LA CAÍDA DEL REY

Antes que Miguel hubiera obtenido el permiso escrito para emprender su viaje a Jerusalén, habían comenzado los malos tiempos para el rey. A Miguel le tocó acompañar al monarca durante un largo trayecto. El viejo estudiante estaba con el rey aquella noche en que éste cruzaba las aguas del Pequeño Belt.

El rey Cristián recibía ahora la recompensa por las obras que había realizado en su edad adulta. Las piedras que él había lanzado contra el cielo, comenzaban a caerle sobre la cabeza. Las consecuencias de su ambición de poder se volvían ahora contra él.

La historia no suele hacer apenas más que una breve mención de la noche más negra y terrible que pasó el rey en su vida. Era el día 10 de febrero de 1523. La noche de la duda y de la desesperación. El verdadero origen de esta duda desesperada se remontaba ya al día 7 de noviembre de 1520, fecha que marcó el eclipse del poderío del rey. El poder real de Cristián dejó de existir en el momento mismo en que él se puso a ejercerlo.

Fue en Ry donde recibió la primera noticia de que su situación era extremadamente crítica.

Y si la causa del rey parecía perdida sin remedio, era porque toda su obra titánica se derrumbaba en torno de él. Él había conquistado Suecia usando de un gran rigor y atándola a su carro con mano de hierro, y ahora Suecia renegaba de él y se alzaba contra él con un entusiasmo apasionado. Él había gobernado a Dinamarca con mano dura y sin consideraciones, por eso Dinamarca se alzaba ahora contra él de un modo irreconciliable. El que a hierro mata, a hierro muere.

Ahora, al final de todo, trataba de llegar a un compromiso con su tío paterno, que pretendía el trono. Había ido hacia delante y hacia atrás en numerosos y difíciles viajes y vuelto otra vez a Jutlandia; había escrito cartas y celebrado conferencias y entrevistas sin conseguir nada práctico. Estaba gastado. Veía toda su política fracasada sin remedio. Y entonces empezó la terrible duda.

Aquella noche del 10 de febrero, el rey abandonó la defensa de su propia causa.

Se embarcó en un pequeño buque de cabotaje para dirigirse a Fionia. Las Islas no habían abandonado al rey, y, además, toda Noruega seguía siéndole adicta. Pero, dado el estado en que se encontraban ya las cosas, sabía perfectamente que, si abandonaba las negociaciones y volvía la espalda a Jutlandia, esto equivaldría a renunciar para siempre a su propia causa: a la causa de Dinamarca. El Pequeño Belt era el mar surcado por la barca de Caronte.

Era a la hora de un anochecer frío y húmedo. Una anochecida sin oscuridad ni luz. No llovía, pero el aire estaba saturado de humedad. Navegando en la única compañía de diez de sus hombres, el rey pasó en su barco junto a la fortaleza de Hömburg. Todo se había llevado a cabo en silencio. Únicamente había originado algún alboroto el embarque de los caballos. Los restantes miembros del séquito real se quedaron en tierra para seguir luego al rey al día siguiente: allí quedaban con sus antorchas encendidas en la orilla cuando la barca comenzó a deslizarse por las aguas del oscuro Belt.

El rey iba sentado en el último extremo de la popa. Todos los hombres que le acompañaban estaban viendo desde la roda su rostro iluminado por la claridad de las antorchas, adivinando la crítica situación. Nadie despegaba los labios. Pero cuando llevaban navegando un buen trecho, el propio rey decidió romper el silencio con una observación absolutamente trivial: pidió que le informaran sobre la corriente del estrecho y la desviación del rumbo. Su voz era tranquila. Sonó tan monótona y sin matices allí sobre la cubierta, que los que le acompañaban se quedaron impresionados y asustados. Nadie dijo una palabra.

Un poco después, pidió que le informaran respecto a uno de los caballos, que se había puesto cojo aquel día: Miguel Thögersen le dio todos los detalles que sabía. Y luego todo volvió a quedar en silencio. El mar se alborotaba en torno del barco. En la roda iba un hombre con una antorcha encendida: parecía que las olas se acercaran buscando la luz. De cuando en cuando todos los ojos se volvían para ver si continuaba ardiendo como era debido. Iban sentados a lo largo de la barandilla de la borda, de espaldas al mar. Aquel silencio los atormentaba y los abrumaba como una carga intolerable.

—No queremos que os estéis así callados como muertos —dijo de repente el rey en voz baja, en la que vibraba una nota de amenaza, característica en él—. Ese silencio equivale a un desacato —añadió, ofendido e irritado.

Entonces la mayoría de aquellos hombres comenzaron a toser y, haciendo esfuerzos de imaginación, se dedicaron a hacerse mutuamente las más triviales preguntas que en aquel momento podrían ocurrírseles:

—Oye: ¿cuánto te ha costado esa armadura?

—Oye: ¿cuántas veces has estado en Hamburgo?…

Pero hablaban como el enfermo que se pone a hacer observaciones sobre la corriente de aire que entra por la ventana, pero que está pensando en la muerte.

No obstante, cuando su conversación se hizo general, el rey descansó tranquilo. La sinfonía de aquellas voces mantenía levantado su ánimo, produciéndole la misma sensación que siente una niña que, caminando por el bosque a solas con un hombre desconocido, no hace más que hablar y hablar y hablar, y sólo oye su pobrecita voz solitaria resonar en el silencio del bosque.

Los barqueros iban remando meditabundos, embutidos en sus húmedas pellizas de piel de oveja, cabeceando sobre los remos; sus ojos estaban en sombra bajo sus capuchones de pelo. Eran ciegamente adictos a su rey: sus ojos de perros no se apartaban de él. Los caballos, situados en la parte central de la barca, estaban bastante quietos y tranquilos; pero bufaban a veces de un modo inquietante al darse cuenta de la proximidad del agua y abrían grandes ojos bizqueando. La tea iluminaba con claridad oscilante el interior de aquella tosca y embreada embarcación.

Ahora estaban hablando ya todos los hombres de a bordo. Con este murmullo de voces el rey recobró la paz interior suficiente para reconcentrarse y engolfarse en sus pensamientos. Mientras tuvo a la vista la costa de Jutlandia, permaneció tranquilo: ¡de aquella tierra había salido él! Una vez más desfilaron por su mente todos los detalles, complicaciones y enredos de su fracasado plan de gobierno. Pasó mentalmente revista al conjunto de la situación; hizo una síntesis mental del tiempo y calculó distancias; pesó las posibilidades y las contraposibilidades… Y cuando, tras un doloroso esfuerzo, vio la suma completa de todas estas cosas, no pudo por menos de bajar la cabeza y dejar las cosas en el estado en que estaban.

Pero cuando las distantes luces de tierra desaparecieron y se hundieron en la lejanía; cuando ya la barca se deslizaba por el mar abierto del Belt donde no era posible darse cuenta de la marcha de la embarcación, se apoderó del rey la incertidumbre y la indecisión. Y cuando divisó las luces de Middelfart, le vino vivo al pensamiento el recuerdo del país que él había abandonado. Le había vuelto la espalda a aquella tierra, y, sin embargo, era aquél su reino; en su imaginación estaba viendo nítidamente a Dinamarca, como una realidad inmutable sobre las aguas del mar, una suma de regiones de todos los colores, un país.

Y así es en realidad. Arrullada por dos azules mares, Dinamarca es verde en verano, herrumbrosa en otoño, blanca bajo el cielo invernal. Las riberas danesas parecen hacer señas de llamada desde lejos, maravillosamente tentadoras; los campos de cultivo daneses se comban dulcemente, se visten de mieses, y vuelven a desnudarse al paso de la hoz. El sol lanza abanicos de luz sobre las laderas del fiordo de Lim, donde el viento del Oeste sopla como un aliento familiar; los días se van sucediendo siempre distintos y siempre idénticos a la vez. Los pequeños fiordos y los fiordos tributarios repiten mil veces el rostro de Dinamarca; el Sund es como una puerta por donde se entra en la tierra definitiva. Aquí vienen a morir al mar los pequeños ríos daneses; los bosques crecen en la vecindad del mar; vemos una gaviota solitaria, oímos el bullir de una liebre entre los brezos de las landas. El sol y la vida libre de cuidados: ésta es Dinamarca.

Ahora que el rey ya había, en realidad, abandonado a su patria —pues en el fondo de su corazón estaba seguro de que ya la había abandonado—, la imagen de Dinamarca entró en su alma de un modo tan avasallador, que ya no le fue posible arrancar esta idea obsesiva de su mente.

—¡Marcha atrás! ¡Virad! —ordenó el rey de repente, poniéndose en pie.

Todos los que con él iban a bordo, se quedaron instantáneamente callados como un solo hombre. Los barqueros se quedaron inmóviles con los remos en las manos y la mirada perdida en el vacío. El rey Cristián repitió la orden con tono de impaciencia, pero amable al mismo tiempo. Los barqueros obedecieron, haciendo virar la pesada barca en medio del mar. Remando siempre a la misma velocidad, volvieron a entrar en el Belt. Las luces de Middelfart se fueron perdiendo en la lejanía. Nadie osaba preguntar al rey qué es lo que se proponía ahora; pero todos se pusieron tan contentos que se volvieron a quedar callados para ocultar su alegría. No tardaron, sin embargo, en acordarse de la anterior orden del rey, y cuidaron de mantener viva la conversación.

El rey volvió a recobrar ánimos y energías apenas cambió de rumbo el barco, pues volvía a recordar sus designios de rey, volvía a reanudar los proyectos de toda su vida, y, conforme iban éstos surgiendo ante él, se iba sintiendo más fuerte. Su misma resolución de cambiar de rumbo volviendo hacia Jutlandia le hacía confiar en que podrían superarse todas las dificultades; ahora ya sólo pensaba en sus proyectos. No hacía más que pensar en el futuro, en la unión de los pueblos escandinavos; se estaba imaginando la calma, la tranquilidad y el reconocimiento popular de que iba a disfrutar en medio de sus reinos. Se confirmó en las medidas y disposiciones que pensaba adoptar; repasó mentalmente las leyes y reformas que había pensado dictar y las tuvo por excelentes. Recordó su proyecto de poner un dique a la corriente del tráfico comercial procedente de Lübeck para desviarla y encauzarla por sus tierras. Una vez más examinó lo que había de absurdo y pernicioso en los privilegios que gozaba la nobleza. Le alegraba pensar en las ciudades y villas comerciales; en el futuro fomento de agricultura en gran escala; en la clase campesina, que debía gozar de la libertad de sacar riqueza de la tierra que cultivaba. En su imaginación estaba viendo todos los estamentos de su reino en forma de enormes y dilatadas capas sociales escalonadas, y vio la necesidad de elevar a un plano superior la más extensa de aquellas capas, haciendo bajar a las capas altas hasta que se igualaran, ejerciendo una continua presión sobre la gran palanca que él empuñaba en su mano. Y luego…

Y luego… ocurría que el rey Enrique estaba sentado en el trono de Inglaterra. ¿Con qué derecho? ¿No había Inglaterra pertenecido en otro tiempo a Dinamarca? Por allí habían navegado flotas danesas en tiempos pretéritos. Si los reinos nórdicos se unían en un bloque, podrían muy bien volver sus zarpas hacia el Occidente. «Podremos reunir —pensó— tanto y tanto dinero… cuando las leyes, la unificación del Norte, el Comercio y la Agricultura atraigan el oro hacia el Norte; podremos disponer de tantos y tales soldados que, por más que rujan las tormentas y los huracanes, nada podrá impedir que las balas danesas le levanten la tapa de los sesos a los acantilados de Dover».

El Emperador Carlos de Alemania era cuñado del rey. Él lo conocía, pero no lo admiraba. El rey Francisco de Francia no era tampoco ningún hombre superior a los demás. Ahora bien: aun cuando estos monarcas permanecieran inconmovibles en su trono, él se pegaría con ellos por la conquista de los reinos del Nuevo Mundo que Colón había puesto a los pies de Europa. ¡Barcos, barcos, barcos! El Norte tenía derecho a percibir su parte, y la percibiría. De allí afluiría dinero, de allí nacería para el Norte un nuevo poderío y vendrían nuevos barcos. ¡Barcos, barcos! El escandinavo llegaría muy lejos mientras hubiera mundos que conquistar.

Pero aquella confianza y fe del rey empezó a disminuir cuando volvieron a ver sus ojos la tierra de Jutlandia. No se veía la menor luz en la orilla. La barca navegaba tan ceñida a la costa que la ribera y la fortaleza de Hömburg emergieron de repente en medio de la oscuridad grisácea de aquella noche. En el interior el territorio aparecía jaspeado con diseminados restos de nieve que se estaba fundiendo; cornejas y chovas alzaban el vuelo, chillando, de los árboles desnudos. En la fortaleza todas las luces estaban apagadas. Por todas partes se cernía la noche pesada y húmeda.

La visión de la tierra continental hirió al rey como un mazazo. Se dio cuenta de la amarga realidad: de que el pueblo estaba soliviantado y amotinado contra él. Aquello era muy serio. Y como ya anteriormente se le había hecho evidente lo irremediable de la situación, le era ahora más fácil convencerse y confesarse a sí mismo la amarga verdad. Todavía vibraban en su mente ideas y recuerdos que contribuían a abatirlo y descorazonarlo; todavía conservaba vivencias de todos aquellos años que él había estado gobernando. Infinito cansancio, desengaños, cálculos y esfuerzos a diario a lo largo de diez años. Había sojuzgado dos veces a Suecia por la fuerza de la espada. Aquello le había costado caro, y él había ocasionado males irreparables en multitud de aspectos. Y ahora se encontraba en la misma situación, sin haber avanzado un solo paso. Había consagrado a Dinamarca, hasta el máximo, todas sus facultades y talentos, todas sus noches y sus días, y ahora los daneses se lo agradecían destronándolo como a un administrador infiel. ¿Habría la posibilidad de conseguir algo de aquel pueblo que se mostraba hostil a él? En cada caserío de aquellos dilatados reinos suyos había una terquedad obstinada; en cada hombre había una desesperante miopía, con la que él tenía que luchar o que tendría que vencer por sorpresa y con astucia. Y todo por un elevado proyecto que ningún danés era capaz de ver y comprender. Era una lucha desigual. Eran muchos los obstinados, y era uno solo —él— quien tenía un plan de gobierno que era preciso meter en todas las cabezas. Y ahora resultaba que los pobres y los oprimidos, a los que él quería levantar, pero que no sabían ver más allá del plano de sus necesidades del momento, habían salido de sus cabañas —diseminadas desde el Skagen hasta el fiordo de Vejle— con sus hachas y sus mayales… sólo porque él había querido imponerles contribuciones y gabelas para poder salvar el reino. No. Ya no había ninguna carta que jugar. En todos los puntos de Dinamarca no había más que mentalidades estrechas y cabezas tercas, corazones cerrados, bolsas cerradas, anquilosamiento, malevolencia, estupidez…

Ya la barca había atracado y ya iban a desembarcar, cuando el rey les ordenó largar velas y zarpar de nuevo rumbo a Fionia. En su voz no había más que una expresión de total desaliento; pero, al notar que ellos no se daban prisa en ejecutar su orden, se puso furioso. Entre los hombres del séquito del rey se produjo un silencio de muerte. Y mientras avanzaban navegando de nuevo hacia Fionia, no se oyó pronunciar una sola palabra a bordo.

Cuando la barca arribó a Middelfart el rey desembarcó en el acto y subió las escaleras de la casa más próxima. Era una hora muy avanzada de la noche. El ruido de las llamadas despertó a los criados, cuya confusión fue enorme. El rey pidió alojamiento para pasar allí la noche. Mientras que le preparaban la habitación y la cama, mandó que le trajeran una vela y se puso a escribir. Quería intentar ahora su último esfuerzo, y escribió a varios de los jefes del levantamiento. El asco que había sentido de Dinamarca y de toda la situación al ver de nuevo la costa de Jutlandia, se le había disipado momentáneamente en el mismo instante en que adoptara la resolución de virar por segunda vez. Una vez que hubo escrito estas cartas en Middelfart, se quedó tranquilo, abrigando grandes esperanzas en el secreto de su corazón.

El rey hizo una parca cena en compañía de Ambrosio Bogbinder (el Encuadernador), que estaba con él aquella noche. Luego conversaron acaloradamente por espacio de una hora. El rey se expresaba en términos violentos, y Ambrosio también se olvidó un poco del terreno que pisaba. Éste estaba en contra de toda negociación, y deseaba persuadir al rey a que reuniera un ejército en las islas y se lanzara a exterminar aquella miserable alma de perro de las gentes continentales. El alma de Ambrosio vibraba de cólera sólo al pensar en aquella gentuza danesa.

—¡Que sí, que sí, que sí! —decía el rey, dándole exteriormente la razón.

Pero al hablar tenía la mirada ausente y no escuchaba. La vela hilaba una cuerda de humo sobre la mesa de la sala de aquel pequeño burgués. Pasaba ya de la medianoche. El rey se levantó y se asomó a la ventana para inspeccionar el estado del tiempo. La noche estaba inalterablemente húmeda y nublada.

—Bien —dijo regresando de la ventana.

Dio varios pasos girando en torno de sí mismo. Luego se detuvo, y alzando la vista, movió enérgicamente la cabeza como afirmando. ¡Ya estaba decidida la cuestión! Cuando el rey comunicó esta decisión al impresor Ambrosio, éste se quedó petrificado.

—Pasaremos al otro lado del mar —dijo el rey con voz grave—. Tal es nuestra determinación.

Media hora después zarpaban de nuevo.

Y la determinación del rey era irrevocable. Se figuraba ya que estaba avanzando muy lejos por el interior de Jutlandia: ya en su imaginación se estaba viendo a sí mismo llegar a Viborg montado en su caballo. Porque ahora él había decidido realizar lo más difícil y arriesgado: ¡ceder! Sí. Él cedería de sus derechos a trueque de conseguir su objetivo final. No le importaba tener que esperar: cuando volviera a empuñar las riendas, aunque fuera solo de momento, él reuniría a los estamentos en la asamblea de la Cámara Legislativa de Viborg y les prometería hacer las concesiones que ellos exigían.

A medida que la barca iba avanzando laboriosamente, más se iba afirmando el rey en esta idea. Y ahora comprendía al fin la gran locura que había cometido aquel día en Estocolmo al asestar aquel golpe. Y no es que él considerara aquello como un pecado ni como un desacierto. Creía que no le había quedado más remedio que hacerlo… Y, sin embargo, había sido aquél un grave error si sus consecuencias llegaban a agigantarse y hacerse aniquiladoras. Era positivamente cierto que no había querido contar con la opinión de sus súbditos, la cual no deja de ser una realidad de gran importancia, aunque sea idiota y absurda. Además, él tenía que contar indefectiblemente con la sed de venganza del pueblo bajo, con su estupidez y con su ignorancia, del mismo modo que el tirador apunta más arriba del blanco a causa de la trayectoria parabólica de la flecha. ¡Sí, cedería, haría concesiones! En cuanto volviera a empuñar las riendas del Gobierno, tendría ocasión de cortarles las alas a aquellos hombres probos que querían medrar y engrandecerse aprovechándose de sus concesiones. De una rápida ojeada catalogó mentalmente a un centenar de capitostes daneses, seleccionando a aquéllos a los que él pensaba someterse.

Pero el rey no pasó más allá del Belt. A la mitad de la travesía, sufrió un desvanecimiento. Abatido por el cansancio y las emociones, sintió como un síncope, un dolor agudo al lado del corazón. Cuando casi habían alcanzado la costa de Jutlandia, dio nuevamente orden de virar en redondo. Quería dirigirse a Middelfart para poder al menos dormir tranquilo durante la noche.

Así, pues, tomó el rumbo de Fionia. Una vez más era él quien dejaba a su espalda todo aquello. Y ahora que se sentía tan aplastado que temblaba, ahora que estaba oprimido y sacudido por las emociones, se sintió asaltado por el espanto de su propia indecisión aniquiladora. Veía cómo estaba navegando eternamente hacia delante y hacia atrás dentro de aquel estrecho. Veía que era absolutamente incapaz de decidirse por una de aquellas dos direcciones. Era la duda, que había entrado en posesión de él. Cuando descubrió que dudaba, la duda se agravó. Aquella duda ya no se refería a la defensa o abandono de su causa. Era más honda: se trataba ya de él mismo, de su propia persona. La suerte futura de los reinos, los movimientos de los ejércitos, la guerra y la contraguerra, todo eso se fue perfilando y contorneando en la mente del rey hasta convertirse en una sentencia de muerte. Y él estaba consciente de todo esto. De este modo la duda lo estaba destronando de su condición de rey, del que quedaba solamente un pobre ser humano, calenturiento e indeciso.

Y, a pesar de todo esto, el rey Cristián se volvió de nuevo atrás cuando vio resplandecer las luces de Middelfart. Y es que en cuanto él descubrió que dudaba, se quedó tan desplumado, tan terriblemente vacío de toda esperanza, que adquirió una especie de tranquila calma: la calma de la desesperación. Estaba completamente seguro de su duda, y lo estaba de un modo tan definitivo que, por un extraño proceso inverso, volvió a concebir una nueva esperanza.

Entre tanto, lo habían ido abandonando sus fuerzas. Y cuando se iba aproximando a Jutlandia, comprendió que, después de esto, ya nunca volvería a ser un hombre en Dinamarca, puesto que Dinamarca lo había convertido en el Hombre que Duda. Se persuadió de que tenía que abandonar el país como un hombre abandona a la mujer que ha contemplado su derrota.

Y una vez más puso rumbo a Fionia, enfermo de vergüenza y de dolor.

Pero aún el barco no había llegado a la mitad del Belt, cuando ya estaba dando orden de volver hacia Jutlandia, hacia Dinamarca, como un hombre se vuelve hacia la mujer que ha sido testigo de su impotencia. Porque en el mismo sitio en que un hombre ha sufrido una derrota, allí debe ir a buscar el desquite y la victoria. Se puede triunfar sobre toda la tierra; pero un hombre no conseguirá levantarse antes que haya vuelto a triunfar en el lugar que fue escenario de su derrota.

El rey mandó virar de bordo y poner proa hacia Jutlandia. Pero estaba cansado y angustiado. Estaba en un estado tan digno de lástima como es capaz de estarlo un ser humano.

Aquélla fue la noche de la desesperación del rey Cristián.

Aquella noche fue su ruina. Siguió navegando hacia delante y hacia atrás, hasta que amaneció la luz del nuevo día. Cuando salió el sol, el rey se encontraba en las cercanías de Fionia. Y se quedó allí simplemente porque la casualidad lo había puesto allí.

Pero no: el que se quedara del lado de Fionia no era un accidente casual. No era que la salida del sol viniera a poner fin a la torturadora indecisión del rey. No. Está escrito que aquel que duda, siempre terminará renunciando. Siempre terminará dejando que se pierda la causa que ha sido objeto de su duda…