Miguel había regresado a su punto de partida, al nido de su infancia. Otra vez volvía a dormir bajo el techo paterno. Una vez más volvía a despertarse de noche para contemplar, a través de la lumbrera del techo, aquellas tres grandes estrellas que contemplara de niño, y percibir la leve crepitación de la techumbre al ceder los cabrios, y el ruido apenas perceptible que formaban los escarabajos y gusanos en el maderaje podrido. Afuera oía soplar tenuemente el viento con un susurro íntimo, dulce y familiar; Miguel conocía bien aquella suave música. Pero fuera de estos leves ruidos, todo era silencio: un silencio cerrado que lo envolvía por todas partes; un silencio tan hondo, que el zumbido que Miguel tenía en el oído desde su infancia, le producía ahora un verdadero tormento, por el contraste con aquel silencio. En sus oídos resonaba un tañido de campanas, un ruido de torrente y de lucha. De niño solía estar de noche en aquella misma habitación oyendo hervir el silencio; era un hervor que le hacía imaginarse que alguien pasaba perpetuamente por delante de la casa; le parecía oír el suave resbalar de los patines de un trineo que cruzara por la pista sobre infinitos campos de nieve; a intervalos, creía percibir un tenue y frágil tintineo de cascabeles lejanos: Más tarde, desde que un día oyera durante el invierno la música fina, frágil como la escarcha, de los cisnes allá en los pozos del hielo, creyó oír la voz de estas aves allá en el fiordo.
Ahora volvía Miguel a oír este silencio; pero un silencio muy transformado ya: un silencio tan intensificado y sonorizado, tan poblado de subsonidos, que sembraban el terror en su espíritu. Aquella larga época de ausencia de su tierra natal le decía ahora que aquello que cantaba en sus oídos sin querer enmudecer, era la nada final y absoluta de ocho años de ausencia perdidos fuera de su hogar. El rumor vacío de la nada.
Una noche sintió, con una indescriptible y aplastante certeza, que aquel clamor que sonaba en el vacío había de perseguirlo ya continuamente hasta que un día se agigantara de repente convirtiéndose en un estallido, que le cuartearía la cabeza y lo arrastraría, como el soplo de un huracán, al reino de los muertos.
Y Miguel sintió un impulso alocado de huir de su hogar.
—Tienes una cara lánguida, hijo —le dijo un día Thöger—. Me parece que estás aburriéndote aquí. Anda, sal de casa, y vete a pescar. Eso te servirá al mismo tiempo de ocupación y esparcimiento. Puedes salir con Jens. Y en todo caso, siempre podrás coger la chalana y largarte a escondidas con el viejo Börre… Está un poco chiflado, pero, pescando, es una cosa seria.
Y Miguel salió a pescar llevándose en su barca a Börre, un pajarraco un poco orate, que venía residiendo en la comarca desde tiempo inmemorial. Börre tenía un fondo bonachón, a pesar de todo. Días enteros se pasaron los dos hombres allá en el Brending[4] sin articular palabra, adentrándose en el agua con el esparavel en la mano en los sitios de poca profundidad. Börre se portó con gran sensatez y comedimiento, al revés de lo que solía ocurrir en otras ocasiones: tenía la manía de esconderse con la cara muy metida en un rincón, por ejemplo en el ángulo formado por dos edificios, donde se pasaba a lo mejor horas enteras, riéndose quedamente a solas, con una fantástica hilaridad. A Börre casi siempre se le veía de espaldas: sus hombros se estaban estremeciendo y agitando con la risa demente que sacudía su cuerpo… A veces, cuando los dos iban pescando con el esparavel, con el agua hasta el pecho, él daba media vuelta mirando hacia el fiordo abierto, y empezaba a reírse y a exaltarse con tales sacudidas, que el agua formaba en torno de él anillos concéntricos que se iban alejando a gran distancia.
Miguel salía también a pescar con Jens Sivertsen, y así solía ver con frecuencia a Ana Mette. A la muchacha le había salido una especie de excoriación junto a las comisuras de la boca: aquello no era más que la manifestación de su juventud y vitalidad que le salía por la cara como una erupción.
* * *
¡Qué largo e invariablemente uniforme el verano de aquel año! El valle y las praderas rebosaban de hierba y de flores como jamás se había visto. El sol no tenía prisa por recorrer su órbita. Todos los seres vivientes parecían andar sin prisas. Miguel vio cómo un pájaro atravesaba el espacio subiendo y bajando como si pasara rasando la superficie de cerros y valles invisibles, y cuando hubo desaparecido, dejó tras sí el recuerdo de un gorjeo alegre y despreocupado. Los abejorros revoloteaban perezosamente sobre los húmedos tremedales; la chinche acuática trazaba garabatos en la superficie del agua, sobre los oscuros remansos del río.
Aquél era el valle de la inmortalidad. Las suaves colinas cubiertas de brezos fingían figuras de cabezas flanqueando los dos lados del valle. El río se deslizaba a lo largo de él, callado y serpenteante, mientras por el cielo volaban blancas nubes con flecos que parecían pies alados.
El agua, en el río, discurría, riendo, sobre los lechos pedregosos, se hundía en remansos y se quedaba silenciosa. Los peces se asomaban de un salto al exterior suspendiendo su respiración para atrapar mosquitos. Miguel entrevió de pronto el centelleo de una figura espectral sobre el agua resplandeciente —como un relámpago, como una sombra blanca sobre un espejo—, y a continuación oyó una sorda carcajada. Su eco rebotó entre los ribazos y acantilados.
La calma ardiente del mediodía era profunda, como una petrificación de la medianoche, pues el sol envolvía de silencio toda cosa que respiraba. Era un silencio forzado bajo la luz del cielo, mucho más amenazador que las tinieblas de la noche. Por aquel cielo blanco navegaba la felicidad; pero nadie consigue conocerla hasta que ella está muerta.
Cuando se extendió el crepúsculo sobre el paisaje, todo el aire se pobló de sonoridades. La becada se lanzó impetuosa a la altura de los espacios, dejando oír su agudo yerp, yerp en la velada oscuridad. Del islote de los Líquenes llegaban los ladridos, finos y penetrantes, de los cachorros de la raposa. De repente resonó una carcajada en los acantilados, una carcajada múltiple y demente que infundía terror. Luego se produjo un hondo silencio, hasta que de nuevo volvieron a oírse los impertinentes ladridos de los cachorros invisibles.
Cayó la noche. En el profundo remanso que se formaba en el recodo del río, se rasgó la superficie de las aguas y emergieron los hombros de Man[5], chorreando fango. Sobre los mojados recodos de los caminos flotaban los espíritus del reino, de la muerte bajo la forma de negras golondrinas de mar, que permanecían inmóviles en el aire con las alas abiertas, escrutando las profundidades.
* * *
Un día, al anochecer, se encontraba Miguel a la puerta de su casa mirando hacia los prados. Allá lejos, en la oscuridad, se movía una luz. Eran fuegos fatuos. Hacía un gran rato que toda la gente se había retirado a sus casas. Y a las gentes de Höbjärning no trasnochaban en la pradera, pues ya se había recogido en carros el heno de los almiares. Era en el mes de agosto.
Todo estaba desierto y silencioso. Habían enmudecido pájaros y animales. De niño, Miguel, en noches como ésta, nunca se había atrevido siquiera a asomarse a la puerta para ver los pantanos por el miedo que sentía de encontrarse con los fuegos fatuos, que él creía eran espíritus de otro mundo. Y todavía ahora estaba inmóvil, paralizado por un miedo invencible. Sentía un frío exagerado en el cuerpo, como si lo hubieran dejado, indefenso, solo y desnudo, en medio de un viento glacial. Pero, a pesar de aquel miedo físico e insuperable, Miguel tenía que salir a enfrentarse con aquella realidad —fuera lo que fuera— que sus ojos veían en medio de aquella noche embrujada. Diríase que él no podía vivir sin terrores, que tuviera necesidad de contrapesar su abatimiento interior con terrores exteriores.
Y, entregando su vida a los poderes secretos de la noche, Miguel salió de casa y se adentró en los pantanos. El terror que sentía era como el flujo y reflujo de una marea, que, alternativamente, se alejaba de él para luego volver a inundarlo. Miguel caminaba como envuelto en una llama viva. El fuego fatuo que brillaba ante sus ojos, desapareció. Hacia la medianoche, Miguel se detuvo. Y en aquel preciso instante, resonó una risa allá en los acantilados: una carcajada como un cacareo, rápida, fugaz. El eco multiplicó aquella risa. Miguel se echó en tierra, y, caminando a gatas con la cabeza escondida bajo un brazo, anduvo un buen trecho, arrastrándose veloz. Luego, con una torpe maniobra, se volvió y echó a correr agachado hacia su casa. Mucho después, cuando volvió a reinar el silencio, se enderezó y echó a andar.
—No voy a consentir que salgas por las noches —le dijo el viejo herrero a su hijo al día siguiente, mientras los dos estaban sentados a la mesa almorzando.
Miguel se quedó callado, confuso y casi satisfecho ante aquella advertencia de sobremesa.
Ya más tarde, aquel mismo día, Thöger mencionó en la conversación aquellos extraños fenómenos nocturnos.
—Yo no creo en esas cosas supersticiosas. Jamás he visto ninguna cosa de ésas. Al menos nunca he tenido ocasión de verlas u oírlas de cerca. Pero debes saber que eso de salir de noche es perjudicial… para la salud. No hay que exponerse nunca a los riesgos.
—No es que yo crea en esas cosas tampoco —aseguró Miguel—. Pero es que tengo costumbre de salir un poco de noche cuando no logro conciliar el sueño. Y… a propósito: ¿qué clase de risa extraña es esa que he oído resonar en los acantilados? ¿La ha oído alguien alguna vez?
Thöger levantó las cejas en un gesto de desdén.
—¡Oh, eso! Será sin duda cosa de algún bromista. O tal vez el chillido de alguna alimaña. ¿O será acaso el jöve?
—¿El jöve?
—El jöve, sí, el jöve, ese ser extraño… —contestó Thöger con una sonrisa un poco amarga—. No puedo darte una descripción exacta de él, porque nunca he visto ninguno. Pero eso debes saberlo tú, que has estudiado.
Y diciendo esto, con aire de enfado, Thöger se levantó, se fue a la fragua y se puso a trabajar. Al poco rato su figura aparecía envuelta en un torbellino de chispas.
Miguel subió a su barca y se fue a pescar. A cierta distancia de la desembocadura se encontraba Jens Sivertsen tendido en su bote. Al divisar a Miguel se incorporó y le llamó a voces. Miguel remó en dirección a él.
—Tenemos noticias frescas de la guerra, Miguel —empezó diciendo Jens—. Ha estado un mercader en la casa solariega, que ha traído noticias. ¡Todo marcha magníficamente! El rey tiene en todo momento la suerte de su lado.
Jens Sivertsen aparecía visiblemente reanimado y contento. No mencionó para nada a Otte Iversen. Pero Miguel adivinó que habían recibido buenas noticias de él también.
Miguel no quiso hacerle preguntas, y, empuñando los remos, se alejó de aquel lugar.
Al anochecer, Thöger se acercó a su hijo para hablarle.
—Ven acá, Miguel. Voy a contarte algo más respecto al jöve. En realidad, ha habido numerosos jöves, si hemos de dar crédito a lo que cuenta la gente. Si hoy existe alguno, ése tiene que tener relación con Börre. No me mires con esa cara asombrada… Es lo que dice ahora la gente. No se trata de él, por lo visto, sino de su alma racional, que lo ha abandonado. Eso dicen. Bueno; lo cierto es que hace muchos años, Börre anda mal de la cabeza. Es muchísimo más viejo de lo que pudiera creerse. Yo no recuerdo ya aquella época. El caso es que un año, en primavera, perdió la chaveta: fue una pena de amor lo que le trastornó el juicio. Pero, a partir de aquella época, la gente dio en hablar de un jöve, que decían que andaba errante allá por los cerros. Yo he oído muchas veces, por cierto, esa risa. En aquellos tiempos lejanos en que yo quemaba sal, cuando me encontraba en el arenal junto a mis cacerolas, solía oírla frecuentemente por las noches. Más de una vez se encontraba Börre a mi lado en aquel momento, y también él la oía. Nadie ha visto al autor de esas risas. No hay ni ha habido jamás persona alguna que diga haber visto a un jöve; no hay nadie que pueda describirlo, pues aquel que acierta a verlo, se queda muerto en el acto…