EMBRUTECIMIENTO

Cuando, hacia la hora del mediodía, el sepulturero se presentó en el cementerio, se tropezó con aquel largo cuerpo inmóvil, tendido entre la alta hierba. Se aproximó a él creyéndolo muerto; pero pronto comprobó que aquel hombre estaba dormido: sus párpados temblaban bajo la directa luz del sol.

Miguel estaba soñando. Soñaba que iba escalando una montaña altísima y muy escarpada, hundiendo sus pies en la blanda nieve, de una vara de espesor. Cuando ya estaba a punto de alcanzar la cima, tuvo que sentarse: no podía más. Allá arriba, muy por encima de su cabeza, el sendero de la montaña descendía oblicuamente, de derecha a izquierda. Para salvar la distancia que lo separaba de aquella senda, no le quedaba otro recurso que ir por un rodeo, dando una vuelta completa a la montaña. Pero había renunciado a semejante intento, pues tenía las dos piernas hundidas y aprisionadas en la nieve, sin poder avanzar ni retroceder. Aquel sendero oblicuo estaba envuelto en un torbellino de nieve. Toda la nieve que cubría la montaña, y que era sutil como la helada, estaba conmovida y removida hasta el fondo. De pronto vio cómo por el sendero venía bajando una larga fila de doncellas, vestidas con mantos negros, que flotaban al aire oscilando a un lado y a otro conforme ellas avanzaban con una alegría intrépida entre aquellos vertiginosos torbellinos de nieve. Su cutis aparecía enrojecido de frío. En un desfile largo, interminable, siguieron descendiendo por la montaña: unas reían, otras sonreían. Todas ellas se parecían a Susana. Pero ninguna de ellas era Susana…

A la tarde se despertó Miguel, recordando con toda nitidez los detalles de aquel sueño, que le llenó de inquietud y de aciagos presentimientos. Le pareció que ya nunca más volvería a ver a Susana de cerca, que nunca la tendría a su lado, aun cuando él sentía en lo íntimo que ella constituía su destino.

—Esto va a tener un desenlace fatal, no hay duda —pensó Miguel, lleno de temerosos presentimientos.

Sintió que sobre él se cernía una negra fatalidad. Y, sin embargo, él se había augurado a sí mismo una honda dicha, una aventura superior a la de la mayoría de los mortales. Y de pronto se sintió asaltado por un funesto presentimiento: la idea de que moriría solo, lejos de todo lo que amaba.

A corta distancia del empinado talud situado en las afueras, delante de la Puerta del Oeste, se encontraba el depósito de basuras e inmundicias. En esta época del verano el basurero estaba cubierto de niebla la mayor parte del tiempo, de modo que era imposible distinguir allá en el fondo las carroñas y osamentas de animales muertos. Sobre el borde del talud, situado a unos pasos del camino, el jifero había hincado una estaca colocando sobre ella la calavera de un caballo como señal de peligro para evitar que la gente se cayera por el precipicio. Ahora Miguel solía pasar por allí con frecuencia. En su mísera situación, pasaba preferentemente su tiempo en el cementerio o en el lugar donde se sacrificaban las reses, donde al menos las gentes le dejaban en paz. Poco a poco comenzó Miguel a sentir una extraña simpatía por aquella calavera, como si ella fuera un símbolo de su propio destino. Expulsado de la Universidad y arrojado a la miseria y al fracaso, empezó a considerarse como un maldito, condenado a la perdición. La calavera abría su boca enorme como si perpetuamente estuviera saliendo por ella un silencioso relincho del infierno; las cuencas de sus ojos parecían brillar con un oscuro fulgor de brasa; la descarnada desnudez de sus dientes evocaba en la mente de Miguel el fuego que atormentaba a Satanás. Le parecía que el mismo Lucifer iba a golpearlo a él con aquel cráneo descarnado…

Un día hacia el anochecer encontró Miguel al jifero desollando a un viejo jamelgo reventado. Miguel entabló conversación con él, pero Jerck, que así se llamaba el desollador, ya no le hizo caso. El tal Jerck, que tenía su cabaña en las inmediaciones, era muy parco en palabras. A pesar de todo, aquella noche comió Miguel carne de caballo a la mesa de Jerck. A partir de entonces, muy rara vez se unió a él para ayudarle en su tarea, como solía. En el fondo de su carácter aquel pajarraco nocturno tenía cierta inteligencia y sentido común, y Miguel lo tenía por amigo suyo.

Un día en que estaba ayudándole a desollar un caballo, Miguel se quedó largo rato inmóvil con el cuchillo en la mano, absorto en cavilaciones y recuerdos. Estaba recordando un suceso acaecido en su tierra natal: el día aquel en que se puso enfermo el caballo de Andrés Graa, sin posibilidad de que le salvaran la vida… Andrés Graa se resignó a matarlo: con su ballesta le disparó una saeta, que se le clavó en mitad de la frente; el caballo cayó instantáneamente hundiendo sus dientes en la nieve. Después vio cómo la tierra se tragaba al animal, apretándolo para siempre entre sus brazos. Miguel recordaba ahora los extraños pensamientos que entonces habían asaltado su mente: por una rara asociación, la visión del caballo muerto había suscitado en su imaginación una amarga visión de la carrera efímera del hombre sobre la tierra. Estaba viendo las formas temblorosas de un niño recién nacido; ante sus ojos el niño va desarrollándose con tal rapidez que él no puede percibir todos los detalles del desarrollo al mismo tiempo. Ve luego un par de ojos ya dotados de inteligencia, ojos abiertos que se levantan para mirarlo a él; blancos y finos se extienden los bracitos a lo largo de sus costados. Ya las piernas del niño se han alargado asombrosamente. Ya las penas y preocupaciones están ensombreciendo su rostro; por sus facciones se extiende una sonrisa, seguida de alternativas expresiones de suave crueldad, de miedo, de indecisión. Casi sin que Miguel tenga tiempo de advertirlo, la barba va avanzando, como una oscura invasión, por toda la parte inferior del rostro; el dolor y la inquietud van imprimiendo arrugas en su frente. Luego aquel ser alcanza su madurez; se detiene en su marcha, como si se estancara, y permanece absorbido sólo por sus preocupaciones íntimas: su rostro está inmutable, mientras la pena le roe por dentro. Después aparece ya viejo. La barba se torna gris, se enrarece el cabello, las rodillas resaltan puntiagudas bajo sus ropas… Ya no se ven en él más que arrugas; las carnes se ponen fláccidas, marchitándose bajo la piel, y, de repente, aparece aquel marco negro que encuadra los escombros que ha dejado la vejez; el vislumbre de unos huesos amarillentos, la tapa del ataúd que se hunde bajo una lluvia de tierra…

Ahora los ojos embrutecidos de Miguel sólo veían en este recuerdo la imagen vacía de su propia vida.

… Cuando Andrés Graa hubo matado a su caballo, se lo entregó al jifero para que lo descuartizara y lo aprovechara. Y éste lo abrió y despedazó en pleno campo, en medio de la nieve. Y Miguel estaba allí, en pie, inmóvil, contemplando la escena…

Ahora volvía a recordarla. Era una madrugada glacial con claro de luna. A la débil luz espectral que ya apuntaba por el Oriente, la nevada se extendía por los campos hasta perderse de vista. Sobre las colinas la nieve formaba como un copo de lana iluminado a contraluz: era imposible distinguir el blanco resplandor del alba, de la tierra sepultada bajo la nieve. Hacía tanto frío que la nieve crujía bajo los pies. Un frío que corroía los dedos como un ácido que cayera gota a gota. En la vaguada, el río, descarnado y negro, serpeaba inexorablemente vivo a través del prado muerto de frío. El jifero volvió el caballo boca arriba, y empezó a abrirlo. La sangre, después de formar en el suelo un charco rojo oscuro, corría por la nieve y su rosada espuma se iba congelando rápidamente convirtiéndose en hielo. Detrás de cada golpe de cuchilla surgía un nuevo color en el cuerpo humeante del animal; sus carnes proyectaban hermosos reflejos de color azul y rojo… ¡Qué asombroso!: las fibras arrancadas continuaban moviéndose, sacudiéndose y temblando contra el aire helado; los músculos sajados se retorcían como gusanos crepitando entre las llamas. Apareció, desnuda, la larga tráquea; se dejaron ver los molares como cuatro renglones de letras misteriosas… Miguel vio surgir una finísima membrana de un rojo claro, surcada por múltiples venas azules como una región abundante en ríos, vista desde una cumbre. Cuando el hacha abrió el tórax del caballo, Miguel vio que era como una caverna, de la que colgaban grandes membranas de un blanco azulado; en sus paredes, cubiertas de venas, se veían unos agujeros muy finos por los que salía sangre rojiza y negra; desde el techo hasta el piso de aquella caverna se extendía la grasa dorada que iba resbalando lentamente hacia abajo en forma de largos racimos. El hígado presentaba un color castaño oscuro, un precioso color que él no había visto jamás. Luego apareció el bazo, azul y constelado de motitas como la noche con la Vía Láctea. Miguel descubrió muchos más colores de variedad sorprendente: vísceras azules y verdes, zonas de color rojo teja y amarillo ocre.

Todos los colores fuertes y lujuriantes del Occidente; el amarillo como las arenas de Egipto; el azul turquesa, como el cielo que se refleja sobre el Éufrates y el Tigris; todos los atrevidos colores del Oriente y de la India brotaban como flores ante sus ojos bajo el ensangrentado cuchillo del descuartizador.

Miguel tenía fija una extraña mirada en la hoja de su cuchillo…