EL SOÑADOR

Era a una hora muy avanzada de la mañana cuando Miguel Thögersen se despertó. Todavía permaneció un buen rato acostado antes de sentirse completamente despabilado y despejado. Durante la noche había soñado las cosas más disparatadas, aunque él ya no recordaba nada de su sueño.

La luz caía directamente por la claraboya del techo iluminando la sórdida habitación. Aunque hacía ya muchas horas que Ove Gabriel se había levantado y puesto a estudiar, Miguel olfateó su presencia y frunció con asco la nariz como quien percibe de pronto un olor repelente.

¿Acaso el nuevo día traería algún suceso importante para su vida? ¿Valdría la pena levantarse y salir a la calle para entregar su vida a las manos del hado, mezclándose entre las gentes de la ciudad? Miguel recapacitó un momento. Bien mirado, el día anterior no había ocurrido en realidad nada decisivo para él; y, sin embargo, sentía ahora la vivísima impresión que en su espíritu grabaran sus aventuras de la víspera. Se estremecía al pensar en el significado e importancia de los nuevos acontecimientos. Todos los valores se cotizaban más bajos que nunca, y Miguel estaba ahora convencido de que no le era posible mantenerse por más tiempo en su actual situación.

Se incorporó en el lecho, volviéndose hacia la pared, y se quedó meditando con la mirada perdida en el vacío. Al cabo de un rato echó hacia atrás la cabeza cerrando los ojos: sus pensamientos habían prendido en el recuerdo de Susana. Pero, casi instantáneamente, sintió un hambre devoradora, atroz… Se levantó y alargó la mano para atrapar sus prendas de vestir.

Miguel no poseía nada. Vivía como los pájaros del cielo. En cada nuevo día se veía forzado a luchar con los hombres, con las cosas, con el destino. Mientras se enfundaba sus rojos y odiados calzones de cuero, se preguntó adonde iría aquel día a mendigar su sustento. Al fin determinó ir a probar fortuna en las afueras de la ciudad, donde la gente aún no había sido apenas víctima de los engaños y abusos de los estudiantes y otros bribones.

Era un día radiante del mes de mayo. Miguel salió a la calle y, con paso rápido y resuelto, transpuso la Puerta del Norte. Al llegar a la vista de los campos, la luz deslumbrante lo dejó aturdido, haciéndole desviar una tímida mirada de reojo hacia el cielo. La tierra exhalaba el perfume de la primavera… ¿Qué recuerdo evocaba en su memoria aquella fragante emanación de la tierra? El centeno verde… ¡Qué lejos quedaba todo aquello! El sol entibiaba la tierra como una bendición.

Miguel caminaba mirando a derecha e izquierda. Aquél era un día feliz de verdad. Miguel se sentía ligero, ágil, rejuvenecido.

Caminando en dirección rectilínea, no tardó en encontrarse cómodamente sentado a la mesa en una granja apartada, situada junto a los lagos. En aquel lugar soleado le sirvieron grandes platos rebosantes sin hacerle preguntas indiscretas. El granjero llenó para él un jarro de espumosa cerveza, expresando la satisfacción que le causaba la visita de Miguel. Le informó que a aquel lugar no llegaban diariamente personas ilustradas como él, pidiéndole comer a título gratuito. (Miguel se apuntó cuidadosamente este dato en la memoria). Una vez que hubo comido y bebido a placer, Miguel volvió a la ciudad contento y en paz consigo mismo. Aquél era un día completo para él.

Mientras caminaba hacia la ciudad, se iba relamiendo todavía los labios. Mirando de reojo a las nubes, siguió, pestañeando, el vuelo de un pájaro en el aire mientras pronunciaba unas frases en latín hablando con su propia alma inmortal.

De repente se detuvo titubeando… ¿Por qué no realizar hoy mismo el proyecto que hacía tanto tiempo venía acariciando, por qué no encaminarse directamente a la residencia de Jens Andersen y someterse a una prueba? Miguel confiaba en obtener éxito de aquella entrevista. Por otra parte, aquel gran maestro era paisano suyo.

—Sí. Tiene que ser hoy mismo. Ahora tendré el valor de hacerlo.

Pero apenas hubo tomado esta resolución y reanudado la marcha, su decisión empezó a flaquear. Caminaba ya sin ganas. Entre un mare mágnum de dudas, enfiló la calle donde él sabía que tenía su residencia Andersen. Al llegar a la puerta, se detuvo, completamente descorazonado; pero, puesto que había empezado, tenía que terminar de una vez.

Miguel Thögersen entró en una espaciosa habitación, vislumbrando infolios a lo largo de las paredes. Miguel apenas tuvo tiempo de verlos, porque, en aquel mismo momento, se levantó Jens Andersen de una mesa y salió apresuradamente a su encuentro. Era Andersen un hombre de anchas espaldas, rechoncho, y tenía una frente inmensa. Hablaba rápidamente en voz baja y grave. Miguel estaba seguro de que, si el maestro bajaba la voz, era porque se encontraba frente a un hombre igual a él, un hombre a quien preguntaba con sencillez qué deseaba y cómo se llamaba. Jens Andersen siempre tenía prisa.

Y entonces Miguel expuso el objeto de su visita y contestó como pudo a las preguntas del maestro. Andersen le dijo que, si quería un buen consejo, él le recomendaba que fuera a estudiar al extranjero… Pero, como siempre, Miguel se distrajo, arrastrada irresistiblemente su atención por las cosas que veía a su alrededor… Por otra parte, él estaba acostumbrado a que todo el mundo recibiera con cierto asombro al Cigüeña, y Andersen no hizo nada de eso… ¡Qué extraña personalidad la de aquel hombre! Sin embargo, Miguel no dio importancia a este detalle. Al tocar el tema de un posible viaje al extranjero, Miguel apenas hizo más que balbucir una objeción, sintiéndose muy solo y acometido de vértigo al pensar en Roma, en aquella tierra perdida como un pájaro en la lejanía del Sur…

—Además, yo no soy más que el hijo de un herrero de la comarca del fiordo de Lim…

Miguel insistió mucho en este punto.

Jens Andersen descargó una tremenda patada en el suelo, volviendo la cara hacia un lado. Era hombre rápido, vivo, tajante, como un pequeño comerciante. Enfurruñado, Miguel levantó hacia él una mirada de soslayo, y sus ojos tropezaron con un cuello grueso como el de un toro y un pelo blancuzco cortado muy al ras del cogote… De repente Jens Andersen se volvió hacia Miguel y le perforó los ojos con la mirada de sus ojos sin brillo: era una mirada cortés e impasible, pero dotada de una fuerza que inesperadamente se convertía en un huracán… Ante aquella mirada, Miguel no encontró más defensa que mirar cara a cara a la gran faz rasurada de aquel hombre. El color de su tez era pálido, y su piel, gruesa, sin una sola arruga… Sus dientes parecían negros. Fácilmente se adivinaba que era un jutlandés. Pero Miguel no fue capaz de seguir soportando aquella mirada. Desvió la vista para mirar fascinado a los estantes de la biblioteca que lo rodeaban por los cuatro lados.

Un cuarto de hora después, Miguel se encontraba de nuevo en la calle.

—¡Vaya, vaya! ¡Mira en qué ha terminado por fin la aventura!

Durante la entrevista, Jens Andersen Beldenak estuvo disparatando, hablando de cuanto existe en el cielo y en la tierra, y al final procedió a interrogar a Miguel sometiéndolo a un examen muy benigno. Miguel había contestado como en sueños a las preguntas del maestro; pero, así y todo, había acertado a dar buena cuenta de sus conocimientos y acervo cultural. ¡Lástima que se hubiera trabucado al escandir un verso de Horacio! Aquella equivocación hizo levantar los brazos al maestro y azotar furiosamente el aire con sus manos velludas…

Miguel se alejó de allí a hurtadillas, empapado de sudor, y con la cabeza gacha, como un perro arrojado a puntapiés a la calle.

Cuando al fin se atrevió a asomar su avergonzada nariz por debajo del capuchón para mirar a su alrededor, vio que se encontraba en la plaza de Höjbro. En esta plaza reinaba gran animación, como siempre. Al llegar a uno de los arcos de entrada, se detuvo, refugiándose en un rincón, con las facciones contraídas, concentrado, como el que está haciendo un gran esfuerzo de imaginación. En realidad se hallaba medio inconsciente, como en desvarío. La desilusión y la vergüenza habían hincado en él sus garras, y su exagerado sentimiento de la dignidad —de la propia dignidad— se revolvía en su interior como una fiera acorralada. A pesar de las ideas negras que lo mantenían paralizado y mudo en su rincón, él no perdía detalle de cuanto ocurría a su alrededor. Veía aquellos colores vivos que herían sus ojos con una brutal claridad; en la calle gritaba una comadre, voceando sus arenques:

—¡Arenque desollado!…

Desollado se sentía allí Miguel, desollado y bamboleándose como la canal de una res recién sacrificada en aquella atmósfera corrompida.

En esto sonó un clamor de trompetas, procedente del Castillo real, y su sonido le produjo a Miguel la sensación de una espina que se clavara en su cerebro.

El estudiante sintió un sobresalto, pero continuaba más abatido y derrotado que nunca. Se oyó el chirriar del puente levadizo que descendía frente a la puerta, y a continuación un ruidoso tropel de jinetes pasando sobre las planchas del puente. Todos ellos pertenecían a las familias más distinguidas. Pasaron atronando la calle y, a buen trote, doblaron una esquina en dirección a la plaza de Höjbro: caballos y caballeros se inclinaron a un lado al tomar velozmente la curva. ¡Qué botes más ridículos daban los jinetes sobre las sillas! Sus espadas tintineaban bailando locas en las anillas de sujeción, y sus capas coloradas flotaban al viento como gritando ¡Hurra!

Miguel abandonó su escondrijo y se adentró en la ciudad. Soldados y estruendo de caballos por todas partes. Vio cómo el joven noble Slenz en persona salía a caballo bajo el arco, seguido de su escudero. Iba armado de punta en blanco. El yelmo de aquel magnífico hombre de hierro se volvía a derecha e izquierda, con la dignidad propia de un César. Llevaba alzada la visera. Sus inmensos mostachos refulgían al sol. Se oían los bufidos de su caballo, arreado con una preciosa gualdrapa.

Calle abajo y calle arriba, anduvo Miguel vagando por la ciudad, sumido en sus negros pensamientos. Todas las calles iban a desembocar, en definitiva, al Volden. Se sentía aprisionado en aquella ciudad mísera y pringosa, cuyas callejas estaban sucias de mucílago de pescado, de escamas de arenques, de cerdos… Miguel alzó los ojos para rehuir la visión de aquellas callejas y contemplar libremente el cielo. El aire estaba saturado de humedad, navegaban nubes por el firmamento. Por una natural asociación de ideas, Miguel recordó el mar, y echó a andar hacia la orilla.

Corría un viento fresco. Las olas danzaban, vivas y encrespadas. Allá por el Sund, azul y agitado, avanzaban laboriosamente las lanchas contra viento y marea, alzándose alternativamente sobre popa y sobre proa, sobre un mar peligroso.

Y de pronto sintió Miguel como si una niebla se disipara ante sus ojos: ahora recordaba los detalles de su sueño. Había soñado que se encontraba en alta mar. Y en aquel mar lejano vio una visión extraña, maravillosa. Sobre el lejano horizonte marino brillaba una columna blanca, radiante. Aunque sus dimensiones no parecían mayores que las de un dedo de la mano, él comprendió que debía de tener una altura colosal, dada la inconcebible distancia a que se encontraba de él. Aquella columna se levantaba hacia el cielo como una cumbre de plata, resplandeciente y blanca como la nieve. Sobre ella, a una distancia aparentemente igual a un cuarto del círculo del cielo, se divisaba una cúpula de poca curvatura, azulada, como de cristal, que probablemente abarcaría una enormidad de leguas de extensión. Mientras se encontraba en aquel mar errante y vacío, contemplando con ojos asombrados aquel espectáculo, le pareció que desde el punto en que se hallaba corría un gran río hasta la ciudad. Porque aquello era una ciudad, y esta ciudad se hallaba al otro lado de la Tierra.

Miguel Thögersen se encaminó hacia su domicilio. Consideró que ya había vivido bastante aquel día. Estaba fatigado de tantas impresiones. Evitó pasar por Los Sauces: no quería pasar hoy delante de la verja y buscar con los ojos, como otras veces, la figura de Susana entre los árboles.

Apenas llegó a su habitación, se tendió en la cama. Ove Gabriel no estaba en casa. Había salido muy quedo, para ir a cantar de puerta en puerta, revolviendo y poniendo en blanco sus inocentísimos ojos. Miguel permaneció acostado boca arriba durante un par de horas, absorto y perdido en sus pensamientos. Al anochecer, regresó Ove Gabriel con su saco lleno. Sin decir palabra, Miguel se levantó y se marchó de casa.

La noche sorprendió a Miguel caminando hacia las afueras de Copenhague, después de transponer la Puerta del Oeste. De pronto oyó a su espalda el galope de un caballo, que salía de la ciudad. Cuando Miguel se volvió a ver quién lo montaba, ya el caballo pasaba junto a él. El jinete no era otro que Otte Iversen. En un instante desapareció de su vista. Miguel lo siguió con la mirada asombrada, mientras el caballo desaparecía a galope tendido, disparando tierra y piedras con sus cascos.

De todas direcciones llegaba hasta él el aroma de los sembrados verdes. La noche estaba encalmada. Las ranas cantaban y cantaban en interminables sueños.

Cuando, una hora después, iba a entrar de nuevo en la ciudad por la Puerta del Norte, oyó pasar de nuevo a su lado el estruendo de un galope. Se desvió un poco, y vio a Otte Iversen dirigirse a un desenfrenado galope al interior de la ciudad.

Algunos días después Miguel Thögersen, el estudiante, famoso por su sobrenombre del Cigüeña, salía expulsado, bruscamente y sin previo aviso, de la Universidad de Copenhague. Sin embargo, esta expulsión no le sorprendió demasiado. Casi la esperaba, teniendo en cuenta que, desde hacía algún tiempo, se venía olvidando del cumplimiento de sus deberes religiosos. El día en que se le notificó la expulsión, Ove Gabriel miró a Miguel como quien mira a un hereje.

Desde aquel momento, Miguel se sintió como un pájaro libertado de su jaula, a pesar de saber que no tenía la conciencia limpia. Lo primero que se le ocurrió ahora en su nueva vida fue dejarse crecer el bigote. Mientras el tiempo pasaba derramando sobre él desdichas, miserias, ceguera y miedo de vivir, en su rostro iba creciendo un bigote pelirrojo: dos exuberantes mechones que iban descendiendo tercamente junto a las dos comisuras de su boca.