ZACARÍAS

Axel recobró el sentido unas horas después. Le fue imposible apoyarse en la pierna herida, que le dolía espantosamente. Arrastrándose más que caminando, dio unos pasos por el camino y luego se sentó en el borde de un bache y se puso a esperar el paso de algún transeúnte. Respiraba profundamente, sin ruido. Tenía tal dolor de cabeza, que casi no veía el mundo que le rodeaba. Le dolía la rodilla. Estuvo largo rato sin atreverse a examinarla, pero al fin se aflojó decididamente las ropas e inspeccionó la parte dolorida. El golpe parecía insignificante: no tenía más que una mancha amoratada en la cara externa de la rodilla, que ni siquiera había llegado a sangrar. Pero tenía la articulación hinchada, dolorida y sensible al menor roce.

Estaba anocheciendo. Los pájaros pasaban silbando hacia el poniente. De los brezales llegó a su rostro un viento suave como una respiración fresca. Extendió la mano hacia una zarza que había a su lado, toda cuajada de moras, pero éstas estaban incomestibles de puro verdes.

De pronto oyó, a lo lejos, el chirriar de un carruaje, que venía del embarcadero. Era un carro de bueyes, que avanzaba con una lentitud desesperante. Axel desde lejos hizo señas al carretero de que se detuviera. No le pidió que lo llevara al embarcadero, sino que le preguntó por la posada más próxima yendo en dirección al Este. Al enterarse de que el pueblo más cercano por aquel lado era Graabölle Bjärge, le rogó que lo llevara a aquel pueblo.

Era ya casi noche cerrada cuando llegaron a Graabölle Bjärge, y Axel, aun cuando había descansado sobre un lecho de brezos bastante mullido, se encontraba ahora en un estado lamentable.

Lo llevaron a la única habitación de huéspedes de que disponía la posada, y lo colocaron suavemente en la cama. No tardó en quedar sumido en un duermevela lleno de pesadillas.

Al despertarse a la mañana siguiente y ver el blanco resplandor del día en los cristales, Axel comprobó que sus pesadillas no habían sido un puro sueño que terminaba felizmente, sino la expresión de una triste realidad. Lo primero que sintió al despertar fue el dolor de la pierna, fuerte y brusco como un golpe. Una gran angustia se apoderó de él al reconocer la verdad de su triste situación. Pero al examinar de nuevo la pierna, sintió que el pánico le recorría el cuerpo como un frío glacial: la rodilla tenía un grosor doble del normal, y estaba enrojecida y agitada por convulsiones. El hombre se echó hacia atrás y rompió a llorar, temblando como una hierba al viento. Murmuró quedamente maldiciones contra su mala estrella. Cruzó las manos. Las lágrimas cáusticas le bajaban hasta la comisura de la boca.

Hacia el mediodía entró un hombre en la habitación de Axel. Era un hombrecillo moreno que dijo llamarse Zacarías. Era barbero cirujano ambulante, que a la sazón se encontraba por casualidad en aquella comarca. En cuanto lo vio, Axel se reanimó instantáneamente.

—Buenos días, caballero —exclamó Zacarías con un humor fantástico.

Su voz parecía salir del interior de un tonel.

—Vamos a ver. Veamos lo que tenéis.

Y sin más, apartó a un lado el edredón de plumas y agarró con ambas manos la rodilla malherida. Axel lanzó un grito desgarrador.

—¡Pero, hombre, hombre…! —exclamó Zacarías gruñendo.

Y le palpó las doloridas carnes con sus duras zarpas. Axel contrajo los músculos sin despegar los labios.

—¡Vaya, hombre, vaya!…

Zacarías se inclinó hacia Axel y se puso a gruñir con la mirada quieta, como si estuviera pensando algún plan. Luego se irguió y le dijo a Axel que tenía que darle un corte en la piel hasta llegar al foco del flemón, añadiendo que semejante operación no tenía el menor riesgo.

Tras lo cual se dispuso a hacer preparativos: fue a buscar una jofaina llena de agua y deshizo el paquete que traía en su alforja de viaje.

Axel seguía con la mirada todos sus movimientos. Aquel hombre dejó grabada en su espíritu una impresión imborrable. Tenía la piel blancuzca y marchita. Sus labios groseros y aplastados tenían el color gris de una cosa enmohecida. El aspecto de sus encías y de sus dientes sucios y carcomidos hacía pensar que aquel hombre bebía ácidos corrosivos. El brillo de sus ojos tiraba a rojo. Debajo de los ojos tenía sombras de color azul pólvora. Su cabello se asemejaba al heno podrido por la humedad. Su mismo bigote parecía oscuramente pajizo como el heno fermentado. Zacarías daba vueltas con la rapidez y agilidad de un lagarto. Sus manos oscuras parecían haber estado manipulando con toda clase de porquerías. Y a su lado se notaba un olor seco y acre como el que despiden los sapos y otros reptiles.

Mientras estaba sentado en la butaca de paja preparando la cuchilla y las pequeñas pinzas de latón, Zacarías había empezado a contar una historia, perdiéndose en una palabrería vacía e idiota que no decía nada. Se reía mientras charlataneaba. De repente de su garganta salió un borboteo de ruidos atropellados.

—Ya está: ¡vamos allá! —dijo al fin poniendo una cara muy seria y solemne.

Extendió despacio sus manos hacia la rodilla enferma buscando a tientas el sitio en que debía empezar a cortar. Mientras hacía la operación, permaneció callado.

Al principio Axel se quedó paralizado ante la increíble crueldad de aquel dolor que estaba sintiendo al entrar la cuchilla en sus carnes. Tenía todos los músculos contraídos en enorme tensión y contenía el aliento, doblando hacia atrás la cabeza y lanzando rugidos de dolor, hasta que lentamente se fue desvaneciendo.

Cuando volvió a despertar, se encontró con la cara del sacapotras, que estaba inclinado sobre él, dándole órdenes:

—¡Respirad! ¡Aspirad!

Le parecía que la habitación estaba completamente a oscuras. Por la puerta entreabierta, vio unas cuantas caras, espiando.

Axel sacó la cabeza por encima de la orilla del lecho, vomitó, y luego volvió a desplomarse, exhausto, en la cama. Y allí estaban los dolores, horribles, amenazadores, actuando sordamente, pero con una terquedad desesperante.

—No, no… ¡No puedo más!

Pero los dolores no se compadecían de él. Se revolcaba en el lecho como un hombre que hubiera caído sobre el hielo. Agitaba la cabeza, sin fuerzas, y rechinaba los dientes. El aire entraba trabajosamente en su pecho, que subía y bajaba con grandes esfuerzos. El joven se humedecía con la lengua los labios, que estaban como quemados y desollados.

—¡Chist! ¡Vamos, vamos, callad! —le decía el sacapotras, tratando de acallarlo.

Zacarías, estaba en pie a su lado, mezclando y revolviendo una papilla negra en una jícara.

—Vamos, con esta medicina muy pronto sentiréis alivio… Éste es un maravilloso ungüento. Está compuesto de sesenta y siete ingredientes, y en él se concentran todas las esencias y virtudes de la Naturaleza. En cuanto os lo aplique, ¡vais a ver lo que es bueno!…

El sacapotras untó con aquel fármaco la herida, y Axel quedó medio dormido. Cuando volvió a despertar y despejarse, se encontró con que su pierna estaba rígida y vendada. La herida, cauterizada, apenas le dolía, como si hubiera quedado aplacada la primera hambre del dolor. Pero no tardó en volver a quejarse. Zacarías se había marchado.

Axel pasó el resto del día con fuertes dolores que le repercutían en la cabeza, alternados con desfallecimientos producidos por la fatiga. Le llevaron viandas, que él comió en medio de una elevada fiebre y de un continuo castañeteo de dientes. Tenía prisa por acabar de comer. Luego se apresuró a cerrar los ojos para luchar de nuevo con el dolor.

Cuando horas más tarde volvió a abrir los ojos, esperaba que fuera todavía de noche; había claridad, pero no era de extrañar que así fuera, pues ya habían hecho su aparición las noches claras del Norte. Como en una visión, vio con claridad el mísero y doloroso estado en que se encontraba. Sufría horrorosamente. La rodilla le dolía de un modo intermitente, como si el dolor hubiera convertido en sistema sus ataques por sorpresa. Se encontraba solo, solo, solo. Los sollozos le salían de lo más hondo del corazón. Abandonado de todos, se encontraba allí inmovilizado, despierto. Cada vez se sentía más enfermo.

Pero cuando salió el sol, sintió que por su corazón pasaba una fuerza rítmica, como un cántico de energía y vida. Cada pálpito de la sangre renovaba la conciencia del dolor que le atenazaba la cabeza. Aunque estaba en el silencio y quietud más absolutos, tuvo la impresión de que en torno suyo crecía un ruido atronador.

—¡No, no, Dios mío!

¡Qué sedante le pareció aquel cántico que él oía flotar en el aire! Sentía que se estaba poniendo cada vez más fuerte y lleno de vida. Pero aquello era sólo la engañosa caricia de la muerte.

Axel se levantó sobresaltado al sentir que, partiendo de un punto de uno de sus muslos; se iba extendiendo radicalmente por todo su cuerpo una especie de marchitamiento funesto, como si la muerte hubiera hincado allí sus dientes y estuviera chupándole la vida. Chorreaba de sudor. Estaba tan agotado que temblaba, y pronto hubo de quedarse de nuevo sumido en un letargo.

Le pareció estar viendo rostros delante de sus ojos. Apenas hubo dominado un poco su terror, vio venir una liebre corriendo hacia él, una liebre cuyos ojos se iban haciendo cada vez más enormes… Sobre la colcha zumbaban con un metálico aleteo las moscas de la carne… Su zumbido se convirtió en un coro rítmico que crecía sin cesar. ¡Era el zumbar de una muela de molino! Axel, en los trances de la agonía, se iba hundiendo dócilmente en el abismo de la muerte. Pero de nuevo se despertó para encontrarse con sus atroces dolores.

Llegó Zacarías y le quitó el vendaje. Apretó los labios como indicando que aquello había tomado un cariz que no le gustaba nada. En torno de la herida se veía una extensa gangrena. Volvió a hacer un corte mayor, y aplicó a la herida un nuevo ungüento muy activo. Luego se sentó al lado del lecho y se puso a contar historias y anécdotas con el mayor descaro. Axel se encontraba ya mejor. Ya no lo hostigaban aquellos fuertes dolores. Descansaba…

¿Qué era lo que estaba contando Zacarías? Era un rápido relato sobre no sé qué ciudad del interior de Alemania, por donde él había pasado una vez. Una ciudad extraña, cuyos habitantes estaban todos tullidos y lisiados. Decía que, si un forastero quería pasar por aquella ciudad y salir con vida, tenía que arremangarse las perneras del pantalón y atravesar las calles con muletas. Juraba que él mismo había sido testigo del hecho.

Axel estaba viendo el rostro de Zacarías como a través de una niebla, aquella risa sardónica y despreocupada. A Axel le parecía que el sacapotras se asemejaba a un gran escarabajo.

Axel oyó luego fragmentos de otra historia. El hecho narrado había ocurrido también en una de aquellas pequeñas ciudades fortificadas que había en el sur de Alemania. Zacarías decía que, al pasar por aquella ciudad, había visto a las gentes huir por las calles y desaparecer de su vista como por arte de magia. Las puertas y portales parecían absorber y tragar a la gente. Las multitudes desaparecían como si las soplaran. Y todo aquello, ¿por qué? Pues, sencillamente, porque por el centro de la calle iba trotando solitario un perro rabioso, con espumarajos en la boca…

Axel estaba adormilado, entre la vigilia y el sueño.

Luego Zacarías se puso a referir una leyenda. Era la historia de un monje que se había propuesto ir a Jerusalén, tomando un atajo. Cruzó dos lagos luminosos, transpuso un pequeño cerro, pasó cerca de un sepulcro… Después de un infinito caminar, subiendo y bajando pendientes, llegó a un punto donde había dos grandes montañas blancas, y allí se puso a orar. Después siguió viajando leguas y leguas por países montañosos, subiendo y bajando cuestas… Y desde una cumbre divisó el Huerto de Getsemaní… De este modo, sin camino ni guías, llegó a Jerusalén…

De pronto Axel se despertó por completo con algo que el sacapotras estaba relatando. Se dio cuenta que el descolorido semblante de Zacarías se animó con una maliciosa expresión de regocijo.

Era una historia nauseabunda, que se refería a una pobre chiquilla que el sacapotras había conocido en Holanda. La muchacha había acudido a Zacarías para que le preparara una medicina contra las ratas. Se lo había encargado su amo. Era una moza de elevada estatura, lozana y exuberante. Tenía veinte años. Pertenecía a esa clase de muchachas que se hacen mujeres a una edad muy temprana, y que de pronto se le plantan a uno delante, con aire provocativo.

—Y luego —prosiguió el narrador— había en ella una expresión total de pereza… La pereza de una mujer que se ha hartado de amor prohibido por espacio de medio año, por lo menos. Eso es una señal que no falla nunca. Bueno, el caso es que dos días después alguien vino a llamarme para examinar un cadáver. Era el cadáver de ella precisamente. ¡Estaba embarazada, jo, jo, jo! Se había engullido cuatro onzas de polvos matarratas, la misma dosis que ella había conseguido de mí valiéndose de pretextos absurdos. Allí estaba tendida sobre una mesa. Parecía como si la hubieran insuflado e hinchado como un globo. Estaba allí tendida con el vientre muy abultado…

Al llegar a este punto del relato, Zacarías estalló en carcajadas. Un ruido como el de un montón de leña que se derrumba.

Pero Axel miró al sacapotras con horror y desprecio. De todo aquel infame relato sólo le había quedado en la mente una idea: la de que él había visto algo más que aquel cuerpo tendido sobre una mesa. Inexplicablemente vino a su mente el recuerdo de Inger. Recordaba cómo Inger había cortado un día una flor y luego la llevó levantada en la mano como una antorcha mientras caminaba por el campo… al lado de él. Aquella historia le soliviantó. No podía ser más que una invención.

Cerró sus encendidos ojos como para no ver aquella visión, y volvió el rostro hacia la pared, conteniendo la respiración y llorando en silencio.