Miguel Thögersen se alojaba en una casa situada exactamente enfrente de la valla que corría a lo largo del Pustervig, en Copenhague. En la guardilla de aquella casa compartía su habitación con otro estudiante, llamado Ove Gabriel.
Se abrió la puerta de la habitación, y apareció en el umbral la figura de Miguel. Ove Gabriel, que, como de costumbre, estaba estudiando a la luz de una vela de sebo, levantó los ojos de sus papelotes para mirar a su compañero, pero al instante volvió a bajarlos para proseguir la lectura.
Miguel cruzó la estancia y fue a sentarse al otro lado de la mesa. Inmediatamente se puso a revolver en sus papeles, de los que entresacó las lecciones que no había estudiado aquel día. Aquella mañana se había zafado de las clases. Y desde entonces no había ocurrido nada nuevo: él volvía a reanudar su vida rutinaria en aquella leonera.
Miguel dio un resoplido de alivio, de modo que su aliento dio en la nariz del compañero. Ove Gabriel levantó la vista fijando en él sus ojos, y lentamente se pasó la palma de la mano por el demacrado rostro.
—¡Tú has bebido! —le dijo.
Con esta lacónica exclamación sólo pretendió sugerir el hecho de que Miguel había estado de juerga.
Ove Gabriel solía quedarse mirando a su compañero con sus redondos ojos acusadores, sin pestañear; ojos implacables, en los que Miguel no vio brillar nunca una lágrima. Día tras día, durante tres años, había tenido Miguel ante sus ojos aquel rostro; en todo momento le había estado acusando el silencio elocuente de su compañero. Los ojos justicieros de Ove Gabriel siempre habían de perseguir a Miguel, atravesándolo como una espada, hasta que se pudriera en su asiento. Siempre aquellas reservas mentales, siempre malignidad legal… Ove Gabriel se fijaba continuamente en minucias, haciendo observaciones maliciosas sobre las cosas más nimias:
—No olvides que la vela que nos alumbra mientras estudiamos es mía.
Miguel Thögersen se levantó y abrió la claraboya del techo. El hombre era tan alto, que su busto sobresalía por encima del tejado. Este era el procedimiento que él solía emplear para ocultarse a la mirada inquisitiva de Ove Gabriel.
¡Qué fresco y puro el aire que se respiraba allí arriba! Sobre su cabeza irradiaban, altísimas, las estrellas. A uno y otro lado, los tejados de paja se combaban como lomos de grandes animales que escondieran la cabeza para dormir. Abajo, en la calle, hacía su recorrido el vigilante nocturno, proyectando la luz de su linterna sobre las puertas para comprobar si estaban cerradas. Al otro lado y en dirección opuesta, el maderaje vertía su débil claridad en el agua, y entre los juncos del canal temblaba, reflejada, una estrella. Un poco más allá se extendía el paisaje inmóvil y oscuro, de un color verde musgo, y de los lagos lejanos venía por el aire la múltiple y hormigueante música de las ranas. La ciudad estaba dormida. El agua lamía sordamente los postes y puntales hincados en el canal. De cuando en cuando se oían los lamentos de un gato, maullando por los tejados.
Miguel giró dentro de su atalaya, y doblando su espalda hacia atrás, contra el borde del tragaluz, se quedó contemplando la chimenea y las estrellas. Le acometió el vértigo. Tuvo la sensación de que estaba deslizándose con los dos pies desnudos sobre un haz de cuchillos. Casi encontraba gusto en aquella sensación, que encajaba perfectamente con su estado de espíritu. Ya no podía soportar su martirio interior. En aquel momento él hubiera preferido encontrarse colgado de un árbol bajo el ancho cielo, ya que la sensación que ahora le producía este vértigo tal vez fuese idéntica a la impresión que siente un hombre colgado con una cuerda al cuello. Miguel volvió a girar dentro de su atalaya, apoyando los brazos sobre el tejado frío.
—¡Susana! —exclamó en su interior, recordando un nombre amado.
¡Susana! Tan honda y dulce era la nostalgia que le produjo la evocación de aquel nombre, que todas las cosas mudas e inanimadas que le rodeaban parecieron, de pronto, respirar, palpitar, sentir. Aquellas casas sordas, que continuaban inmóviles y silenciosas, eran, sin embargo, la pura imagen de la bondad; las estrellas en el cielo parpadeaban, emocionadas de ternura. En medio de la paz y silencio de todas las cosas se percibía el ritmo de un latido vivo. Un cabrilleo dotado de vida erizaba la superficie de las aguas de la bahía. Hasta el aire oscuro parecía estremecerse y sobrecogerse como un ser vivo que conociera su secreto y su destino.
Pero, al mismo tiempo, Miguel, al solo recuerdo de aquel nombre, se sintió empobrecido, espiritualmente mísero y… malo. Soltó un alarido de rabia y se enderezó dentro de su agujero.
¡Calla! Se oía un lejano rumor de voces en la ciudad. Aquel clamoreo evocó instantáneamente en la mente de Miguel la visión de salas iluminadas, haciéndole pensar que algo extraordinario estaba ocurriendo en la ciudad.
Miguel se agachó y abandonó la claraboya. Vio a Ove Gabriel en pie en la habitación, desnudo y dispuesto a meterse en la cama: en sus ojos parecía leerse un consummatum est. El mismo Ove Gabriel parecía estarse consumiendo como un cirio silencioso.
—Estás demasiado flaco, amigo mío —le dijo riendo Miguel, tomándole el pelo—. A este paso no podrás conservar mucho tiempo el alma en el cuerpo.
Miró a Ove Gabriel de arriba abajo, observando que estaba como una res de matadero flaca y agotada. Ove Gabriel saltó a la cama, y cuando se hubo acomodado entre las pieles que hacían de mantas, juntó las manos y le disparó un versículo a su compañero de habitación.
—Et nuc exstingue lucem[2]! —añadió en un tono que indicaba que estaba ya harto.
«¡Apaga la luz, apaga la luz! —pensó Miguel en su fuero interno—. Ya pocas veces me verás apagar la luz».
Inclinándose, apagó de un soplo el cabo de vela, empuñó su garrote ferrado y bajó a tientas por la escalera de mano. Arriba, sobre su cabeza, quedaba sonando la voz satisfecha de Ove Gabriel, que recitaba su oración nocturna.
Aun cuando a aquella hora de la noche estaba prohibido transitar por las calles, Miguel se tomó la libertad de hacerlo. Se alejó de la casa, y torciendo bruscamente hacia la derecha, bajó por la Pilesträde[3]. Cuando ya llevaba andado un buen trecho, empezó a titubear y por fin se detuvo. No se veía un alma viva por ninguna parte. Todas las casas aparecían sumidas en sombras. En las compactas arboledas de huertos y parques, las copas estaban como incrustadas unas en otras, durmiendo. Por doquier se extendía el perfume de los árboles florecidos, emanación tibia y levemente acre como el olor que exhala la tierra después de la lluvia.
Miguel reanudó su marcha a paso lento. Al doblar una esquina, llegó a sus oídos el canto de las vísperas del convento de Santa Clara. Aquellas voces sonaban claras y diáfanas, aunque amortiguadas por los muros: eran voces suplicantes, como salidas de gargantas de cautivos encerrados en una mazmorra subterránea. Y Miguel creyó estar viendo el crucifijo: le pareció que allí abajo estaba la imagen del Crucificado, y que ésta se iba elevando, roja y azul, en el claroscuro de la noche nórdica.
El zanquilargo se detuvo al llegar frente a un huerto situado entre dos casas bastante altas, y cerrado por una valla que daba a la calle. Allí se quedó inmóvil durante unos minutos. De cuando en cuando las hojas crujían quedamente, como si fueran cayendo suavemente, formando un montón silencioso. El borde del gablete frontal de una de las casas, húmedo de rocío, refulgía a la luz de las estrellas…
Miguel reanudó su marcha a pasos quedos, titubeantes…
Allá por la plaza del Mercado todavía había vida y luz. Aquella desusada animación se debía a los soldados extranjeros, que no podían resistir a la tentación de salir a la calle, aunque entre ellos había también numerosos ciudadanos de Copenhague. Ya Miguel iba a dar la vuelta y volverse por la calle de Köbmager para regresar a su residencia cuando, de pronto, se tropezó con un grupo de lansquenetes que venían en animado tropel.
—¡Caramba, mira por dónde nos encontramos de nuevo con nuestro docto amigo! —exclamó uno de ellos, con un acento que a Miguel le era familiar e inconfundible.
Eran los cuatro soldados de la Guardia que él conociera por vez primera en las afueras de Serritslev a los que se habían agregado ahora algunos más. Clas tomó del brazo a Miguel invitándolo a incorporarse al grupo. Miguel accedió de buen grado. Zigzagueando de acá para allá, recorrieron diferentes tabernas remojando en todas ellas el gaznate. Miguel tenía buenas ganas de divertirse y estar alegre como los demás; pero le fue imposible, pues observó que Otte Iversen seguía apareciendo tan triste, deprimido y hosco como siempre. Y para colmo, Miguel acabó por enterarse de que ellos buscaban su compañía sólo porque les servía de diversión.
Al cruzar por la plaza de Höjbro, se unió a ellos un paje delgaducho, con las piernas enfundadas en medias de color amarillo, el cual entabló conversación con el grupo. Lo que él decía, sin duda, debía de ser interesantísimo, a juzgar por la expresión de los rostros de sus oyentes. A paso rápido subieron todos juntos por la calle y luego doblaron hacia la Hyskensträde. Todos se olvidaron de la presencia de Miguel, el cual se rezagó del grupo y se detuvo un momento, mirando en torno. Ante sus ojos se alzaba la mole del Castillo Real, sombrío y silencioso; ninguna cosa se movía excepto la yola que se mecía en el canal, junto a los pilotes del puente. En un plano más distante, se erguía silencioso contra el cielo el torreón, mirando al mundo exterior con los diminutos ojos ceñudos de sus troneras. Miguel masculló quedamente unos versos de Virgilio, versos que hablaban de la noche eterna y de la noche en vela.
Vaciló un instante pensando en si debería regresar a su yacija. Pero ¿para qué? ¿Para estar allí tendido oyendo los ronquidos de Ove Gabriel? Miguel bajó la cabeza y echó a andar en seguimiento de los otros. Pensó que el hecho de que ellos le hubieran dejado atrás no significaba precisamente que ellos se hubieran cansado de su compañía.
En varios puntos de la calle Hyskensträde se veían brillar luces. Miguel se deslizó como una sombra por delante de las puertas cerradas, y percibió el olor característico de aquel lugar: un olor a esteras de esparto y a nuez moscada… Aquello evocaba vagamente en él la visión de caravanas indias, estiércol de camellos, aridez de desiertos…
Del mesón de Conrado Vincens salía un rumor de voces. La puerta estaba abierta. Miguel se aproximó cautelosamente y atisbo hacia el interior. En una sala se veía un grupo de caballeros formando círculo. Allí estaban los soldados de la Guardia Sajona. Era evidente que allí estaba ocurriendo algo insólito. Miguel Thögersen no se atrevió a entrar; pero se escurrió hacia un lado, de modo que pudiera ver sin ser visto. Y de pronto divisó, junto a la gran pared de la sala, una figura humana, en la que reconoció al joven príncipe, que entonces contaba dieciséis años. Este príncipe era Cristián, el hijo del rey de Dinamarca. Miguel experimentó un sobresalto sintiendo que la sangre le encendía el rostro, y dio un paso atrás, lleno de emoción y nerviosismo.
La impresión producida por esta visión quedó para siempre grabada en la mente de Miguel: tal como vio al príncipe aquella noche, lo seguiría viendo en su recuerdo a lo largo de su vida. Las piernas, ligeramente abiertas, enfundadas en medias de un alegre color verdegay; los pies, calzados con rojos zapatos de largas puntas vueltas hacia arriba; el pecho, medio vuelto hacia Miguel. Desde los hombros bajaba hasta el pecho una cadena de oro. En la mano izquierda sostenía un precioso racimo de pasas, de las que arrancaba una de cuando en cuando y se la llevaba a la boca. Miguel distinguió con toda claridad el perfil de su hermosa boca, de labios finos y brillantes; en torno de su barbilla se extendía una débil sombra como un oscuro principio de barba. Pero lo que más maravillaba a Miguel eran sus ojos, que eran pequeños y cuyas comisuras exteriores apuntaban ligeramente hacia las sienes, pero que poseían un brillo intenso. El príncipe Cristián estaba dotado de un poderoso cogote: su cuello era grueso y redondo.
De pronto el príncipe volvió su rostro hacia el embelesado y adulón servil Conrado Vincens, y le hizo una seña con un elegante movimiento de cabeza… Su cabello era de un marcado color rojizo oscuro.
—¡También yo soy pelirrojo, como él! —pensó Miguel.
¡Qué seriedad había en aquel rostro, casi infantil aún! Pero, no: en aquel instante empieza a reír, frunciendo los ángulos de los ojos. ¡Maravilloso, exacto! Sus facciones han alcanzado ahora su perfecto equilibrio. ¡Qué espectáculo más singular ofrecen los seres humanos!
A Miguel se le humedecieron los ojos, mientras mantenía la mirada fija e inmóvil… Involuntariamente emitió un sonoro suspiro a la par que se abandonaba a un irresistible sentimiento de adoración. Tenía todos los sentidos puestos en cuantos detalles se desarrollaban ante sus ojos. Todos los caballeros allí presentes se movían con porte de dignidad en torno del príncipe; todos ellos adoptaban una postura de pies cortesana y galante. Uno de ellos se adelantó y barrió el aire hacia atrás con las plumas de birrete; a continuación otro empezó a hablar enseñando sus dientes blancos en una sonrisa, y haciendo una gentil inclinación. Luego se irguieron ceremoniosamente en el aire grandes copas, que aquellos caballeros bebieron a la salud del príncipe. Éste correspondió con profundas inclinaciones de cabeza hasta dar con la barbilla contra el pecho. Conrado Vincens andaba dando saltitos febriles de un lado a otro, con una aureola de cabellos en torno de su cabeza.
Miguel vio a un raro personaje que se movía con toda libertad por la sala: un homúnculo jorobado, vestido con un traje de colorines. Cuando alguien le dirigía la palabra, él daba un salto de lado sobre una pierna, y contestaba con presteza y agilidad como un perrillo que se alzara, ladrando, sobre las patas traseras. Miguel observó que, cuando el jorobado decía algo, siempre hinchaba el carrillo derecho con la lengua. En una de las veces, todos los presentes prorrumpieron en carcajadas, y hasta el mismo príncipe enseñó su dentadura, y Miguel vio cómo el enano hinchaba atrozmente el carrillo… Miguel no pudo por menos de reírse a solas, con una sonrisa condescendiente. ¡Qué finas y educadas eran las voces que allí dentro resonaban amortiguadas! En la sala ardían dos grandes lámparas de ámbar gris. En el rincón más alejado de la sala, Miguel descubrió la presencia de Otte Iversen, que estaba en pie, solitario, pero al parecer de buen humor. Este último detalle ya no le importaba mucho a Miguel, que en aquel momento ya no sentía tanta simpatía por Otte.
Largo tiempo permaneció allí Miguel, absorto, saciando su vista con la hermosura de aquellos colores y la visión de aquellos caballeros. Le pareció que también a él le tocaba un rayito de la gracia y favor del príncipe.
En esto se produjo en el interior del mesón un múltiple ruido, como de gente que se levantara y se dispusiera a salir a la calle. Miguel se hizo a un lado precipitadamente, y vio cómo el grupo se lanzaba a la calle en alegre tropel, dirigiéndose en línea recta al mesón del acaudalado Martín Gälze. Y entonces se fijó en el especial modo de andar del príncipe Cristián.
Miguel anduvo callejeando todavía un par de horas más por la ciudad. Mucho después de la medianoche, volvió a tropezarse con los lansquenetes alemanes en el preciso momento en que éstos, sin notar la presencia de él, doblaban una esquina para entrar en un tugurio de mala fama, situado junto a los muelles. Por su modo de hablar a voces juzgó Miguel que sus amigos se encontraban ya completamente borrachos y desenfrenados. Pero Otte Iversen no iba ya con ellos.
Al día siguiente, los ciudadanos de Copenhague vieron asombrados, en lo alto de una elevada casa que daba a la plaza del Mercado, un coche con sus cuatro ruedas montadas transversalmente sobre el caballete del tejado. Alguien, durante la noche, tuvo la ocurrencia de desmontar el vehículo, izar sus piezas sobre el tejado y montarlas otra vez sobre el caballete. Antes del mediodía, ya toda la ciudad sabía que el responsable del desaguisado era el príncipe Cristián.