APARECE AXEL A CABALLO

El gran dignatario del reino Jens Andersen Beldenak estaba celebrando un festín en su palacio de Odense. La luz de los salones se proyectaba sobre la calle, único punto iluminado de aquella ciudad en tinieblas.

Un jinete acababa de llegar ante el palacio. Y mientras buscaba una argolla para atar el caballo, llegó a sus oídos como una bocanada de aire cargada de ruidos y risas que procedían de las salas del palacio.

—¡Ja, ja, ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja!

El jinete, que había recorrido a caballo un largo camino, se llamaba Axel. A su oído llegaba la batahola de la fiesta en oleadas intermitentes, según que se abrieran o cerraran las puertas que ponían en comunicación las distintas salas. De repente se alzó, atronadora, una de aquellas oleadas sonoras y ya no volvió a descender, sino que se mantuvo constante, como el precipitarse de las aguas de una esclusa abierta: el jinete comprendió que la puerta superior que daba a la escalera y el gran portón de la calle estaban, en aquel momento, abiertos de par en par. Axel se apresuró a amarrar el caballo al primer asidero que encontró, mientras arriba sonaba una larga andanada de gritos y risas. Por encima de aquel clamoreo general, distinguió una gran risa socarrona, como el ruido de una tanda de palos, que desaparecía para reaparecer con renovada energía. El jinete se entregó al placer de imaginarse el aspecto que debía de tener el autor de aquellas risotadas, desgañitándose y aullando de risa, envuelto en las llamas de la pasión de un cuerpo depravado. Saltándose los escalones de dos en dos, Axel remontó la escalera e irrumpió como una tromba en la sala del festín.

Ardían los hachones en las paredes revocadas de yeso. Había en la sala una buena veintena de juerguistas, que se retorcían de risa, inclinándose hacia delante y echándose atrás contra el respaldo de los asientos. Cuando Axel se detuvo con las manos sobre el pecho, cautivado por la visión de aquel espectáculo, ya se había dado cuenta de que aquella risa estruendosa que dominaba y eclipsaba a todas las demás, procedía del enorme hombrachón que estaba sentado a la cabecera de la mesa. Pero vio que, en aquel momento, su risa era la de un hombre que no se divertía. Aquel hombre era Jens Andersen.

En esto se produjo un silencio absoluto en la sala. Al apagarse la última risa de los invitados, dijérase que la broma estaba perdida sin remedio: los comensales, perplejos, comenzaron a mirarse de reojo unos a otros con los ojos húmedos y enrojecidos…

—¿Qué pasa? —tronó Jens Andersen, abandonando la mesa—. ¿Qué quiere ese forastero?

De repente se puso serio, dirigiéndose a Axel como si fuera a embestirlo. Al acercarse el jinete hasta encontrarse a media vara de distancia de su pecho, cualquiera pensaría que iba a descargarle un golpe.

—¿Qué ocurre? ¿A qué has venido?

Axel se llevó la mano al pecho para sacar la carta que tenía que entregarle. Este solo gesto bastó para que Jens Andersen adivinara de qué se trataba.

—Está bien —dijo—. De eso ya tendremos tiempo de ocuparnos más tarde. Entre tanto, sé bien venido a la fiesta… Y mira por ahí a ver si encuentras algo en qué hincar el diente.

—Mil gracias por su deferencia, señor.

La respuesta de Axel, serena y desenvuelta, impresionó a los convidados. Todos se quedaron mirando durante un momento a aquel joven que estaba allí en pie. Venía magníficamente vestido, aunque ligeramente mojado y sucio del camino. Tenía el rostro curtido por la lluvia, y los cabellos le caían en flecos mojados alrededor de las orejas. De una ojeada viva y rápida el joven jinete pasó revista a todos los huéspedes sentados alrededor de la mesa. Los convidados tornaron a empuñar sus canecos, y la fiesta se reanudó haciéndose más animada y ruidosa que nunca.

Axel acertó a entablar conversación con un soldado veterano, un militarote alto, de barba rubia. Éste era Miguel Thögersen, que ahora estaba sirviendo en la escolta de Jens Andersen. El joven apenas pudo arrancarle una docena de palabras. Miguel se le mostraba extraordinariamente taciturno. Axel terminó de comer y lanzó un resoplido. Se levantó y se alisó los cabellos. Sus ropas estaban ya casi secas. Viendo que no podía sacar nada de Miguel, Axel le volvió la espalda y se incorporó al jolgorio de la fiesta, mezclándose con los demás. Pero no tardó en mostrarse indiferente con los convidados: allí había unos dos o tres hidalgos rurales de pobre aspecto, calzados con botas de montar; unos cuantos burgueses gordinflones con sortijas en los pulgares; uno que parecía un monje franciscano; un escribano, algunos capitanes de barcos de Lübeck… Casi todos ellos estaban borrachos. Axel recorrió la sala haciendo tintinear sus espuelas de hierro, que parecían estrellas.

La sala daba la impresión de algo ruinoso e inhóspito. La verdad es que Jens Andersen no llevaba tampoco mucho tiempo residiendo en aquel palacio, pues hacía muy poco que había regresado de la prisión tras haber tenido una agria trifulca con el rey. Andersen Beldenak, hombre ya de bastante edad, tenía todavía las mejillas hundidas como consecuencia del choque y del disgusto que había sufrido. Ahora estaba haciendo preparativos para emprender un nuevo viaje a Estocolmo. Así, pues, el banquete que estaba celebrando era a la vez de bienvenida y de despedida.

Pasaba ya de la medianoche cuando Jens Andersen llamó a Axel haciéndole una seña. El alto dignatario parecía mostrar una actitud amistosa y cordial. Estaba encendido como la grana, incluso por la pelada coronilla, que parecía un cielo con aurora boreal. Pero caminaba con paso firme y seguro. Entraron los dos en una de las cámaras de palacio, oscura y cargada de un olor a libros, por donde se paseaban, gruñendo, dos enormes perrazos.

Tras encender una vela, Jens Andersen se sentó a la mesa en un alto sillón. Mientras leía la misiva, Axel, sentado, tenía apoyada sobre sus rodillas la cabeza de uno de los perros. La habitación era un caos de cajones llenos de cartas, libros metidos en sacos y montones de documentos desparramados por el suelo.

—¡Hum! Ya veo —gruñó Jens Andersen, volviéndose hacia Axel.

Su gran rostro, coronado de grises cabellos, aparecía ahora transformado, surcado de arrugas profundas, crueles. Su voz sonaba áspera y extraña; sólo su mirada seguía presentando una ligera expresión de indiferencia.

—Bien. Tienes que seguir viaje para presentarte de mi parte al obispo de Börglum. Necesitas a un hombre que te acompañe… Creo que Miguel Thögersen es la persona más indicada para este menester. Mañana por la mañana te presentarás aquí para recoger diversas cartas e instrucciones mías. Es asunto muy urgente, ¿comprendes? Por lo demás, esta noche estás en libertad de hacer lo que más te guste.

Dicho esto, Jens Andersen extendió su pesada mano y, entre un crujir de papeles y recado de escribir, se dispuso rápidamente a redactar cartas. Estaba reconcentrado, con la mirada abstraída. Axel se levantó, y salió de la estancia para reunirse con los demás. Miguel se quedó asombrado y a la vez encantado al oír la noticia de que él tenía que ponerse en camino hacia Börglum en compañía de Axel. Ambos se pusieron de acuerdo respecto a lo que habían de hacer aquella noche. Y así, después de andar largo rato de jarana, se fueron a dormir a una casa situada en uno de los más alegres barrios.

Cuando a la mañana siguiente sonaron ocho campanadas en el reloj de la torre, ya Axel y Miguel Thögersen salían de Odense a caballo, provistos de cartas, órdenes e instrucciones de parte de Andersen Beldenak. Axel era portador de cartas que debía entregar en ruta a diferentes hidalgos y señores feudales: Jens Andersen estaba ahora atareadísimo, manejando muchos hilos en sus manos. Al salir de la ciudad, desfilaron ante los ojos de Axel la calle principal de Odense, una serie de gabletes y una veleta que quedaba flotando dulcemente en la neblina del amanecer, y de pronto sintió que se estaba encariñando con aquella ciudad. Captó esta visión fugitiva de Odense, y esta imagen de la ciudad se le quedó grabada ya para siempre en el recuerdo.

Anduvieron las primeras leguas de camino sin despegar los labios. Era una mañana brumosa de frío intenso. Los caballos aceleraron el paso, envueltos los morros en el vapor de su cálido aliento. Cuando la niebla se disipó y se aclaró el cielo, Axel se fijó en su acompañante, observando sus muñecas estrechas y sus manos macilentas y descoloridas; pero él, Axel, sabía perfectamente la fuerza que eran capaces de desarrollar aquellos antebrazos, endebles en apariencia, cuyos músculos tenían su punto de arranque en lo más alto de los brazos. Notaba que, cada vez que el caballo se lanzaba bruscamente al galope, Miguel Thögersen se hacía dueño del animal y se ceñía a él hasta tal punto de que caballo y caballero parecían formar un bloque de una sola pieza, y lo hacía de un modo característico, sobrio, sin esfuerzo. La indumentaria de Miguel era la de un lansquenete elegante y bien forrado. Llevaba un armamento magnífico. Pero aquel fastuoso atuendo contrastaba escandalosamente con la mísera y triste expresión de su semblante. Aquella hirsuta barba pelirroja le daba un aspecto de hombre peligroso. Por más que hiciera, no podía disimular el mudo y revelador lenguaje de su boca, su perpetua condición de hombre desterrado y sin hogar. Tenía el labio superior un poco tumefacto y caído, como de llorar a solas.

Poco después comenzaron a animarse los dos hombres. Miguel tosió y empezó a mirar en todas direcciones. Los caballos iban remontando una cuesta, ya en la zona de las colinas.

—¿Qué novedades hay en Copenhague? —inquirió Miguel.

—Peste y enfermedades sin cuento —contestó rápidamente Axel—. Cuando salí a caballo por la Puerta del Oeste, la última cosa que vi de la ciudad, al volver la vista atrás, fue el espectáculo de un incendio.

—¡Canastos!

Axel prosiguió su relato entrando en la descripción de la guerra de invierno, en la que él había tomado parte. Todavía se sentía sobrecogido al recordar aquella campaña. Axel refirió los detalles de la batalla de Bogesund y las inauditas penalidades que había sufrido en los bosques de Tiveden.

—Hacía tanto frío, que las puntas de los dedos quedaban congeladas al tocar el armamento —aseguró Axel—. Aquélla era una nieve completamente distinta a la de Dinamarca. Una nieve fina y mordiente como polvo de esmerilar, que se pegaba como un contagio y que cuando le caía a uno encima le quemaba la piel como una brasa. Conforme íbamos avanzando a caballo, del ramaje de los abetos caían flecos de nieve como largos dedos, que, al dar sobre la piel, se agarraban a ella mordiéndola como voraces sanguijuelas. La nieve sueca está extrañamente endurecida y cauterizada por la helada: le chupa a uno el dorso de la mano como un vampiro que todo lo devora. Es la peor clase de nieve que he visto en mi vida: una nieve sin grumo en la superficie, que brota como el musgo sobre la piel. Aquel musgo seco cubría en un instante los cadáveres de los hombres caídos en la lucha. ¡Días terribles aquéllos! Cuando lucía el sol, todo el aire aparecía lleno de finísimos cristales flotantes, que le obligaban a uno a encogerse y hacer grandes esfuerzos para respirar. Por la noche los caballos se arrimaban unos a otros, muy juntos, lanzando quejidos y tosiendo como viejos. Y cuando se entablaba un combate, aquello era el delirio: nadie podía aguantar el dolor de las heridas; los que tenían la desgracia de ser alcanzados por un proyectil o una espada, chillaban como cerdos; los abetos saltaban en pedazos, como si fueran de cristal, al ser alcanzados por una bala de cañón; muchos quedaban convertidos a la vez en bestias y en locos. Pero, después de todo, hemos obtenido una grandiosa victoria. Ahora el ejército está acampado a las puertas de Estocolmo…

El sol de abril irrumpía de cuando en cuando por entre las nubes. Estuvieron a punto de no poder cruzar el Belt, que iba con una corriente desatada en medio de aquel temporal huracanado. Los caballos, asustados, querían saltar por la borda, y hubo que amarrarlos bien dentro de la barcaza de transporte. Una vez que hubieron desembarcado y reanudado el viaje a caballo, Axel levantó la cabeza, y se volvió a uno y otro lado, venteando…

—¡Hola! ¿Conque esto es Jutlandia? —dijo chasqueando la lengua—. Nunca había estado yo en esta tierra.

Miguel guardó silencio. Axel se dio cuenta de que el alto y enjuto lansquenete seguía con el pensamiento perdido en otras cosas. Lo miró de reojo, estudiando las cicatrices de su rostro, el cual parecía un pergamino garrapateado.

—Habéis de saber que aquí en Jutlandia hay un tesoro enterrado, que será mío en cuanto se me presente la ocasión de descubrirlo —exclamó Axel un momento después.

Ambos corrían a galope, con el trueno del viento en los oídos.

Miguel volvió la cabeza, asintiendo, distraído.

—Un gran tesoro, ¿sabéis?

Axel se irritó al ver que Miguel no demostraba el menor interés ni tomaba parte en la conversación. Espoleó a su caballo. Iban cabalgando el uno al lado del otro, muy juntos. Las piernas de Axel, que iba con la boca muy abierta, daban grandes botes contra los costados del caballo. Miguel iba agachado y enraizado en la silla, con las rodillas curvadas; diríase que no respiraba siquiera.

Por el poniente las nubes cargadas de lluvia se abrieron en un largo desgarro dejando ver el sol blanco y frío, y volvieron a cerrarse de nuevo. Las cornejas reñían en el aire por encima de las mojadas tierras de labranza. El viento castigaba los setos deshojados. Frente a ellos, en la lejanía, una nube, bajada a ras de tierra, avanzaba hacia los dos jinetes, los cuales penetraron en una arremolinada oscuridad de lluvia que los azotaba y les cortaba la piel. El camino, que lanzaba surtidores bajo los cascos de los caballos, estaba batido por el sonoro látigo de la lluvia; los caballos galopaban desprendiendo una neblina de vapor, que salía arrancada de debajo de su pelambre como el humo de un incendio en los brezos sale arrancado por el huracán. De este modo cabalgaron todo el día.