Lo que vamos a referir ocurrió durante las grandes fiestas y solemnidades que se estaban celebrando en Estocolmo a raíz de la entrada triunfal y la coronación del rey Cristián.
Era un martes.
Miguel Thögersen se encontraba en aquel momento en el cuerpo de guardia del castillo-palacio. Tenía que entregar un informe a Jens Andersen. Le informaron que éste había salido para tomar baños turcos. Como el asunto tenía una urgencia excepcional, Miguel no quiso esperar, sino que inmediatamente se puso a aligerarse de ropa para poder cumplir en el acto su encargo.
Entró en la estufa de los baños, que despedía un calor abrasador. Al principio no fue capaz de ver nada más allá de un palmo de sus narices, pues el vapor que llenaba aquella cámara era tan denso como un blanco cortinón. Oyó el ruido rechinante que producían los cubos de agua al arrastrarse sobre las baldosas de la estufa. Allí dentro de aquella niebla abrasadora resonaba un ruido de voces. Miguel se quedó inmóvil junto a la puerta. El vapor, que le abrasaba el pecho, comenzó a chorrearle a lo largo de las piernas.
De repente le pareció que el vapor se condensaba y solidificada para plasmar la figura de un fantasma, que se venía aproximando a él; un paso más, y se destacó nítidamente la figura de un hombre, con un color de piel cobrizo a causa del calor. Era el rey Cristián. Miguel apartó precipitadamente la vista del rostro del rey para mirar sólo su pecho partido por un surco y cubierto de una pelambre rojiza. Y entonces resonó en sus oídos la voz poderosa del rey:
—¿Qué es lo que vienes a buscar aquí?
Con la cabeza baja, Miguel explicó el motivo de su presencia en aquel lugar.
—¡Jens Andersen! —llamó el rey, con un áspero tono de voz—. Aquí a la puerta hay un hombre que trae un recado para vos.
Dicho esto, el rey desapareció de nuevo tras aquella nube de vapor. Miguel se recobró de la impresión recibida, aunque le temblaban un poco las piernas.
Un momento después aparecía la figura de Jens Andersen. Miguel le transmitió en el acto las instrucciones recibidas. No sabía siquiera el oculto significado de las palabras que tenía que repetir de memoria ante Jens Andersen. Pero fueron palabras que dejaron muy pensativo al gran dignatario del Reino.
—No te muevas de aquí. Espérame —dijo, y desapareció.
En el interior, en medio de aquel humo que le cocía el cuerpo, Miguel percibió las voces del rey, de Jens Andersen y de otras personas. Un rato después el rey profirió a gritos unas palabras coléricas.
—¡Echad más agua sobre el piso!
En la sala de baños se produjo un silencio casi absoluto. Se abrió en el techo una ventanilla de admisión más alta: durante un momento el vapor se tornó denso y blanco como una pared. Poco después se fue aclarando y disipando. Y entonces Miguel pudo descubrir la presencia de todas las personas que estaban en la sala. Creía que se encontraban a una distancia de él diez veces mayor, pero resultó que se hallaban casi a su lado. El rey estaba sentado en un banco. A ambos lados de él, Didrik Slagheck, Jon Eriksen y otros dos personajes más, que Miguel no conocía. Jens Andersen estaba hablando con el rey quedamente, con el tono y la expresión de quien habla de un asunto importantísimo. Pero Miguel no entendía ni jota de cuanto decían, ni le importaba: no era capaz de apartar sus ojos fascinados de la figura del rey. Jamás había visto un pecho tan fuerte y macizo ni brazos tan robustos como aquellos brazos. Los músculos del tórax eran duros y resaltaban por debajo de la piel. Los tendones, tensos y serpenteantes, iban a insertarse casi en los sobacos. En torno a su cabeza los cabellos, de un color rojizo oscuro, chispeaban con gotas brillantes como los musgos que brotan durante las lluvias. Por la cara, brillante de humedad, el agua caía chorreando en su barba. El rey estaba de un humor endiablado y amenazador. Su mirada tensa pasaba de unos a otros de un modo brusco y seco. Todo su semblante y actitud tenía una expresión dura, como con una carga explosiva próxima a estallar.
Miguel no se fijó apenas en los otros personajes. Jon Eriksen iba y venía en torno del rey con expresión humilde y afligida. Estaba tan espantosamente desmedrado de cuerpo, que parecía un esqueleto sostenido sólo por la piel; sus largos pies huesudos habían estado aprisionados por un par de mordazas: sus tobillos estaban cubiertos de costras y cicatrices blancas como la nieve, consecuencia de los grillos que había llevado puestos hacía todavía muy poco tiempo. A su lado se veía, en pie, a Jens Andersen inclinado hacia delante, mostrando su espalda formidable y sus velludos y compactos muslos de jinete. Didrik Slagheck, si bien tenía un cuerpo bien formado, presentaba una cara de mono, pues tenía hundido el arranque de la nariz.
De pronto Jens Andersen señaló a Miguel con un movimiento de cabeza como para recordarles a ellos la presencia del viejo jinete, el cual permanecía allí inmóvil en espera de órdenes. El rey alzó la vista y se puso furioso.
—¡Vamos! ¡Despachad de una vez a ese hombre! —exclamó con voz irritada.
Jens Andersen volvió su rostro hacia Miguel con expresión amable y tranquilizadora. Miguel salió apresuradamente.
Y oyó que el rey volvía a gritar:
—¡Echad más agua!
Mientras esperaba fuera vistiéndose, Miguel volvió a percibir el borboteo y el silbar del agua allá dentro del baño. Ya no se oía el menor rumor de voces.
Media hora después salía Jens Andersen acalorado y jadeante, soplando nubes de vapor y frotándose las cejas. Tenía las yemas de los dedos arrugadas por efecto del agua caliente. El gran dignatario transmitió a Miguel la respuesta que éste debía llevar de su parte al arzobispo Gustavo Trolle: eran dos palabras latinas nada más. Por eso Miguel no pudo contener la sonrisa cuando Jens Andersen se empeñó en hacerle repetir estas palabras tres o cuatro veces, como si se tratara de un niño.
—¡Retén bien en la memoria las palabras que debes decirle de mi parte! —le dijo una vez más en el momento en que Miguel salía por el portón a todo galope.
El arzobispo Gustavo Trolle estaba asomado a la ventana sosteniendo en la mano una pluma de ganso. Al llegar Miguel se retiró al interior rápidamente. Y cuando Miguel le hubo transmitido la lacónica respuesta de Andersen, arrojó al suelo la pluma y se puso a pasear de un extremo a otro de la sala, presa de una terrible agitación. Aquellas dos palabras latinas que Jens Andersen le transmitía por medio de Miguel venían de parte del rey, y eran las mismas palabras últimas que Nuestro Señor Jesucristo había pronunciado en la Cruz… El arzobispo se las repitió a sí mismo, en voz baja, muchas veces. Sobre su mesa estaba un altar portátil abierto. Gustavo Trolle no hacía más que mover, consternado, la cabeza mientras repetía aquellas palabras:
—Consummatum est!…
Miguel se había quedado inmóvil a la espera, pues suponía que el arzobispo le transmitiría una posible contrarrespuesta. Pero Gustavo Trolle, al volverse de nuevo hacia él, pareció cambiar el rumbo de sus pensamientos; se detuvo un momento y miró distraídamente a la cara del jinete. Su boca, que había perdido el color, se estremeció en una convulsión que lo mismo podía significar una sonrisa emocionada que el esfuerzo por reprimir un estornudo; su voz sonó con una extraña dulzura al preguntarle a Miguel:
—Decidme: ¿deseáis alguna cosa? ¿Puedo hacer algo por vos?
Miguel casi sintió que le daba vueltas la cabeza. Veinte años de penosos y estériles servicios como soldado iban a desaparecer tal vez de su vida y de su recuerdo en el término de un solo día: de repente, volvieron vivos a su memoria los sueños de su juventud, como si el tiempo hubiera dado un salto atrás. ¿Que si él había deseado alguna cosa? Si antes de este momento alguien le hubiera hecho esta misma pregunta, él creía que le hubiera contestado: ¡Todo! Pero en este momento él no deseaba nada.
Miguel levantó sus ojos con expresión cansada.
—Si me fuera dado poder servir muy cerca del rey… —contestó aturdido.
Volvió a bajar la vista y se puso a frotarse las manos durante largo rato como un mendigo que, esperando en pie a la puerta, se pone a pensar en lo frío que está el tiempo, mientras van a buscarle una limosna.
Gustavo Trolle asintió con la cabeza.
—Muy justo. ¡Me parece muy bien! —dijo.
Luego le preguntó a Miguel si no le gustaría figurar entre los amanuenses de la Corte, puesto que sabía latín.
Pero Miguel denegó con un movimiento de cabeza.
—Mi única ilusión sería entrar en la escolta personal de su majestad…
Cuando, momentos más tarde, bajaba por la calle, Miguel iba encorvado como un viejo. Largos años había venido él suspirando por poder comer el pan del rey; ahora, al mismo tiempo que se sentía confortado con la alegría de estar a punto de ver convertido su sueño en realidad, se sentía también abatido y abrumado por la conciencia de su misérrima condición: el estudiante, fracasado y degradado. El hombre docto, convertido en un soldado raso… a su edad. ¡Y tantas cosas, tantas!…
En la noche de aquel mismo día se celebró en Palacio un gran baile general.
Apostado a la puerta de la gran sala de baile, estaba Miguel montando la guardia de honor, vestido de punta en blanco con todas las piezas de su armadura. Era un equipo flamante, magnífico. Su ascenso había sido tan rápido como un relámpago: a ello había contribuido Jens Andersen con sus buenos oficios, premiando así los leales servicios que él le había prestado. Cuando fue presentado al rey, Miguel no lo conoció… ¡a pesar de haberlo visto cara a cara aquella misma mañana! El rey, el mismo que en la sala de baños había estado a punto de clavarlo a la puerta con una sola mirada, ahora lo recibía con una asombrosa e inaudita afabilidad.
«¿Es posible —pensó Miguel— que en la vida puedan ocurrir cosas tan puestas al revés? ¿Es posible que la desnudez de un hombre sirva precisamente para ocultarlo y disfrazarlo?».
La fiesta de la noche anterior había estado reservada exclusivamente para los más encumbrados personajes del Reino. En cambio, para el baile de esta noche habían sido invitados los oficiales de la guardia real y jóvenes del pueblo bajo, así como honrados ciudadanos y ciudadanas de Estocolmo. La velada resultó muy alegre y divertida, por cierto. Miguel estaba junto a la puerta como una estatua. Su solemne continente infundía respeto. Estaba enteramente cubierto de placas y cintas de condecoraciones. Su barba sobresalía bajo su visera. Con la mirada iba siguiendo los movimientos y evoluciones de la pareja de baile.
Pero… ¿quién era aquel joven que estaba allí bailando, audaz, alta la cabeza y con alas en los pies, sino el mismísimo Axel, su joven compañero de viajes de la última primavera?
Miguel todavía no había sido capaz de descifrar la personalidad de aquel muchacho infinitamente inquieto y bullicioso que era incapaz de respetar sus propios secretos, secretos que él aireaba tranquilamente, contándoselos al primer extraño que encontraba. Y ahora… hay que ver cómo gira y se zarandea. Este modo de bailar parecía como si fuera su natural modo de andar. Y aun estando parado, vibraba y chispeaba como un trozo de espejo herido por el sol. Siempre era dificilísimo sujetar y retener su mirada, y más en este momento en que aparecía girando sobre el parquet con una hermosa doncella entre los brazos, lanzando descaradamente guiños a diestra y siniestra. Miguel vio cómo serpenteaba y se deslizaba con expresión embelesada hasta que el plumacho amarillo de su sombrero se perdía en el otro extremo de la sala; luego volvió a acercarse saltando, loco de entusiasmo, con la cabeza siempre levantada y el rostro vuelto hacia Miguel, sonriéndole con expresión de arrobamiento.
Miguel cambió un poco de posición apoyándose en la otra pierna. La música sonaba arrebatada como una marcha triunfal. Por las ventanas entraba, en ráfagas frías, el fuerte viento de noviembre. Miguel ya no vio más, a pesar de tener los ojos bien abiertos, porque se quedó absorto en sus pensamientos y cavilaciones. Sintió que algo comenzaba vagamente a torturar su espíritu: la idea de su propia actitud de hombre serio y honrado le inspiraba desprecio: sentía deseos de hacer locuras como toda aquella pandilla de hombres necios y vacíos. Aunque Miguel pasaba ya de los cuarenta años, no era ahora más formal y juicioso que hacía veinte años. Sus viejos deseos insatisfechos no se habían convertido en algo que ahora le inspirara vergüenza o pudor; de tales sueños ni uno solo se había realizado: su realización se había aplazado, sencillamente. Pero todavía le parecía que tenía tiempo de sobra para hacer locuras.
La música comenzó a subir, a subir, hasta convertirse en un rugiente frenesí, desgranando compás tras compás sin respirar; la voz de los instrumentos de cuerda subía y bajaba en un vuelo delirante por las escalas musicales, hasta que al final la música terminó en un prolongado y unánime clamor jubiloso de todos los instrumentos. Las parejas se dispersaron por la pista charlando y riendo.
Axel se separó de los demás, se dirigió a Miguel Thögersen y, dándole una palmada en la espalda, le dijo:
—Os deseo buena suerte y mucho éxito en vuestro nuevo puesto. Enhorabuena. Mañana, una vez que os releven, saldremos juntos por ahí para sellar nuestra amistad.
Dicho esto, se alejó de Miguel.
Durante el intermedio de descanso que siguió a esta pieza de baile, el rey cruzó por la sala acompañado de un séquito de encumbrados personajes. Se detuvo unos momentos para dirigir la palabra a diferentes hombres de la ciudad. El rey iba adornado con una piel de marta cebellina y alrededor de su cuello brillaba la cadena con el toisón de oro. Por dos o tres veces se rió a grandes carcajadas con franco regocijo. Jens Andersen se mostró muy afanoso y solícito con todos sacando a relucir sus ingeniosas ocurrencias para embromar a unos y a otros. Al lado del rey iba el viejo arzobispo Matías de Strengnäs, muy anciano, arrastrando por el suelo sus preciosas vestiduras; andaba con agilidad; también él se permitió decir algunos chistes de su lejanísima época de estudiante, sonriendo a un lado y a otro con su boca sin dientes. Cuando el regio cortejo salía de la sala, el anciano se volvió todavía para hacer guiños llenos de candor y de bondad a aquellos jóvenes, mientras la luz del sol reanimaba su arrugado rostro.
Apenas hubieron salido los ilustres visitantes, la orquesta volvió a atacar una pieza de baile con un estrépito que parecía el ruido de las trompetas del Juicio Final. Miguel espiaba en la espera de volver a ver a Axel bailando. Pero éste no estaba en la pista al parecer.
Poco después Miguel se olvidó del mundo que le rodeaba. Una vez más volvió a meditar en su vida, totalmente fracasada. Se sintió como cansado de las infinitas leguas que había recorrido persiguiendo lo imposible. De una manera o de otra, lo cierto era que él había desterrado la dicha de su corazón para convertirse en un ser apátrida entre seres felices y contentos de vivir. Mientras estaba así, montando guardia, apoyado en su alabarda, compuso cuatro hexámetros latinos que, traducidos a nuestro idioma, venían a decir lo siguiente:
En Dinamarca perdí la verdadera primavera de mi vida suspirando por la dicha que soñaba encontrar en una patria extranjera; y no pude encontrar en tierra extraña la felicidad, porque en todas partes sufría la intolerable nostalgia de mi tierra natal.
Y cuando todo el mundo me tentaba y me prometía finalmente la dicha, ¡demasiado tarde, porque ya Dinamarca había muerto en mi corazón!
Y así ando ahora por la vida sin patria ni hogar.