A medida que aumentaban los calores, Copenhague se iba llenando cada vez más de forasteros. Los feudatarios, que habían llegado con su gente, se alojaban en todo el perímetro urbano; todos los días llegaban en grandes expediciones los campesinos llamados a filas. Ahora la ciudad ardía en preparativos de guerra. ¡A tal extremo habían llegado las cosas, sin ningún motivo de orden interno que justificara esta medida! Todos los veranos traían ya de suyo a Copenhague agitación, desasosiego y multitud de forasteros. Todos los años por esta época los campesinos aparecían en Copenhague, sentados en grupos en los peldaños de las escalinatas, con actitud recelosa, temiendo que alguien les robara su mochila. Aquellas mochilas encerraban grandes meriendas constituidas por los productos típicos de las más diversas regiones del país: al lado de los harinosos pasteles de la comarca de Ringsted o de Himmelbjärg, ya medio secos y alabeados de haber estado guardados durante largo tiempo, entraban en las bocas campesinas lenguados ahumados de Blaavandshuk y perniles curados al humo, de las comarcas esteparias de Hede. Desde la mañana hasta la noche hormigueaban por las calles hombres a caballo, alemanes y jóvenes nobles e hidalgos… El mes de junio era siempre la época en que las gentes acudían en muchedumbre a la ciudad, la época en que los barcos están preparados, esperando la hora de zarpar… Todos los años por esta misma época, el rey solía llevar a cabo la ocupación de Suecia.
Ahora, en la víspera de la marcha del ejército, Miguel Thögersen avanzaba por la calle a la hora del crepúsculo… De pronto se agachó para recoger una corteza de tocino que alguien había arrojado a la calle; un poco más lejos encontró la tripa de una morcilla negra. Miguel entraba en la ciudad con una misión especial que le habían encomendado: en el seno llevaba guardada una esquela que había escrito aquella misma mañana.
Al pasar Miguel frente a una elevada escalinata, a su espalda bajó zumbando un garrote por la barandilla de la escalera: en lo alto de ésta, delante de la puerta, estaba sentado un hombre correctamente vestido, tomando el fresco del anochecer. Miguel lo había injuriado y él se vengó lanzándole el garrote, a la vez que le dirigía unas cuantas palabras coléricas. Miguel se estremeció al recibir el golpe, que le dio en la parte más sensible del espinazo. Dio unos pasos adelante, como si fuera a continuar la marcha… Pero de repente se volvió, y agarró al hombre por los pies y lo derribó dejándolo a horcajadas de uno de los barrotes de la barandilla; tras de lanzar un terrible grito, el hombre cayó desvanecido. Miguel huyó doblando la esquina a todo correr.
Al otro lado de la calle sintió tronar una voz:
—¡A él, a ése! ¡Seguidle!
Y en seguida otra voz:
—¡Por allí va!
Miguel vio que era objeto de una encarnizada persecución. Pero corrió y corrió sin detenerse un solo instante hasta que, de un salto, traspuso el dique y penetró en el cementerio, donde, casi sin aliento, se tumbó en el suelo, entre las sepulturas.
Aún no había cerrado la noche. Lo primero que le vino a la mente a Miguel fue el recuerdo de la tripa de morcilla que había encontrado en la calle: se la llevó a la boca y se puso a masticarla lentamente, saboreándola.
Miguel nunca se había encontrado de noche en el cementerio hasta entonces, ya que allí sólo dormía de día. Mientras iba aumentando la oscuridad, él seguía desvelado. Miró en torno suyo, y no tardó en temblar de miedo y agitación interior. Se volvió a tumbar precipitadamente, escondiendo la cabeza entre las altas hierbas y matas. Y así permaneció tendido durante un rato, que se le antojó un siglo. Sentía en medio de su agitación y de su estado miserable, que hasta aquellas tumbas silenciosas se reían de él. Tenía la impresión de que todos los objetos que le rodeaban estaban envenenados de odio contra él, y que le escarnecían. Le parecía que todos los espíritus del mal, parapetados tras su propia invisibilidad, se habían conjurado contra él y revoloteaban a su alrededor para matarlo con un mudo terror. Miguel tembló. Al cabo de algún tiempo, él, impelido por el mismo pánico a dar la cara a sus invisibles enemigos, hizo un esfuerzo y alzó la vista mirando largo tiempo en una sola dirección… Miguel se volvió y vio a un feísimo mono que, silenciosamente, sin dejar entrever sus intenciones, levantó su mano velluda y, separando dos de sus dedos, le apuntó al rostro…
—¡No, no, no! —chilló Miguel en el colmo del pánico.
Pero la repugnante bestia fue acercando sus dedos, y Miguel sintió que se los clavaba en los ojos.
Miguel era de natural supersticioso, y una noche pasada en el cementerio era un plato demasiado fuerte para él. El mono se desvaneció ante sus ojos, dejándolo aterrorizado. Largas horas permaneció Miguel temblando en el umbral de la agonía. La noche se iba tornando cada vez más negra. Le parecía que el aire se cuajaba al menor ruido. El horror flotaba en el aire y la oscuridad era una inmensa boca abierta que quería engullirlo.
Cuando sonaron las campanadas de la medianoche, Miguel se levantó dolorido y maltrecho. Sigilosamente se dirigió a la puerta de la iglesia, se agachó para mirar por el ojo de la cerradura. De pronto dio un salto atrás al sentir entre sus ojos un soplo de aire frío como si alguien soplara una ráfaga helada por el agujero de la llave…
Avergonzado, Miguel exhaló un hondo suspiro y se alejó de allí a todo correr.
* * *
Al mediodía del siguiente día, Otte Iversen acertó a pasar casualmente por la Pilesträde, la calle donde vivía Mendel Speyer y su hija Susana. Iba completamente absorto en sus pensamientos, presa de una abrumadora preocupación: al día siguiente tenía que emprender la marcha… Y dejar a Ana Mette allá lejos… ¿Qué vida le esperaría a Ana Mette, la de la cabellera rubia, durante su ausencia? Y cuando iba cavilando en estas cosas tristes, sus ojos descubrieron la presencia de Susana. Pero él siguió adelante sin hacer caso.
Hacia el anochecer Otte Iversen se encontraba en el cobertizo en compañía de su caballo. Ya tenía preparado y en toda regla su equipo y armamento. Todo estaba listo para la marcha. Ya no tenía nada que hacer antes de partir. ¿Qué hacer durante todo el tiempo que le quedaba libre? Sentía que el corazón se le subía a la garganta; el nerviosismo de la expectación le quitaba el sosiego, la pena de ausencia y la impaciencia por la marcha lo atormentaban… Aunque ya se había hecho tarde, todavía no había podido calmar el hervor de su sangre…
Se alejó del cobertizo y se dedicó a vagar por las calles. Siguiendo a lo largo de la Pilesträde, pasó ante el huerto en el que aquel mismo día había entrevisto la figura de una muchacha morena, de pelo negrísimo… En una especie de ciega furia arrancó de un tirón dos barrotes de la valla que cerraba el huerto, entró por el hueco y corriendo como un gamo a través de las malezas penetró en el amplio sendero flanqueado de árboles. A su izquierda percibió un ligero grito y el crujido de una falda, el ruido de alguien que huía… Otte cruzó corriendo a través del césped y las malezas en persecución de la fugitiva y, deslizándose por detrás de un árbol, consiguió agarrarla. Pero al instante la soltó, dejando caer sus brazos a lo largo del cuerpo. Él no la veía apenas en la oscuridad, pero percibía su respiración precipitada. Una rama que se había doblegado, se soltó y le dio un ramalazo a Otte en el rostro, rozándolo con sus hojas frías y vellosas.
Ella hizo un movimiento rápido en ademán de huir.
—¡No te vayas! —suplicó Otte con voz de enfermo y extendiendo velozmente sus brazos hacia ella.
—¡Cómo!… Pero ¿qué es lo que…? —susurró ella con voz vibrante y estirándose sobre la punta de los pies.
Otte veía sólo vagamente su figura, difundida en la oscuridad. Posó su mano derecha sobre la cabellera de ella, notando que estaba fría de rocío. Retiró la mano en seguida, preguntándole en voz queda:
—¿Cómo te llamas?
—Susana —contestó ella en un susurro y jadeando.
Al mismo tiempo dio un salto atrás, se eclipsó detrás del árbol y echó a correr. Detrás de ella las matas, agitadas, quedaron cabeceando. Luego todo quedó sumido en el silencio.
Otte Iversen levantó los ojos. La bóveda del cielo estival giraba sobre el huerto. Las estrellas irradiaban una dulce luz. A uno y otro lado de él se alzaban los negros triángulos de los gabletes.
—¡Ha huido! —exclamó en voz queda Otte Iversen.
Y defraudado, con el corazón abrumado por una opresión que lo ahogaba, empezó a caminar lentamente en dirección a la calle. Al remover con el pie las altas hierbas, éstas exhalaban un fresco olor a verdor y tierra húmeda. De pronto cambió de idea. Se volvió rodeando las malezas y llegó junto a un saúco, que estaba hueco por la parte que daba al huerto.
Al avanzar hacia aquel hueco con las manos extendidas, Otte tropezó con la cabellera de la muchacha. Ésta no despegó los labios. Tenía la cabeza agazapada entre los hombros. Estaba temblando. Otte extendió los brazos hacia ella. Susana se limitó a acurrucarse entre el espeso ramaje.
—¡Susana! —llamó él—. Susana…
Ella se levantó de un salto, pero él rodeó su talle con ambos brazos.
—¿Quién…, quién eres tú? —preguntó con temblorosa voz.
Por toda respuesta, Otte soltó una risa apagada, cansada. Quiso besarla, pero retrocedió, tímido. Se sintió deprimido, infinitamente abatido y cobarde ante ella. Se dejó caer sentado, recostándose contra las frías hojas del saúco. Y entonces Susana se sentó también y reclinó su cabeza sobre el pecho de él.
Así permanecieron silenciosos durante largo tiempo. Reinaba el silencio más hondo en la ciudad. Y con una enorme resonancia comenzaron a sonar las campanadas de la medianoche.
—Mañana emprendemos la marcha —dijo Otte Iversen, exhalando un profundo suspiro.
—¿Estás triste? —preguntó Susana—. ¿Hay algo que te entristece en el momento de partir?
—¿Cómo? —exclamó él, sobresaltado, con una voz que sonó como un estampido—. Sí, es cierto —añadió después de un rato, casi sin voz.
Susana besó los nudillos de las manos de Otte.
De pronto Otte Iversen oyó un rumor de pasos. Alguien venía por la calle. Escuchó con el espíritu en tensión durante unos instantes. Luego cesó el ruido de pasos…
El desconocido caminante no era otro que Miguel Thögersen. Errando por la ciudad, había llegado hasta la entrada del huerto, y al ver el hueco que en la valla dejara la rotura de los barrotes, entró en el cercado. Una vez que hubo llegado frente al saúco, se detuvo y allí permaneció inmóvil hasta que oyó dar la una de la noche en el reloj de la torre. Apenas sonó la campanada, la escondida pareja se puso en marcha en dirección a Miguel. El exestudiante reconoció en el acto a Otte Iversen. Éste y Susana se alejaron en dirección a la casa de Mendel Speyer, adentrándose en el huerto, entre aquellos añosos árboles que extendían sus grotescas ramas como brazos retorcidos.
Por la escalera de mano Otte Iversen subió hasta la pequeña habitación de Susana, conducido por ella. Bajo la claridad de la noche estival que caía por la lumbrera del techo, Otte pudo ver que aquella muchacha era muy hermosa, negra y blanca a la vez como la noche y el día: una hija del sol, venida de un mundo desconocido para él…
* * *
Abajo, en la calle, canturreó la voz del sereno:
—¡Las cuatro de la mañana en punto!
A través del blanco silencio del alba llegó, lejano, a los oídos de Otte el sonido de la trompeta. Otte Iversen se vistió apresuradamente y salió a escape de aquella casa, tambaleándose. Salió corriendo a través del huerto y, apenas hubo transpuesto la valla, se dio de narices contra el sereno, cayendo literalmente en sus brazos. Mientras el vigilante nocturno reaccionaba lanzando unos cuantos insultos que le atronaron los oídos, Otte se escabulló y emprendió una frenética carrera. Era una mañana de niebla. Otte percibió el ruido que formaban los caballos al escarbar con sus cascos en las piedras de los patios cerrados. A aquellas horas ya todo el mundo estaba haciendo preparativos para la marcha.
Acá y allá se filtraba una débil claridad a través de las rendijas de las puertas. Detrás de las puertas cerradas Otte percibió unos apagados chasquidos metálicos —el ruido de las armas—: ya los soldados de su ejército estaban en pie junto a la luz vistiéndose y abrochándose sus armaduras… Otte Iversen atravesó a la carrera calles y más calles con el afán de llegar cuanto antes a su alojamiento: sentía una apremiante urgencia de marchar, así fuera al fin del mundo, para lanzarse al tumulto del combate… Sentía necesidad de hacer pasar por el fuego su corazón para borrar de él la acción que acababa de cometer: olvidar, olvidar… Mientras corría por las calles, cerraba involuntariamente los ojos, apretando fieramente los párpados, pues continuaba viendo aún a aquella mujer, que acababa de enamorarse de él con un amor que era un incendio. Aún sentía en su cabello el contacto de las manos de aquella muchacha. ¡Con qué fuerza había aprisionado ella su cabeza, con qué fuerza la había estrechado contra su propio pecho!… Tan apasionada fue aquella presión, que Otte lloró a escondidas sobre el corazón de la muchacha. Al recordarlo ahora, dio un bote, un verdadero salto en el aire, como herido de un balazo. La pasión de Susana, el amor de Ana Mette, este acto desleal y deshonroso… Como un loco, siguió corriendo a través de las calles, envueltas en la bruma del amanecer.
Al penetrar en un estrecho callejón, aminoró su marcha, e incapaz de represar la angustia que ponía un nudo en su garganta, desahogó su corazón, derramando un mar de lágrimas. Sentía que aquel dolor que lo devoraba estaba incluso poniendo en peligro su vida, y reanudó su carrera, una carrera ciega, sin rumbo…
De pronto distinguió, en medio de la niebla, una sucia luz, que procedía de la ventana iluminada de una pobre casucha. Y así como a un niño, en el colmo de su llanto y de su pena inconsolable, se le ocurre la estúpida idea de ponerse a desconchar la pared, a Otte Iversen se le antojó dirigirse hacia aquella ventana iluminada para mirar furtivamente al interior por un pequeño hueco triangular próximo al marco de la ventana.
En el interior de aquella casa distinguió una habitación en completo desorden, situada en la planta baja. Exactamente delante de su nariz, y tapándole el campo visual, vio a un hombre que estaba en pie, de espaldas a él, inclinado sobre un sillón. Sentada en este sillón se veía a medias la figura de una mujer… Sólo pudo distinguir sus manos y sus mangas de color de rosa. Las dos figuras eclipsaban la luz de la vela que ardía sobre la mesa. Y en el preciso instante en que Otte iba a trasladarse al agujero triangular para poder espiar mejor, vio cómo el hombre levantaba con disimulo y astucia su brazo derecho… Pareció posar su mano izquierda en la frente de la mujer, sentada de frente a él, y de repente… —¡Dios del Cielo!— el hombre, trazando un amplio movimiento circular, le segó el cuello a la mujer. Otte oyó un grito ahogado, como un gorgoteo. El hombre volvió el cuchillo, lo hundió en el pecho de la víctima —donde quedó clavado—, y, apoyando la rodilla contra el respaldo, volcó contra la mesa el sillón junto con la mujer sentada en él. La luz se apagó…
Con las manos a la cabeza y la mirada fija y extraviada como la de un demente, Otte Iversen se volvió hacia la calle y echó a correr. Sin gorro y con el pelo azotándole la nuca, corrió y corrió hasta que al fin llegó a su alojamiento. Consternado y con el corazón desgarrado, entró como un huracán en el cobertizo y se dirigió al rincón donde estaba su caballo.