LA PENA PRIMAVERAL

Todo lo que Miguel Thögersen sabía de Susana era que ésta se albergaba bajo el techo del viejo judío Mendel Speyer. Miguel pensaba que posiblemente era hija suya. Él conocía muy bien el nombre de Susana desde mucho antes de haberla visto por vez primera dentro del huerto del judío: en los postes de sustentación de la casa de Mendel Speyer había visto repetidas veces el nombre de ella escrito juntamente con dibujos de figuras difamantes y obscenas. De cuando en cuando alguien borraba el nombre y el dibujo, que luego volvían a aparecer para ser borrados inmediatamente. Un día Miguel vio cómo el viejo israelita regresaba a su casa, y antes de llegar a la puerta, fijaba un momento sus ojos en la esquina donde solían verse aquellos dibujos… Pero aquel día no había nada escrito.

Sólo dos veces había conseguido ver claramente a Susana. Después de la segunda vez ya no se atrevió a detenerse allí con tanta frecuencia. Miguel solía cruzar la calleja aquella como un hombre que va a vigilar sus propiedades; en tales ocasiones se detenía un momento delante de la verja y echaba una furtiva mirada al interior del huerto, como al azar y a veces acertaba a ver, como en un relámpago, a Susana. Ésta solía salir a los senderos invadidos de hierba a la hora del mediodía o hacia la noche…

Todo el huerto estaba cubierto de matas y hierbajos, altas cicutas y rábanos silvestres, brotados espontáneamente del suelo. A derecha e izquierda los manzanos erguían sus troncos. En el ángulo que daba a la calle se veía un enorme saúco de ramaje espeso que formaba como un techo. Miguel sospechaba que este árbol formaba una especie de cenador con entrada por la parte del huerto, y que en este cenador pasaba Susana algunos de sus ratos. En efecto, detrás de aquella pared de ramas y hojas había percibido leves crujidos y movimientos. Tal vez Susana se ocultaba allí para espiar, mirando hacia la calle por entre las hojas… Aunque Miguel no sentía gran simpatía por los saúcos, aquel árbol le atraía, porque se imaginaba que detrás de él se ocultaba Susana.

Cuando Miguel pasaba por allí a la hora crepuscular, veía luz detrás de los cristales de una claraboya situada en el gablete que daba al huerto. Al cerrar la noche, ya no se veía aquella luz. A pesar de ello, Miguel le dirigía una mirada al pasar.

A escasa distancia de la casa de Mendel Speyer, y casi frente a ella, se alzaba el convento de Santa Clara. Este edificio formaba un ángulo de sombra, en el que Miguel vio que, afortunadamente para él, podía esconderse en pie desde el anochecer en adelante. Desde aquel rincón podía contemplar la ventana a su gusto.

En aquel refugio sombrío se encontraba Miguel en las primeras horas de la noche del Domingo de Pascua de Resurrección, cuando había ya caído el silencio sobre la ciudad. Y es que toda la población había vibrado aquel día, llenando de ruido la ciudad. Había comenzado la fiesta a la salida del sol: todos los barrios de Copenhague habían celebrado la Pascua con bailes, tañidos de campanas, borracheras y música. En los jardines situados al norte de la ciudad los árboles de mayo estaban tan juntos que formaban un bosque denso: en torno de ellos habían evolucionado, alegres y felices, los ciudadanos de Copenhague. El crepúsculo los sorprendió comiendo y bebiendo todavía. Los soldados alemanes se habían divertido a más y mejor; sin duda querían reanimar su espíritu antes de partir para la guerra.

También Miguel intentó sumarse al jolgorio general incorporándose a aquella alegre corriente humana; pero, apenas se dejó ver, su presencia provocó el desencadenamiento de un tumulto y griterío en torno suyo. Los chiquillos lo reconocieron. Se había despojado de la capa y del capuchón, dejando al descubierto sus rojas piernas en toda su fantástica longitud. Le hicieron objeto de una especie de extraño culto —el culto tributado a la juventud—, y danzaron en torno suyo cantando una canción cariñosa y jovial. Miguel se alejó del gentío a grandes zancadas y fue a esconderse al cementerio de San Nicolás. Allí permaneció la mayor parte del día, tendido en un herboso rincón circundado de tumbas, calentándose al sol. Todo era silencio en torno. Sólo se oía el piar de los pájaros y, acá y allá, el zumbido del vuelo de alguna mosca errante. Por una de las troneras más altas de la torre salió volando un milano, alejándose hacia los campos. Miguel estuvo perezosamente tumbado boca arriba, profundamente hundido entre las altas hierbas y malezas. De cuando en cuando arrancaba un verde tallo de hierba, que contenía un jugo amarillo; se llevaba a la boca semillas tiernas y se enrollaba tallos de hierba a los dedos. Así transcurrieron las horas, mientras en torno suyo bullía y palpitaba la ciudad. Allá lejos, muy lejos, resonaban de cuando en cuando estruendosos clamores de júbilo y fiesta.

Cuando empezó a anochecer, Miguel se escabulló de su escondrijo del cementerio, y saliendo a las afueras de la ciudad, se dirigió a una granja, donde consiguió que le dieran de cenar. A cada bocado que engullía, sentía la voz de su conciencia que le decía que estaba engañando a aquella buena gente, puesto que había dejado ya de ser estudiante…

* * *

… Y ahora se encontraba en pie en su escondite del Convento de Santa Clara, en medio de la noche fresca y silenciosa. Mientras toda la ciudad dormía, Miguel seguía en vela como ese hondo zumbido que a veces queda vibrando en los oídos cuando ya todos los ruidos del mundo exterior han enmudecido. La noche estaba impregnada del aroma que exhalaban los huertos y jardines húmedos de rocío. Reinaba una intensa claridad: hacia el oriente se levantaba un resplandor por encima de los huertos: estaba saliendo la luna.

Sintió que alguien bajaba por la calle. Se acercaba un ruido de pasos… Miguel creyó que eran los pasos del sereno. Pero no tardó en oír un metálico tintineo de espuelas. Como no quería que le vieran tan cerca de la casa de Mendel Speyer, Miguel salió de su rincón de sombra y echó a andar perezosamente por la calle. Cuando llegaba a la altura de la calle Ostergade, le alcanzó el hombre de las espuelas. Miguel notó cómo el hombre aceleraba el paso, y sintió que alguien le daba una palmada en el hombro. Al volverse, vio con asombro que el desconocido era Otte Iversen. ¡Ahora resultaba que Otte lo conocía! ¿Qué iba a pasar?, se preguntó Miguel.

—Buenas noches —exclamó el joven hidalgo con voz queda y en el tono familiar de un amigo—. ¿No sois Miguel Thögersen?

—El mismo, sí, señor.

—No hace mucho nos hemos encontrado allá en Serritslev, juntos. Y más tarde me volví a tropezar con vos, por cierto. Conque ¿dando un paseo nocturno? No es para menos: hace un tiempo hermoso. No sé si…

Hablaba con voz velada, en un tono de extraña dulzura, como el de un hombre que hubiera estado solo durante largo tiempo. Se detuvo, inclinándose con cierta expresión de embarazo: la débil claridad nocturna resbalaba sobre el pomo de su puñal…

—Ciertamente, señor; hace un tiempo casi demasiado bueno para ir ahora a dormir —repuso Miguel.

—Tal vez podríais… Ya que habéis salido, ¿no querríais dar un paseo en mi compañía?

Como Miguel dijera que no tenía ningún inconveniente en ello, echaron a andar juntos por la Ostergade, cruzando la ciudad.

—Podéis creerme —prosiguió Otte Iversen— que, a pesar de ser danés, no conozco a nadie en esta ciudad. Vos sois el único conocido que me he encontrado aquí.

—¿De veras, señor?

Miguel no dijo más, pensando que sin duda era verdad lo que el otro decía. Ambos caminaron sin decir palabra hasta llegar a la iglesia de Nuestra Señora.

—¡Ejem…! —tosió levemente Otte Iversen—. ¿Os gustaría acompañarme hasta la casa dónde vivo para echar unos tragos en mi compañía?

Ahora su tono era diferente. Un tono frío, que parecía reflejar una inexplicable tristeza.

Miguel dijo que no tenía motivos para rehusar su invitación, y siguieron caminando hasta llegar a la casa de la Vestergade en la que se alojaba Otte Iversen. La puerta estaba cerrada.

—Vaya, no podríamos entrar sin despertar a los vecinos con nuestras llamadas —dijo hablando consigo mismo—. Pero tengo una media cántara de hidromel en el cobertizo donde guardo el caballo.

Cruzando por el patio bañado de luz lunar, llegaron a un gran cobertizo. Otte Iversen abrió la puerta de un puñetazo.

—Soy yo —exclamó Otte, en el momento en que un mozo se levantaba de un salto de su colchón de paja—. Anda, enciende la vela.

Al encender la luz, el mozo echó una mirada de soslayo a Miguel. Era una caballeriza muy espaciosa, pero sólo se veía un caballo en los pesebres. Otte Iversen se dirigió al caballo y se puso a mimarlo, acariciándolo y dándole palmadas.

—Bien, puedes acostarte otra vez —le dijo al mozo.

Dirigiéndose a un rincón, extendió las manos buscando a tientas hasta tropezar con un cántaro, y, después de dar unas palmaditas sobre su lisa superficie exterior, echó una ojeada a su interior.

—Aquí suelo permanecer yo casi siempre, junto a mi caballo… ¿Qué os parece si nos sentáramos en esta pila? Todavía hay un poco de hidromel en este jarro; está lleno hasta la parte estrecha, eso es… ¡Ea, hacedme la merced!

Miguel empezó a beber. Era un hidromel fuerte, de un sabor turbador, como un hechizo. La bebida cayó a chorro por sus fauces, reanimándolo instantáneamente. A continuación bebió Otte Iversen un largo y lento trago. Luego se sentaron uno al lado del otro sobre la pila. El mozo, que había vuelto a acostarse en su lecho de paja, dormía ya profundamente.

En el pesebre el caballo pellizcaba el pienso, masticándolo quedamente. En una abrazadera de sujeción fijada a la pared, ardía un cabo de vela. En torno de ellos se extendía un silencio de muerte. El corral, delante de la puerta, estaba blanco de luz lunar como una capa de nieve. Pasaba de la medianoche.

Simulando distracción e indiferencia, Miguel consiguió contemplar a su sabor a Otte Iversen. La actitud del joven hidalgo frente a Miguel se iba tornando cada vez más extraña.

Sin embargo, en su rostro no se descubría otra cosa que una expresión de dolorido reproche. Tenía los labios apretados y la mirada ausente. Finalmente se levantó de un salto:

—Está haciendo aquí un calor sofocante… Será mejor que salgamos a la calle. Pero terminemos antes el jarro.

Vaciaron el cántaro y salieron. Otte Iversen se volvió y cerró la puerta empujándola suavemente. Momentos después se encontraban los dos caminando junto a la muralla de la ciudad. Torcieron a la derecha y continuaron caminando a lo largo de los muros, siempre mudos y taciturnos.

Pero a Otte Iversen le resultó imposible seguir callado.

—¡Noche magnífica, en verdad! —exclamó en tono alegre, volviendo su rostro sonriente hacia el cielo, bajo la luz de la luna—. Estamos entrando ya en el hermoso tiempo de mayo. Dentro de quince días se habrá acabado todo: esta hermosa luna… ¡Todo!

Miguel miró, sorprendido, al joven y noble soldado, que se había detenido bruscamente, con aspecto agitado, como si un escalofrío sacudiera su cuerpo.

—¿Creéis acaso que me asusta la guerra que está a punto de empezar? —preguntó Otte Iversen reanudando la marcha—. Ya sé que no creéis eso… Pero decidme: ¿Por ventura sois hombre casado? ¿O tal vez estáis prometido…?

—Pues… no —repuso Miguel, moviendo nervioso la cabeza y casi paralizado de espanto.

—¿Os imagináis la situación de un hombre que está prometido en matrimonio y de repente tiene que marchar y abandonar a su novia? Yo estoy prometido a una muchacha… Me he despedido ya de ella. Antes de decirnos adiós, ella me prometió que me esperaría siempre, por larga que fuera la espera.

Miguel no osó moverse siquiera por el embarazo y turbación que le producía la angustia y el dolor que visiblemente atormentaban a Otte Iversen.

—Mi prometida se llama Ana Mette —añadió Otte Iversen un minuto después, en voz muy queda.

Siguieron caminando en silencio. Cuando Otte Iversen volvió a hablar, su voz sonó emocionada y débil. La evocación de aquel nombre había puesto en su voz una nota sorda y ardiente.

—He dejado lejos mi terruño… Soy de Jutlandia. Mi casa solariega está a orillas del fiordo de Lim… —Otte tosió nerviosamente e hizo una pausa para dar tiempo a que su voz volviera a ser firme y segura—. Hace ya muchos años que murió mi padre. Mi madre posee en propiedad la casa señorial…

Hablaba con voz entrecortada. Se veía que vacilaba, dudando de si debía continuar hablando de aquel tema.

Miguel pensó que estaba en la obligación de darse a conocer, a su vez. Pero ¿qué ganaba con revelar al compañero su propia identidad y lugar de nacimiento? Si así lo hacía, tal vez no consiguiera más que contrariar o irritar a Otte Iversen. Por eso permaneció callado.

Cruzaron por la Puerta del Norte. El centinela iba y venía pavoneándose con la alabarda al brazo, y de pronto se detuvo en seco y se puso a espiar, receloso, los pasos de los dos paseantes nocturnos.

—La conocí… cuando… Sí, hace cinco años que nos conocemos —prosiguió Otte Iversen—; la primera vez que la vi, yo no era más que un niño. Mi madre no sabía nada de nuestras relaciones… Nos ocurrieron cosas famosas. Gustaba yo mucho de navegar por el río, en el que solía hacer excursiones en la barca de mi propiedad, llegando frecuentemente hasta la playa. Ana es hija de un pescador, y su casa está a las mismas orillas del fiordo. Allí la vi a ella por vez primera. Aunque a la sazón sólo contaba catorce años, estaba casi hecha una mujer. A partir de entonces seguí viéndola con frecuencia… Un buen día en que estábamos pescando con caña en la desembocadura del río, la invité a que me acompañara en una excursión en bote. Ella aceptó la invitación casi sin oponer reparos, y los dos saltamos a la barca…

Otte Iversen hizo una pausa para tomar aliento. Miguel conocía perfectamente al pescador. Éste se llamaba Jens Sivertsen. Miguel había visto a Ana casi a diario; pero entonces ella era todavía muy niña. Tenía a la sazón cabellos rubios, dorados, y una tez blanca y sonrosada como suelen tenerlos los pequeñines. Pero ¿cómo se explicaba toda aquella extraña historia?

—Y de pronto, al volver la vista atrás, ¡observé que estábamos alejados de la orilla! —continuó explicando Otte con voz excitada—. Yo había notado perfectamente que el río iba adquiriendo profundidad, pero sin darme cuenta de lo que aquello significaba. Estábamos con la cabeza baja contemplando el agua, sin pensar en otra cosa. Nos habíamos alejado de tierra. Yo impulsaba la barca con la pértiga, y cuando iba a apoyar ésta contra el fondo para volver a la orilla, vi con espanto que no llegaba hasta el fondo.

Otte subrayó la angustia de aquel trance con nerviosos movimientos de cabeza.

—Soplaba un fuerte terral… Yo no veía a un alma viva. La casa de Jens Sivertsen, el pescador, quedaba a gran distancia, y él no había regresado todavía. ¿Qué hacer? Al principio fue tal nuestro pánico, que no fuimos capaces de articular palabra, ni siquiera para dar voces de auxilio. Pero cuando vi que la barca se iba a la deriva, distanciándose de tierra inexorablemente, grité hasta desgañitarme. Ella hizo lo mismo, de modo que sólo se oían nuestros gritos y lamentos. Con los botes y piruetas que dábamos en el colmo de nuestra desesperación, la barca se balanceaba, inclinándose peligrosamente: milagro fue que no volcara, arrojándonos al agua… Yo todavía no sabía nadar. Mi padre había muerto siendo yo muy niño: todo lo que aprendí, lo aprendí muy tarde, incluso la natación. Cuando nos hubimos cansado de gritar y de aguantar calambres —a esa edad todos hemos sido tontos—, nos dejamos caer cada uno en su banco, llorando y llorando. A veces levantábamos la vista, y al ver cómo la tierra se iba alejando y empequeñeciendo, volvíamos a gritar y chillar desesperados hasta quedar agotados y sin aliento. Corrimos un peligro terrible. Más de una vez nos quedamos dormidos en la barca, rendidos de llorar. Resultaba espantoso ver cómo íbamos a la deriva, alejándonos de tierra cada vez más. Pero al fin cruzamos hacia la otra banda, consiguiendo llegar a Salling.

Otte Iversen respiró con fuerza.

—Aquel mismo día un pescador nos volvió a pasar en su barca. Desde aquella fecha todavía hubieron de transcurrir cinco años antes que nos diéramos palabra de casamiento. Nos prometimos en la primavera. Y es que hace ya tiempo que los dos hemos alcanzado la edad de elegir estado…

Otte Iversen se interrumpió. Habían llegado a un paraje despejado, situado delante de la muralla e iluminado por la luna.

Otte Iversen señaló una gran piedra que allí había.

—¿Qué os parece si nos sentamos ahí un rato?

Los dos tomaron asiento en la piedra. La expresión de Otte parecía indicar que todavía tenía más que decir, pues estaba absorto en sus cavilaciones. A Miguel no se le ocurría la menor observación ni comentario: lo detenía la actitud perpleja del señor Otte Iversen que, sumido en meditación, hundía uno de sus dedos entre las rodillas.

«En nada nos diferenciamos los dos, en nada —pensó Miguel…—. Ambos estamos en igual situación: ¡su historia es tan parecida a la mía!… Somos igualitos los dos».

—Pero, en la situación actual, no puedo casarme con ella —prosiguió tercamente Otte Iversen, con aire cauteloso y expresión de profundo abatimiento—. Mi madre se opone a este enlace, alegando que el rango social de ella es muy inferior al mío. Si me caso con Ana Mette, perderé mis derechos sobre la casa solariega y sus posesiones. En este estado de cosas, llegó a mis oídos la noticia de que el rey estaba haciendo preparativos de guerra. Se me presentaba una oportunidad y decidí aprovecharla aun cuando tuviera que empezar mi carrera militar como simple soldado raso, ya que tal oportunidad venía a ser para mí una solución.

Con esto había dicho Otte ya todo lo que le era posible decir. Lo demás —la devoradora nostalgia que él sentía por aquella muchacha cuyo nombre apenas era capaz de pronunciar, la dificultad que presentaba la diferencia de rango social— lo comprendía Miguel por simpatía.

Otte Iversen se inclinó hacia delante, metiendo entre las rodillas sus manos juntas:

—¿Quién es capaz de saber lo que la suerte le tiene reservado a uno? —dijo en tono cansado. Luego, con la voz enronquecida, prosiguió—: La casa solariega está vieja y ruinosa… No se tiene cuidado con las cosas. ¡Todo está en desorden!

Se estremeció y soltó un ruidoso bostezo:

—¡Qué tarde es! ¡Vámonos de aquí!

Reanudaron la marcha. La luna había palidecido en el cielo. No tardaría en salir el sol. Antes del alba comenzó a extenderse una tenue neblina rosada sobre la ciudad. Miguel notó, por la expresión y actitud de Otte, que éste estaba arrepentido de haberse mostrado tan comunicativo. Momentos después se despedían, emprendiendo cada cual su ruta.

Miguel no tenía dónde ir. Se dirigió al cementerio y se tendió en un rincón donde había gran claridad. En el momento en que la luz del sol irrumpía sobre la ciudad, Miguel se quedó dormido.