EL “BAÑO DE SANGRE”

Un gran silencio se extendía por toda la ciudad de Estocolmo. Por las calles sólo resonaba el martilleo de los cascos de los caballos de las tropas de Caballería que hacían la ronda para cuidar de que las puertas de las casas permanecieran cerradas.

¿Qué es lo que iba a ocurrir? ¡Cuántas cosas bullirían en la imaginación de aquellas gentes encerradas dentro de sus casas! La gente estaba enmudecida detrás de las cerradas puertas. Junto a cada vidriera aparecía un rostro mirando como embobado; detrás de cada rendija había un ojo espiando. La ciudad se alzaba oscura y compacta sobre su isla como un gran hormiguero. Frente a cada una de las esquinas de la isla aparecían levantados los puentes levadizos, dando la impresión de gigantescas fauces abiertas. Dentro de todas aquellas habitaciones y salas se habían puesto en tensión los ánimos de las gentes, que se perdían en mil conjeturas y sospechas aciagas; las gentes estaban llenas de horribles presentimientos y miedos. Así como suele desprenderse un olor acre de un hormiguero saqueado donde las hormigas irritadas corren con ciega furia, así olía la atmósfera que envolvía el islote del castillo, emponzoñada por aquellos delirios de terror.

Por fin, hacia el mediodía…

Axel se había puesto frenético ante aquella eterna y terca formación recta de soldados que estaba harto de ver allá abajo. Por fin, hacia el mediodía, empezó a desarrollarse la tragedia.

En efecto. Axel vio con asombro que todos aquellos personajes que el día anterior se habían dirigido al castillo, vestidos con sus mejores galas y conscientes de su propia importancia, trascendental para el país, volvían a salir ahora por la gran puerta por donde habían entrado.

—Cualquiera diría —pensó Axel— que las primeras autoridades de Suecia han necesitado toda una noche para adiestrarse en el arte de organizar el cortejo colocando a los distintos personajes por riguroso orden de jerarquía.

Y es que cuando habían entrado en el castillo, lo habían hecho sin orden ni diferenciación de grados; ahora, en cambio, venían todos perfectamente escalonados: primero los prelados de mayor grado jerárquico; a continuación, los nobles, dispuestos de acuerdo con su categoría, y, al final, los poderosos burgomaestres, ediles y magnates. Ahora ninguno venía a caballo. Todos venían a pie, pegados a la tierra como un simple rebaño de ovejas.

El verdugo, que había estado esperando desde las primeras horas de la mañana, ardía de impaciencia.

Poco a poco fueron llegando junto al cadalso todos aquellos encumbrados personajes. Los ancianos obispos, aquejados de gota, apenas se podían tener en pie. Entre los nobles habían algunos que descargaban patadas en el suelo como carneros desafiadores. Algún burgomaestre meneaba la cabeza, rebelde, como una oveja que quisiera liberarse de la cuerda que la ata. Pero la inmensa mayoría iban en rebaño, dóciles y sumisos. Su número oscilaba entre treinta y cuarenta parejas.

Al arzobispo Matías de Strengnäs, por ser el de mayor dignidad, le correspondió ser ajusticiado el primero. Todavía llevaba puesta su capa de terciopelo. Axel reconoció al prelado cuando éste se puso de rodillas, alta la cabeza y juntando las manos. Poco tiempo permaneció en esta actitud, pues la ejecución corría prisa. El arzobispo volvió a levantarse y comenzó a despojarse de sus vestiduras, allí bajo el ancho cielo, delante de los ojos de sus verdugos.

Y entonces se apoderó de Axel una terrible inquietud, que lo abrumaba. Se volvió hacia Lucía, que se había acercado a la ventana, y la empujó al interior de la habitación.

—Tú no debes presenciar estas cosas —le dijo con un tono tan brusco y excitado, que Lucía se estremeció.

La muchacha se tendió en la cama.

Cuando Axel volvió a asomarse a la ventana, ya se había realizado la primera ejecución. El cuerpo del arzobispo Matías yacía en tierra, vestido sólo con medias y pantalones. Su cabeza aparecía un poco distanciada del tronco. ¿Y aquella capa roja…? No. Era sangre, su propia sangre que corría por debajo del cuerpo.

Todavía seguía Axel contemplando aquella pobre cabeza decapitada, cuando oyó el zumbido y el sordo golpe de la cuchilla del verdugo, mientras veía cómo otra cabeza saltaba del tajo al suelo, dejando tras sí borbollones de sangre. Era la del obispo Vicente de Skara. Ya Erik Abrahán Leionhufvud estaba en pie despojándose de sus vestidos. Axel notó que allá lejos se estaba produciendo un movimiento de agitación. Muchos gritaban y refunfuñaban.

Axel estaba junto a la ventana, excitadísimo, como si una llama le abrasara las entrañas. Vio cómo un noble de gran estatura y corpulencia empezó a hablar levantando los brazos y agitándolos en el aire. Era imposible entender aquella voz arrebatada y furibunda. Enfrente, en las casas situadas al otro lado de la plaza, vio Axel numerosas caras disimuladamente asomadas a las ventanas. Aquel hombre que voceaba indignado parecía dirigir hacia estos rostros sus palabras. Pero éstos no le dieron la menor respuesta. Las bajas nubes grises navegaban ahora sobre los tejados: de cuando en cuando se bajaban hasta ellos llenando el espacio de la plaza de una neblina tenue.

Axel vio cómo iban llevando al cadalso a uno tras otro. Entre ellos reconoció a los más eminentes e ilustres personajes de Suecia. Algunos, con las prisas, se embarullaban al despojarse de sus ropas. Otros dejaban que los verdugos los desvalijaran e hicieran con ellos lo que se les antojara. La multitud seguía apiñada. Afuera, permanecían en formación los soldados armados. Entre ellos reconoció Axel a Miguel Thögersen y a varios de sus propios camaradas.

Axel se había serenado un poco. Estaba ahora viendo cómo Jörgen Homuth dirigía y daba órdenes a los verdugos, haciendo indicaciones con su enguantada mano. Iba vestido de gran gala.

Ya habían rodado por tierra numerosas cabezas. Estaban inmóviles sobre el suelo ensangrentado, como flotadores. La sangre corría por la plaza Mayor trazando una figura geométrica que más bien parecía una letra gigantesca. Cada vez que Axel se asomaba a la ventana, ya aquella runa de sangre había adquirido nuevas ramificaciones para que se descifrara con un nuevo significado. La ejecución se desarrollaba con una terrible monotonía. El cielo, nublado, se iba cubriendo más y más, anunciando una lluvia inminente. La multitud se iba enrareciendo. Los cadáveres formaban montones.

Axel inspiró profundamente en silencio. Cuando, después de haber sido degollados todos aquellos altos personajes, inviolables por razón de su noble estirpe, los verdugos comenzaron, con redoblado afán, a cargar contra los personajes seglares no aristócratas, Axel, aturdido por aquella escena que superaba su capacidad de comprensión, se dio cuenta del inmenso poder que debía de tener el rey cuando era capaz de hacer que se cumplieran tales cosas. En su imaginación estaba viendo al rey dominando solitario sobre todas las tierras escandinavas; estaba viendo su figura baja y rechoncha, sus hombros dotados de una hercúlea fuerza de sustentación, sus brazos fuertes como vigas… Se daba cuenta de que cualquier hombre sería capaz de cargar con pesos aplastantes y arrancar peñas, como un autómata, con sólo ver aquel rostro dándole órdenes. Axel recordaba ahora la mirada de los ojos del rey, que perforaba como una larga lanza; recordaba aquellas cejas, que estaban moviéndose alternativamente sin cesar; recordaba aquella voz, que sonaba con un tono indiferente, hijo de la soberbia. Sintió en su rostro como una ráfaga de aquel decreto categórico e inexorable, y se inclinó ante el majestuoso poder del rey.

Axel se retiró de la ventana, y la cerró bruscamente.

Luego él y Lucía se pusieron a comer. Lucía no dio la menor muestra de curiosidad por lo que había ocurrido afuera. A Axel le vencía el sueño y no tardó en quedarse dormido. Afuera llovía a cántaros.

* * *

A la hora del crepúsculo Axel se despertó sobresaltado por un ruido extraño que procedía del piso de arriba, que era un desván. Era un ruido de pasos apresurados, como si alguien llegara corriendo. El ruido de las pisadas se desvaneció rápidamente y todo quedó otra vez silencioso. El jinete, que sabía que nadie vivía arriba, en el gablete que daba al huerto, se levantó de un salto y subió corriendo al desván.

En el momento de abrir la puerta de aquella habitación, tuvo la impresión de que alguien se escondía allí dentro. Se quedó parado en el umbral, echando una mirada por todo el aposento. No vio más que una cama vacía. La ventana de la claraboya estaba entornada. Debían de haber entrado por allí. De pronto vio que alguien se incorporaba en la cama. Era un muchacho de larga cara pálida, elegantemente vestido. Éste saltó de la cama y sonrió a Axel intentado aparecer divertido como el que ha querido gastar una broma. Era muy alto y estrecho de caderas. En su labio superior se dibujaba una fina raya de sombra. Axel notó que en su atuendo faltaba algo. El muchacho no llevaba consigo ninguna clase de armas. Casi en el mismo instante descubrió en sus muñecas la huella encarnada de una cuerda.

Al darse cuenta de lo que aquello significaba, Axel se precipitó dentro de la alcoba. Los dos empezaron a hablar a un tiempo.

—¡Vamos, salid de ahí! Venid conmigo… —dijo Axel precipitadamente.

—Me persiguen —explicó el otro, como disculpándose—. Me llamo…

Pero en aquel mismo instante se oyó crujir violentamente la escalera de mano por debajo del desván, y un vozarrón áspero rompió el silencio de la casa. El fugitivo volvió la cabeza a un lado y a otro, buscando un refugio en que esconderse. Estaba indeciso, pero no asustado; es más: incluso hizo esfuerzos por sonreír. Tenía un pie en el aire en actitud de echar a correr, pero no se movió del sitio. Se oyó en el pasillo un recio pisar de botas. Axel dio un empellón al fugitivo tratando de ocultarlo en el rincón más oscuro del aposento; pero el muchacho se limitó a dar unos pasos vacilantes sin dejar de sonreír con su forzada sonrisa. El muchacho se puso enhiesto, como cuadrándose. Y entonces entró en tromba por la puerta un soldado enorme, todo vestido de cuero y produciendo un ruido de cosas metálicas, como un buey furioso cargado hasta las pezuñas con sus arreos de tiro. Su larga espada tropezó contra el cerco de la puerta y rebotó un momento dentro de la vaina. Axel estaba a medio vestir y completamente desarmado. Sintió como si un huracán lo hubiera lanzado a un lado. Extendiendo su mano hacia la inclinada techumbre, arrancó un trozo de tablón podrido… Apenas se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo. Se oyó un ruido de tacones, y se produjo un breve remolino, algo así como la lucha de un búfalo con un potro. La estaca que empuñaba Axel se convirtió en astillas y polvo al dar contra el casco del soldado. La lucha cesó de un modo completamente inesperado, y los dos hombres se separaron. El joven fugitivo fue retrocediendo, de espaldas, hacia la pared, se detuvo vacilante un momento como para respirar profundamente, y luego lanzó un grito, claro y penetrante.

Todo aquello se había desarrollado en brevísimos instantes. El fornido soldado, hecho una furia, se encaramó de un salto a la claraboya, y, retorciendo el cuerpo, logró salir al tejado.

—¡Por vida del diablo, que si te agarro…! —exclamó Axel involuntariamente.

Sabía que aquel piso estaba a veinte varas de altura sobre el suelo. Todavía vio durante un momento, encuadrado por el marco de la claraboya, el rostro brutal y sudoroso de aquel bribón, alzando y bajando sus morros, jadeante. Vio cómo se descolgaba hacia abajo, quedando ya sólo su mano agarrada al marco. Un instante después desaparecía también la mano. Axel salió rápidamente en su persecución y vio cómo el hombre, deslizándose de costado por una cornisa, con rapidez y seguridad, se alejaba hacia la galería exterior de aquella mansión, ya envuelta entre las sombras del crepúsculo.

Cuando Axel volvió a la habitación, vio que el muchacho fugitivo se tambaleaba.

—Me ha tocado, estoy malherido —exclamó con voz anhelante el joven noble sueco, que había tratado de escapar a la ejecución.

Sacó el pecho muy afuera, apretándose los costados con las manos. Su mirada erró, vacilante, durante un momento como la de un enfermo o la de un mendigo hambriento. De repente giró sobre sí mismo volviéndose hacia el camastro y se tendió en él boca arriba, apoyada la espalda contra la orilla del lecho. De su garganta salió un único grito casi imperceptible, como un silbido. Cuando Axel se acercó a él y lo tocó, ya estaba muerto.

Le habían hundido la espada en mitad del corazón. El rostro del muchacho todavía palpitó; un poco su labio superior tembló unas cuantas veces aún. Aquel muchacho sólo tenía dieciocho años. Estaba terriblemente flaco y prematuramente envejecido, tal vez de hambre. Axel extendió sus miembros acomodándolo bien sobre el camastro, y, sentándose a su lado, se puso a contemplarlo. Sintió que la pena lo aniquilaba al ver aquel rostro joven muerto. Sintió que todo su interior se rebelaba contra aquella fechoría, sintió que se le iba la cabeza.

En esto percibió unos pasos furtivos en el desván. La puerta crujió y Axel alzó la vista. Era Lucía. Se dio cuenta de lo ocurrido, y silenciosamente se sentó al lado de Axel. Los cabellos de la mujer cayeron sobre el rostro del muerto.

Y mientras Axel estaba mudo e inmóvil en la contemplación de la triste escena, se le vino a la memoria el recuerdo de un momento parecido, en el que él había experimentado las mismas impresiones que ahora sentía. Estaba recordando aquella noche de invierno en la que tumbado y con la cabeza envuelta en una manta junto a la fogata encendida dentro de los bosques de Tiveden, había permanecido todo el tiempo desvelado pensando y reflexionando sobre el espantoso desamparo en que había visto morir a un hombre, abandonado de todos. Habían llegado entonces a oídos del ejército los pormenores de la muerte de Sten Sture. Los daneses habían recibido la noticia con gran júbilo. Toda la noche hubo regocijo en aquel campamento fustigado por un frío glacial. La nieve crujía pomposamente bajo las botas. Las estrellas brillaban con matices iridiscentes entre las desnudas ramas de los árboles. Se hablaba y discutía con placer sobre cómo había muerto aquel hombre peligroso. Pero Axel, que con sus propios ojos lo había visto caer herido sobre los hielos de Bogesund; él, que en aquel momento se había alegrado de ver la caída fulminante de un enemigo —¡caballo y jinete se habían desplomado sobre su propia imagen reflejada en el infinito espejo del hielo!—, aquella noche no pudo por menos de evocar la visión de aquel hombre muriendo solitario en su trineo sobre las congeladas aguas del Mélar, con el cuerpo caído sobre su pierna rota. «Murió: tenía que morir», se había dicho a sí mismo.

Axel siguió recordando… La nieve caía a través de aquel aire negro; o más bien era el mismo cielo, que se inclinaba amenazando con desplomarse. El hielo del lago cedía, gimiendo, al paso del trineo como si la tierra vacilara, dudando de poder seguir resistiendo sin hundirse. Y en aquel momento reventó de pena el corazón de un rey. El dilatado territorio de Suecia se hundió también, separándose de él, como el hielo y el lago gimiente. Las preocupaciones del rey, la enfermedad y el dolor de Sten Sture se ahogaron para siempre dentro de aquel estrecho trineo, como el llanto de un niño que de pronto enmudece, como una cuna que de repente se queda inmóvil. Cuando fijaron sus ojos en la figura de Sten Sture, ya éste estaba muerto. Ya la nieve no se derritió al contacto de su rostro. Hasta donde alcanzaba la vista de ojo humano, no se veía más que hielo y nieve.

—¡Oh Sten Sture, ya estás inmóvil y mudo para siempre!

Este clamor resonaba muy lejos sobre el inmenso desierto de hielo como una lejana llamada de socorro, y el eco de esta llamada se desdoblaba en mil voces cantando:

—¡Oh Sten Sture!

* * *

Hacia el anochecer llegó Miguel Thögersen, encontrando a Axel y a Lucía inclinados sobre el cadáver, sosteniendo cada uno un cabo de vela encendido. Miguel no despegó los labios. Estaba como agotado y con las facciones hundidas. Ahora el muchacho asesinado se hallaba depositado sobre el pavimento. Miguel, tras contemplarlo largo rato, propuso atarlo al extremo de una cuerda y bajarlo al huerto para que no estorbara en la casa. Axel y Lucía bajaron al cuarto del primero, mientras oían a Miguel hablando solo, a media voz.

Cuando Miguel, después de haber quitado de allí el cadáver, entró en el aposento de Axel, notó que su amigo se había dormido. Lucía permaneció en vela, pero no prestó la menor atención a Miguel. Al fin Miguel se marchó, dejando a Lucía despierta y recostada en la cama, fijando en la luz de la vela una mirada dulce y triste.

Lucía fue la primera en despertarse al día siguiente. Las velas encendidas sobre la mesa habían ardido por completo. Pero ya había amanecido.

Lucía se incorporó y se puso a mirar a un lado y a otro, como escuchando voces lejanas, como si alguien la llamara. Luego, con mano ligera y hábil, abrió el estuche de asta que Axel llevaba colgado al cuello, sacó la tira de pergamino y se la guardó en su saco de viaje. Axel, no solo había contado a Lucía la historia del tesoro, sino que había hablado de él en sueños. Lucía todavía se quedó recostada un rato sobre la cama, esperando con mucha cautela: Axel dormía profundamente. Con mucho sigilo se levantó, se echó encima la ropa de abrigo y se marchó silenciosamente…