LA TEMPESTAD

Una noche se despertó Miguel sobresaltado con el fragor de un trueno ensordecedor, acompañado de un relámpago de luz azulada… Thöger, su padre, estaba totalmente vestido y sentado sobre el arcón.

—Vamos a tener tormenta —dijo el viejo en voz baja y con tono tranquilo—. No me atrevía a despertaros.

Miguel se vistió. Niels se despertó un instante después y empezó a vestirse también. La tormenta se encontraba muy lejos todavía; pero los truenos se seguían sin interrupción. Era un ruido que venía acercándose en oleadas, cada vez más cerca. Los relámpagos se sucedían rápidamente, de forma desigual como las llamas de una hoguera vacilante.

—Esto va a ser serio —exclamó el viejo volviendo la cabeza hacia la estrecha ventana.

Se encendió un relámpago, y a su luz Miguel notó la expresión grave y digna del semblante de su padre.

—¿No podríais salir y levantar la compuerta? No vaya a ser que las aguas represadas lo inunden todo cuando llegue la crecida. Asegurad bien la rueda.

Niels y Miguel salieron. No era muy grande la oscuridad. Pero por la parte de Levante la masa oscura de nubes formaba una muralla negra. El cielo estaba sombrío y amenazador. Por aquel lado se encendían rayos y relámpagos tan fuertes que a su luz podían distinguirse claramente los guijarros en el suelo. El resplandor de los relámpagos subía por el cielo hasta el cenit, donde el cielo era azul y puro como la noche. Niels sujetó con cuerdas la rueda hidráulica sin despegar los labios. Miguel levantó la compuerta, y el agua se precipitó sobre los álabes. Los dos jóvenes volvieron a entrar y se sentaron en las banquetas muy juntos.

La tormenta se acercaba velozmente; entre aquellos continuos fucilazos se encendía de cuando en cuando un furioso relámpago blanco, seguido de un estampido, que sonaba cada vez más cerca: el eco de los truenos repercutía atronador, mezclándose con el sordo retumbo lejano, preñado de presagios.

De pronto se levantó afuera un ramalazo de viento huracanado levantando una polvareda contra el muro exterior. Un grueso goterón de lluvia pegó contra los cristales, y en seguida comenzaron a martillar nuevas gotas sobre la superficie exterior del tejado produciendo un continuo zumbido. Thöger cerró la claraboya del techo. Un relámpago enorme iluminó la habitación, como si fuera la misma luz del día. A su claridad, Miguel percibió los ojos envejecidos, claros y serenos de su padre. Casi en el mismo instante se produjo un ensordecedor estallido sobre sus cabezas, un par de explosiones terroríficas, y un largo rechinante ruido como de un derrumbamiento de muros, seguido de un trueno sordo y hueco.

—¡Cuidado con los ojos! —exclamó Thöger.

Y cuando se encendió el siguiente relámpago, se vio cómo Niels estaba sentado tapándose la cara con la gorra para no ver el cielo, por miedo a quedarse ciego con aquel resplandor. Poco después se echó silenciosamente en la cama. Seguía relampagueando; llamaradas amarillas y verdes invadían la habitación. Niels se echó las pieles por encima de la cabeza: estaba en la cama con las rodillas casi pegadas a la barbilla. Y de repente se oyó un estampido tan formidable, que parecía que el cielo se rompiera en pedazos.

Miguel pensaba:

«¡Quién sabe si no será éste el último trueno que yo pueda oír ya en mi vida!».

Ya los relámpagos se sucedían a un ritmo tan rápido, que la habitación estaba continuamente bañada de resplandores, y los estampidos de los truenos sacudían los cielos y la tierra desde los cuatro puntos cardinales. La lluvia azotaba furiosamente el tejado, se derramaba como una cascada sobre las piedras de la puerta y se precipitaba rugiendo en el río.

De repente se oyó algo así como un estrépito de hierros en la fragua.

—¡Santo nombre de Dios! —exclamó Thöger, levantando la cabeza en medio de una verdadera lluvia de fuego.

Acababa de caer un rayo en la fragua. Se oyó como una fuerte succión, acompañado de estrépito de cacharros y un ruido crepitante. Inmediatamente los tres hombres se quedaron sumidos en una oscuridad sepulcral en medio de un marcado olor a azufre. Miguel aspiró el aire ruidosamente. Thöger se dispuso a sacar lumbre, luchando bravamente con el eslabón hasta que consiguió encender el fuego. Abrió la puerta de la fragua, escrutando su interior. El yunque, arrancado del cepo, yacía volcado en el suelo. Como por un soplo huracanado, los carbones habían sido barridos del hogar de la fragua. Afortunadamente no se había prendido fuego en ninguna parte.

Poco después empezó a amainar la tormenta. Otra vez la lluvia volvió a caer en goterones aislados, como un último coletazo. Thöger y Miguel salieron al campo.

Ahora las nubes de tormenta se extendían sobre el fiordo, nubes danesas, de un color azul negro. Caían los rayos como sablazos, y el agua corría torrencial, coronada de espumas. Por Levante estaba el cielo claro y limpio de nubes. Las estrellas volvían a destellar radiantes. El río crecía, oscuro y alborotado. Todo estaba chorreando. El aire olía a quemado. Cuando padre e hijo llegaron a la cima del cerro que dominaba la casa, se ofreció a sus ojos un espectáculo triste y desolador. Tierra adentro, estaban ardiendo los campos; sobre todo el panorama la tierra ardía en diez sitios a la vez. Llamaradas de grandes incendios se erguían rectas hacia el cielo, tranquilas e impasibles.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó el viejo Thöger consternado.

Localizó rápidamente los lugares incendiados.

—¡Hay fuego en Graabölle! —gritó, jadeando—. ¡Y en Kourum!

De pronto se volvió…

—¡Vaya, menos mal! —exclamó el viejo con un suspiro de alivio.

Miguel dirigió los ojos en la misma dirección. La casa de Jens Sivertsen se encontraba situada muy abajo, junto a la orilla. Miguel pensó en Ana Mette, y se sintió enternecido y conmovido. Y es que ella estaba ya muy metida en su corazón, más de lo que él creía.

—Mira allí: se está hundiendo la techumbre —murmuró Thöger, que otra vez se había vuelto hacia el interior de la comarca.

Había un lugar donde las llamas, altas como una torre, se levantaban al aire, dando saltos rugientes.

La nube se cernía ahora sobre Salling. Cada vez que se encendía un relámpago se podían distinguir casas y campos cuadriculados como un tablero de ajedrez, en la lejanía; tan vivo era el resplandor, que hasta se divisaban las gavillas de los almiares asentados sobre las laderas y la espuma de las olas que se estrellaban contra la orilla. Al poco rato surgían allá, al otro lado del fiordo, las llamas rugientes de nuevos incendios, mientras seguían cayendo los rayos. Thöger gimió, consternado, al ver aquel espectáculo.

—Triste y terrible va a ser esta noche para algunos —murmuró, moviendo la cabeza—. Vamos a echar un vistazo al molino.

El molino no había sufrido ningún daño. Las aguas habían crecido enormemente dentro de la presa, pero las cuerdas de sujeción resistieron bien la furia de las aguas. La rueda estaba en medio de la corriente, casi sumergida en ella. Exhalando suspiros, Thöger entró en su casa. Pero Miguel se encaminó de nuevo al cerro, abstraído y atraído por la visión de aquella tragedia.

Las nubes habían descendido hacia el horizonte; los truenos se oían muy lejanos y los relámpagos ya no tenían aquella luz tan cegadora. Miró en torno suyo. En todas direcciones veía resplandores de incendios como grandes hogueras rojas.

Miguel volvió la cabeza hacia el Sur. Por aquella parte del cielo vio una altísima nube, vaporosa como un velo, que se elevaba como una muralla contra el cielo. El borde superior de aquella nube resplandecía. La nube parecía estar animada de un extraño movimiento interno como un ser vivo, y cruzada por rayos finos como agujas… De pronto apareció traspasada por un resplandor rojo, como si detrás de ella fuera creciendo un gran fuego. Y de repente, sin el menor ruido, surgió una extraña aparición en el cielo límpido. Un jinete… Su caballo galopaba como desbocado, levantada la cola. Las piernas del jinete colgaban rectas en el aire. Detrás de este jinete vio subir, como en oleadas de luz y sombra, una nube de caballos y de hombres, avanzando por el espacio: miles de lanzas se volvían al mismo tiempo en una misma dirección; nuevos caballos y lanzas brotaban como chorros rectos en el aire, se deslizaban por aquellas rutas aéreas en líneas que se entrelazaban subiendo y bajando, y pasaban vibrando por el cielo con un silencio asombroso. Largo rato siguieron llegando más y más picas alzadas verticalmente, a una altura de vértigo; todos los jinetes iban a galope tendido, ligeros como el viento, y de cuando en cuando bajaban las lanzas a un tiempo como se doblegan las mieses al paso del viento… Parecían tener prisa; diríase que tenían un largo camino que recorrer. Como animados de una viva pulsación luminosa, los ejércitos palidecían y volvían a hacerse nítidamente visibles a intervalos de luz y sombra. Miríadas de soldados resplandecían en el cielo, desparramándose y reuniéndose… Fogosos soldados, desabrochados por el pecho y con el arcabuz al hombro, avanzaban por el espacio luminoso con las piernas muy abiertas; coroneles enfundados en sus armaduras galopaban con el bastón de mando majestuosamente apoyado en el anca; cañones y carros cargados de proyectiles rodaban vertiginosamente en el aire; muchachas gordas, arremangada la falda, pasaban rápidas, alejándose… ¡Perros olfateando, merodeadores, nubes de cuervos! Y detrás, nuevos soldados, ataviados de trajes adornados con pasamanería y terciopelo, airones y zapatos abiertos, todos con la nariz levantada. Jóvenes nobles abanderados de airoso y marcial porte, como Ganimedes, llevaban sus cabezas rizadas entre nubes. Viejos flacos y barbicanos, escrutaban la lejanía escondiendo su voraz mirada bajo las cejas, como buitres. Todo aquel interminable cortejo navegaba alejándose bajo las estrellas… Todos los jinetes aventureros, todos aquellos incansables asaltantes, se fueron alejando y se desvanecieron como un velo sutil en el espacio insondable.