LA MUERTE

En plena canícula, y a la hora del mediodía, cuando el sol está en su punto de apogeo y todo reposa en medio de una calma abrasadora, atrae a veces la atención del observador una luz que surge por el cielo del Sur: en medio de la blanca claridad del día irrumpe un resplandor en forma de centelleos y ráfagas de luz, más blancas aún. El genio travieso que produce estos juguetones chisporroteos de luz vuelve a hacer su aparición seis meses más tarde cuando el fiordo está helado y los campos aparecen sepultados bajo la nieve. Por la noche se percibe el crujir de resquebrajamientos que recorren de extremo a extremo la superficie de hielo del fiordo: se oyen como penetrantes detonaciones, bramidos, gritos o alaridos de un ser demente.

Los campesinos abren en la profunda capa de nieve senderos que van desde su casa hasta Nödset. ¿Dónde están ahora los trolls y los elfos, dónde la estremecedora voz de la Naturaleza? ¿Acaso el jöve no está también muerto y olvidado? Ya no hay lucha ni discordia entre los seres de la Naturaleza. Todo parece estar aletargado y encogido para defender la supervivencia de la vida. Calzada de nieve, la zorra cae pesadamente entre los matorrales y, tras penosos forcejeos, vuelve a salir a la superficie, aterrada por el miedo a la muerte.

Es la época en que reina sobre el mundo el silencio y la quietud más completos. La escarcha cubre y oculta perpetuamente el fiordo. A lo largo de todo el día se percibe como un extraño gemir, que proviene de la zona de hielo: es un pescador solitario que está fisgando junto a un pozo natural abierto en el hielo.

Y he aquí que una noche vuelve a nevar. El aire es nieve. El viento, una corriente de plumas de mil nidadas. No se ve mover a un ser viviente. De pronto se ve llegar a un jinete al embarcadero de Hvalpsund. No encuentra la menor dificultad para pasar a la orilla opuesta. El jinete ni siquiera aminora su marcha, sino que, trasponiendo la orilla, continúa avanzando a caballo sobre aquel puente de hielo al mismo trote vivo.

Por debajo de los cascos del caballo se van produciendo, como en ráfagas, estallidos de truenos subterráneos. El crujir del hielo se extiende hasta leguas a distancia. El jinete llega a la otra orilla y cabalga tierra adentro. Con su cuello estirado, el caballo hiende las cortinas y torbellinos de nieve. Aquel caballo es un gran trotador. Sus remos son incansables.

Las ráfagas de viento helado hacen flamear hacia un lado la capa de color ceniza del jinete. El cuerpo del misterioso jinete está todo hecho de huesos, de huesos desnudos. La nieve pasa silbando por entre sus costillas. Esta extraña amazona es la muerte, que ha salido a cabalgar por el mundo. Sobre su hombro lleva, triunfante, la guadaña, con la punta de la hoja hacia atrás.

La muerte tiene sus caprichos y antojos también. Cuando ve alguna luz en las noches invernales, se apea de su cabalgadura, descarga un golpe en la grupa del caballo, y el animal hace un corcovo en el aire y desaparece. Ahora la muerte ha despedido a su caballo para recorrer el resto de su camino con el aire de una persona que ha arrojado lejos de sí sus preocupaciones, y se aleja perezosamente con aire distraído de paseante solitario.

Sobre una rama que cuelga al borde del camino aparece posada una corneja en medio de aquella noche llena de flecos de nieve. Su cabeza, demasiado grande, no guarda proporción con el cuerpo. El pájaro mira a la solitaria viajera con evidentes señales de reconocerla: un extraño centelleo aparece en sus ojos de nácar. El ave se agacha y ríe, ríe sordamente: el castañeteo de su pico riente se oye a enorme distancia, la lengua le sale muy lejos del cuello. La corneja está a punto de caerse de la rama de tanto reírse con aquella risa de mofa. Sigue con la vista la marcha de la muerte mientras se desternilla de risa.

La muerte sigue caminando sin cesar. De pronto se encuentra con un hombre. Le toca la espalda con sus helados dedos, y lo deja en paz.

Aparece una luz. La muerte todavía ve la luz, y se va en busca de ella. Continúa caminando en línea recta, y durante un largo tiempo avanza encorvada por un helado campo de labranza.

Pero cuando al fin acertó a vislumbrar los contornos de la casa entre las sombras, se estremeció con una extraña alegría. Y es que la muerte llegaba por fin a sus lares. Sí, ella pertenece a estos lugares desde el principio. Le había costado gran trabajo encontrar su hogar.

La muerte llama a la puerta, donde un par de viejos salen a recibirla. Lo único que ellos ven es un simple artesano que viene de viaje, y que este artesano está acabado y exhausto. La muerte se tiende en el lecho inmediatamente sin pronunciar una palabra. Los viejos saben perfectamente que ella está muy enferma. Mientras la muerte permanece tendida de espaldas, ellos entran en el aposento con una vela encendida y se ponen a charlar entre sí. Ella los olvida.

Se queda largo tiempo inmóvil, en vela. Pronto comienza a quejarse. Empieza por lamentarse en voz baja y de modo intermitente, como el que quiere sondar el terreno. Llora, pero cesa de llorar en seguida.

Luego vuelve a sus quejidos, ya en voz más alta. Llora con los ojos secos. Reposa apoyándose sólo sobre la nuca y los talones, formando un arco con la espalda. Con la expresión del que se encuentra en el último trance de su vida levanta la vista al techo y empieza a gritar y chillar como una mujer en el parto. Al fin se desploma, quejándose ya muy débilmente. Y por último enmudece por completo y se queda inmóvil.