Hacia el mediodía del día siguiente, Miguel y Axel regresaban a la ciudad. Se dirigieron al barrio donde se alojaba Axel. Éste ocupaba, en la guardilla de una casa alta, un cuarto cuya ventana daba a la plaza Mayor. En este cuarto se sentaron los dos ante un buen jarro de cerveza. Ambos estaban bien despiertos, pero cansados. En los ojos de uno y otro brillaba una lucecita socarrona y cautelosa. Tenían un buen dolor de cabeza, y la mente llena de recuerdos de sus aventuras.
Miguel estaba particularmente desasosegado y excitado: había en él un malicioso regocijo, casi desafiador. Había algo femenino en su mirada y parecía que en aquel momento quisiera coger entre sus brazos al mundo entero y luego… enviarlo al diablo.
Axel no lo comprendía. Se le quedó mirando con una expresión de viva curiosidad. Porque allí había alguna cosa. Axel lo sabía. Durante la noche, a bordo del barco, había oído los misteriosos quejidos de una persona: unos largos gritos de persona atormentada subían de las bodegas. Resultaba fantástico y conmovedor oír aquellos clamorosos lamentos, que no parecían salir de la boca de un ser humano. Y cuando iba a correr en auxilio de aquella persona que así se quejaba, le dijeron que aquella persona era su amigo el de la barba pelirroja, que estaba sencillamente borracho como una cuba. Entonces Axel bajó a aquel compartimiento, y se encontró a su amigo tumbado, desfigurado, con el rostro contraído en una mueca como el semblante de un malhechor atado al potro del tormento. Aún ahora le parecía a Axel estar oyendo aquellos gritos desgarradores que Miguel había proferido; aún le parecía estar viéndolo allí tumbado boca arriba, con los ojos fijos y muy abiertos como el que está en la agonía, haciendo difíciles degluciones de saliva y rechinando los dientes. Y ahora parecía estar perfectamente, muy sano y lleno de vida y buen humor. ¿Qué significaba todo aquello?
Axel fijó su mirada en la vidriera, de cristales redondos y verdes, por donde entraba un torrente de luz solar. La abrió de par en par. En aquel momento acababa de salir el sol. La niebla dormía formando un blanco resplandor; por el estrecho canal pasaron, deslizándose silenciosamente, una chalana y el jirón de una vela; allá a lo lejos se erguía la gran torre del Söndermalm, intensamente iluminada contra un fondo de bosques: desde aquí podían distinguirse claramente los huecos que en los muros habían dejado los impactos de los cañonazos. La Plaza, situada inmediatamente delante de la ventana, aparecía enfangada y llena de charcos a causa de la lluvia del día anterior.
—¡Mirad! —exclamó de repente Axel—. Parece que va a haber fiesta otra vez en Palacio.
En efecto, a lo largo de la calle que subía hacia el Castillo-Palacio, avanzaba a caballo una larga fila de grandes señores de la nobleza y otros caballeros de alto rango.
Miguel corrió a la ventana.
—¡Hum! Vaya, tengo que marcharme —murmuró inquieto—. Es una temeridad estar tanto tiempo ausente sin presentarme. Si ocurriera algo, es probable que me viera yo en una situación comprometida.
Dicho esto, Miguel se despidió y salió a la calle.
Axel se quedó inmóvil junto a la ventana, viendo cómo todos los personajes más renombrados y ricos de Estocolmo se dirigían lentamente hacia el castillo. Montados en caballos de largas colas, iban avanzando los caballeros, con sus altas gorras guarnecidas de corchetes y sus golillas ornadas de ricas pieles. El arzobispo Matías iba sobre su montura, inclinado hacia delante y con aire de hombre acabado y decrépito; por los flancos de su pequeño y sencillo caballo tordo colgaba su capa de terciopelo rojo, que brillaba como una amapola herida por los rayos del sol. Caminaban a pie poderosos burgueses, rígidos dentro de sus rígidos ropajes, y empuñando largos bastones; grandes y distinguidas damas iban en coche avanzando a paso de andadura… De las calles laterales iba afluyendo una gran cantidad de gente, que se incorporaba al cortejo. Todos fueron entrando por el gran portón del Castillo, hasta que, uno tras otro, desaparecieron bajo el arco mural.
Cuando Axel se hartó ya de ver y contemplar aquel desfile, se volvió hacia el interior de la habitación, y se desperezó sin saber qué hacer ni a dónde ir. Un recuerdo le asaltó.
—¡Sigrid!
Volvió a estirarse, crujiéndole todas las articulaciones del cuerpo, y sonrió inquieto y turbado. Sintió que la sangre le golpeaba en la cabeza y en el pecho de emoción e impaciencia. Miró lentamente en torno suyo, contemplando la habitación. Estaba materialmente inundada por sus armas y arreos desparramados. Sintió una especie de abatimiento y desesperación. Luego se echó en la cama y al poco rato se quedó dormido.
Algunas horas después se despertó, se vistió y salió, dirigiéndose al centro de la ciudad. Declinaba el sol. ¡Qué silencio en las calles! Sólo de las fondas y tabernas salía el ruido alborotador de los soldados; pero hasta esta misma bulla aparecía extrañamente amortiguada. Era el tercer día de las grandes fiestas de la ciudad.
Axel cruzó diferentes calles animado de una débil esperanza. Buscaba a Sigrid. Y viendo que no podía encontrarla, salió a dar una vuelta por uno de los islotes cubiertos de arbolado, errando al azar, como si esperara encontrar a Sigrid detrás de algún árbol.
Ya se había puesto el sol, y Axel todavía se encontraba allí. Por encima de las olas dormidas se destacaba la ciudad, negra y dentada, contra aquel cielo amarillo. Las campanas de Estocolmo estaban doblando a vísperas. Se estaban juntando grandes masas de nubes negras y amenazadoras, procedentes del Norte. En cambio, por la parte del Sur se extendía a ras de tierra una orla de niebla, como si todavía el día pasado siguiera apareciendo ante los ojos de Axel.
Cuando Axel cruzaba, de regreso, la ciudad, se extendía por todas partes la oscuridad y la quietud. Reinaba un silencio mortal. El joven jinete decidió subir a su cuarto.
En el momento de entrar en su aposento, percibió un gritito femenino, alegre y desenfadado, como la flauta de un pájaro cantarín. La mujer lo saludó rodeándole el cuello con los brazos…
¡Era Lucía!
¿Cómo había llegado hasta allí si le estaba prohibido salir del barco y andar por la ciudad? ¿Y cómo es que conocía el camino y dirección de aquella casa?
Ah, sí. Axel recordó ahora que él mismo le había revelado a ella el lugar donde vivía. Y en cuanto a salir del barco y entrar en la ciudad… bueno…, la verdad es que la moza había sido más lista y astuta que los hombres encargados de la vigilancia.
Axel fue a buscar alimentos y bebidas.
* * *
En aquel mismo momento, Miguel Thögersen estaba montando la guardia en el castillo. Esta circunstancia le dio ocasión para presenciar con sus ojos una escena que fue fatal para la historia de Escandinavia. Aun cuando él sólo intervino en ella como espectador, aquello le quedó impreso y grabado en el alma para toda su vida.
La escena que iba a desarrollarse, nadie la hubiera sospechado. Toda aquella selecta asamblea que charlaba en la sala pronunciando un alegre y suave murmullo, todos aquellos ilustres personajes que, vestidos de gala, se sentían muy contentos y felices, todos en mutua armonía bajo los rayos de aquel sol que era el rey, se quedaron de repente inmóviles y callados como muertos… Bajo el enorme techo de aquella sala se había alzado de pronto una voz solitaria, proferida en tono seco, en el que temblaba una emoción mal dominada. El que hablaba era Gustavo Trolle. Sobre semejante fondo de silencio, aquella voz solitaria estaba presagiando una catástrofe, del mismo modo que el silencio mortal de la Naturaleza, roto sólo por el solitario picotear de un pájaro carpintero en una rama en la profundidad del bosque, presagia la tempestad. Al percatarse del significado y alcance de aquellas palabras, los oyentes sintieron que se les doblaban las piernas. Más de uno sintió que le ardía el suelo bajo los pies y estuvo a punto de estallar. Eran historias funestas que Gustavo Trolle estaba aireando peligrosamente.
Su rostro ya no era el rostro que Miguel conociera un día, y en el cual se había fijado bien, porque lo admiraba ciegamente. Era, como Jens Andersen, uno de los hombres más cultos y doctos de su tierra, e igualmente de los poderosos. Era una inteligencia sin igual, y un deportista endurecido. A todo el saber y conocimientos de su época, unía su riqueza en bienes y en metálico. Nadie le superaba en ciencia teológica ni en conocimientos estratégicos. Pero en las anteriores ocasiones en que Miguel había visto su rostro, éste estaba arrugado y llevaba el sello de los infortunios que había sufrido. Solía tener una actitud de reserva sobre un fondo apasionado, y andar un poco encorvado como agobiado por el peso de la adversidad, aunque se veía en él algo así como una propensión innata a hacer travesuras de muchacho bueno.
Pero ahora aquel rostro estaba transformado. Se había vuelto frío. Se parecía a un enamorado galán que, llegada la ocasión, deja a un lado su prudencia y sus corteses expresiones de delicadeza: de pronto la antigua dulzura suplicante de sus ojos se trueca en sentencia inexorable, y sus ruegos de enamorado, en una orden brutal.
Los suecos habían tratado a su arzobispo con la dureza con que se trata a un hombre sin entrañas. Además de haber arrasado su palacio y sus fortines y saqueado su catedral, lo habían despojado de todas sus propiedades, lo habían arrojado a la prisión como a cualquier facineroso y lo habían sometido a torturas. Esperaban que su enemigo Sten Sture quedaría sentado en el trono como rey. El hombre escandinavo siempre ha sido el peor enemigo de sí mismo. Y resulta que ahora Cristián se había convertido en rey por la fuerza de las armas y contra la voluntad de todos los suecos, y tenían que aceptar las consecuencias.
Jon Eriksen, cuya vida —consecuencia sin duda de sus superiores dotes de inteligencia— había sido una cadena de amarguras, dio lectura a la demanda de reparaciones por los perjuicios y ofensas inferidas a Gustavo Trolle. También él había estado prisionero durante tres años, encerrado en este mismo castillo, reforzado y armado hasta los dientes. Sus tobillos aún no estaban totalmente curados.
Mientras Jon Eriksen iba leyendo, los grandes señores reunidos en la sala comenzaron a murmurar y a revolverse agitados en sus asientos, perdiendo el dominio de sí mismos, como alimañas que se ven cogidas en una trampa.
Y el proceso siguió su marcha fatal: así tenía que ocurrir por inevitable fatalidad a dos pueblos que, siendo muy parecidos entre sí, eran incompatibles y acabarían por separarse definitivamente. Estaban destinados el uno para el otro, destinados a vivir como hermanos. Pero iban a ser como esos hermanos que no pueden vivir el uno sin el otro, y, sin embargo, se torturan mutuamente, se golpean y hieren en serio… hasta que se van cada cual por su lado, solos y mortalmente heridos.
La llegada de la noche vino a añadir a este drama una nueva desdicha, algo que ni siquiera los peores y más inteligentes conspiradores hubieran sido capaces de maquinar. La causa de esta nueva desdicha era una mujer: la viuda de Sten Sture. Su especial condición y algo que abultaba excesivamente en su busto hacían suponer que llevaba consigo, escondidos, documentos oficiales de gran importancia. Ella no tenía todavía más que veinte años. Contestó sola a todas las acusaciones y cargos, esgrimiendo un documento que demostraba que todos los atentados y delitos cometidos contra Gustavo Trolle y contra la Iglesia habían sido acordados por el Consejo del Reino de Suecia reunido en pleno, y sellados por la firma de los más altos dignatarios y prohombres del país. ¡De este modo el Tribunal obtuvo con la mayor comodidad los nombres, firmas y sellos de todos los que habían intervenido en la comisión de aquellos atropellos y delitos! El agua apaga el fuego, ciertamente; pero cuando el fuego se desata y se convierte en incendio devorador, el agua parece darle aún más alas. Diríase que era Lucifer en persona el que manipulaba aquel documento que estaba desplegado sobre la mesa.
De repente se abrió la puerta dejando paso a la guardia armada. Hombres revestidos de armaduras y empuñando las espadas desnudas entraron en la sala y comenzaron a hacer prisioneros a los inculpados.
Jens Andersen reunió a su alrededor a las más altas figuras de la Jurisprudencia y declaró abierta la audiencia. El gran dignatario y tratante de bueyes sabía conciliar muy bien la letra de la ley con la defensa de su propia causa: en este juicio se dejó llevar por los impulsos de su corazón. Se esforzó por ser imparcial y atenerse a la verdad. Pero aquí la verdad no pudo salvar a Escandinavia. Los reinos del Norte saltaron en tres pedazos como una losa cuarteada por el fuego.
Esto ocurría el 7 de noviembre de 1520.
Pero el hombre que sostenía con su mano todo este tinglado, el hombre que había reunido allí a aquellas almas ingobernables y había explotado, a favor de la causa de su rey, el talento, la maldad y la astucia de aquellos cerebros sedientos de venganza, se encontraba ahora completamente solo en su cámara, mientras sus servidores preparaban los detalles del último acto de esta tragedia.
Miguel Thögersen divisó al rey Cristián en el interior de una de las cámaras de Palacio. Estaba sentado a la mesa, muy erguido, con la espalda contra el respaldo del sillón. Su sombra, proyectada hacia atrás por el fuego de la chimenea, era negra como el carbón. Miguel entró en la cámara con una lámpara en la mano. Se fijó en el rey. El rostro de su majestad parecía estar tenso y relajado al mismo tiempo. Tenía el aspecto de un hombre que siguiera todavía haciendo esfuerzos por adoptar una resolución que hace muchísimo tiempo que ha sido ejecutada y consumada.