VUELTA AL HOGAR

En la época de la siega del heno, Miguel Thögersen regresaba al valle que se extiende junto al fiordo de Lim, donde él había nacido.

Las noches eran ya luminosas; habían disminuido los calores, de modo que los prados y el río aparecían envueltos en niebla al llegar el tranquilo crepúsculo. En los prados las gentes estaban reuniendo el heno en almiares: por la noche se quedaban allí los jóvenes de tres aldeas vecinas. Todos los días al anochecer resonaban allá en los prados las fuertes voces de los jóvenes de Kourum:

—¡Id… a… dor… mir!

El grito pasaba de un almiar a otro como las voces de alerta de los centinelas. A aquella llamada lejana contestaba, un instante después, la voz amortiguada y cálida de una muchacha, una voz que venía de los lejanos almiares de Graabölle:

—¡Id… a… dor… mir!

El eco de aquella voz repercutía de colina en colina como el balbuciente clamor de mil duendes diseminados en la noche. Momentos después se oía un clamoreo lejano, infinitamente lejano, que llegaba a los oídos en fragmentos finos como hilos:

—… a… dor… mir!

Este clamor procedía de los almiares del puerto de Thorrild, hundido en las profundidades del valle. De los acantilados y ribazos distantes venía por el aire el rumor de las ranas. Las sombras se espesaban sobre los prados. La noche dormía en una paz divina, y el cielo se extendía como un velo sobre aquel silencio puro.

El valle se extendía al Este y al Oeste del fiordo, internándose una legua en tierra. En el extremo oriental del valle se alzaba el palacio rural de Moholm, el señorío que ahora poseía la viuda de Iver Ottesen. Además de esta finca, la madre de Otte Iversen era propietaria de todo el valle y de las casas y tierras de todas estas aldeas.

A corta distancia del fiordo aparecían la casa y el pequeño molino de Thöger, el herrero. El viejo Thöger llevaba residiendo allí más de treinta años. Tenía dos hijos: Miguel, el estudiante, que hacía ocho años que saliera de aquella triste escuela que era su casa, y Niels, que aprendió el oficio y las habilidades manuales de su padre.

Thöger recibió una gran alegría con el regreso de su hijo ausente. Se sentó sobre el arcón y empezó a charlar. Miguel observó que a su padre se le habían arqueado visiblemente las piernas hacia dentro a causa de la gota. El paso implacable de los años resaltaba ahora en aquel rostro ancho, sano y coloradote bajo la profunda conmoción que producía en Thöger el ver de nuevo a su hijo.

—Veo que sigues vistiéndote con el magnífico atuendo de siempre —dijo alegremente mientras examinaba, pestañeando, los rojos calzones de cuero de Miguel.

Miguel bajó los ojos, rehusando aceptar testimonios de admiración.

—Vaya, vaya. Desde una legua se te nota que estás lozano y lleno de salud —siguió diciendo el viejo—. ¡Hermosa facha! Se te ha afilado un poco la nariz de tanto estudiar. Por cierto que la nariz es toda de tu padre —añadió sonriendo socarronamente.

Thöger poseía una nariz inmensamente larga, arqueada dos veces como la nariz del jabalí, y con la punta aristada en forma poligonal, lo que le daba una expresión exagerada de hombre listo y astuto. Esta expresión de persona aguda e inteligente se veía también en el rostro de Miguel. Thöger era un hombre de grandes dotes: era muy entendido y experto en múltiples campos de actividad y tenía una aptitud natural para todo. En su juventud había practicado un arte especial que él designaba por el nombre de cocimientos. Miguel, siendo niño todavía, le había visto a veces mezclar y fundir en una pequeña marmita las cosas más diversas: lana, plomo, guijarros rojos, dientes de ratones… Pero ahora ya Thöger no hacía sus cocimientos. Su ardiente afán de conseguir la piedra filosofal se había ido extinguiendo con el paso de los años. Aquello se había acabado para siempre.

—¡Oro! ¡Oro era lo que yo quería fabricar! —exclamó el viejo en tono de broma, un tono confidencial que hirió las fibras del corazón de su hijo—. Pero nunca conseguí obtener oro. La última tentativa…, hace de esto… ¡Oh, hace ya muchísimo tiempo! Aquel día se me ocurrió la idea de repente: junto con los ingredientes, cocí al mismo tiempo la receta. «¡Esta vez me salgo con la mía, o no sé lo que me pesco!», (dije para mis adentros). ¿Sabes? Aquella receta se la había comprado yo a un armero de Stettin. Claro está que hoy sería punto menos que imposible conseguir una idéntica a aquélla. Nadie ha logrado jamás tener en sus manos aquella fórmula. El armero me enseñó, al mismo tiempo, a descifrarla e interpretarla. Conque metí la receta en la cazuela y la cocí junto con una serie de ingredientes dotados de gran virtud. Pero… no conseguí descubrir el menor indicio de oro. ¡Ni rastro, Miguel, ni rastro! Desde entonces renuncié al sueño de conseguir oro.

Miguel encontró a su padre bastante envejecido. Su cráneo calvo y arrugado comenzaba a cubrirse de una segunda pelusilla; alrededor de la cabeza, como una guirnalda, le crecía una banda de pelo ya blanco, derramándosele sobre las orejas. Su rostro aparecía lleno de manchas blancuzcas, y sus enormes manazas presentaban asimismo un matiz descolorido y marchito.

De cuando en cuando —en los momentos en que no atendía al molino— Thöger realizaba trabajos de forja; en la fragua, a su lado, se veía a Niels, sombrío y renegrido de hollín, junto al fuelle. Thöger forjaba el hierro con una serenidad estoica y una maestría sin igual; trabajaba enhiesto, con el rostro muy separado del yunque, pues ahora padecía presbicia. Pero hacía lo que quería de cualquier hierro candente. No obstante, no solía trabajar en la forja más de una hora: de pronto cesaba bruscamente, como si de repente se acordara de otra cosa, y se metía en su habitación, donde permanecía largo rato sentado, respirando sofocado, para ocultar su traicionera asma.

Un día Thöger se puso a revolver afanosamente en un pequeño cofre de madera, rebuscando entre botones y trozos de hierro.

—Voy a enseñarte una cosa… —dijo de pronto—. Es un chelín antiguo… ¿Dónde diablos se ha metido? Hace mucho tiempo que lo tengo guardado para cuando tú vinieras. En él hay algo escrito. Yo no tengo buena vista; pero, aunque la tuviera, no sería capaz de leer estas palabras, puesto que están en latín. Lo encontré un día debajo del suelo. ¡Aquí está! Vamos a ver, Miguel, ¿qué es lo que dice aquí?

Con los ojos humedecidos de llanto, Miguel acercó a sus ojos la moneda velada por el cardenillo, y descifró la inscripción.

—Es para ti. Guárdala —le dijo el viejo, entusiasmado por la competencia y los profundos conocimientos de su hijo—. Es de plata de buena ley.

—Gracias —fue la contestación lacónica del hijo.

Miguel se guardó la moneda en el bolsillo. Desde entonces había de llevarla consigo toda su vida.

Durante los primeros días que siguieron al regreso de Miguel, el viejo Thöger no hacía más que mirar a su hijo con una mirada pensativa, en la que se leía una honda preocupación.

—Es curioso el destino de las personas, ¿verdad? —le dijo un día—. Nunca se sabe dónde está escondido el talento y las dotes de inteligencia. ¡Fíjate en el hijo del zapatero de Bröndum! ¡Hasta qué altura ha llegado! He oído decir por ahí que ahora es ya un personaje de categoría en la Corte.

—Pues sí, es verdad —contestó Miguel, inquieto y nervioso—. Las lecciones que le dio Jens Andersen fueron para él tan duras como eficaces. Estos estudios le dieron la ventaja y la oportunidad de ir a estudiar a Roma y a París.

—Así es, hijo, así es —murmuró Thöger.

Sus facciones de viejo se animaron de pronto al evocar el recuerdo de viajes por tierras lejanas. ¡Viajar al extranjero! También Thöger había viajado, aunque sus viajes no pasaron más allá del norte de Alemania.

—Así es —repitió mientras giraba sus pulgares, uno alrededor del otro—. Y a propósito: ¿has visto alguna vez, por casualidad, al joven hidalgo de la casa solariega…, su señoría el señor Otte, creo que le llaman?

Tan inesperada era aquella pregunta, que Miguel dio un respingo en su asiento, sobresaltado.

—¿A quién? ¿Al hidalgo de…?

—Sí, muchacho, a nuestro joven señor… Se fue a Copenhague por la primavera. Y no ha vuelto desde entonces. Respecto a él, me he enterado de una historia… muy rara.

Miguel afirmó con la cabeza, apartando a un lado su mirada, como si le disgustara el relato de aquella historia.

—No es fácil que te hayas tropezado con él por aquellas tierras —siguió diciendo Thöger—. Estos jóvenes nobles y vosotros los hombres de letras tenéis vuestras propias relaciones sociales, cada clase las suyas… Pues sí. El señor Otte se fue a la Corte por su propia idea y voluntad y enemistado con su madre. Él no tenía por qué hacer eso: me refiero a irse a la Corte. No tenía necesidad de vestirse de uniforme, puesto que no le llamaban a la guerra; además, su madre está viuda. Pero dicen que hizo todo eso por causa de Ana Mette… Tú recordarás perfectamente a Ana Mette, ¿no?

Miguel la recordaba.

—Pues esa Ana Mette está convertida ahora en una belleza —siguió el viejo, en tono de franca admiración y con los ojos abiertos de pasmo—. Es una moza tan guapa y gentil como no he visto otra en mi vida. Tan hermosas perfecciones las heredó de su madre, a la que tú también conociste sin duda… Su madre era hija del forzudo Canuto, que murió en la guerra de los campesinos. ¡Cuántos hombres cayeron en aquella lucha! Pues sí; Jens Sivertsen se casó con la mujer más hermosa y admirada de la comarca. Él y yo éramos ya de edad cuando tomamos mujer… Tu madre y ella no eran muy amigas precisamente, que yo sepa. Pero ¿a qué hablar de estas cosas? Las dos han pasado a mejor vida. Sí, ambas están ya muertas y enterradas. Así es la vida…

—¿Qué dijo a todo esto Jens? Me refiero a las relaciones del señor con Ana Mette.

—¿Qué había de decir? Él no podía agarrar una estaca y echar por la puerta al joven señor. ¡Qué cosa más increíble! Diríase que él anduviera pegado a las faldas de la muchacha. La muchacha se fue a ver a su padre, poniendo cara larga y suspirando por el joven… Y el joven prometió a la muchacha que regresaría trayéndole las mejores cosas de este mundo. Y pudiera ser que llegaran a casarse. ¿Quién sabe? La señora de la casa solariega ha dado un viraje redondo, cambiando de parecer… Bueno: ¿quieres que vayamos allá abajo a charlar un poco con Jens Sivertsen? Yo puedo muy bien llegar hasta allí. Tomamos la barca y nos vamos por el río.

Thöger se echó al cuello una gruesa bufanda de lana, y subió a bordo de la chalana. Miguel remó hasta llegar a la desembocadura del río, donde amarraron la barca, y luego anduvieron a pie el resto del camino hasta llegar a la casa de Jens Sivertsen.

Y esta vez Miguel tuvo oportunidad de ver y admirar a Ana Mette. Hasta el momento de verla delante de él, no había tenido otra idea de ella que el recuerdo de aquella niña de cabello rubio claro y de tez rosada que viera antaño, antes de ausentarse de su tierra. Ahora la veía transformada, como por milagro, en una doncella alta, acabada y perfecta. Dentro de la pequeña sala su cabellera lanzaba destellos. Era blanca y sonrosada todavía como una niña, con labios muy rojos y ojos puros, de color azul celeste. Así debía de ser Freya, la diosa nórdica.

Ana Mette tendió su mano a Miguel, que se la quedó mirando hasta que ella bajó los ojos. Era de una belleza adorable. Pero Miguel sintió algo así como si se le abrasara la mano:

«¡Otte Iversen! —pensó—. Ahora me las vas apagar. Vas a recibir tu merecido…».

Thöger llevó la voz cantante mientras permanecieron allí. Hablaron de todo lo imaginable, incluso de cosas estrictamente personales; pero no se mencionó, ni con la menor insinuación, la situación existente entre Ana y el joven hidalgo de la casa solariega. Por otra parte, no se notaba nada en la actitud de ella: era una muchacha dulce, buena y reservada como todas las muchachas. Pero al mismo tiempo diríase que ella tenía algo especial: parecía una persona que un afortunado azar hubiera elevado a un nivel superior al de las demás personas. Sus rasgos ya finos por naturaleza tenían esa viva elasticidad y flexibilidad de una muchacha de dieciocho años, y parecían ser la irradiación de un joven equilibrio interior. A Miguel ya no le extrañó que Otte estuviera dispuesto a revolver cielos y tierra para conseguir su mano… «¡Tanto mejor! —pensó Miguel—. Así le dolerá más el corazón en la hora de su desgracia, en la hora de mi venganza».

Porque Miguel estaba resuelto a tomar venganza; y esta resolución le apretaba el corazón como un dogal.

—¿Sabes que tú podrías casarte con Ana Mette? —dijo, medio en broma, el viejo Thöger a su hijo en el camino de regreso—. Los dos hubierais hecho una pareja magnífica. Armonizaríais muy bien. ¿Por qué no decirlo? En este aspecto Jens Sivertsen no es melindroso por lo que se refiere al dinero… No es avariento. Por mi parte, yo no he podido darte mucho precisamente. Tú y Ana Mette podríais ir juntos a Roma. Irías a terminar tus estudios a Roma, como has dicho alguna vez. ¡Es cosa grande esto de poder viajar! Yo, en mis buenos tiempos, he viajado un poco; y Jens Sivertsen también ha recorrido sus buenas leguas.

Como notara que aquella broma parecía molestar a Miguel, se calló. Pero momentos después el viejo dio los últimos toques a aquella ilusión suya, diciendo:

—Es una gran muchacha esa Ana Mette. Desconoce todavía la malicia del mundo. Dicen que ella y el joven señor se aman. Tú no tienes todavía edad ni experiencia suficientes para comprender lo que es eso. Pero yo puedo decirte que Ana es una manzana que está todavía en el árbol, esperando que una mano la coja. Bien, Miguel. Apresurémonos a llegar a casa.