En una nebulosa mañana de octubre, en que caía una finísima llovizna, un gran buque atracaba al muelle de Copenhague. El barco venía de Suecia. Cuando se hubo echado la pasarela, desembarcaron unos cuantos caballeros que, saliendo en alegre y animada charla, se dirigieron inmediatamente hacia el interior de la ciudad.
Pero uno de ellos se quedó junto al muelle, después de haberse despedido de sus compañeros. Era Otte Iversen, que se quedaba esperando la salida de su caballo, el cual venía a bordo del barco. La guerra en Suecia había terminado al fin, con un desenlace victorioso. Otte se había distinguido en la breve campaña, ganando honra y provecho. Después había logrado obtener su licencia, y ahora no pensaba en otra cosa más que en volver. Volver de nuevo a su hogar.
Mientras aguardaba al caballo mirando a un lado y a otro, embargado de júbilo por hallarse ya tan cerca de sus lares tras haber recorrido tanto mundo —las casas y las cosas le parecían estar igual que tres meses antes—, reparó en la presencia de un anciano envuelto en una negra capa que, con ademán sumiso y adulador, se había acercado al capitán del barco y estaba hablando con él. En esto divisó Otte la cabeza de su caballo y dos hombres que estaban junto al animal para traerlo a tierra y desembarcarlo. El caballo, rebelde, se resistía, alzando la cabeza con bruscos tirones. Cuando Otte Iversen se volvió, se encontró frente al anciano, quien se inclinó ante él con una cortesana reverencia.
—Perdonad: ¿sois acaso el honorable señor Otte Iversen? —preguntó en alemán.
Al oír la contestación afirmativa, el hombre mudó de talante, haciendo desaparecer de su rostro aquella expresión de obsequioso servilismo y, acercándose hasta sólo unos centímetros de distancia de Otte, le insufló en voz baja estas palabras en lengua alemana:
—Es sind drei Monate ber, dass ein Otte Iversen in meinen Garten hereinbrach und meine Tochter entehrte… Sie also sind es gewesen, ja ich seh’es schon[6]…
Tenía el cuello estirado hacia delante, la mirada clavada en el fondo de los ojos de Otte Iversen, los labios vueltos hacia fuera; la voz le brotaba de la garganta como el silbido de un pájaro, y las palabras le salían de la boca deformadas en una sintaxis retorcida:
—Verflucht sollst du sein auf Erden, hörest du mich… Ruhelos, schlaflos, dein Kelch Sehnsucht, das Brot Stein dir im Munde! Du sollst verwesen, verwesen… Du sollst deinen Vater und deine Mutter sterben sehen vor Scham… Unglück über dich! Hinwelchen sollst du wie ein räudiger Hund, und dein Leichnam soll aus den Löchern deines Sarges triefen… Unglück[7]!
El anciano estaba mirándolo con los ojos en blanco y los morenos puños erguidos hacia el cielo, jurando y maldiciendo.
Otte Iversen dio un paso atrás, asustado. Vio que el caballo estaba detrás de él, ya listo para el viaje. Girando sobre sus talones, Otte empuñó las riendas. El caballo echó a correr, y el jinete corrió un trecho, pegado al costado del animal. Saltando dos veces sobre una sola pierna, enganchó al fin el estribo con el pie, describió un giro en el aire y quedó plantado en la cabalgadura. Minutos después atravesaba a galope la Puerta del Oeste.
Mientras espoleaba furiosamente al caballo, se esforzaba por alejar de su mente el recuerdo del anciano y convencerse a sí mismo de que no había oído sus palabras. Reconcentró sus potencias y sentidos, ciñó sus piernas al vientre del animal y ya no pensó en otra cosa que en correr, correr a un loco galope. El aire rozaba sus oídos tronando. Otte mantenía bloqueado el recuerdo de la maldición de Mendel Speyer, sin dejar que aflorara a la superficie de su conciencia. Ante sus ojos volaban, girando, casas y campos y bosques amarillentos. Cada vez que lo asaltaba el recuerdo del viejo, redoblaba su fuerza en riendas y espuelas, lanzándose a una carrera más desaforada todavía. De este modo conseguía borrar el efecto de aquel maldito encuentro. Cuando, cubierto de sudor y exhalando nubes de vapor, cruzó por Roskilde, ya casi tenía olvidado el suceso. Y cuando, al anochecer, corría a galope a través de los bosques de Sorö, cocido y escaldado de tanto cabalgar, ya había arrojado completamente de su mente aquel recuerdo. La noche no se cerró hasta que él llegó a Korsör, donde desmontó y buscó posada.
A la mañana siguiente Otte se despertó recordando a Ana Mette.
—Ana… Ana Mette —murmuró a solas.
Y dicho esto saltó de la cama. Media hora después, estaba navegando ya por el Belt, con excelente aspecto y lozano semblante, aunque impaciente. El ansia de llegar le tiraba materialmente de los pies como una fiebre.
Al llegar a Fyen, descubrió, por decirlo así, a su caballo. No había reparado en él hasta aquel momento. Su caballo propio, aquel hermoso caballo castaño, se lo habían matado de un balazo cuando él lo montaba frente a Estocolmo, y, para reemplazarlo, le habían dado un garañón bermejo, arrogante y de gran alzada.
—¡Caballo de Satanás! Magnífico bicho para devorar leguas… Pero te sacudes de los lomos al jinete como si fuera el tronco de un árbol. Ya te puedes andar con cuidado durante el viaje… ¡Toma! Te voy a hartar de fusta y espuelas. ¡Qué diferencia entre este caballo y aquel caballo mío, tan dócil, de índole tan mansa! Pero aquél queda muerto allá en los campos de Suecia. ¡Hala! ¡Ahora verás!…
Y Otte aserraba literalmente los extremos de la boca del animal. De cuando en cuando tenía alguna consideración con la bestia, que corría, se afanaba y sudaba sin cesar.
Otte advirtió cómo, al otro lado de Odense, se acercaba por el Norte la tormenta acompañada de torrenciales aguaceros. Otte Iversen se inclinó hacia delante con la cabeza gacha, lanzando al caballo a una loca cabalgata. No tardó en estallar de rabia y cólera…
—¡Mira que si este camello se me desinflara ahora…!
Otte Iversen se vio obligado a inclinarse sobre un costado del caballo, en dirección opuesta a la tormenta. Entre gritos estentóreos, lo fustigaba latigazo tras latigazo hasta que el caballo no podía galopar más. La tormenta iba creciendo sin cesar, mientras Otte azuzaba a su caballo rechinando los dientes.
—¡Sólo faltaría que ahora te detuvieras bruscamente haciéndome volar por encima de tu cabeza!…
El jinete aullaba, literalmente, de cólera. No suplicaba: mandaba imperiosamente a su caballo. Quería regresar a su tierra como fuera, y lo conseguiría.
Pero cuando, al amanecer, bajaba a todo galope una empinadísima cuesta, notó de repente que el caballo arqueaba el espinazo bajo su cuerpo, le fallaban las patas delanteras, se precipitaba de cabeza… Otte saltó de la silla y se puso a levantarle el cuello al caballo caído; pero ya el animal tenía los ojos vidriados. Los largos y peludos remos del caballo se estremecieron en unas cuantas convulsiones. El animal se quedó inmediatamente tan mudo como había venido hasta entonces, galopando, rebelándose y encabritándose a través de la mayor parte del territorio de Dinamarca. Otte Iversen quitó los aparejos al caballo muerto, y con ellos se dirigió al pueblo más próximo.
Algo después del mediodía llegaba Otte a su tierra natal montando un nuevo caballo. Bajó por las recuestas a un desenfrenado galope y, en breves minutos, atravesó la hondonada del valle y, subiendo a galope la última cuesta, llegó ante la casa de Jens Sivertsen. Después de saltar de la silla se dirigió sin aliento a la puerta de la casa. Jens abrió la puerta cautelosamente, apareciendo en el umbral con la cabeza descubierta.
—¿Ana Mette? —preguntó bruscamente Otte Iversen—. ¿Dónde está Ana Mette?
—Ana Mette no está en casa —le contestó Jens en voz baja y con una mirada vaga y titubeante—. Ya no está en esta casa.
—¡Cómo! ¿Qué es lo que estáis diciendo? ¿Adónde se ha ido, entonces?
Jens Sivertsen se estremeció de pies a cabeza como tocado por una ráfaga helada. Iba a decir algo, pero se contuvo, asustado, al ver cómo de repente las facciones del rostro de aquel joven noble y señor se ensombrecían y alargaban.
—¿Dónde está entonces? —volvió a preguntar Otte espantado.
—Se ha ido a Salling, a servir en casa de unos señores —explicó Jens Sivertsen.
El hombre, lleno de pena, se puso a acariciar las rizadas crines del caballo, el cual a su vez se puso a olfatearlo. Mientras pasaba dulcemente su mano por la piel del animal, Jens se puso a relatar de un modo monótono las circunstancias del suceso.
—Sí, señor… Está en Salling desde hace un mes. Y hace exactamente el mismo tiempo que desapareció de esta comarca el hijo de Thöger, ese Miguel, que había vuelto de Copenhague. «Ha salido a pescar», fue todo lo que me dijeron los vecinos cuando yo volví a casa. Y entonces yo pensé que quizá habrían ido a parar a Salling navegando a la deriva.
Otte Iversen levantó rápidamente la vista como con aire de duda.
—Al principio anduve durante largos días haciendo pesquisas y preguntando a las gentes de aquella zona; pero nadie los había visto a los dos ni nadie pudo darme la menor noticia de ellos. Ahora, hace sólo cuatro días, conseguí dar con el paradero de ella. Está trabajando de sirvienta en una granja de Vestersalling. La pobre muchacha no quiso volver a casa por nada del mundo, por más que la rogué y supliqué, por más que hablé e insistí.
Jens Sivertsen bajó la voz.
—Y eso que ella no ha hecho ningún mal ni tiene culpa de nada. ¡Da pena verla a la pobre! Está muy abatida y postrada. En cuanto a Miguel, ella no quiere que pronuncien siquiera su nombre en su presencia. Miguel había desaparecido sin dejar rastro.
Jens alzó la mirada de sus ojos tristes. En su boca, fruncida por el dolor, se leía la amarga verdad.
—Fue él, naturalmente, el autor del atropello —añadió Jens en tono febril, pero resuelto y claro.
Como Otte Iversen seguía sin despegar los labios, el pescador continuó desenredando minuciosamente las crines del caballo mientras decía casi en un susurro:
—Thöger el herrero no está menos triste y consternado que yo por esta fechoría. El hijo se le ha marchado de casa, y con una mancha en su honra por añadidura. Pero a Thöger todavía le queda el otro hijo, Niels. Yo, en cambio, me he quedado ahora completamente solo en esta casa. Mañana pueden ocurrirle a uno muchas cosas imprevistas, y vamos ya siendo viejos para hacer frente a la vida. Sí, pueden suceder muchas cosas… Tenía ganas de deciros esto. Nada más puedo deciros.
Con esto Jens apoyó la barbilla sobre el cuello del caballo, y, perdido en sus tristes pensamientos, se quedó mirando fijamente hacia el fiordo, por donde el agua se deslizaba fría bajo las nubes tormentosas. Al fin se volvió para contemplar durante un instante el semblante de Otte Iversen. Ya el rostro del joven hidalgo no parecía de él: sus facciones estaban como borrosas, martirizadas, con fruncimientos en dirección al centro de la cara, como los rasgos de la cara de un gato muerto, ahogado por el humo.
Jens se apartó del caballo, retirándose hacia un lado, mientras murmuraba una frase ahogada, el fragmento de una plegaria.
Pero Otte Iversen saltó sobre la silla y se acomodó sobre su cabalgadura.
—¡Arre! —gritó.
Y a paso de andadura, emprendió el camino de su casa, la casa solariega de Moholm. Despacito. A paso de andadura…