba a la ventana de su aposento para mirar, por encima del fiordo, hacia Himmerland. Las noches eran entonces luminosas y el cielo estaba despejado día y noche.

Inger sentía una tristeza infinita. Cuando Axel, en su sepultura del cementerio de Graabölle, se enteró de la tristeza inconsolable de Inger, alzó su fatigada cabeza en el seno de la tierra húmeda y se puso en pie. El viento corría libremente por el cementerio susurrando. De entre las sepulturas emergió la sombra del Caballo Hel[10], que se puso a caminar pacientemente detrás de él. Pero Axel, tomando el ataúd a cuestas, transpuso a pie la enrejada puerta del cementerio.

Cruzó por las landas cubiertas de brezos en dirección al fiordo, caminando penosamente, fatigosamente, a través de aquella noche luminosa de Dinamarca. El cielo estaba blanco a un lado y amarillo al otro. La tierra aparecía sumida en una penumbra crepuscular. El fiordo resplandecía: allá por Salling sus orillas corrían tranquilas y confiadas.

Por los montes tapizados de brezos avanzaba un hombre muerto trazando círculos; se detuvo mirando a Axel con ojos de pena, y reanudó su marcha con el ataúd a cuestas, perdiéndose de vista en el hondo camino, para volver a aparecer caminando y dando vueltas en su soledad.

El sol se hundió bajo la tierra por el lado del Norte, donde el cielo era amarillo. El viento iba cargado de rocío y de emanaciones de flores; todas las plantas dormían y soñaban, preñadas de gérmenes de vida.

Axel llegó al Hvalpsund y vio cómo las olas se seguían unas a otras fieles como perros. Sin que nadie pudiera detenerlo ni impedirlo, pasó al otro lado del estrecho y llegó a Kvorne.

Vestido con las ropas con que había sido enterrado, se detuvo a la puerta de la alcoba de Inger, y llamó. Estaba exhausto de fatiga.

—Inger, levántate y ábreme.

Inger oyó la llamada, pero se quedó acostada durante un momento, escuchando. El viento silbó muy quedo en el ojo de la cerradura. ¿Acaso aquella llamada no era más que la voz del viento sin asilo que pedía albergue allí fuera? Ella notó que alguien cambiaba de postura moviendo un pie en el umbral. Alguien volvió a llamar con una voz llena de paz y buena voluntad.

—Inger, levántate y ábreme.

Ella se levantó con los ojos arrasados de lágrimas. Era un llanto incontenible. Pero sintió miedo, vaciló y se demoró en abrir. Se le había ocurrido que acaso era el propio Axel el que llamaba.

—¿Puedes pedírmelo en nombre de Jesucristo? —preguntó ella llorando desde dentro—. En ese caso te abriré.

—¡Sí que puedo, Inger! —contestó Axel.

Tenía la voz enronquecida.

—Puedo pronunciar el nombre de Jesucristo, ahora como antes… En nombre de Jesucristo, ábreme, Inger.

La muchacha abrió, temblando, la puerta, y vio a Axel en pie allí en el umbral, encorvado bajo aquel negro ataúd y con las ropas llenas de tierra. ¡Era Axel, en realidad!

Pero cuando se sentaron el uno cerca del otro, Axel no encontró palabras para tranquilizarla y consolarla. Inger lloraba desesperadamente. Tenía la boca abierta. La fuerza de los sollozos sacudía su pecho. Inger lloró largo rato, lloró ciegamente. Aquel júbilo incontenible en medio de su pena, desató todas sus dormidas energías, hasta el punto de que casi se sintió morir.

La noche era tranquila. Sólo se oía el soplar del viento. Inger, que había descargado su corazón a fuerza de llorar, se sintió dichosa y se puso a peinar los cabellos de Axel. Continuó llorando, pero ya entre sonrisas. Los cabellos de Axel estaban fríos. Fría estaba su cabeza como un guijarro recién desenterrado.

—Tienes el pelo lleno de tierra y grava —decía Inger, feliz y llorosa—. Hay piedrecillas en el dorso de tus manos.

Axel volvió, pensativo, sus manos sin vida. Sí, tenía tierra en las manos y también en la boca.

—¡Qué frío estás! —prorrumpió Inger.

Su voz se tornó ronca con el frío glacial que la hacía estremecerse toda. Se puso contenta. Lloraba e hipaba a la vez. Ella le peinaba delicadamente los cabellos. Y él inclinaba la frente hacia su amada.

La noche era tranquila. El amarillo resplandor procedente del Norte entraba por los cristales. Afuera arrullaba el viento.

* * *

—Dime: ¿cómo te encuentras en el lugar ultraterreno dónde moras? —preguntó Inger, cariñosamente, llena de temor y solicitud.

¡Se sentía tan bien allí, sentada a su lado en la blanca habitación, en aquella noche amiga!…

—Dentro de mi mundo estoy muy bien —contestó Axel dulcemente—. Estoy muy bien cuando tú te consuelas, Inger. Cuando tú cantas y estás alegre, yo estoy indeciblemente feliz. Entonces mi lecho de paz eterna está lleno de rosas: yo duermo sobre rosas en el paraíso. ¡Qué paz y descanso maravillosos cuando tú estás contenta, canturreando en tu aposento!

—Entonces, ¡déjame ir contigo! —rogó Inger, deshecha otra vez en llanto—. Llévame allá a descansar contigo.

—Cuando tú estás triste; cuando exhalas gemidos por mí, Inger; cuando tú lloras, mi lecho se llena de sangre. Inger querida, ¿por qué suspiras ahora por mí? Los muertos tienen que permanecer en su eterna morada. ¿Por qué lloras por mí? Yo ya no estoy en este mundo. ¿Por qué sigues amándome?

Axel hablaba pacientemente, moviendo la cabeza para subrayar sus palabras. Axel se había vuelto inteligente más allá de toda comprensión humana.

* * *

—¿No vas a besarme? —susurró ella con voz apenas perceptible, a la vez que se arrimaba a él, temblando.

Él no se movió. Entonces ella quiso abrigarlo y darle calor. Arrimó su corazón al de él para calentarlo. Trató de demostrarle toda su ternura. Pero él no pertenecía a este mundo. Entonces ella lo llamó tímidamente por su nombre con la secreta esperanza de que se hubiera quedado dormido. Pero él estaba despierto. Extraordinariamente despierto.

* * *

Y pasó la noche.

—Ya canta el gallo anunciando la proximidad del día —dijo Axel de pronto.

Inger no quería soltarlo de sus brazos.

—Ya está blanqueando el cielo. A estas horas todos los muertos están volviendo a su eterna morada —añadió Axel, empezando a inquietarse.

Pero ella posó su cabeza sobre su corazón frío.

—Ya se están poniendo rojas las vidrieras con el rosicler de la aurora —balbució Axel, con voz sorda—. Pronto saldrá el sol. Ahora tengo que volverme a mi morada.

Pero cuando Axel se hubo retirado de la casa, Inger se quedó tan desesperadamente inconsolable, que hizo caso omiso de las recomendaciones de él, y, retorciéndose las manos, se lanzó en su seguimiento, alcanzándolo al fin en la oscuridad del bosque. Ella caminó a su lado, llorando cada paso que daba, hasta que salieron del bosque y llegaron junto a una playa despejada. Y entonces vio ella que el color de Axel se iba marchitando.

—Llévame contigo —suplicó ella, loca de pena y de dolor.

Y él se la llevó consigo a través del estrecho, cuyas olas resplandecían ya. Ya se inflamaba el cielo por el oriente cuando ellos cruzaban la landa cubierta de brezos.

Y cuando llegaron al cementerio, salía el sol. Al resplandor del amanecer, Inger vio que los ojos de Axel se disolvían, y que sus mejillas desaparecían dejando los huesos al descubierto. Sus pies desnudos habían sufrido del contacto con la tierra.

—¡Ahora ya nunca más vas a llorar por mí! —dijo Axel a su amada, con un frío glacial en su voz—. ¡No llores más por mí! —suplicó y ordenó Axel.

Pero ella no era capaz de soltarlo de sus manos.

Axel sonrió en silencio.

Permaneció un rato inmóvil y silencioso, con un extraño aire de dignidad y autoridad.

—Levanta los ojos; mira al cielo —le dijo él sonriendo con infinita dulzura, y a la vez con impaciencia—. ¡Mira! ¡Mira qué jubilosa y alegre se va la noche!

Inger alzó los ojos al cielo, mirando a las estrellas palidecidas. Y la figura de Axel muerto desapareció de la tierra.

Inger no lo volvió a ver más.