Al día siguiente, el ejército emprendía la marcha: el rey Hans partió con sus hombres… Lansquenetes y campesinos, banderas y espuelas, mosquetes y mochilas: todo había desaparecido de la ciudad, como barrido por el viento. De extremo a extremo, las calles aparecían impresionantemente desiertas; el aire de la ciudad, que antes resonara con el ruido de las armas y el fausto, ahora estaba religiosamente mudo y silencioso. Ahora que se había alejado el peligro de recibir una coz de un caballo, hacían su atrevida aparición en las calles, olfateando y hozando los residuos y desperdicios que el ejército había dejado tras sí en la ciudad. Ahora la ciudad podía volver los ojos a sí misma y a sus problemas internos.
Aquel mismo día, al mediodía, la horca que estaba levantada frente a la Puerta del Oeste, apareció empavesada con los cuerpos medio corrompidos de dos malhechores: uno de ellos corpulento, el otro de menor talla. Se habían abierto investigaciones judiciales para castigar varios crímenes perpetrados durante la noche. Entre otras fechorías, se había encontrado una mujer degollada en su propia casa. Esta mujer se llamaba Hamborg-Lotte. Durante aquella noche se habían cometido diversos desafueros, como cualquiera puede suponer. La idea de la próxima partida para la guerra había afectado y trastornado el espíritu de muchos hombres, suscitando en ellos diferentes sentimientos y actos de libertinaje. Sabían que todo el que se marchaba a la guerra se libraba de la horca.
A la tarde empezó a apiñarse un pequeño gentío delante de la Casa Consistorial. En el cepo se veía a dos personas: un hombre que había cometido un robo y una mujer que había sido sorprendida en libertinaje; una joven, cuya belleza excedía a toda ponderación. Esta mujer era Susana, la hija de Mendel Speyer. El sereno la había atrapado de madrugada en el momento en que su cliente abandonaba su casa. Hacía ya mucho tiempo que él la venía vigilando de cerca: en la esquina de su casa los vecinos habían escrito y dibujado cosas relativas a ella, indicaciones que no dejaban lugar a dudas respecto a la conducta de la joven. El sereno era tuerto. Un bribón le había saltado un ojo en una riña nocturna. Si la hija de Mendel hubiera sido danesa, todavía se podía esperar que ella pudiera seguir ganándose la vida atrayéndose a los clientes que todavía quedaban en la ciudad, y que el sereno volviera compasivamente hacia ella su ojo ciego, ya que él tenía mucha práctica en esto de hacer y deshacer en materia de aplicación de la justicia. Pero Susana era una maldita y repugnante extranjera. Y por eso se la había expuesto ahora al público como objeto de escarnio, con la orden de que, una vez que el pueblo la hubiera escupido, llevara las piedras a cuestas a través de la ciudad. El pueblo se había reunido allí formando un grupo circular en torno del cepo; aquel círculo se fue engrosando con la llegada de nuevos grupos de ciudadanos. El ladrón estaba alerta, cauteloso; su mirada era ágil y rápida. Cuando alguien le insultaba, él reaccionaba ferozmente, espumajeando y mostrando sus blancos dientes como un perro furioso. Hasta se le veían temblar de cólera los pies, que asomaban por debajo de los agujeros practicados en el cepo. Luego se quedaba quieto durante un rato: se relajaban sus facciones, dejando ver un semblante devorado por la inquietud y el miedo. En esto se adelantó y aproximó a él un hombre apuesto y pinturero para hacer mofa de él: el prisionero empezó a lanzar dentelladas a diestro y siniestro con tan fulminante rapidez, con tal ferocidad, que el mofador retrocedió lleno de miedo. De pronto al hombre pinturero se le endurecieron las facciones; en torno de su boca se extendió una mueca de rencor; y, después de echar una mirada cautelosa para ver si la guardia lo vigilaba, descargó un tremendo puntapié en los morros al pobre prisionero inmovilizado en el cepo, y dirigiéndole una mirada llena de desprecio, exclamó:
—¡Contempladlo, contemplad a esa basura!
Y se alejó.
El ladrón, tras parpadear un instante, lo siguió con una mirada que tenía el brillo del acero, haciendo crujir sus dientes, pero sin dejar escapar el menor gemido. A ambos lados de su nariz se veían dos manchas lívidas.
A una distancia prudencial del ladrón —el trecho correspondiente a cuatro agujeros— se encontraba Susana. Tenía sus pies desnudos metidos en el cepo. Más de uno se sintió tentado a cosquillear las plantas de aquellos diminutos y lindos pies. Vestía falda verde. Sobre sus hombros habían echado un áspero saco, que le ocultaba los brazos. Estaba totalmente inmóvil y callada, con el rostro caído sobre el pecho: su caudalosa cabellera de color castaño oscuro estaba salpicada de salivazos y esputos.
A su lado y a corta distancia de ella, se veía en pie al viejo Mendel Speyer. Vestía una capa judía de color negro. La barba descendía de sus facciones alargadas y atormentadas. Inclinada la cabeza hacia el suelo, conversaba con un joven amulatado, a quien nadie conocía en absoluto. Tenía un cabello rizado, raquítico, y unos ojillos de ratón, de un color negro rojizo. Era delgado como la hoja de un cuchillo. Este joven desconocido era un comerciante de Elsinor, a quien Mendel Speyer había mandado a buscar aquella misma mañana.
Allí estaba ya Jerck, el descuartizador, que actuaba de ayudante del verdugo. Acababa de atar una a otra dos grandes piedras. El hombre no se andaba con remilgos. Antes que sacaran a Susana del cepo, se acercó a ella su padre, vacilante e indeciso… Alzó la mirada de sus ojos muertos para mirar al guardia, luego la bajó para contemplar un par de zapatos pequeños que llevaba en su mano, y finalmente detuvo su mirada en los pies desnudos de su hija. Y otra vez sus ojos volvieron a hacer el mismo recorrido… El guardia de vigilancia se apoyó en la alabarda —sus feroces bigotes no se movieron en absoluto—, sin decir que sí ni que no. Mendel Speyer titubeaba, ya resignado a batirse en retirada, cuando de repente empezó, precipitada y torpemente, a calzar los zapatos a la pobre Susana. Luego dio la mano a su hija, ayudándola a ponerse en pie. Al fin le ordenaron retirarse.
Ni un solo músculo se movió en el amarillo y varonil rostro de Jerck cuando éste colocó la cuerda alrededor del cuello de Susana.
«Después de todo, pensó, ellos y no yo tienen la culpa de que se hayan elegido piedras demasiado chicas».
El cortejo se puso en marcha. A la cabeza iban Jerck y Susana. Al otro lado de ella, iba tambaleándose Mendel Speyer. Un poco más rezagado, avanzaba Morián, que así se llamaba el joven mercader de Elsinor. A continuación seguía toda la alegre muchedumbre de gentes honradas y limpias de la ciudad: zapateros, pescadores, estudiantes, recién paridas y doncellas. Avanzaron muy lentamente por la calle de Vimmelskaft, ya que Susana, agobiada por su pesada carga, iba dando tropezones a cada paso. Cada vez que Mendel veía vacilar a su hija, se sobresaltaba y alzaba su mano morena y huesuda solicitando licencia para sostener a su hija, mientras la sombra del dolor se extendía por su rostro como si le hubieran descargado un latigazo en la cara.
Aquel día la fiesta fue completa para los ciudadanos de Copenhague:
—¡Fijaos! ¡Mirad! ¡Hasta el Cigüeña ha venido dando zancadas!
Apenas el rojo espantajo que era Miguel surgió junto a la Iglesia del Espíritu Santo, los muchachos se apresuraron a saludarle y darle la más entusiástica bienvenida. Pero esta vez el Cigüeña les hizo frente repartiendo puyazos con su bastón ferrado. Los muchachos, dando gritos desaforados, se dispersaron y lo dejaron en paz.
—¡Anda! ¡El Cigüeña se ha dejado bigote! —comentaban las gentes riendo—. ¡Hay que ver cómo se dio prisa para venir a ver a la muchacha!
Al llegar el cortejo a la plaza del Mercado, subió de punto la expectación y sensación popular. La gente se arracimaba en puertas y ventanas. Un atrevido y joven artesano salió corriendo de una de las tabernas próximas, y, lanzando un donairoso y pudibundo gritito, echó mano a la falda de Susana y se la arremolinó en el aire dejando desnuda a la muchacha hasta la cintura. Aun cuando el público acogió la broma como una gracia muy oportuna, aquello le pareció demasiado a Jerck quien, con ademán severo, hizo una seña al joven aprendiz de artesano amonestándolo, y se acercó más a Susana para protegerla contra posibles bromas pesadas e hirientes. Echando una mirada en torno suyo, Jerck descubrió la presencia de Miguel Thögersen. Pero hizo como que no le conocía.
Susana ya apenas podía soportar el peso de las piedras. El agotamiento la hacía temblar. Tenía las mejillas encendidas del esfuerzo realizado. Poco antes de llegar a la Puerta del Oeste abrió, por vez primera, sus brillantes ojos, e inmediatamente rompió a llorar. Se detuvo. Sin despegar los labios, Jerck tomó la carga, la depositó en tierra y se apoyó en su garrote, esperando. Mendel Speyer susurró unas palabras precipitadas al oído de su hija; al hombre le danzaban las lágrimas en sus labios temblorosos. Pero le habló con acento resuelto y autoritario: Susana inclinó la cabeza, y ya no volvió a llorar.
Jerck volvió a colocarle encima las piedras. Al transponer la Puerta, el alguacil mayor leyó en voz alta para Susana unas breves palabras en las que le informaba que ahora ya podía marcharse con todo lo que llevaba consigo; pero advirtiéndosele que, si bajo cualquier pretexto se le ocurriera entrar de nuevo por las Puertas de la Ciudad, caería sobre ella todo el peso de la ley.
Un poco más allá de la Puerta se había detenido un coche. Padre e hija montaron en el carruaje acompañados del judío extranjero, e inmediatamente emprendieron la marcha.
Miguel Thögersen se fue tras ellos.
El mísero vehículo avanzaba a una marcha muy lenta. El cochero, un pequeño campesino en cuyo cogote se veía un mechón de pelo decolorado por el sol, azuzaba sin descanso a su jamelgo, castigándolo y animándolo con sus gritos. Pronto comenzaron a descender por una cuesta en medio de una nube de polvo: el carruaje rechinaba y crujía con un ruido que desmentía su lenta marcha. Pero no tardó en volver a su antigua lentitud.
Era un día del mes de julio, con tiempo seco. Los grandes macizos de galios amarillos que crecían al borde del camino extendían en torno un olor a miel. El centeno maduraba en los campos bajo aquel aire cálido. El Estrecho se iba poniendo azul oscuro; allá abajo, a la izquierda, se combaba el bosque en medio de la brillante calina estival. Pero ya el sol declinaba por el poniente. No tardaría en anochecer.
Miguel siguió al coche durante un recorrido de cuatro leguas, sin que los viajeros volvieran la mirada atrás para verle.
A unas dos leguas de Elsinor, hicieron alto y entraron en un mesón para pasar allí la noche y descansar. Había anochecido ya. Allá en los campos, a una media legua de distancia, una pobre campana lanzaba sus tañidos hacia el tenue rosicler del poniente, quejándose, gruñendo y maullando sin consuelo como una gata que, rondando por pajares y graneros y sacudiéndose las gotas de rocío de sus patas, busca afanosa a sus gatitos muertos.
Miguel Thögersen no tenía razón alguna para entrar en la fonda, y así se sentó en el banco de los pobres, bajo el gran tilo que había junto a la casa. Poco después se encendió la luz en la habitación de los huéspedes. Miguel se levantó y fue a apostarse delante de la puerta abierta, limitándose a fisgonear desde fuera.
Vio a Susana sentada a la mesa, mientras los otros dos permanecían en pie hablando animadamente con ella. El viejo Mendel parecía estar intentando persuadirla y consolarla con los recursos de su larga experiencia; hablaba en un tono dulce y acariciador; toda su actitud reflejaba la cuidadosa atención y deseo de prestar ayuda que un padre es capaz de testimoniar a su hija. El joven judío de cabellos crespos y mirada fría comenzó a accionar en todas direcciones, trazando con ambas manos en el aire invisible figuras para subrayar la fuerza de sus afirmaciones… Pero era evidente que Susana no prestaba atención a lo que ellos decían.
Recostada en el sillón, la muchacha descansaba su fatigada cabeza sobre sus manos cruzadas tras la nuca y apoyadas contra el respaldo. Tenía el rostro vuelto hacia la puerta, pero sin ver… Su boca estaba entreabierta: Miguel vio aquella fina línea de sombra que separaba sus labios, las singulares aletas de aquella nariz, que siempre estaban inquietas y vibrantes… ¡Qué dulces aparecían aquellas facciones trabajadas por el dolor! ¡Qué inefablemente hermosos y tristes, qué brillantes y penetrantes aquellos ojos de niña enferma! Ellos creían que era la pena lo que ponía aquella expresión en su rostro. Pero ¿era solamente pena, en realidad? Aquel rasgo de sufrimiento que contorneaba su boca muy bien podría interpretarse como una sonrisa enigmática; la cansadísima luz de sus ojos era algo más que la expresión del dolor: la impresión que producía su mirada oscilaba entre la pena y la dulzura… ¡Era el amor!
Miguel retrocedió y reanudó su marcha. Cuesta arriba, cuesta abajo, avanzaba a paso presuroso por el camino de Elsinor. Sólo cuando divisó las luces de la ciudad, aflojó el paso y al fin se detuvo y se sentó en la cuneta. Muchas cosas dolorosas le habían ocurrido durante las últimas veinticuatro horas. Pero la más dolorosa y punzante de todas la había experimentado ahora al ver reflejada la sombra de Otte Iversen en los ojos velados de pena de Susana: la muchacha amaba al joven hidalgo. Y a partir de aquel momento, Miguel dejó de amarla. Al recordar ahora aquellos repugnantes dibujos trazados en la esquina de la casa de Mendel Speyer —de aquella casa que antes ejerciera sobre él una secreta e irresistible atracción—, sintió que un ramalazo de cólera le flagelaba la sangre.
—¡No! ¡Ya nunca más! ¡Qué se pudra!
Estando así sentado al borde del camino, sintió que la vida le empujaba a seguir adelante, arrollando su reacia voluntad. El hombre se arrojó al fondo de la cuneta, gimiendo de angustia. Era joven: estaba en una edad en que sus pasiones todavía no eran capaces de alimentarse de sí mismas y exigían un objeto sobre el que proyectarse. Y entonces todo su dolor se trocó en odio: odio contra Otte Iversen. Se sintió como aliviado al pensar que un día él iba a ser la ruina y perdición de Otte. Con esta sola idea se sosegó más y empezó a meditar contra el joven hidalgo toda clase de muertes y torturas.
«Así —pensaba con sádico placer—, así pestañeará Otte Iversen delante de mi cuchillo. O tal vez reaccionará de este otro modo… Lo veré hundido… Así, aplastado y triturado por el dolor de la desdicha. Despedazado miembro a miembro, descuartizado…».
Miguel se despertó de su ardiente sueño de venganza con el ruido lejano del coche, que ya se aproximaba, dejando oír el rechinamiento de sus ruedas en el silencio del anochecer. Ya el carruaje subía por la cuesta; ya Miguel percibía los fustazos del cochero… Se levantó y, con la rapidez que le permitían sus piernas, se dirigió a la ciudad.
Aquella misma noche logró encontrar al patrón de un barco, que accedió a transportarlo hasta Grenaa. Cuando ya la embarcación navegaba frente al Kulle, Miguel se tumbó en la bodega de proa y se durmió como quien no volverá ya a despertar nunca.
Al salir el sol, seguía reinando la calma chicha más completa. El pequeño velero se desviaba un poco hacia el Norte; el Kulle quedaba hacia el Sur, irguiendo su mole como una nube baja y erizada de almenas. El patrón y sus dos hombres sacaron los remos; pero apenas les sirvió de nada. En su impaciencia, el patrón fue a la bodega a buscar un barril de cerveza, y despertó a Miguel. Éste se restregó los ojos y, echando una mirada a su alrededor, ofuscado por la luz, notó que el agua estaba quieta como un espejo. Tripulantes y pasajeros se dirigieron a un lado de la cubierta y se pusieron a beber. Aun antes de llegar a estar completamente despierto y despabilado, ya Miguel estaba medio borracho, sin duda debido al hambre, cansancio y sufrimiento que padecía. Hablaba y hablaba, agitando en el aire su pichel de cerveza. Había perdido todo freno; estaba como loco. Poco a poco fueron enmudeciendo los otros hombres, no se oía apenas otra voz que la de Miguel, que seguía perorando:
—Mucho tiempo hace que estoy condenado a la ruina y a la desdicha —exclamaba babeando y resollando—. Tengo un alma tan mísera y de tan bajo valor, que ni el mismo Satanás la quiere. Bien, magnífico: esto no quita que hagamos una fiesta. Ya que se me niega todo, vuelvo la espalda alegremente a todo (¡oh!, me es fácil renunciar, ¿sabéis?), y sigo mi camino. Yo, el proscrito, anuncio mi fiesta… ¡Hurra! Venid conmigo, venid conmigo a la fiesta todos los muertos y cojos, todos los que habéis perecido abrasados o con el cráneo aplastado. ¡Ea, venid! Ya está puesta y servida la mesa: buscad vuestro asiento, sentaos a la mesa todos, tal como estáis vestidos con vuestras ropas de domingo… Aquí hay asiento para aquellos que tienen sus mejillas convertidas en jirones y llevan guijarros incrustados en el dorso de sus manos. Venid los muertos arrojados por el mar a las playas y los miserables que habéis sufrido el suplicio de la rueda. Porque yo… Yo soy vuestro, yo pertenezco a vuestro gremio. Venid: no tardaré en devolveros la visita. ¿Por qué he de tener apego a la vida? Yo no pertenezco a nadie ya, ni sirvo para nadie. Soy un hombre solitario en el mundo, el más solitario del mundo. ¿Qué se me da a mí que exista en la tierra un pájaro al que llaman avestruz? ¿Qué me importa a mí que se siente en el trono de Francia un tipo imbécil? Yo ahora sólo pienso en regresar a mi patria… Me voy. Ya no veo más allá de mis ojos… ¡Adiós, adiós!…
El barco estaba completamente parado en medio del mar bajo la luz del sol. No se oía otro ruido que el latido tenue de las olas. El patrón y sus hombres se divertían en grande. Miguel siguió bebiendo largo tiempo entre sollozos y fanfarronadas, hablando ora en latín, ora en danés, hasta que al final se puso a vagar por la cubierta y se volvió a su yacija para dormir.