Durante los dos años que siguieron a estos acontecimientos, todo el mundo pudo ver diariamente a Miguel, y nadie a Axel, al cual parecía habérselo tragado la tierra.
Una vez que Miguel se hubo restablecido por completo, se dirigió con el rey a Dinamarca. Pero, ya antes de este suceso, había desaparecido Axel de la ciudad de Estocolmo.
Mucho dio que hablar el hecho de que el joven jinete hubiera desaparecido precisamente en vísperas de Navidad, a los dos días de la celebración de su boda. Desde entonces nadie le había vuelto a ver. La explicación del hecho no aparecía clara. Se decía que algunos miembros de la familia de la novia habían caído desmayados.
—¡Bien pronto se ha quedado viuda la pobre Sigrid! —decían todas las lenguas.
La persona a quien menos —¡y a quien más!— afectó el suceso, fue el propio Axel, el impenitente Axel, que jamás sentía remordimientos de conciencia por lo que respectaba a sus asuntos amorosos. Este hecho tenía para él una explicación muy lógica y sencilla, aunque constituía el eslabón de una historia bastante complicada.
Dos días después de haberse casado, Axel salió a dar un paseo mañanero a caballo, dirigiéndose hacia el sur de la ciudad. Y cuando estaba disfrutando de una indescriptible sensación de felicidad al pensar en Sigrid, de repente le vino a la memoria el recuerdo de Cristina, la muchacha de Dinamarca. Tan vivo era el recuerdo, que le pareció oír una voz. Era su propia alma la que gritaba; era en realidad el grito de triunfo de su alma llena de ilusión por Sigrid; pero a él le pareció que era la voz de Cristina que lo llamaba. Sintió un impulso de amor tan volcánico (sin saber que era su amor a Sigrid), que involuntariamente espoleó al caballo lanzándolo al galope. El recuerdo de Cristina lo arrastraba. ¡Tenía que verla sin remedio!
Sin darse cuenta de que había pasado casi un año desde la última vez que la viera y olvidando que lo separaba de ella una distancia de muchos centenares de leguas, se lanzó a galope tendido por el camino real, rumbo al Oeste. Cuando tras una hora de furioso galope el caballo volvió a caminar al trote, empezó por fin a darse cuenta de la enorme distancia a que se encontraba Dinamarca y de la imposibilidad de llegar allí en el término de breves horas. Pero ya su loco impulso inicial se había convertido en una resolución madura y serena, y así puso el caballo a paso de andadura, esperando tranquilo el fin de su aventura. Pensó que, después de todo, él ya tenía proyectado desde hacía mucho tiempo emprender un viaje a Dinamarca, para visitar a Cristina, su novia del año anterior.
Al caer la noche, ya Axel se encontraba a veinte leguas de Estocolmo. Encontró una posada para pasar la noche, y entró en la sala sentándose solitario a la mesa. En la posada había numerosos campesinos. Su conversación giraba en torno a la persona de Gustavo Etiksen Vasa; pero Axel no les prestó atención. Alguno de aquellos campesinos se dirigió a él cortésmente para pedirle que le diera nuevas de Estocolmo, pero Axel apenas les dio ninguna información de interés. Por otra parte, los campesinos suecos le volvieron la espalda al enterarse de que él era danés. Axel tampoco tenía ganas de hablar: no había más que pensar en Sigrid.
Ahora que se encontraba a veinte leguas de Estocolmo, de la que le separaban numerosos distritos y bosques y pueblos amortajados bajo un continuo sudario de nieve; ahora que se había vuelto a operar un cambio en su espíritu y las cosas habían recobrado su verdadero perfil y perspectiva, Axel recordaba cómo en la mañana de aquel mismo día había besado a Sigrid. Recordó cómo él había sido el primero en despertar. Le había dicho a Sigrid que deseaba salir a dar un paseo a caballo. Ella le dijo que hacía demasiado frío. Recordaba que, al besar a Sigrid, ella había sacado sus blancos brazos de entre las sábanas para rodear con ellos su cuello. ¡Qué delicada y blanca aparecía ante sus ojos! Y una vez que hubo salido a la calle, sintió una necesidad irresistible de lanzar el caballo al galope hasta sentir silbar el viento en sus oídos para desahogar un poco el exceso de felicidad que rebosaba de su alma. Luego este galope había… continuado, y las cosas marcharon insensiblemente adelante. «Dentro de tantos días —pensó— habré recorrido el camino que aún me falta para ver a Cristina, y después de verla, regresaré inmediatamente». Se puso contento ante la idea. La idea de ver a Cristina, que otra vez volvía a fascinarlo.
En su imaginación ya estaba viendo la granja donde ella vivía, una casa recostada en la ladera, con aquel manzano retorcido que asomaba por encima del tejado. Estaba viendo los fríos lagos que iban a morir a aquel vasto arenal, tal como los había visto aquel día de marzo en que él se volviera para verlos por última vez desde los lomos de su caballo…
Axel durmió muy bien en su habitación de la posada. Sólo una vez durante la noche se despertó de repente: frente a su rostro había visto, en sueños, el rostro de Cristina, cuya boca había estado a dos dedos de distancia de sus propios labios. «¡Sigrid!», murmuró, y volvió a quedarse dormido.
Durante todo el día siguiente avanzó a caballo sobre una dura capa de helada que cubría la nieve. El camino, pedregoso y difícil, corría por un terreno desigual lleno de cuestas. Pero el caballo seguía tercamente a todo galope. Axel sentía el cortante zumbido del viento en sus oídos. Volaba entre el penetrante martilleo de los cascos del caballo y el estruendo del viento. Iba cantando. Su voz quedaba atrás como una estría cortante en medio de la banda de ruidos de la carrera. Era como si fuera volando y cantando en medio del estruendo huracanado de una tempestad. Nieve y piedras salían disparadas a sus pies. Las tierras de labranza, cubiertas de nieve, se sucedían, cambiantes, bajo los rayos del sol. De la tierra fueron surgiendo grandes rocas cubiertas de blanca escarcha, como cráneos desnudos de gigantes sepultados. Cruzó, con el zumbido de un bólido, bosques de abetos; como un rayo entró en un estrecho desfiladero, y volvió a salir de él como un rayo. Siempre cantando. Al tomar una curva cantando, se ladeaba hacia el borde del barranco como si se inclinara sobre la tolva de un molino hundido allá abajo y dejara caer las notas de su canto como un chorro de grano en un precipicio de ruidos.
Y así siguió cabalgando ocho días, diez días…, hasta que ya le resultó insoportable seguir avanzando monótonamente por aquel camino que le llevaba hacia el Oeste, siendo así que él debía dirigirse hacia el Sur. ¿Por qué seguir aquel camino y no cortar en sentido oblicuo evitando un enorme rodeo? Axel desvió de la ruta a su caballo, torciendo hacia el Sur, y se internó en un terreno de bosque cerrado y casi impenetrable.
Cabalgó durante todo el día. Hacia el anochecer el terreno comenzó a elevarse y a aparecer pedregoso. Sobre los macizos rocosos se inclinaban, como a punto de caerse, viejísimos abetos nórdicos no plantados por mano de hombre: el espacio que quedaba entre ellos estaba enteramente lleno de matorrales enanos. Todo estaba cubierto de nieve. Axel se vio precisado a desmontar y conducir el caballo a pie. La situación distaba mucho de ser alentadora. Tenía que avanzar muy despacio y con precauciones. Estaba a punto de cerrar la noche cuando consiguió, al fin, entrar en una estrecha y pelada hondonada, de terreno tan llano, que le permitió avanzar a caballo a lo largo del fondo y seguir su curso hasta una hora muy avanzada de la noche. Cuando se acabó la hondonada, Axel metió su caballo, paso a paso, en la densa profundidad del bosque. Iba caminando constantemente cuesta arriba. Los árboles aparecían cada vez más juntos y apiñados.
La noche era absolutamente silenciosa y tranquila. Los árboles dormían bajo un manto de escarcha. No se percibía el menor ruido ni voz. Axel no quiso pararse a pensar siquiera en lo precario de su situación. Dos días y dos noches llevaba caminando a la intemperie. ¡Vaya aventura la suya! Haber llegado a la situación de tener que tirar del caballo durante la noche a través de una selva que no tenía trazas de acabarse y con un frío que le cortaba la piel. ¡A qué género de vida había llegado!
Hacia la medianoche tuvo la fortuna de encontrar en medio del bosque una casita, donde consiguió albergue para pasar la noche.
Pero Axel ya no siguió viaje: se quedó en aquella casa, al comprobar que la hija del leñador era un tesoro de hermosura.
El leñador que habitaba aquella casucha se llamaba Kese, y su hija, una muchacha muy joven, Magdalena. Cuando a la mañana del siguiente día Axel bajó del desván donde había dormido, se encontró con que Kese se había ido al bosque. Magdalena estaba en pie junto al hogar, cocinando. Apenas se vieron, los dos jóvenes corrieron uno al encuentro del otro, y, después de estudiarse mutuamente durante unos instantes, en seguida empezaron a tratarse con una confianza íntima. Él salió corriendo detrás de ella como persiguiéndola entre grandes risas, ya completamente sereno y descansado después de su largo dormir; y ella, también riéndose, se enfrentó con él dispuesta a la lucha, esgrimiendo en alto un cucharón. Axel la miró en lo profundo de los ojos. Magdalena no pudo resistir aquella mirada, y se dejó abrazar.
Cuando Kese regresó, estuvo largo rato dando vueltas por la pequeña sala, sin despegar los labios, con la mirada perdida y moviendo una y otra vez la cabeza con aire de cómica sorpresa al ver a la pareja tan atortolada. Los dos se aprovecharon de esta reacción del hombre, que equivalía a un tácito consentimiento. Y las relaciones entre los dos jóvenes siguieron adelante.
—La muchacha ha de ser tuya, amigo: yo te la doy, si tú la quieres —dijo unos días después Kese, dejando de repente el hacha en el suelo. Los dos hombres estaban talando árboles en el bosque. El leñador levantó la vista para mirar a Axel, con una expresión que daba a entender que había estado pensando en el asunto durante todos aquellos días.
—Cuando quieras, será tu mujer.
Se apoyó en el mango del hacha y se quedó pensativo un instante.
Luego prosiguió:
—Ella ha venido a esta casa sólo por un capricho del azar. La culpa fue de una mujer que yo tuve en mi casa. Las cosas entre esa mujer y yo fueron demasiado lejos. Y luego la mujer se escapó dejándome solo con una niña. A ambas me las trajo a esta casa una pura broma de la vida. Le puse a la niña el nombre de Magdalena, por ponerle un nombre. En realidad es el nombre que merecía su madre. De todos modos está la muchacha. Puedes hacerla tu mujer cuando quieras. Al fin es tan robusta y guapa como la que más. Llévatela contigo. Vino a esta casa casi sin que yo la llamara y se irá de ella sin que yo se lo impida.
Dicho esto, Kese se escupió en las manos y levantó el hacha para seguir descargando golpes contra el árbol. Y ya no volvió a hablar.
* * *
Arreció el invierno. Y el frío hacía crujir todas las cosas. Se calmaron los vientos: el aire parecía haber muerto.
A la hora del mediodía el sol centelleaba blanco y frío como un lejanísimo y terso témpano de hielo. El sol se ponía muy temprano, hundiéndose en las aguas, de un oscuro color de sangre, tras los bosques. La quietud y silencio de las largas noches sólo se rompía cuando algún ave, de vuelo rasante, sacudía la nieve de los árboles, o cuando animales salvajes dejaban oír en la lejanía sus lamentos de tristeza y de hambre.
En la cabaña de Kese no tenía entrada el frío. El interior de la casucha estaba tapizado de musgo de arriba abajo; allí había pieles de oveja sobre las que tenderse a dormir, y el calor del hogar se mantenía constante, pues el fuego nunca estaba apagado. En un rincón próximo al hogar, había cepas verdes y mojadas traídas del bosque; el musgo que recubría la corteza volvía a vivir y crecer con el calor dei hogar. Las ramas de leña destilaban resina al derretirse el hielo que las cubría. El fuego era muy ávido de aquella leña, que se estiraba y desperezaba al prender en ella las llamas. El humo, que daba vueltas por toda la sala, se le metía a uno en la cara, dejando en la boca un sabor a bosque. La leña resudaba en el fuego desprendiendo un delicioso aroma, y sus esencias volátiles llenaban de fragancia la estancia.
La celebración de la Navidad no fue opípara precisamente. En la casa sólo había pan y carne salada y ahumada, vieja y correosa. No tardaron en carecer también de pienso con que alimentar al caballo de Axel.
—Pero, bueno: ¿para qué tener en casa un caballo? —opinó Kese.
El día en que se habló del problema del caballo, el rostro del leñador se animó con una expresión de alegría. Desde aquel momento el hombre comenzó a mostrarse muy diligente y pensativo a la vez.
Por fin acordaron dar muerte al caballo. Kese se encargó de hacerlo. Pero aplazó la matanza para el día siguiente. Parecía que el hombre andaba con mucho secreteo.
A la mañana siguiente, muy temprano, Kese despertó a los dos jóvenes y, con aire grave y digno, los invitó a que salieran. El caballo yacía junto a la puerta, ya muerto. Su cuerpo estaba aún caliente. Kese se puso inmediatamente a abrirlo y trabajarlo, al principio con cierta indecisión, y luego con una creciente animación y entusiasmo.
Axel comprendió que Kese era pagano, lo que le produjo cierto mal humor y antipatía. Pero al abalanzarse él mismo al caballo y sentir el caliente vapor de la sangre, se apoderó de él el placer de lo prohibido. Magdalena se prestó también a ayudarlos. Los tres trabajaban con ahínco, casi sin respirar.
Con la mayor tranquilidad, Kese sacaba la sangre escudilla tras escudilla, lanzándola a diestro y siniestro. Con su pericia de matarife, iba indicando con la punta del cuchillo cuáles eran las partes nobles del cuerpo del animal, a medida que las iba poniendo al descubierto, recalcando la cosa con movimientos de cabeza:
—¿Os fijáis, os fijáis?
Luego, guiñando el ojo con una expresión de grosera confianza, le dijo a Axel:
—El caballo tenía ocho años…
—¡Exacto! —exclamó Axel asombrado—. ¿Cómo lo sabéis?
Entonces el leñador abrió su mano mostrándole el huesecito ensangrentado por el que había deducido la edad del animal.
Con la nariz casi metida en la abertura de la panza del bicho, Kese se entregó con todas sus fuerzas al trabajo, hundiendo los brazos hasta el codo en las entrañas del animal. Estaba entusiasmado.
—El trabajo —dijo— ha resultado perfecto. Era un caballo sano. Muy fogoso, muy fuerte y corpulento.
El calor vital que el animal conservaba en las entrañas casi le abrasaba los brazos.
Hacia el mediodía, Magdalena los llamó para que fueran a comer. En la mesa se veían los más exquisitos trozos del animal, cocidos y humeantes. Kese rechinó los dientes al ver aquella carne tierna y caliente sin poder lanzarse a los mejores bocados.
Magdalena, mirando tímidamente a Axel, le puso delante el corazón del caballo, asado en las llamas. Por los agujeros de las arterias salían chorros de vapor. Al principio Axel pareció mostrar cierta repugnancia; pero, en cuanto hubo probado un par de bocados, se entregó con entusiasmo al placer de la gula.
Era un día de heladas, claro y tranquilo. Ellos se pasaron la mayor parte del día entrando y saliendo para comer y trabajar el caballo. Toda la casa humeaba: el humo y el vapor salían a bocanadas por la pequeña puerta y envolvía en una nube el tejado. La nieve se derretía en el alero, por encima de la puerta, y volvía a congelarse en forma de carámbanos rojizos, de color de sangre.
Cuando a la noche se retiraron a casa, se reanudó el banquete. Magdalena había preparado en la cocina unas filloas de sangre. Los dos jóvenes se habían quedado completamente silenciosos; pero Kese, incapaz de moderar sus ímpetus y su voracidad, comenzó a hacer ruidos con la boca y a devorarlo todo. Se puso a cantar, haciendo frenéticos gestos y visajes. Había estado comiendo casi desde la mañana a la noche, y estaba embadurnado de salsas y grasa hasta los ojos. Extendidos sobre la mesa sus brazos, embutidos en una chaqueta de piel, parecía estar abrazando toda aquella superabundancia de manjares. Al masticar, el sebo le salía rebosante por las comisuras de la boca. El hombre seguía roncando y cantando. Magdalena iba y venía de un lado a otro, metiéndose de cuando en cuando un filete entre sus menudos dientes.
Durante toda aquella larga y silenciosa noche, Kese, acostado arriba, en su cama de musgo del desván, estuvo soñando en voz alta, lanzando carcajadas y hablando en sueños de cosas enigmáticas. Los jóvenes se despertaron y oyeron el monólogo del viejo. En medio de la negrura y quietud de la noche, percibieron como un temblor procedente del bosque: una ráfaga de viento había sacudido los árboles. Se estaba formando escarcha afuera, y esta escarcha endurecía la nieve que caía de las ramas. Se percibía un fino crepitar. En el bosque había un lagrimeo débil, desmayado.
Axel se levantó a espiar por las vidrieras, que eran de color verde, y vio el cuerpo del caballo tendido en la nieve, con todo el costillar al aire, como un desecho. Sus patas yertas y congeladas proyectaban sombras en la nieve bajo la verdosa claridad lunar.
Al día siguiente volvieron a atracarse hasta no poder más. Kese se hundió materialmente en los manjares hasta las cejas. Alzó los ojos y clavó en los dos jóvenes una mirada de borracho; parecía estar a punto de sufrir un ataque de locura. Se puso a cantar un poema que hablaba de los caballos muertos que relinchan en el infierno. Tenía los cabellos y las barbas hirsutos y llenos de grasa. Lanzaba alegremente las más terribles amenazas contra Axel y Magdalena, pero al instante volvía a tratarlos con cariño y cordialidad, emocionado y jadeante. Meneando la cabeza, se puso a pensar en sus pasadas aventuras y airear sus recuerdos.
Estaba como hablando a solas; Axel le oyó pronunciar varios nombres de mujeres de antaño, y no pudo por menos de imaginarse cómo serían aquellas amigas de Kese, desaparecidas hacía mucho tiempo. Se las iba imaginando a medida que Kese desgranaba enternecido aquellos recuerdos: la una, rubia y mofletuda; la otra, esbelta y de cabellera negra; una, con ojos alegres; otra, maliciosa y astuta como un cachorro de raposa… Luego Kese empezó a tropezar en las palabras, que parecían salir de su boca embadurnada de sangre. Ponía los ojos en blanco cantando de nuevo. Y en seguida volvía a abalanzarse sobre los manjares.
Al final se quedó amodorrado, y lo llevaron a la cama. La fiesta duró hasta el tercer día, en que Kese se despejó de aquella especie de borrachera, volviendo a llevar una vida normal.
* * *
Y llegó la primavera sueca. Fue una primavera indeciblemente larga. Un buen día apareció el sol, brillando muy alto y ardiente en el aterciopelado azul del cielo. Aunque no se veía ni una nube, la tierra estaba cubierta de una humedad fundente; una capa de nieve se desplomaba sobre la otra, mezclándose las dos. La luz se refractaba en las aguas. Todas las cosas estaban goteando con el deshielo.
El primer día que amaneció fresco y sin nieve —un día de sombras oscilantes y agua rizada—, Axel salió al campo y se internó en la selva. Un pájaro solitario gorjeaba en la copa de un árbol por donde flotaban nubecitas blancas, leves vapores de las primicias de la primavera, que acababa de hacer su irrupción en Suecia. Se percibía algo como el perfume de un verano olvidado en los bosques. La hierba marchita y las húmedas cortezas de los árboles exhalaban un aroma penetrante.
—¿Dónde está ahora mi caballo, dónde está ahora mi caballo? —exclamó Axel con amargura.
Ahora la casa de Kese le parecía a Axel como una cárcel tan estrecha y asfixiante como el camarote de un barco tras largos meses de travesía. La salita de la cabaña estaba llena de suciedad y desorden, efecto de la vida de encierro y de la rutina. Allí dentro vivía recluida Magdalena. La muchacha había alcanzado su madurez de mujer. Era hermosa. En cualquier momento se extendía por su rostro y cuello el color rojo de un inesperado rubor.
Fue aumentando progresivamente el calor del sol.
Un día en que Axel estaba mirando al cielo, recibió en pleno rostro una ráfaga de aire cálido que le metió como una paletada de tierra entre los párpados. En aquel momento decidió anticiparse al tiempo y tomó la resolución de gozar del verano fuera de aquella selva. Se sentía agitado e inquieto. Le atormentaba el saber que en aquellos momentos avanzaba el verano sobre Dinamarca. Un día Axel había atravesado a caballo las landas de la suave tierra de Dinamarca y se había encontrado con una muchacha que guardaba rebaños. Venía por entre los árboles, pestañeando contra el sol, con un manojo de hierbas y flores…
Pero de aquel lugar le separaban ahora muchas leguas…
Aquel mismo día Axel abandonó la cabaña de Kese.