Sin aurora, sin prisas, como de mala gana, la mañana gris de noviembre se fue remontando por el cielo de Estocolmo. El primer signo de vida y movimiento que se advirtió en la ciudad fue una figura fantasmal que apareció contorciéndose y balanceándose en la horca.
Ya muy avanzado el día comenzó a aparecer gente en las calles, curiosa de saber lo que había ocurrido. Los cuerpos de los personajes decapitados yacían aún sobre el pavimento de la plaza, empapados de sangre mezclada con el agua de la lluvia nocturna. Los soldados que montaban la guardia estaban reanimando su espíritu con jarros de cerveza y vino, al aire libre, en aquella atmósfera cargada de un acre olor a muerto. Todavía después del mediodía seguía el verdugo cargando contra una parte de los herejes y traidores convictos.
El ambiente se fue quedando extrañamente tranquilo. La luz del día parecía más tacaña y breve que otras veces, convirtiéndose bruscamente en anochecida sin volver a rehacerse.
Por Poniente, las nubes se fueron separando y dejando un jirón de cielo luminoso, como un ojo que se abre, y la hoguera del sol apareció sobre el horizonte lanzando una última llamarada de despedida. Después de la puesta del sol, el cielo permaneció brillante y pálido durante largo tiempo. En la lejanía del mar apareció una decena de puntos oscuros que se iban tornando cada vez más pequeños: eran los barcos de Lübeck, que habían zarpado a la tarde. Por el Oeste se iba hundiendo el rosicler de la puesta del sol, y el ciclo parecía estar pensando:
«¡Qué distantes quedan ya los restos del día agonizante! ¡Qué sereno e impasible el frío tras el anochecer!».
Y en medio de aquel silencio de la Naturaleza rompieron a tocar las campanas de la iglesia de San Nicolás, con un fúnebre redoblar. «¡Llorad, llorad!», contestaron al instante las campanas del convento de Santa Clara, de Nörremalm, y las campanas de la iglesia de Santiago. Y, luego, allá en Söndermalm, elevaron también su voz las campanas de la iglesia de Santa María Magdalena. Y mientras doblaban así, cada cual con su propia voz lastimera, se unió a este coro la voz doliente y precipitada de numerosas campanas de capillas y ermitas.
La ciudad aparecía ahora sobre las aguas como el retoño negro de una monstruosa planta submarina. Isla de la maldición, donde todo sonido es un lamento, donde lenguas de metal hacen retemblar el aire clamando como quien solloza bajo aquel cielo dolorosamente cristalino. El aire va y viene retumbando como un ser vivo que se retuerce de dolor. El redoble de las campanas nace llorando a grandes gritos y muere como una ola deshecha y vencida en la lejanía del espacio. Y el metálico plañir vuelve a comenzar sin cesar: aquellas bocas invisibles cantan con obstinado dolor, y el aire silba y zumba.
Las campanas de la ciudad, después de estar largo tiempo lamentándose y lanzando acusaciones, de repente arreciaron todas repicando ya como locas, como un toque de rebato, como un único trueno ensordecedor. Y de entre el entremezclado tumulto de las campanas se desgajaron largos alaridos en el aire, gritos cristalinos y estridentes que se desencadenaban en las alturas, fieros tañidos, más límpidos que ningún sonido terrenal, que se formaban en las mismas entrañas del espacio. Parecía que seres invisibles saltaran a escena dentro de aquella atmósfera de color de fuego. Por todas partes se precipitaban formas blancas, con la fuerza del rayo, en las alturas del espacio, gritando hacia la tierra. Cantando, llorando, cantando…
Viniendo de la dirección de Söndermalm, Miguel atravesó el puente. Había oído el clamoreo de las campanas. Entró en la ciudad y anduvo errante por las calles. Antes de aquel día nunca había dado cuenta del estado de inferioridad en que se encuentra el que anda a pie por la tierra. Caminando a pie se sintió más hundido en el fondo de todo, que se había sentido nunca en el curso de su vida encadenada: se sintió abajo. Aquellas míseras casuchas y barracas se elevaban a mayor altura que él. Alzó sus ojos sombríos mirando a aquellos cobertizos, y, bajando la cabeza, siguió adelante como una bestia uncida al yugo. Mirando al otro lado del canal, vio que a lo largo de los cimientos de las casas, los sumideros estaban cubiertos de sangre, de una sangre vieja y sucia, que había corrido desde la plaza Mayor. Soplaba un viento fuerte. Las nubes estaban altísimas, y el aire parecía estar hambriento, como él. Hacía frío, cada vez más frío.
Miguel atravesó la plaza, donde yacían todos los ajusticiados: un montón de cuerpos completamente rígidos. Él continuó la marcha, dirigiéndose hacia la iglesia de San Nicolás.
Delante de la escalinata del templo se encontró con una multitud de enfermos, mancos y paralíticos que volvían sus ojos y sus manos hacia él, hombres y mujeres que explotaban su propia miseria y desgracia. Al levantarse, producían con el aire de sus ropas un olor a llagas y podredumbre.
Un hombre, vestido de un blanco sayal convertido en harapos, alargó sus manos prematuramente convertidas en carroña mientras sus labios se movían implorando limosna. Guiándose sólo por el sonido, avanzó hacia él un muchacho que, en lugar de ojos, tenía dos grandes cuencas ensangrentadas. Luego apareció un joven lisiado que, sentándose en un escalón, apoyaba en una tabla su pierna desnuda, que pesaba varias libras a causa de la inflamación de las carnes y exhalaba un olor cálido y pestilente. Por toda la escalinata se desprendía un calor tibio producido por aquellos desgraciados, sudorosos de fiebre.
Pero en el punto más oscuro, ya al pie del muro de la iglesia, apareció sentado un ser humano que no era más que un fardo, constituido por una túnica y una cabeza. Una cabeza femenina deforme, asimétrica, llena de hinchazones; una figura sin piernas ni brazos, en la que sólo se movían los ojos. Su mirada brillaba entre las sombras del crepúsculo. Cuando Miguel bajó hacia ella sus ojos llenos de piedad, casi retrocedió espantado al ver la expresión de maldad que ella tenía en su mirada, la expresión casi bestial del que odia a todo ser humano.
Al entrar Miguel en la iglesia, percibió un olor a incienso. El interior del templo imponía por su sublime grandeza. Las losas y sillares parecían vibrar y ronronear oscuramente: era la voz del órgano que salmodiaba quedamente. Sólo había unas pocas luces encendidas, que ardían acá y allá en los altares adornados con galas de día de fiesta.
Miguel no se internó en el templo, sino que se quedó en un rincón, pegado a la puerta. Y cuando sintió que las piernas se negaban a sostenerle, se sentó en el suelo, completamente escondido en la sombra. Cerró los ojos.
El órgano continuó susurrando en voz queda. Aquella música suave calmaba sus nervios a la vez que le oprimía, aún más, el corazón. Sintió que allí él estaba fuera, al margen de la vida, como lo había estado en todo tiempo y lugar. Por eso aquella música sonaba para él tan confortante, apagada y lejana. Sí, él estaba fuera, sin patria ni hogar.
Y de pronto, cuando Miguel estaba más absorto en estas reflexiones, las notas empezaron a brotar con toda su fuerza como un chorro, como si de repente se hubieran abierto todas aquellas enormes puertas: se elevó un coro de voces agudas, como un himno. Todas las voces de los tubos más finos se alzaron, jóvenes y cristalinas, para unirse a las voces graves y fúnebres de los otros tubos y a la otra corriente de notas sangrantes, las más graves y tétricas de todas. Y la melodía iba subiendo, subiendo. Miguel sintió como si el corazón le cayera de rodillas:
—¡Jesús! ¡Dios mío y Señor mío!
Confió su alma a la Divina Providencia. Tuvo la impresión de que aquella soledad estaba derritiendo el peso de sus años.
Porque él siempre había sido un hombre íntimamente solitario.
… ¿Qué fuiste, hombre, y qué eres? ¿Cómo se torció tu vida? ¿Qué ha sido de aquella innata dulzura de tu corazón, qué ha sido de aquella íntima necesidad de ser bueno con todos, aquel ansia de bondad que te robara el sueño en la juventud? La vida no ha querido apagar tu avasalladora sed de felicidad; pero tú te dejaste arrastrar por el camino del odio y de la venganza, y así te quedaste solo, y errando por el mundo. Y al final empezaste a delirar, soñando que te encontrarías como en tu centro en un remotísimo lugar del mundo completamente extraño para ti, aunque sólo fuera para lamentar allí tu suerte, aunque sólo fuera para llorar tu misteriosa e increíble enfermedad. Pero tampoco: ni aun así la vida quiso colmar toda la capacidad de queja y de dolor que había en tu alma…
La música del órgano fluye y se precipita como un torrente liberador. El placer y el dolor fluyen finalmente confundidos en un lamento perfecto. Las notas del himno levantan el espíritu a visiones que curan toda herida. De pronto el corazón se mueve y agita dentro del pecho, con voluntad propia, con la voluntad de un ser inteligente, como un niño en el seno de su madre.
Escucha todas esas voces cristalinas. ¡Cómo cantan a la vez doloridas y alegres! El órgano no es más que un clamor, un torrente musical desbordado y un susurro. Todas las voces de los animales hablan juntas en el órgano; los seres que no tienen habla, cantan con voz inarticulada. Se oyen las trompetas del Juicio Final y las flautas blancas del Paraíso de los bienaventurados.
Ante los ojos de Miguel aparece de pronto un haz de luz relampagueante, a cuya claridad se distingue el camino que va desde el reino de la muerte hasta el reino del verano eterno. Todos los seres humanos que dejaron este mundo marchan juntos por aquel camino luminoso. Vienen de los campos de batalla, de los pueblos, de las ciudades. Salen de junto a sus arados, arriban a la costa, desembarcan de los buques; salen de sus sepulturas, y confluyen todos en una dirección para seguir juntos la ruta.
En torno de ellos silba el viento de los desengaños y de las frustraciones. Ellos emprenden el largo viaje en busca de la misericordia final. Muchos de ellos no conocieron más que sufrimientos durante su vida. Van rechinando los dientes; lloran a millares; se retuercen las manos de impaciencia y dolor, pues en el reino de este mundo no encontraron más que amargura. Mientras caminan van dejando en el aire una tempestad de lamentos. Levantan sus pálidos rostros e imploran la misericordia de las estrellas.
De la tierra, su enemiga, sube el clamor de todo lo que parece, el murmullo de todos los seres que el tiempo va destruyendo. Sopla el viento del perpetuo morir de la tierra, de la caducidad de todas las cosas terrenales. Un viento más frío que todos los inviernos juntos, un viento que lleva en sus alas los ecos de todo lo que sucumbe gimiendo, un murmullo como el del crepitante vals lento de las agujas de hielo en las nubes: es el eco del sonar de cascos de caballos, de carcajadas y de vida, que van enmudeciendo en la tierra para siempre; son conciertos de sordas y apagadas lamentaciones. ¡Escucha! Se oye un sordo estrépito de huesos, y el sonido más hondo es el de un sordo derrumbamiento sobre el fondo del ataúd.
¡Escucha! En tu memoria, pobre Miguel, silba un torbellino cuando te pones a pensar; por ti pasa un viento glacial de olvido. Sólo oyes la canción del torbellino de nieve en tu recuerdo invernal. A través de tu conciencia pasa rápida la hoja de un puñal, que viene a avisarte de que un día llegará tu fin como les ha llegado a esas pobres gentes que salen del mundo…
Y luego Miguel vio también la figura del Príncipe del Dolor. Estaba oyendo su voz en las notas del himno. Estaba viendo cómo el Salvador y Señor de todos los hombres se adelantaba a recibir en su Reino a los inconsolables: uno por uno iban siendo levantados del camino y tomados en los brazos del Señor, desnudos, pero suficientemente valiosos para Dios. El misericordioso Señor los conforta con el solo calor de su amor. Miguel ve cómo se les hace justicia a todas aquellas almas oprimidas, cómo éstas se levantan para recibir su recompensa en el Reino de los Cielos. Sobre ellos cae la música a chorros. Ve cómo todos aquéllos a quienes conoció en su vida y a quienes el tiempo fue desparramando por el mundo, se vuelven a reunir otra vez. Rostros míseros que él había vislumbrado apenas, caídos en los campos de batalla, se iluminaban ahora al recibir la eterna recompensa. Ve cómo su propio padre Thöger Nielssön avanza con la pesada prueba de su cuerpo maltratado por la vejez y se presenta ante Dios: el corazón le estalla de júbilo al caer postrado ante Él.
Miguel se arrastra por el pavimento de la iglesia y cae desplomado…