MUERTE DANESA

Axel, el muchacho alegre y despreocupado, murió al anochecer bajo la ancha cúpula del cielo. Durante las últimas horas de su vida gozó del completo uso de sus sentidos.

Al tercer día de haber recibido aquella herida, se sintió morir. Estaba agotado de sufrir. A lo largo de dos interminables días de crueles dolores él había ido gastando las fuerzas que le sostenían la vida. Cuando notó que empezaba a abandonarle el calor de la vida, mandó que lo quitaran de allí. Gritaba como un loco cuando lo llevaban en brazos. Lo trasladaron fuera, colocándolo en un sillón delante de la puerta, y allí permaneció todo el día.

Cuando abrió sus ojos heridos por los rayos del sol, descubrió la presencia del propio Miguel Thögersen, el cual se había quedado en aquella comarca por algún tiempo.

Junto al pozo graznaban los ánades.

—¿De veras vas a morir? ¿No podrás curarte? —le preguntó aquel viejo desgraciado.

Con indiferencia, Axel movió la cabeza negativamente y cerró los ojos. Cuando, mucho tiempo después, volvió a abrirlos, vio que todavía continuaba allí su antiguo amigo.

Reinaban un calor y un silencio que imponían a cualquiera. La imagen del sol lanzaba destellos en un fragmento de vasija que había allí en el suelo.

—¡Ahí va un enjambre! —se oyó exclamar a un sencillo campesino a la puerta de la posada.

En el aire, que se extendía blanco como la nieve sobre la huerta de coles, flotaba un enjambre de abejas, que se encontraban muy junto al sol, formando una nube viva y perfectamente esférica. Las abejas se diseminaban y volvían a juntarse apiñadas en torno del hormigueante núcleo del enjambre. A ratos el enjambre se hacía totalmente invisible, envuelto por las llamas del sol, desde donde parecía bajar el zumbido de un ardiente hervir.

Axel oyó a Miguel decir que el estuche estaba vacío.

—¡No había nada en él, Axel!

Pero aquella observación dejó a Axel completamente frío e indiferente. Mientras vivió, jamás se le había ocurrido siquiera dudar de que él estaba en posesión del famoso documento. Ahora que iba a morir, nada le importaba ya que el pergamino hubiera desaparecido.

—¿Querrás perdonarme? —suplicó Miguel, profundamente triste y miserable.

Vio que no hacía otra cosa que hacer sufrir al moribundo. Axel no se movía. Más tarde notó que Miguel se había ido.

Ahora Axel estaba pensando continuamente en Inger. ¿Es que lo habían olvidado a él? ¿Cómo nadie de aquella casa acudía allí a visitarlo? Claro que, de hecho, él no había mandado aviso por ningún mensajero. Pero abrigaba la secreta esperanza de que ellos lo encontrarían a pesar de todo. El primer día después de haber sido herido no hubiera querido verla.

Pero ahora… ¿Por qué razón no habían descubierto aún su paradero? Miguel en cambio, sí lo encontró. ¿Por qué sus pobres ojos no veían a ninguna de las personas de aquella casa? Su corazón estaba llorando. No había consuelo para él. Ni siquiera podía tragar saliva para aliviar el ardor de su pecho. Tenía la garganta seca.

* * *

Al atardecer Axel se despertó con la clarísima sensación de que ¡habían desaparecido para siempre sus dolores!

Sintió un impulso tan grande de agradecimiento a la Providencia, que hasta enrojeció. ¡Ya los dolores habían cesado de martirizarle! Notaba ya de un modo continuo la liberación de sus dolores y no podía por menos de sentirse infinitamente feliz. Dentro de su inconmensurable agotamiento se mantenía perfectamente tranquilo. Su vida se iba disolviendo, maravillosamente libre de dolor. A ratos el corazón le daba mudos brincos en el pecho. Saltos de vida, como los de un niño cansado que, contento de irse a la cama, ríe sollozando.

Sus ideas se habían vuelto claras y nítidas como un cristal. A su memoria volvían todas las cosas olvidadas. Axel recordaba el pasado y el presente juntamente, con una simultaneidad que no perjudicaba a la claridad del pensamiento. El dolor del recuerdo también había desaparecido de su alma. No, no era amargo morir. No era dura ni triste la muerte para aquel que podía morir antes de morir.

Axel recordaba ahora detalles de su infancia, de aquella época en que él era tan obstinado y orgulloso que las zurras y reprimendas le sabían mejor que las palabras amables. Estaba viendo todavía aquella enorme piedra a la que había estado agarrado durante más de una hora: una piedra de dos mil libras de peso que él, en un momento de cólera irrefrenable, había querido coger y tirar a otro muchacho; pero como no pudo moverla del suelo, se había agarrado a ella con ambas manos, como una hormiga rabiosa. La había emprendido con la piedra, y no la soltaba: tuvieron que arrancarlo de ella a la fuerza. ¡Qué cerca parecía estar aquella fecha!

Los recuerdos de Axel se detuvieron en aquel resfriado que un día había cogido y que le obligó a estornudar multitud de veces seguidas. Recordó aquel sapo que un día, en la oscuridad de un crepúsculo de lluvia, había visto arrastrarse entre las ortigas como un audaz explorador. A su memoria acudió el recuerdo de un roto que había tenido en la manga de una determinada chaqueta que él había vestido. Moría recordando las más insignificantes minucias de su vida, minucias que ahora le dolían como el contacto de un hierro al rojo vivo. Pero esta crueldad de su memoria se fundía ahora con aquella maravillosa sensación de la cesación del dolor. De este modo Axel moría viviendo. Como la nieve que se va fundiendo, él entraba vivo en los dominios de la muerte…

—¡Inger!

¡Qué lejos estaba ella, aun cuando él la recordaba ahora en la muerte!

—¡Inger querida, adiós!

¡Qué fácil resultaba morir!

* * *

En el anochecer de aquel día las gentes campesinas de Graabölle se preparaban para celebrar la fiesta. Era la verbena. Cuando la discreta oscuridad de aquel crepúsculo de verano empezaba a caer sobre la tierra, el color del cielo se fue cambiando en amarillo y la hierba aparecía húmeda de rocío. Sobre los campos lozanos las verdes y densas mieses parecían grandes pasteles de fiesta. Las esencias vitales de los millones de espigas jóvenes enviaban una fragancia de vida y fecundidad. En los prados próximos al río las vacas seguían, mugiendo, a las ordeñadoras. Allá en Graabölle Hedebjärge, a leguas de distancia, se divisaba un punto contra el fondo del cielo. Era un pastor que caminaba aprisa para llegar a la fiesta.

Bajo el cielo imperaba la calma serena del anochecer y corría un aire fresco cargado de esencias. El mismo crepúsculo parecía verde, como si el aire fuera un mar lleno de fecundidad. Todos los sonidos llegaban blandamente al oído. Cada grito o voz que venía de la lejanía, era un anuncio que proclamaba la existencia de la felicidad en el lugar de donde procedía, y por el camino venía recogiendo al paso los ecos de otras alegrías bajo aquel cielo lleno de bondad. Ya no vendría la noche negra. Había llegado el tiempo de las noches luminosas.

Ahora que habían terminado los trabajos del día y habían comido en paz su cena, las buenas gentes de Graabölle se reunían en la plaza del pueblo, frente a la posada, donde se oía la música de un violín solitario, que cantaba como una voz humana.

Unos tras otros iban pasando en fila y deteniéndose un momento para contemplar al forastero que estaba inmóvil delante de la posada. Casi todos estaban acordes en opinar que aquel joven tenía un aspecto de hombre acabado.

Pronto toda la gente del pueblo, viejos y jóvenes, se dirigieron al campo de la iglesia donde se celebraba la verbena. A la cabeza de todos iba el músico. Sin embargo, se quedó en la posada una anciana para atender al enfermo. Fue a sentarse a la puerta a su lado y se puso a hilar en su rueca, hora tras hora, sin hacer el más leve ruido.

Las horas iban resbalando. Del campo de la verbena venía de cuando en cuando una oleada de voces. Una fuerte ráfaga de viento trajo consigo un creciente ruido de carcajadas, risas y voces de las parejas que bailaban.

Axel abrió los ojos a pesar de que su espíritu estaba ausente y vio que la noche era luminosa.

Allá en la verbena cantaban los jóvenes. Se podía fácilmente percibir el taponazo de los toneles de cerveza que se iban abriendo. Ya cantaban todos en alta voz y llenos de alegría como si danzaran en ronda. El ruido de la fiesta era ya tan atronador, que su eco se oía en toda la comarca.

Axel abrió los ojos una vez más para contemplar aquella noche luminosa.

El cielo estaba como hecho de rosas blancas.

Allá lejos, a una legua de distancia, ardía una hoguera de regocijo, sobre un pequeño cerro.

Raudo y silencioso pasó volando un pájaro y volvió a desaparecer en el aire fresco del crepúsculo. El sauce que había junto al pozo se alzaba silencioso mostrando sus suaves y brillantes hojas en aquella noche luminosa. Una grácil falena revoloteaba errante en el aire nocturno. Por todo el cielo tendían un velo luminoso las estrellas. Axel cerró los ojos…

Y sintió otra vez que volaba, en posición vertical y erecta, por el cielo de aquella noche luminosa y que luego se posaba sobre la cubierta del Barco de la Fortuna. Navegaba por el mar a la luz de la luna y de las estrellas. Y cuando hubieron navegado largo tiempo, rápidos y leves, llegaron a la tierra de la felicidad. Aquella tierra baja donde reina un raro verano…

¡Oh Axel, tú, con los ojos cerrados, estás sintiendo ya la deliciosa fragancia del césped de la tierra! La tierra es mullida y verde como una cama nueva en el mar. La cama de tu nacimiento, la cama de tu mocedad, la cama de tu muerte. Sobre ese lecho el cielo forma un dosel con especial cariño.

Sobre ese lecho las nubes están inmóviles y silenciosas. Las olas entran en la playa resplandeciente y lo acarician. Dos mares cortejan a las costas, donde la arena es finísima, y donde el delicado fondo de hierba está salpicado de peladillas redondas y policromas. En ese país hay un fiordo, que jamás se olvida. Allí se alzan los pilares que sostienen el sol. Las costas e islas de ese país se destacan con maravillosa gracia sobre el mar. Cantan los fiordos, y los estrechos son como puertas de entrada al País de la Superabundancia. Todas las cosas tienen aquí un color intenso. La tierra es verde, muy verde, y el cielo se desposa con el mar en una sinfonía azul. Éste es tu país, Axel. He ahí el País del Gran Verano…