EL ESTUCHE

De Axel sólo diremos que su vida fue una cadena de cambios veleidosos, que torcieron su destino. Aquella firme resolución de hacer un viaje a Dinamarca para ver a Cristina y para luego regresar, naturalmente, junto a Sigrid, no llegó a constituir el tronco del árbol de su destino, por decirlo así: en la historia de su vida este episodio no fue más que un tocón seco entre otras ramas más vigorosas que se adueñaron de la savia y de la fuerza vital de ese árbol. Una veleidosa admiración por las mujeres jóvenes arrastró siempre a Axel llevándolo de un lado para otro por el mundo. A fuerza de tantas experiencias amorosas y dulzonas, había ido adquiriendo paulatinamente repugnancia por las muchachas guapas. No es que él hubiera adquirido un carácter misógino, no. Sino que era tan exigente como agradecido. No se contentaba con el goce de los dones de la belleza física: además de eso, quería tener la felicidad completa.

Axel siempre salió airoso de las dificultades que le habían creado toda clase de personas. Por su natural modo de ser, todo le parecía igualmente bueno. Hasta de las situaciones más críticas sabía él sacar partido. Sólo sabía conseguir cosas, y conseguirlas sin perder tiempo. Sólo le interesaba el provecho. De él nadie podía obtener nada. Él siempre se llevaba su corazón consigo.

Axel se fue por fin a Dinamarca, porque allí le esperaba el gran verano. Cuando ya había transcurrido más de un año desde el día en que saliera a dar un paseo a caballo a los dos días de haberse celebrado la boda en Estocolmo, y después de haber dado caprichosos rodeos y haber pasado por numerosos azares, Axel llegó por fin a Dinamarca.

En este lapso se habían producido numerosos acontecimientos. Suecia se había desgajado de Dinamarca. Empezaron a menudear las sublevaciones populares: por todas partes se alzaban banderas de guerra y rebelión; se acusaban levantamientos en los cuatro puntos cardinales. Cristián, el gran rey, estaba a punto de perder todos sus reinos.

He aquí cómo se desarrollaron los acontecimientos. Miguel Thögersen estaba haciendo un recorrido por Dinamarca con misiones que le había confiado el rey. Había salido de Thy, y al pasar por Spöttrup (en la zona de Salling) se le ocurrió de repente desviarse de su ruta para hacer una escapada a su tierra natal, ahora que se encontraba tan cerca de ella. Era probable que no pudiera volver a su pueblo en fecha próxima, y acaso nunca. Miguel había obtenido una licencia del rey para el año próximo, pero esta licencia era exclusivamente para hacer un viaje a Tierra Santa en calidad de peregrino.

En la región de Salling, Miguel entró en una posada situada no lejos del Hvalpsund. El posadero iba de un lado para otro refiriendo a los clientes y huéspedes los detalles de una fiesta sin igual que se estaba celebrando en el pueblo de Kvorne, situado a un cuarto de legua de distancia, siguiendo a lo largo de la costa. Las fiestas habían dado comienzo el día anterior y todavía se prolongarían uno o dos días más, aunque era una simple fiesta de esponsales.

Picado de curiosidad, Miguel requirió al mesonero para que le informara más detalladamente.

—Veréis, señor… Es una historia un poco extraña. Dicen que el novio maneja el oro a paladas. Se llama Axel, y al parecer es persona muy principal y de elevada alcurnia. Pero al mismo tiempo, es oficial del ejército. Nadie sabe fijo de dónde ha venido ni de dónde es natural. Dicen por ahí que ese Axel posee un tesoro que vale un fortunón. Sea verdad o no, el caso es que lo han visto vestido como un duque… Bueno, la verdad es que la novia no va desnuda tampoco, ¿eh? Ella, que es hija de ese ricachón de Kvorne llamado Steffen, se llama Inger.

—¿Y están prometidos ese Axel y la muchacha?

—Sí, señor. Se han prometido ya. Están celebrando la fiesta de los esponsales en la gran mansión de Steffen. ¡Y vaya fiesta! El ruido que hacen se oye a media legua de distancia.

Miguel escuchaba con gran atención. Sabía escuchar. Trató de hacer más indagaciones por otro lado, y se enteró de lo siguiente: La mujer de Steffen se llamaba Ana Mette… ¡Ana Mette! (Miguel casi dio un bote). De Ana Mette se contaba todavía una antigua historia. Se sabía que Inger no era hija de Steffen… Pero, como Ana Mette llevaba ya más de veinte años casada con Steffen, con el que había tenido hijos legítimos en su vida de matrimonio, la otra historia casi estaba olvidada por completo. Esto es todo lo que se sabía de fijo. Lo demás no pasaban de ser conjeturas y vaguedades. Algunos afirmaban que, en su juventud, Ana Mette había sido raptada por un estudiante, que había abusado de ella.

¡Y el estudiante aquel era el propio Miguel Thögersen! Nadie que lo viera ahora podría sospechar siquiera que él había sido aquel estudiante. Y Miguel se dio cuenta de que, también en esta ocasión, él estaba de sobra en la fiesta de los esponsales y en la fiesta de la vida. Un extraño —el hombre que estaba allí en pie charlando sólo por servir a su negocio: la posada que regentaba— le estaba suministrando a él informes… sobre una hija que él, Miguel, había tenido hacía más de veinte años sin sospecharlo siquiera. Cuando el posadero se cansó de su charla de sobremesa, se retiró dejando a su huésped solo, sentado a la mesa. Y Miguel se sintió indeciblemente solo, sintió que era un extraño, un alienus

Y repetía interiormente esta palabra latina como un estribillo:

Alienus… Alienus

Todo le salía bien a Axel. Iba a casarse con Inger, la hija de Steffen de Kvorne. Después de haber recorrido tanto mundo, había ido a parar, hacía unos meses, a aquel remoto e insignificante lugar. Cuando él se encontraba muy lejos, en el sur del país, había llegado hasta sus oídos la fama de Inger. Montando un nuevo caballo, se dirigió a Kvorne y consiguió verla… Ahora celebraba la fiesta de los esponsales con una pompa y esplendor sin precedentes. Steffen de Kvorne era el granjero más rico del distrito. Además de las tierras que poseía en el pueblo, era propietario de un gran bosque de robles, y al mismo tiempo se dedicaba a un negocio de pesquerías y salinas a gran escala.

Miguel dejó su caballo en la posada y se dirigió a lo largo de la costa. Estaba cayendo el crepúsculo. Llegó a Kvorne mucho antes de lo que hubiera deseado. Al llegar a sus oídos las notas de los violines que tocaban en la mansión donde se celebraba la fiesta, se detuvo sin atreverse a acercarse más, y se apoyó en el muro del jardín. La noche, que estaba fresca, avanzaba sin prisas. Decididamente habían vuelto a hacer su aparición las noches luminosas de Escandinavia. En las marismas cantaban alegremente las ranas. De la distante orilla del mar venía de cuando en cuando el silbido de una desterrada golondrina. En la huerta de coles había un saúco, muy próximo al lugar en que Miguel se encontraba: reconoció al instante el olor característico de sus hojas, que le trajo a la memoria un recuerdo lejano que le ensombreció el alma, hasta el punto de que sintió miedo de sí mismo. Inmediatamente dio media vuelta y se volvió a la posada, bajo el aire suave del crepúsculo.

A la mañana siguiente Miguel volvía a encontrarse de nuevo en el mismo lugar, y una vez más regresó a la posada sin haberse acercado a la casa. Después del mediodía volvió allí por tercera vez. Pero ahora se aproximó más a la mansión. Llegó a pasar por delante del portal. Pero no se atrevió a entrar. El patio estaba lleno de coches de gala. En el interior de la casa resonaba la alegría y la algazara de la fiesta.

En esto salió un niño a la puerta e inmediatamente volvió a entrar corriendo para dar la noticia de que afuera había un soldado muy grande. Cuando acudieron varias personas para ver quién era, ya Miguel había dado media vuelta para volver a la posada. No había andado mucho camino cuando notó que alguien venía corriendo hacia él y le llamaba por su nombre.

Era Axel en persona. El joven se puso contentísimo al ver de nuevo a Miguel. No podía salir de su asombro. Pero casi en el mismo instante se llevó una gran desilusión al ver que Miguel no daba muestras de querer entrar con él en la mansión, a pesar de haber llegado hasta allí. Axel no era capaz de comprender semejante actitud en su amigo. Los dos se quedaron parados en mitad del camino hablando con aire embarazoso, como dos desconocidos. Axel, que venía vestido de gala y con la cabeza descubierta, no sabía qué decir ni qué palabras escoger entre las más amables de su repertorio. Miguel estaba con la cabeza agachada, acariciándose tercamente su barba de ocho días, que le cubría todo el mentón. Apenas hablaba.

Axel miró a Miguel. Y Miguel vio que Axel estaba transformado. Ahora era más llano, sencillo y franco. Parecía que toda su agitada efervescencia e inquietud de antaño se hubieran refugiado en sus ojos, que irradiaban fuerza y vitalidad.

Axel volvió a preguntarle por vigésima vez si no quería acompañarle, aunque sólo permaneciera un momento en la fiesta. Él conocía el carácter raro y peculiar de Miguel; pero no por eso quiso renunciar a la esperanza de convencerlo. Le preguntó si no sentía por ventura deseos de entrar aunque sólo fuera por la curiosidad de conocer a Inger. Le dijo que en casa todos tenían grandes deseos de saludarlo y conocerlo. Le explicó que había una buena mesa, llena de ricos manjares y bebidas.

—¿Sabes? A la madre de Inger le dio un vahído cuando yo me puse a hablarles de ti —explicó Axel, sonriendo ligeramente, como si hubiera dicho un chiste inocente—. Anda, ven. Con tu presencia, puedes hacer que ella se restablezca…

Los ojos claros de Miguel se volvieron de reojo mirando a la lejanía. No dijo expresamente que no. Pero se veía que no tenía ganas de entrar. Axel tiraba de él, pero Miguel opuso una viva resistencia, mientras se frotaba la barbilla, con expresión ausente.

—Está bien, amigo. No quiero forzarte.

Axel desistió de sus propósitos lanzando un suspiro de desaliento.

—Más tarde bajaré a hacerte una visita a la posada. No tengo ninguna prisa por emprender el viaje. Prométeme que no saldrás de ella hasta mañana.

—De acuerdo, pero ven solo —le contestó Miguel en tono brusco.

Dicho esto, se despidieron.

Cuando al día siguiente Axel llegó a la posada, ya Miguel estaba a la puerta esperándolo y listo para emprender el viaje. Había enviado por delante su caballo, que iría a bordo de la barca de pasaje. Estaba impaciente por proseguir su viaje. Axel miró con una expresión de dulzura a su viejo compañero de armas. Y cuando notó que Miguel estaba dispuesto a emprender el viaje inmediatamente, sin detenerse a cambiar impresiones con él, propuso acompañarlo durante la travesía del estrecho. Con esto quería, al menos, hacerle algún bien a su amigo.

Durante el primer trecho navegaron sin despegar los labios. Axel no acababa de recobrarse de aquel estado embarazoso que le mantenía atada la lengua. Al llegar a la mitad del estrecho vieron brillar el sol en la lejanía reflejándose en la inmensidad verde del mar, y las costas extendiéndose luminosas y rientes con la faz del verano… Axel miró al cielo con una irresistible sonrisa, y no pudiendo contenerse, dio rienda suelta a sus sentimientos. Comenzó a hablar de Inger, de los proyectos que tenían, de lo bien que iban a vivir; explicó que pensaban comprar en fecha breve una casa solariega con sus propiedades; que, apenas hubieran hecho la compra, irían a buscar el tesoro; que Inger…

La voz de Axel iba adquiriendo matices cálidos, llenos de ternura, a la vez que un acento de hombre serio. Miraba a la lejanía, emocionado, con la mirada perdida… Estaba conmovido. De cuando en cuando sonreía sugestionado con las cosas que él mismo decía. Estaba inquieto, sacudía vivamente la cabeza. Miraba a Miguel con una mirada muy expresiva e intensa, olvidado del mundo que le rodeaba. Y Miguel se dio cuenta del fondo de bondad que había en el corazón de su amigo.

Axel apenas se dio cuenta de que ya habían desembarcado en la costa de Himmerland. Continuó hablando sin cesar mientras iban avanzando juntos por el camino.

Miguel ya no prestaba atención a lo que Axel decía: iba ensimismado, profundamente inclinado hacia delante. Entraron en la zona de landas, donde muy pronto se vieron rodeados de soledad y silencio. Con el calor del mediodía se desprendía una emanación olorosa de las plantas enanas que crecían debajo de los brezos. Por encima del camino pasó una abeja zumbando. En las matas de brezos sonaba la música de los saltamontes como el zumbido de una respiración jadeante. El único indicio de que aquella tierra estaba poblada por seres humanos era el camino de carros, que, con las marcas de unas docenas de huellas, avanzaba serpenteando hasta perderse en el horizonte. A una legua de distancia del lugar en que se encontraban, se alzaba Graabölle Bjärge. El cielo diáfano se dilataba como una bóveda infinita sobre la comarca.

Y ahora al quedarse los dos completamente solos en medio de la landa desierta, Miguel llevó a cabo su venganza.

No era capaz de perdonar a Axel. Claro que él nunca había visto a Inger. Tampoco pensaba ahora en Ana Mette sino en cuanto le recordaba sus sufrimientos. Lo único en que pensaba Miguel era que Axel le había hecho una grave ofensa aquel día en Estocolmo. Sí, y además… Lo odiaba a muerte. Pero Miguel tenía el corazón encogido. Sentía que su debilidad iba aumentando más, cuanto más se juraba a sí mismo poner por obra su designio. Estaba a punto de sentirse desfallecer como una persona que está queriendo decirle a otra que la ama, pero se siente incapaz de decírselo. Bien mirado, aquel acto de venganza no era cosa que arredrara a un hombre. Pero él se demoraba en hacerlo para paladear el placer de la venganza y al mismo tiempo gozarse de su propio tormento. Estaba humillado hasta el fondo de su alma, insensible, casi inconsciente. El corazón le ardía en llamas. Iba con la aprensión intolerable de que todas las cosas estaban conspirando contra él.

Al fin oscureció. Y, a pesar de ello, Miguel no se sentía capaz de resolverse a llevar a cabo aquella acción cometida en la nocturnidad. Cuando finalmente se decidió, diríase que no era él mismo, sino otro hombre el que actuaba en él.

Llegó, pues, el momento inevitable. De repente Miguel empezó a vacilar como el que se tambalea, y se quedó parado en seco, clavados sus ojos en Axel. Axel dejó instantáneamente de hablar. Y entonces Miguel sacó su largo espadón de dos manos, y se enfrentó con Axel, que estaba desarmado. Moviendo la espada a diestro y siniestro como quien siega el aire, avanzó poco a poco hacia Axel, con una extraña actitud de criatura desamparada, como un niño enfurruñado que trata de asustar a una persona mayor. Pero cuando la espada alcanzó a Axel, el golpe fue serio. Axel, sin despegar los labios, siguió con la mirada el movimiento de la espada, y trató de protegerse con los brazos, extendiendo las manos para agarrar el arma. Y entonces Miguel le descargó un golpe en la rodilla. El dolor del golpe le recorrió todos los huesos de su cuerpo; su cabeza osciló sobre las vértebras cervicales, y al fin, el joven cayó desplomado.

Lentamente Miguel restituyó la espada a la vaina, y se quedó pensativo restregándose la barba con la mano. De pronto se inclinó sobre el caído e, introduciendo la mano por el escote del cuello, se puso a palpar aquel pecho caliente, hasta que al fin sus dedos tropezaron con el estuche de asta. Después de sacarlo, se alejó unos pasos para abrirlo a escondidas.

El estuche estaba vacío…

Apenas Miguel hizo aquel triste e inesperado descubrimiento, arrojó muy lejos el estuche a los brezos y echó a correr por el camino como alma que lleva el diablo.