SEGUNDA VUELTA AL HOGAR

Era a una hora bastante avanzada de la noche. Los dos jinetes se encontraban sentados en la habitación de una posada de Jutlandia. Debieran haber llevado mucho tiempo durmiendo a aquellas horas; pero es que Axel había empezado a contarle a Miguel la historia del tesoro. Miguel se había vuelto ahora más afable, prestando una viva atención al relato. Estaba sentado, con las mejillas entre las manos y los codos apoyados en la mesa. La luz de la vela le daba de lleno en el rostro. Axel, inclinado hacia delante, proseguía su relato.

—El tesoro tiene que encontrarse en un punto situado en el centro de Jutlandia. Es todo cuanto sé deciros. Nunca he querido enseñar a nadie el documento que señala el emplazamiento del tesoro. Y es un tesoro de un valor enorme. Pienso en él todos los días. Pero es asunto que no corre prisa alguna, pues estoy bien seguro de dar con él. Cualquier día que se me ofrezca la oportunidad, haré que me descifren el escrito. ¡Mirad!

Axel metió la mano en el seno, por debajo de la tela de la guerrera, y después de registrarse a sí mismo por todas partes, sacó un gran estuche de asta a modo de vaina, que llevaba prendido de un cordón. Con la uña señaló a Miguel el punto por donde se abría y le explicó que dentro de él estaba encerrado un pergamino plegado. Miguel apartó la vista del estuche para fijarla en Axel. Se dio cuenta de lo joven que era, tanto que parecía un adolescente que todavía no hubiera alcanzado la madurez de juicio. La mirada de sus ojos azules no le parecía la característica de un ser humano: a aquellos ojos les faltaba la expresión serena y madura propia de seres humanos de carne y hueso que se llaman José o Juan y que tienen conciencia de su nombre y de su personalidad. Era un joven guapo. Poseía una barba negra, y en su boca había una expresión de candor e inocencia. El matiz de su rostro delicado era tan sutil y casi diáfano, que, recortada contra el cielo, apenas se distinguiría el contorno de su cara. Pero poseía unas manos anchas y ligeramente velludas, sobre cuyo poder y fuerza no era posible equivocarse.

Axel volvió a guardar el estuche, afirmando repetidas veces con movimientos de cabeza.

—Pues sí; la cosa es interesante, ¿no es cierto? —dijo hablando casi consigo mismo.

Miguel preguntó, curioso:

—¿Qué edad tienes?

—Veintidós años.

Axel alzó la vista con una expresión de recelo. Le explicó los planes que había ideado para no dejarse engañar o desorientar por cualquier individuo que abrigara la intención de escamotearle el tesoro. Y añadió:

—Yo no sé descifrar este escrito, porque está en hebreo…

Miguel contestó:

—Yo conozco el hebreo.

—¿Cómo? ¿Vos entendéis el hebreo?

A Axel le brillaban los ojos con un raro fulgor. Inclinándose hacia delante, dijo con voz queda:

—Quiero dar tiempo al tiempo. Eso es. No me importa esperar hasta que un día encuentre a algún experto —un sacerdote, por ejemplo— al que le queden pocos momentos de vida. No le quitaré el ojo de encima. Y cuando esté a punto de dar las últimas boqueadas, pero en el completo uso de sus sentidos, le pediré que me descifre el escrito. Así estaré al abrigo de todo riesgo. Y después, cuando me venga en gana, iré a remover los escombros situados al borde de cualquier viejo terraplén, o dondequiera que se encuentre, que muy bien pudiera ser debajo de la superficie de un túmulo o en un cofre de piedra enterrado debajo de un camino. Me bastará remover un poco la tierra, y saldrá enganchado a mi dedo un anillo de oro, o un collar de oro brillante, macizo, pesado, de oro viejo auténtico cuya vista apresurará los latidos del corazón. Según mis noticias, hay un legado que me corresponde legalmente en herencia. Al cumplir mis veinte años, sé que había una buena suma de dinero contante y sonante destinada para mí, y a la que no he tocado todavía. Está intacta. Pero ya a los dieciocho años me habían dado esta tira de pergamino escrita, que me entregó un viejo señor, que vino a verme. Desde entonces la he conservado conmigo, y no pienso desprenderme de ella jamás. Primero aparecerán todas las sortijas y anillos de oro, y luego, un poco aparte de éstos, un cofre envuelto en un mandil de cuero. La primera vez que yo toque al tesoro, sacaré sólo uno de los collares, y además una sortija, para mi uso personal, en la que va engastada una piedra preciosa. Esa piedra es el mayor diamante que se conoce. Las demás joyas las dejaré dormir tranquilas para que crezcan y se multipliquen. Yo me imagino que esas piedras y gemas se van desengarzando con el tiempo y, arrastrándose muy lentamente hasta llegar al mantillo, germinan como una semilla. Luego no necesitaré más que hacer una perforación en el suelo con el dedo y sacarlas cuando se me antoje. El oro ya no me importa tanto: no me lo guardaré como un avariento. El oro debe rodar y circular. En mis viajes he observado cómo el oro rueda de mano en mano. Tengo la intención de viajar: ir a Colonia, visitar Pavía… Hay, además, magníficas empuñaduras para espadas, cadenas, broches, pendientes… Éstos los dejaré dormir un momento en su escondrijo.

Miguel sonrió en silencio, dejando vagar su mirada por el ámbito de aquel aposento desolado.

—¿No crees que ya debemos ir a acostarnos?

Axel expresó su conformidad y se levantó. Pero cuando iban ya a meterse en la cama, advirtieron que las pieles que la cubrían estaban podridas de humedad, siendo imposible acostarse entre ellas. Echando maldiciones, se tumbaron encima vestidos. Axel se quedó dormido casi instantáneamente.

Miguel permaneció algún tiempo tumbado sin poder conciliar el sueño. Se había quedado sumido en cavilaciones. No es que estuviera pensando en cosas del tiempo pasado ni en nada definitivo y concreto: estaba sintiendo la viva impresión de su humilde y pobre condición, estaba experimentando aquella vieja y familiar congoja por su mala estrella. Estaba sintiendo cuán profunda era su soledad. Y al fin se quedó sumido en una especie de duermevela en la que creyó ver o imaginar un cuerpo de oro macizo sepultado bajo tierra y que sólo necesitaba limpiarlo de arenas y guijarros para que apareciera ante sus ojos aquel oro empañado y rayado de rasguños que se extendía bajo tierra como una raíz. Sintió deseos de plantarse encima de él con ambos pies. Y de pronto, inexplicablemente, vio al otro lado del canal un grupo de doncellas vestidas de blanco reunidas en asamblea. Estaban sentadas sobre piedras formando círculo, y en medio de este círculo aparecía en pie la mujer más alta. En aquel momento hubiera él querido soltar una paloma. Al poco rato las vio descender hacia el canal. Y una hora después, fueron apareciendo una a una del lado de acá del canal, con manos verdes y mojadas y con piernas hechas de plantas cubiertas de enredaderas de arriba abajo. Y él se veía a sí mismo en pie sobre un montón de oro. El rey le hacía señas desde lejos.

* * *

Al día siguiente reanudaron su cabalgata. Era un día de abril, claro, luminoso. Los caballos hacían estallar los azules charcos del camino. Delante de la zona de bosques se extendía el paisaje liso, finamente salpicado de colores primaverales. En aquella nueva atmósfera la visibilidad alcanzaba a leguas de distancia. Redondos túmulos funerarios se alzaban atrevidos allá lejos en las más elevadas crestas montañosas, resplandecientes de rocío por el lado de poniente.

Miguel Thögersen no había pronunciado ni una sola palabra en toda aquella hermosa mañana. Iba engolfado en sus pensamientos. Se estaban aproximando a su pueblo natal, donde él no había estado desde hacía más de veinte años. Desde el momento en que le dieron la orden de salir con dirección a Börglum, Miguel no había pensado en otra cosa: ver su tierra natal. Cuando más abismado estaba en sus pensamientos, la voz de Axel le hizo estremecerse en su silla.

—Moholm, ¿está situado en esta banda de acá?

—¿Mo… Moholm? Sí, ah, sí.

—Tengo que dejar allí una carta. El señor a quien va dirigida se llama Otte Iversen.

Miguel lanzó un silbido. Su caballo se detuvo, volviendo la cabeza hacia atrás, a un lado y a otro, para ver al jinete. Pero el jinete le aplicó la espuela, lanzándolo al galope. Ya no volvieron a cruzarse otra palabra hasta que, a la tarde, traspusieron la cuesta y divisaron el río que serpenteaba a través de aquellas mustias praderas como una descarnada vena de plata. Por el Oeste surgió el fiordo, familiar, inalterable. Miguel volvió a contemplar aquellos linderos y aquellas lomas tan conocidas de él, que se extendían bajo el puro azul del cielo, probablemente con el mismo aspecto que tenían cuando él había estado allí la última vez.

Al llegar a Graabölle, buscaron una posada. Miguel le mostró a Axel el camino que conducía a la mansión del hidalgo Otte Iversen.

—Bueno —añadió—. Yo bajaré entre tanto allá hasta el fiordo, donde vive mi hermano. Y mañana por la mañana volveremos a reunimos aquí en la posada. ¿De acuerdo?

Axel entró en los dominios señoriales de Moholm cuando ya estaba oscureciendo. Ladrando furiosamente, un perro se debatía intentando soltarse de la cadena sujeta al muro. Junto a la escalera estaba un mozo ocupado en sus pequeñas tareas domésticas, luciendo un pantalón de subido color rojo. Si no fuera por la presencia de este criado, cualquiera diría que la mansión estaba abandonada. En el momento en que Axel se detuvo al pie de la escalera, apareció en la puerta la figura de un hombre. Era el hidalgo en persona. Éste, una vez enterado de la misión de Axel, lo condujo a la sala principal de la casa. Axel se sentó a la mesa, mientras Otte Iversen, dirigiéndose al hogar, cogió una tea, la encendió y la encajó en un aro que había en la pared.

Mientras Otte Iversen leía la carta, Axel pudo contemplarlo a sus anchas: era un hombre enjuto, de mediana edad; tenía el rostro medio oculto por la barba, toscamente recortada alrededor de la boca. La mirada de sus ojos ceñudos iba y venía, recorriendo las líneas de la carta. Por la expresión de su semblante no era posible adivinar el contenido de la misiva. De pronto interrumpió la lectura, se dirigió a la puerta y llamó a alguien. Inmediatamente entró un anciano que depositó en la mesa unos platos de carne, y se retiró. Desde aquel momento no volvió a entrar nadie más, y no volvió a oírse en la casa ningún ruido revelador de vida.

Cuando Otte Iversen hubo concluido la lectura, se llegó hasta un barril que había en un rincón, y él mismo sacó cerveza y se la sirvió al forastero. Luego se sentó a su lado para escuchar las noticias que traía el jinete. Axel se prestó muy contento a relatarle detalles de la guerra de Suecia, de la batalla de Bogesund que dio la victoria al rey, de los bosques de Tiveden, de la nieve sueca… Bajo el efecto confortante de la comida, el joven se fue animando en su relato, llegando hasta a glorificar los horrores de la guerra. Otte Iversen tosía de cuando en cuando con esa tosecilla inveterada e inconsciente que suelen adquirir algunas personas. Daba capirotazos a la tea cuando la torcida no ardía bien. Se produjo un momento de silencio. Axel seguía devorando como un valiente. Luego levantó bruscamente los ojos del plato.

—Si no me engaño, esta comarca está situada en el centro mismo de Jutlandia, ¿no es cierto?

—En efecto: no creo que te equivoques mucho.

—Os digo esto porque existe un lugar donde hay un tesoro escondido. Yo tengo en mi poder un pequeño documento que lo explica —prosiguió Axel mientras seguía comiendo—. Tal vez ese lugar del tesoro no se encuentre lejos de aquí.

Otte Iversen no contestó de momento. Se limitó a contemplar a Axel, que estaba apurando codiciosamente la jarra. Por el sonido de ésta se adivinaba la cantidad de cerveza que quedaba en ella después de cada trago.

Al fin, Otte Iversen se dignó esbozar la sombra de una sonrisa y le preguntó:

—¿Quién eres tú? ¿Cómo te llamas?

Esta vez Axel tardó un poco en contestar.

—Mi nombre es Axel —dijo al fin, con tono tranquilo—. Mi apellido… lo ignoro. En realidad, me llamo Absalón. Pero en la mansión donde me he criado y educado todos me llamaban Axel. Nací en Seelandia.

—¡Ah! ¿En Seelandia, dices?

—Así es, señor. Ahora estoy al servicio de su majestad el rey Cristián en calidad de jinete correo. Y… lo que iba a deciros: el mismo día en que yo cumplí dieciocho años, se presentó en aquella casa un anciano, que me hizo entrega de un documento. Salimos a dar un paseo por el campo, y recuerdo que fue entonces cuando me encargó que lo guardara celosamente. Me aseguró que su nombre era suficiente garantía para respaldar la verdad de la herencia que me dejaba. Dijo llamarse Mendel Speyer.

Dicho esto, Axel volvió a engolfarse en los sabrosos manjares, sin inquietarse por la revelación que acababa de hacer ni por su indiscreta verborrea. Al volver a levantar la vista, vio que Otte Iversen le estaba mirando fijamente. Axel dejó resbalar de su mano el cuchillo: creyó que al hidalgo iba a darle un desmayo, pues se había puesto pálido, con una expresión rara. Pero Otte Iversen se levantó, tosió levemente y se acercó a la tea para darle un nuevo capirotazo. Volvió a toser por segunda vez con aquella tosecilla característica…

¿Conque Mendel Speyer? ¿Acaso Axel era pariente de Mendel Speyer?

Otte Iversen no tenía idea de semejante posibilidad. Axel lo miró ahora abiertamente a la cara. Y entonces Otte lo reconoció. No había duda: Axel tenía que ser hijo de Susana.

Un momento después el hidalgo arriesgó, vacilante, una pregunta:

—¿Conoces a alguna persona de Elsinor?

Axel denegó con la cabeza y volvió a entregarse bravamente al placer de la comida. Al poner las manos sobre la mesa, Otte Iversen se fijó en ellas y también las reconoció: aquéllas eran las manos cortas propias de todos los miembros de su propia familia y sangre. Aquella revelación le produjo una tremenda emoción. Una viva inquietud, mezclada de ternura, le atenazó el corazón. ¡Conque allí estaba, ante sus ojos, su viejo pecado, viviente y devorador! ¡Estaba surtiendo efecto aquella antigua maldición, proferida por un hombre extraño! Y ¿qué historia absurda era aquella del tesoro enterrado en Jutlandia? ¿Qué documento era aquel que había mencionado el joven?

El hidalgo dio unos pasos por la sala, de espaldas al jinete. Estaba aturdido y paralizado como una persona que, al ver salir llamas por el tejado de una casa, quiere lanzarse al salvamento de los moradores de la casa incendiada, pero no puede moverse del sitio, sintiendo que le fallan las piernas. ¿Qué hacer? Sí, ¿qué podía hacer él?

Otte Iversen se había casado hacía como unos veinte años, y tenía ocho hijos. Allí, en la sala de honor, aparecía colgado el retrato de su mujer: una dama de expresión humilde y aspecto honorable de gran señora; tenía cruzadas sobre la falda sus delicadas manos. Su cuerpo tenía un perfil dos veces curvado como una ese; sus párpados estaban rojos, como inyectados de sangre. Pensó en sus hijos, que en su opinión constituían una gran promesa y una futura alegría para sus padres. Otte Iversen se dedicaba a la venta de la caza capturada en sus propios cotos. Explotaba, además, un próspero negocio de ganadería. Estaba bien forrado de dinero. Pensó que en el mismo momento en que este forastero, hijo de Susana, estaba despedazando un trozo de carne con sus voraces dientes, sus queridos y pequeños hijos estaban durmiendo en las habitaciones, y su mujer, de salud delicada, próxima a dar a luz… ¡Cómo! ¿Iba él a permitir que este lobo invadiera el sagrado recinto de su hogar para devorar la felicidad de su familia? Recordó de pronto a su madre —la madre de Otte—, que reposaba para siempre encerrada en su ataúd forrado de terciopelo bajo el pavimento de la iglesia de Graabölle… No podía ser la voluntad de Dios que este extraño viniera a destrozar su dicha.

Axel dio por concluida su cena. Todo estaba silencioso y mudo en la mansión. La humedad chorreaba por las paredes de la sala. La luz que arrojaba la tea hacía resaltar la desnudez de las piedras frías del piso. En medio de aquella penumbra, Axel vio la figura inmóvil y muda del señor de la mansión, que estaba en pie, mirándolo fijamente. Se imaginó cómo podría uno dormir en aquella mansión desvencijada y ruinosa, en compañía de crías de ratones y de polillas. De pronto el hidalgo se aproximó a la mesa. Tenía todo el aspecto de haber estado pensando en una próxima tragedia. Su frente estaba húmeda y de color terroso. Axel adivinó, mejor que vio, el movimiento de su boca entre las densas barbas.

—No sabes cuánto lamentamos no poder ofrecerte una cama para pasar aquí la noche —dijo Otte, con la vista baja y tanteando con los dedos el borde de la mesa—. Hay varios enfermos en esta casa, y además tenemos un huésped, y…

Levantó los ojos.

Axel se levantó instantáneamente, sin poner cara de mal humor, y abandonó la sala despidiéndose del hidalgo.

Al poco rato de haber montado y abandonado la mansión, ya había olvidado a aquel tacaño y avariento caballero. Una hora después se apeaba frente a la forja, situada a orillas del fiordo. Miguel salió a recibirlo.

Pasaron aquella noche agradablemente, como en familia. Niels Thögersen vivía en una posición muy desahogada; tenía mujer e hijos; pero, fuera de eso, no había cambiado en nada. Estaba, en apariencia, con cara de pocos amigos, como siempre, inalterable, infatigable, con su mandil de cuero.

Miguel tuvo la suerte de encontrar vivo a su anciano padre. El viejo Thöger rondaba ya los noventa. Estaba sentado en un rincón al amor de la lumbre, con las piernas envueltas en numerosas capas de paja. Estaba casi sordo por completo, y carecía de aquella frescura y viveza de espíritu que tenía antes. Por lo demás, gozaba de perfecta salud. Cuando llegó Miguel esta vez, el viejo no lo había reconocido.

Durante la cena, Miguel no apartó la vista de su padre. Su cuñada se desvivía por atender y servir al viejo. Miguel se fijó en las manos de su padre: estaban ahora descoloridas, como cocidas, con unas manchas de color azulado como las aguas de un charco. Aquellas manos apenas temblaban un poco. Niels refirió a Miguel cómo, hacía unos ocho años, su padre había estado a punto de perder la vida al derrumbarse en torno de él las paredes de un pozo utilizado para obtener turba. Aquel día se había dado la casualidad de que él se encontraba ausente del pueblo, y los demás no sospecharon nada tampoco. A la mañana siguiente se dieron cuenta de lo que podía haberle ocurrido, y dirigiéndose al pozo, lo encontraron tendido allí dentro sin poder mover las manos y con los ojos muy abiertos. Por fortuna había quedado por encima de su cabeza un espacio con aire suficiente para no morir asfixiado. Pero desde que había sufrido aquel enterramiento se veía frecuentemente asaltado por miedos y terrores.

Terminada la cena, Miguel fue a sentarse al lado del anciano. Probó de entablar conversación con él, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Contempló silenciosamente aquella voluminosa cabeza vellosa y falta de vigor y lozanía. Reconoció sus facciones, a pesar de que su rostro tenía una nueva piel y sus ojos estaban casi ciegos. Por encima de sus orejas y en su frente calva habían brotado tumores y pústulas.

Finalmente, Miguel sacó del bolsillo un chelín de plata y, tras mirarlo unos momentos, intentó metérselo en la mano al anciano, el cual no fue capaz de cogerlo.

—¿Recordáis, padre, esta moneda? —preguntó Miguel chillándole en los oídos.

El viejo se había olvidado de que había gente en la sala. Se limitó a emitir un gruñido.

—¿No recordáis esta moneda? —volvió a gritar Miguel con la voz quebrada.

Los demás se mantuvieron discretamente alejados, guardando silencio. Miguel permaneció largo tiempo con la cabeza inclinada y hundida entre las manos, frente al sillón del anciano. Poco después, el viejo se quedó dormido, abierta su desdentada boca.

Más tarde todos se quedaron allí dormidos en la misma sala. Durante la noche oyeron varias veces a Thöger balbucir y proferir sonidos amenazadores como un perro que se lamenta en sueños.

A la mañana siguiente, cuando los dos jinetes habían montado en sus caballos y habían ya pronunciado sus frases de despedida, Miguel se volvió, y haciendo un gran esfuerzo de voluntad, preguntó a su hermano:

—Oye… Y Ana Mette…, ¿qué ha sido de ella?…

—Está casada en Salling y tiene hijos ya mayores —dijo a gritos Niels, sin tomar aliento y corriendo detrás de los caballos, que ya se habían puesto en marcha—. Jens Sivertsen murió en paz, satisfecho y tranquilo. Debo decirte, Miguel, que a ella le va muy bien…

Aún Niels seguía hablando a gritos cuando Miguel lanzó el caballo a un furioso galope. Axel no pudo darle alcance hasta después de transponer la cumbre de los cerros que flanqueaban el fiordo.