Nevaba. La plaza Mayor de Estocolmo estaba cubierta por una mullida y resplandeciente alfombra blanca. La nieve continuaba cayendo de las alturas como una cascada uniforme y silenciosa. Aún no había oscurecido del todo. Pero ya se veían luces encendidas detrás de las vidrieras.
Desde todas las calles la gente iba afluyendo hacia la plaza: gentes vestidas con sus atavíos de fiesta sobre la nieve recién caída, tratando de subir por la escalinata de la Casa Consistorial, cuyas ventanas, iluminadas, indicaban que se estaban haciendo preparativos para el festín: los ciudadanos de Estocolmo daban un banquete en honor del rey Cristián.
Una vez que hubo terminado la comida, entraron en tropel en la sala de fiestas los jóvenes, que llevaban mucho tiempo esperando apiñados ante las puertas de la Casa Consistorial. Había llegado la hora del baile.
Empezó la música. Axel fue el primero en pisar el tablado de la sala. Por espacio de una hora estuvo girando y contoneándose sin consideraciones ni escrúpulos de ninguna clase, entregándose sólo a las fatigas de la danza sin fijarse siquiera en quién era la muchacha con la que compartía estas fatigas. Luego bajó a refrescar un poco el paladar al piso de abajo, y fue a echar una ojeada a la calle. Reinaba la oscuridad más completa. La nieve penetraba en remolinos por la puerta como un enjambre de mariposas que buscan la luz.
Axel se lanzó a la calle para ir a hacer una breve visita a Miguel, que se encontraba bastante enfermo. Llevaba una semana encamado y todo parecía indicar que no había hombre para mucho tiempo.
Axel recorrió dos calles antes de llegar a la casa del enfermo. Dentro de aquel humilde albergue donde se alojaba Miguel, había un grupo de lansquenetes sentados, bebiendo. Axel pasó ante ellos, dirigiéndoles un saludo, y entró en la alcoba donde estaba Miguel encamado. La habitación estaba a oscuras. Se respiraba allí una atmósfera asfixiante. Miguel, que tenía calentura, preguntó con voz muy débil y febril:
—¿Quién sois?
Axel encendió una vela y estrechó la mano sudorosa de Miguel.
—¿Qué tal te encuentras, amigo? —preguntó Axel, tuteándolo familiarmente.
No parecía encontrarse bien precisamente. Tenía manchas rojas en el cuerpo y las cejas empapadas de sudor. Su estado de flaqueza causaba una impresión francamente penosa. Sus ojos estaban horriblemente cansados. Después de tenerlos abiertos un instante, volvió a cerrarlos. Estaban congestionados y embotados.
—¡Pobre amigo! —exclamó Axel con abatimiento.
Se sentó en la silla de paja que había delante de la cama, y estuvo mirando aquel rostro de enfermo durante unos minutos. Miguel tenía la respiración entrecortada. Volvió la cabeza a un lado y a otro, como si quisiera cambiar de postura y no pudiera. Axel acercó a sus labios un vaso de agua, pero el enfermo lo rechazó torciendo la boca.
Todo indicaba que Miguel tenía que morir allí en aquella alcoba desnuda y desolada. Parecía cosa grave. De la pared encalada colgaba un espadón, cuya empuñadura estaba un poco gastada por la mano que lo manejara. Pero esa mano estaba ahora macilenta y débil. Su calvo cráneo tenía como unas extrañas aristas salientes, como las de un mueble groseramente desbastado e inconfortable. Sus mejillas estaban profundamente hundidas.
Axel no fue capaz de articular palabra. ¿De qué iba a hablar? Aquello resultaba terriblemente penoso y triste. Hubiera querido ayudarle, pero no sabía cómo. Permaneció a su lado inmóvil durante largo rato, viendo que Miguel soportaba la enfermedad con su estilo habitual de reconcentrarse en sí mismo, perdido en cavilaciones.
—Bien. Que te mejores. Debo marcharme —murmuró Axel.
Se levantó, y al inclinarse para apagar la luz, buscó con sus ojos la mirada de Miguel. Luego estrechó aquella mano sudorosa, y, después de balbucir una palabra de despedida, salió a la calle.
Afuera, en medio de aquella oscuridad gris, en la que por añadidura no quedaba más remedio que guiñar los ojos a causa del resplandor hiriente de la nieve, Axel se dio un tropezón con una persona desconocida. Él se rió. Y aquella figura desconocida rió también: una risa de muchacha.
—¡Sigrid! ¿Eres tú, Sigrid? —gritó Axel lleno de júbilo, alargando el brazo para atraparla. Pero, por el ruido de las pisadas, se dio cuenta de que ella no venía sola, sino acompañada de otras figuras silenciosas, y comprendió que había cometido una pifia al saludarla con aquellos gritos descomedidos. Este encuentro aconteció junto a la escalinata de la Casa Consistorial. Al abrirse la puerta de entrada iluminándolos, Axel vio que Sigrid venía en compañía de su hermano y de una mujer de cierta edad. Les hizo un saludo respetuoso.
Axel no había podido encontrar por ninguna parte a Sigrid, a pesar de que había estado pensando constantemente en ella desde la noche aquélla en que se vieran por vez primera. Por eso no sabía ahora con qué cara presentarse ni qué actitud adoptar frente a ella. Pero la muchacha, sin esperar, le miró abiertamente a la cara. Entraron y se incorporaron al baile. Sigrid se mostraba aún exteriormente fría. Frío desprendía su vestido al rozar con el cuerpo de Axel. Su cabello emitía un frío perfumado. Su rostro fresco resplandecía de frío.
—¿Cómo se explica el que yo no haya sido capaz de encontrarte durante este tiempo? —murmuró Axel, embargado de emoción, mientras bailaban.
Sigrid se mostraba reservada.
—En efecto, ¿cómo se explica? —contestó la muchacha.
Las luces proyectaban sombras móviles en las paredes como si las ágiles llamas no pudieran estarse quietas mientras chupaban el sebo. El piso tronaba bajo los pies de aquellas parejas vertiginosas. La gran sala de fiestas estaba mal iluminada: los rincones quedaban sumidos en tinieblas. En la sala contigua las sombras que bailaban sin brazos ni piernas eran más numerosas que las personas allí presentes. En las paredes flameaban los tapices, agitados por las corrientes de aire frío. La música sonaba estridente y estrepitosa. Giraban las parejas y las ágiles sombras fantasmales daban verdaderos saltos mortales por encima de los abismos sombríos de los rincones.
—La Sigrid que yo tenía en mi recuerdo no era como tú eres en realidad —susurró Axel en plena danza, tan enamorado y emocionado que casi no respiraba—. Te recordaba completamente… distinta. Tú eres…, tú eres más…
Se interrumpió y quedó mudo durante un rato, con el pecho agitado.
—¡Sigrid!
La muchacha bailaba como sumida en un ensueño indescifrable.
—Calla —contestó Sigrid con una resonancia suave en su voz.
Los músicos, maestros y expertos en su arte, no se daban por vencidos. Sonaba el clarinete como si revolviera la lengua en la boca. La argentina trompeta dejaba oír su fiero clangor. El tambor llevaba el compás rigurosamente, resueltamente.
Nada alteraba el ritmo de aquella noche de baile. Axel y Sigrid bailaban y bailaban sin cesar. De pronto Axel reparó en el rostro intensamente pálido de la joven.
—¡Qué sería de mí si de repente se te ocurriera echar sangre por la boca! —exclamó él en voz alta, y casi deteniéndose.
Sigrid levantó hasta él sus redondos ojos negros, poniéndose aún más pálida. Él la estrechó un poco contra sí mismo con brazos temblorosos y lentamente la fue arrastrando de nuevo al ritmo de la danza.
Luego fueron a sentarse en un banco de amplios cojines que había junto a la pared de la sala. Axel empezó a hablar con gran elocuencia. Poco a poco Sigrid se fue animando hasta volverse hacia él, ya radiante de vida y encanto. Miraba a Axel sin rebozos como para estudiarlo a fondo. Él hizo un movimiento involuntario de retirada, como asustado. ¡Hay que ver, Señor! El joven llevaba mangas holgadas de color azul, con una escotadura que dejaba ver por debajo una tela de amarilla seda; calzaba medias de color verde, y sus zapatos se parecían a un pez martillo por el ensanche transversal que tenían en las punteras. Sigrid llevaba un vestido de terciopelo azul, un poco abierto en el cuello, dejando ver por debajo una tela de finísimo lienzo. Su fina cabellera rubia, del color de la cebada, le caía en cascada por las mejillas. Mostró a Axel un dedo corto y gordezuelo adornado con una sortija en la que centelleaba un diamante.
—Mis manos y las tuyas parecen hermanas —dijo Axel.
Y añadió, bajando la voz:
—¿Te gustaría tener un anillo regalado por mí como recuerdo? ¿Eh, Sigrid? Has de saber que tengo muchos…
Sigrid le interrumpió, adoptando una actitud de indiferencia. El joven volvió a hacerle la misma pregunta. Pero ella le contestó sencillamente con un «no», echando la cabeza atrás de una sacudida.
—¡Oh, por amor de Dios, dime que sí! —suplicó Axel, casi espantado por la repulsa de la muchacha.
Cayó como un jarro de agua sobre la elocuente facundia de su boca. Se quedó callado, pero mirándola largamente con una insistente súplica. Luego suspiró, excitado.
Sigrid movió la cabeza sin mirar a Axel. El muchacho adquirió una expresión de abatimiento y desilusión. No despegaba los labios. Pero de repente Sigrid se echó a reír. Su rostro cambió totalmente de expresión. El joven se inclinó, arrobado, y comenzó a referirle a ella, sin la menor reserva, la historia del tesoro…
—Para ti serán todos esos collares de pura ley; todas esas piedras preciosas que están lanzando destellos bajo tierra, descansadas y lozanas tras su largo sueño subterráneo. Basta que tú quieras para que sean tuyos todos esos macizos brazaletes, todas esas cadenas tan preciosas como no hay otras…
—¿Vamos a bailar? —le interrumpió Sigrid, sonriendo.
Dicho esto se levantó y lanzó un resoplido como si se sintiera aburrida de la palabrería del joven.
Axel se puso a bailar, un poco molesto y mortificado. Pero en el fondo se sentía feliz; con esta placentera disposición de ánimo fue contagiando el espíritu de su amiga, que al fin terminó por sonreír con sonrisa de enamorada, con ese fervor extraño con que a veces sonríe una doncella. Ella bailaba a su lado, joven y grácil; cercana y, al mismo tiempo, lejana.
De este modo se fue deslizando la noche. Cada vez que Sigrid daba esperanzas a Axel, éste se mostraba curiosamente descorazonado y abatido; cuando ella, a estilo de muchacha jovencita, reducía a la nada las esperanzas de Axel, éste sufría, pero se sentía feliz. Cuando Sigrid se compadecía al ver la desesperación de su amigo, se acercaba más a él volviendo de su lejanía. Y cuando él sentía una especie de arrepentimiento de su propia victoria, ella reía y reía haciéndolo sentirse alternativamente desgraciado y feliz. De este modo se fue deslizando la noche.
A las tres de la mañana vino el hermano de la muchacha, acompañado de una dama de cierta edad, para decirle a Sigrid que era hora de regresar. Axel obtuvo permiso para acompañarlos. Había cesado de nevar. La noche estaba cristalina y fría. La nieve resplandecía de blancura. Esta vez Axel consiguió saber dónde vivía la muchacha. Después de haberlos acompañado hasta su domicilio, Axel regresó a su morada con el ánimo muy levantado y firmemente decidido a conquistar el amor de Sigrid.
Pasados algunos días, Axel se prometió a Sigrid. La familia de ella no estaba unánimemente conforme con el enlace: al principio no creían demasiado en el famoso tesoro. Pero él se había dado golpes de pecho mostrándoles el estuche como prueba. ¿Acaso creían que un hombre como Mendel Speyer (ahora estaba convencido de que había sido él) iba a andar por ahí sembrando mentiras? ¿Por qué no había de haber una rica herencia destinada a una persona que carecía de apellido? Si su cuna aparecía rodeada de misterio y oscuridad, tanto mejor, pues cuando él entrara en posesión de la herencia —cosa por la que no sentía ninguna prisa— ¡iban a saber de verdad quién era él!
La familia se apaciguó. ¿Quién era capaz de hacer frente a una persona que no conocía la duda? La fiesta de los desposorios se celebró con el mayor esplendor, y los dos jóvenes quedaron prometidos.
… La ciudad de Estocolmo aparecía sepultada bajo el casto manto de la nieve, que seguía cayendo y borrando toda huella. Casi todos los días había fiestas y comilonas en la ciudad; casi todas las noches se celebraban bailes en diferentes casas de ciudadanos distinguidos de Estocolmo.
Una noche se le ocurrió a Axel arrimar una escala a la ventana de la habitación de Sigrid; pero cuando iba a trepar por ella, hubo de bajar inesperadamente a tierra, arrastrado por las manos de los hermanos de la muchacha, entre grandes bromas y risas, y la broma le costó pagar unas rondas de vino en los salones de la Casa Consistorial. La boda quedó fijada para unos días antes de la Navidad.
Estocolmo ardía en fiestas bajo aquella nieve que todo lo escondía. ¡Siempre juerguistas por las calles! Una noche en que, ya a una hora bastante avanzada, Axel se dirigía a su casa, divisó una figura de mujer que caminaba lentamente, muy arrimada a las casas, con la cabeza metida en un capuchón. Iba sola, llorando. Todo lo que Axel pudo ver fue que era una mujer muy joven. ¿Por qué iba sola por las calles, llorando? Cuando Axel le dirigió la palabra, ella no le contestó. Pero al tomarla luego de la mano, lo siguió dócilmente. Ella permaneció en la habitación de Axel sin pronunciar una sola palabra. Siguió llorando. Axel no logró saber por qué estaba tan afligida y desesperada. Hacia el amanecer, la desconocida se despidió de él, siempre llorando y tan muda como había entrado.
El mismo día en que Axel se había prometido con Sigrid, fue a hacer una nueva visita a Miguel Thögersen, que no tenía esperanzas de curación. El enfermo ya no sentía dolores, pero estaba completamente agotado e iba derrumbándose rápidamente.
Axel encontró a Miguel mortalmente pálido y lívido. Le pareció que su amigo estaba ya en las últimas. Axel permaneció a su lado durante una hora, violento y acometido de una terrible tristeza. Luego, viendo que apenas podía hablarle, decidió marcharse. Miguel abrió los ojos y murmuró una frase de despedida. Pero cuando Axel se dirigía a la puerta, el enfermo lo llamó rogándole que se acercara. Quería decirle algo. Axel se inclinó sobre él, cariñoso y solícito.
—Axel… El tesoro… ¿Quieres que te descifre ahora ese documento? Es el momento… —le dijo al oído el moribundo, con voz casi imperceptible.
Axel se incorporó, con los ojos húmedos… Pero de repente, miró a Miguel con una mirada suave, recelosa.
—No —contestó lacónicamente.
Y se puso a dar vueltas al sombrero, con aire embarazado.
—Estoy creyendo —añadió— que, después de todo… Verás…, ¡yo creo que te vas a curar, Miguel! ¡Ya verás!
Miguel Thögersen se quedó mudo y estupefacto. Pero la visión de la espada de Axel al salir éste por la puerta, lo llenó de indignación. Y en aquel momento juró tomar venganza de él. Miguel volvió a odiar.
A la mañana siguiente, Miguel estaba mejoradísimo. Y, naturalmente, se curó.