LUCÍA

Lucía, la muchacha de las cejas unidas sobre los ojos; Lucía, la hija del crepúsculo, no sabía reír. Sólo conseguía esbozar la mueca de una sonrisa sin alegría, como una muda que enseña los dientes amablemente cuando quiere hacer alguna advertencia. De cuando en cuando se dejaba ablandar, y entonces su sonrisa se parecía a un día de septiembre en Dinamarca, cuando los pájaros, libres de cuidados, se precipitan alegremente en bandadas bajo la bóveda del cielo transfigurado, mientras las flores se yerguen inmóviles, próximas a marchitarse. También Lucía empezaba a marchitarse. Ya habían volado lejos sus veinte años.

A veces solía tararear el fragmento de una canción. Pero no estaba alegre. No sabía otra cosa que ir rodando hacia abajo como una criatura que fatalmente va bajando hacia el fondo del mar. Esto lo hacía a sabiendas y por propia voluntad de rodar. Por eso había en su modo de ser una frialdad poco acogedora. Pero, sin darse cuenta ella misma, sabía manifestar un asombro sencillo e ingenuo ante la vida como un pobre escarabajo que, caído de espaldas en una rodada, se va arrastrando patas arriba hasta que viene la rueda y lo aplasta.

Pero aquella noche en que se encontraba sentada en el aposento de Axel, tenía en torno de su cabeza como una aureola hecha de deseos y de terrores. Su alma se asomaba al mundo exterior en una mirada asombrada y muda como la de los ojos de un cruzado que de repente viera abrirse rojas rosas de sangre alrededor de la sagrada cruz que ostenta sobre el pecho.

Axel, cansado, no tardó en quedarse dormido.

Durmió y soñó.

Soñó que había entrado resbalando en otro mundo, en una penumbra indecisa. Estaba sentado a orillas del mar. Tenía a Sigrid a su lado. Sentía como si estuviera muerto de sueño. A ratos le parecía que ella se incorporaba y avanzaba a tientas para arreglar la cama: luchaba con las olas, las alisaba… Extendió la mano hacia una ola blanca para ponerla de almohada. Pero todo cuanto agarraba, se desvanecía entre sus brazos. Extendía la mano para coger las puntas de las sábanas, que se elevaban y se desvanecían, quedándose él con la mano vacía. Axel se cansaba de luchar inútilmente por capturar aquellas sábanas y almohadas siempre inquietas. Al fin abandonó todo intento.

… Poco después notó que él y Sigrid emprendían el vuelo, alejándose de la tierra. Se detuvieron un momento en el aire, y Sigrid lo tomó de la mano. Luego se fueron volando muy lejos y a una altura que daba vértigo. En medio de su pesada duermevela, creyó Axel que todavía tenían que seguir volando muy lejos por el cielo: presentía que en el último confín del mundo encontrarían un bellísimo e infinito panorama, abierto ante el asombro de sus ojos. Pero cuando habían ido ya muy lejos en su etéreo vuelo, vio que Sigrid retardaba su paso… Ella adquirió peso, y empezó a dar gemidos, y entonces los dos se lanzaron hacia abajo.

Axel se despertó.

Volvió a dormirse y volvió a soñar. Soñó una cosa extraña, que luego le fue imposible recordar.

—Muéstrame ese lunar que tienes escondido en la nuca bajo el cabello, para que yo pueda reconocerte en la otra vida —imploró delirante en voz alta, cuando ya empezaba a asomar el día.

Lucía rió, un poco avergonzada. Estaba a punto de llorar de emoción.

Axel volvió a soñar que estaba volando por los aires, pero esta vez iba él solo. Iba volando en posición vertical a lo largo de las calles de Estocolmo y a la altura de los aleros de las casas: apretando los brazos contra los costados como los corredores, se mantenía en el aire en virtud de su fuerza intrínseca, y avanzaba deslizándose veloz y silencioso. Las calles estaban desiertas y sumidas en una penumbra propia para el acecho. Allá en el fondo de las callejuelas estaba viendo sombras que huían vueltas las espaldas hacia él. Por donde él va volando, todo va quedando desierto de seres humanos. El cielo estaba ardiente, amarillo, radiante: como si encerrara en sí la sabiduría de los bienaventurados.

De pronto vio que la calle quedaba interceptada por una casa elevada. Axel tuvo miedo de estrellarse, en su vuelo, contra aquel muro sombrío. Unas cabezas imprecisas se asomaban por los huecos de las contraventanas, espiando. Reuniendo todas sus fuerzas, consiguió elevarse verticalmente en el aire, y planeó ligero por encima del caballete del tejado de la casa, rozándolo casi. Luego Axel siguió en vuelo planeado a ras de tierra, rozando con sus pies las hojas de las matas y las ramas de los árboles. De pronto sintió como que se inflaba y volvió a elevarse, viendo cómo el cielo se iba tornando más profundo y dorado. Remontándose en rápida pendiente, volaba por encima de todas las torres como un milano en aquel aire libre y radiante.

Axel seguía volando. Vio cómo, allá abajo, las aguas se arrugaban en ondas silenciosas. Justamente bajo sus pies está la carabela, a inmensa profundidad. Se quedó absorto haciendo tanteos y cálculos para ver si podía, al lanzarse desde el punto en que se encontraba, dar exactamente en el blanco, es decir, posarse en el barco. Le parecía que sólo haciendo un esfuerzo sobrehumano sería capaz de dirigir su rumbo hacia la nave, aun cuando volaba por sus propias fuerzas. Al fin, sintió que llegaba sano y salvo a la cubierta del navío.

Éste es el Barco de la Fortuna.

En la roda hay un salvaje, absorto en su papel de vigía, atento sólo a escrutar las lejanas brumas del mar. La nave navega cabeceando, ligera como un fantasma, por el mar.

Es la Carabela de la Fortuna, la carabela de Colón. Es el mismo Colón, el navegante naufragado, el que está detrás de la rueda del timón, inclinando sobre la brújula su rostro de aparecido. Lleva rumbo al Sur. A su lado van dos gnomos viejísimos. Las velas, bajo el soplo del viento, se inflan y abomban con perfiles de husos, como queriendo desprenderse de las vergas. A través de las hinchadas velas se trasparentan las estrellas de la noche.

A popa, en el empinado castillo de madera, sobre cubierta y bajo cubierta, se ven mujeres de todas las regiones del mundo. Hay una por cada una de las mil comarcas de la tierra. Hay numerosas mujeres de raza blanca, desde las más jóvenes, con piernas de adolescentes, hasta las más corpulentas, de rodillas arrugadas de rozar con el vestido; desde las blanquísimas doncellas que se están lavando de la mañana a la noche hasta las mozas campesinas cuya boca huele como a leche y cuyos brazos y piernas duros y vellosos pisan en tierra como pies de elefantes. Hay muchachas de color atezado, en cuyos ojos brilla una intrépida inocencia; hay jóvenes con cabellos que parecen una llama dorada y con pies tan blancos como la nieve. Princesas negras con labios de color de rosa encendido, y con un cinturón de dientes de tigre enroscado alrededor de sus lomos esbeltos y negros como el hollín. Doncellas árabes, indolentes y elásticas como leopardos; exuberantes damas de las ricas granjas de Polonia; pequeñas criaturas del corazón de Asia, con piel sedosa como pétalos cubiertos de polen, y mujeres, no vistas jamás por ningún europeo, de las islas del mar.

Todas ellas se diferencian entre sí, no sólo en estatura, edad y formas corporales, sino también en espíritu y modo de pensar. Aquí hay una que sonríe, libre de cuidados, con su fresca boca, hablando con su corazón joven y sabio; allí hay otra que sonríe con una dulzura acogedora, pero disimulando su melancolía; algunas hacen alarde de sus visibles defectos; otras bajan los ojos avergonzándose de su figura perfecta y sin tacha. Puesto que en la nave tiene que haber representantes de todos los tipos de mujer, las hay más o menos imperfectas; hay una que es menos blanca, hay otra que acusa demasiado la opulencia y exuberancia de formas… La parte de la proa del Barco de la Fortuna va llena de gráciles bellezas virginales, cada una de las cuales, considerada aisladamente, no está perfectamente completa en sí misma; pero todas juntas contribuyen a la perfección y armonía suprema del conjunto. Vistas de este modo casi se confunden unas con otras; vistas por separado, todas fascinan.

Ligero como un fantasma, el Barco de la Fortuna navega, cabeceando, mar adentro. Axel sueña que va a bordo del Barco de la Fortuna, sintiendo a su lado la presencia de Sigrid.

Y entonces Axel se despertó, sorprendiéndose de ver que la que ahora estaba a su lado era Lucía.

La habitación estaba muy clara. Ya era de día. A sus oídos llegó un fuerte clamor de sonidos argentinos, solemnes, fogosos, procedentes de la Torre.

—¿Qué es eso?

—No hagas caso: es el toque de las trompetas —murmuró Lucía, soñolienta, acomodándose en la cama, sin abrir los ojos.

Pero Axel se levantó y fue a abrir la ventana. Y vio dos largas filas inmóviles de soldados con sus alabardas, que se extendían desde la Torre hasta la Casa Consistorial, pasando por la gran plaza Mayor. En la plaza no se veía ninguna otra persona. Y vio que justamente delante de la Casa Consistorial…

—Han levantado el cadalso —exclamó Axel retirándose de la ventana.

Tomando sus ropas, se vistió a toda prisa. Lucía dio media vuelta en el lecho, quedando de espaldas y, ya completamente despierta, se puso a mirarlo a él fijamente sin despegar los labios. Axel bajó la escalera interior de la casa para salir a la calle; pero no tardó en subir otra vez al cuarto. Acababan de decirle los inquilinos que la puerta estaba cerrada, y que hacía unos momentos habían pasado los heraldos dando orden de que ningún ciudadano de Estocolmo saliera de su casa.

Axel permaneció junto a la ventana, esperando acontecimientos. Pasó media hora, pasó una hora… Conforme iba transcurriendo el tiempo, más deseoso estaba él de saber lo que aquello significaba. Pero nada ocurría. Unos cuantos hombres armados se apostaron junto al cadalso para montar allí la guardia. No se veía un alma viva, fuera de aquellas dos rectas y silenciosas hileras de soldados que, atravesando la plaza, llegaban hasta el castillo. De sus bocas salía un apagado rumor de voces quedas y cuchicheos. El tiempo estaba frío y húmedo. De cuando en cuando, un oficial corría en ruidoso galope a lo largo de las filas rectificando su alineación; pero la mayor parte del tiempo permanecía quieto allá lejos, junto a la cerrada puerta del castillo.

Cuando Axel, una hora después, salió a mirar de nuevo a la calle, observó que las filas de soldados estaban inmóviles y en la misma posición que antes.