El camino torcía hacia la izquierda y, después de transponer un puente, entraba en el pueblo de Serritslev, atravesándolo de extremo a extremo. Las cunetas y taludes aparecían alfombradas de césped oscuro y florecillas doradas; en los campos que se extendían al otro lado del camino, se vislumbraban, acá y allá, en el crepúsculo, grandes manchas blancas, jirones de niebla hechos de flores. Se había puesto el sol; el aire estaba frío y diáfano, y el cielo, sin nubes, pero todavía sin estrellas.
De pronto apareció, bamboleándose a paso lento sobre el escabroso camino, una carreta cargada de heno que, procedente del campo, se dirigía a Serritslev. Al enfilar a paso sigiloso la estrecha calle del pueblo, la carreta parecía, a la luz crepuscular, un gran animal lanudo y paticorto que se deslizara a paso de gato, como sumido en cavilaciones, con el hocico pegado al suelo, olfateando…
Al llegar frente a la posada del pueblo, la carreta se detuvo. Los caballos, sudorosos, volvieron la cabeza atrás, mascando el bocado del freno, contentos de haber llegado al término del viaje. El carretero, después de bajar los pies hasta la volea, se dejó caer en tierra con las piernas esparrancadas y aseguró las riendas. Hecho esto, se dirigió al interior del colgadizo de la casa, y, llamando a voces, se sonó las narices.
—¡Ah de la casa!
Una luz se movió allá dentro, detrás de los cristales.
—¿Por qué habrán encendido ya las luces?
En aquel momento apareció una muchacha en la puerta. El carretero le hizo saber que deseaba echar un trago. Al desaparecer la muchacha para cumplir el encargo, algo comenzó a verse en lo alto del carro; unas largas piernas se deslizaron hacia abajo con cautela tanteando en busca de la volea, mientras el propietario de aquellas piernas, tumbado en el heno boca abajo, gruñía malhumorado. El zanquilargo echó pie a tierra y se sacudió las briznas de hierba de sus ropas… Era un mozo alto, huesudo… Su cabeza estaba enfundada en una cómica caperuza.
—¡Buen provecho, amigo! —dijo.
El carretero se echó al coleto un vaso lleno de un líquido rojo y tosió como es debido.
—¿No queréis quedaros un rato, cochero? Vamos, entrad conmigo a tomaros otro trago a mi salud.
Al penetrar los dos hombres en la zona de luz, el carretero se quedó de repente inmóvil junto a la puerta, en una actitud reverente. Y el zanquilargo también perdió un poco de su aplomo. Allá en el interior, en medio de la sala, aparecieron, sentados a una mesa, cuatro soldados de la guardia sajona, de aspecto noble y distinguido. Eran recién llegados al pueblo. Deslumbradores reflejos rielaban en sus uniformes, cuyas rojas y embutidas mangas, junto con sus plumachos y barbas, impresionaron a los dos espectadores como las llamas de una hoguera de regocijo. Arrimadas a la mesa y a los bancos de la sala, veíanse espadas y picas: armas sólidas, macizas. Las orejas de sus botas estaban desgastadas por el continuado uso. Los cuatro soldados volvieron la cabeza hacia la puerta; pero al instante se miraron los unos a los otros, reanudando la animada charla que sostenían.
La moza de la posada fue hasta la puerta llevando dos picheles de cerveza, y en la mesilla que allí había colocó una vela encendida. Apenas se hubo retirado la muchacha, uno de los soldados que estaban en la sala se estiró en su asiento y prorrumpió en carcajadas.
—Fijaos en el sujeto aquel de la capucha… ¡Qué atuendo más divertido!
Hablaba en alemán.
Sus compañeros se volvieron con una expresión inocente y campechana de buenos chicos. Pero no fueron capaces de contener la risa. El hombre de las largas piernas, que estaba bebiendo en aquel preciso momento, se levantó y dobló las rodillas en una reverencia, y al dejar ver su larga y afilada nariz bajo la capucha, el conjunto de su figura produjo un efecto verdaderamente divertido y regocijante. Una vez que hubo apurado el pichel, volvió a sentarse cachazudamente. La luz le dio de lleno en los ojos: el hombre miró parpadeando hacia la sala, mitad con aire ofendido, mitad con expresión burlona, como hombre que toma las cosas con filosofía.
Entonces uno de los mozos de la sala se puso en pie, dio unos pasos hacia la puerta, y tomando cortésmente la palabra, habló así en su nativa lengua alemana:
—Disculpad nuestras risas y bromas, que no han sido malintencionadas… ¿No queréis hacernos el honor de echar con nosotros un vaso de vino?
—Sí, gracias —contestó el zanquilargo.
Y se dirigió a la mesa, deshaciéndose en profundas reverencias.
Antes de pasar una de las piernas por encima del banco para sentarse, fue haciendo corteses inclinaciones ante cada uno de los soldados, dándoles a conocer su nombre y profesión: Miguel Thögersen, estudiante. Tras lo cual, se puso a desgreñarse la cabellera y a frotarse, de abajo arriba, las ásperas mejillas con las palmas de ambas manos. Los cuatro hombres fueron dándole a conocer sus respectivos nombres, uno de los cuales le sonaba a danés, y casi al instante vio Miguel arder ante sus ojos un vaso de vino rojo como la sangre, mientras sonaba un coro de brindis:
—¡A vuestra salud, amigo!
—¡A la vuestra, caballeros!
Miguel bebió con mucho comedimiento, enderezando su cuerpo de estaca mientras el vino corría por su gaznate. Al lanzar una rápida ojeada por encima de la mesa, su mirada quedó fija en uno de aquellos caballeros —el más joven de todos—, que estaba sentado con la cabeza apoyada en una de las manos. Era una mano blanca y llena, en la que no se notaban venas ni nudillos. El joven tenía los dedos enterrados en su cabellera de color castaño claro. El óvalo de su cara era alargado… La expresión de aquel rostro evocó de pronto en la mente de Miguel el recuerdo de un acróbata que él había visto en cierta ocasión en la plaza de un mercado: un joven equilibrista que estaba sentado en un rincón, solitario, ocioso… Un hombre enfermo, sin duda. Miguel recordaba ahora la imagen de aquel joven rostro dolorido, que tenía exactamente los mismos ojos que este soldado. Pero a Miguel le pareció, además, que tenía que conocerlo. ¿Quién era? ¿Dónde había visto antes aquel rostro? Aquel soldado tenía todo el aspecto de un miembro de la nobleza. Un aristócrata…
Ante los ojos de Miguel Thögersen volvió a alzarse un vaso rebosante. Miguel correspondió al brindis con la más exquisita cortesía, aunque distraído por el recuerdo aquel que le obsesionaba y fascinado por la visión de aquel joven que estaba sentado al otro lado de la mesa. Aquel rostro moreno parecía estar nimbado de una aureola mística… Al volverse un poco de frente, Miguel vio la gran anchura de hombros de aquel hombre: tenía una figura erecta y esbelta, como no había visto otra igual. ¿De dónde procedía aquella pena que atormentaba su rostro, cuando sus facciones estaban hechas para expresar alegría y jovialidad?
Continuaron las charlas. Los cuatro soldados acogían allí la presencia de Miguel con la más obsequiosa amabilidad. Y Miguel se sentía lleno de seguridad ante estos alemanes, que no sabían que a él en su pueblo le conocían por el mote del Cigüeña. Miguel dialogaba con ellos en un alemán que dominaba a la perfección, si bien a veces se quedaba como abstraído: a pesar suyo, no podía por menos de recordar su apodo… Por otra parte estos hombres no sabían tampoco que Miguel se había hecho famoso, dentro de un círculo más reducido, como autor de odas y dísticos latinos… ¿Por qué el joven que estaba en el extremo opuesto de la mesa no despegaba los labios?
¡Otte Iversen! Al fin recordó el nombre de aquel joven. ¡Conque aquél era Otte Iversen! E instantáneamente Miguel sintió dibujarse en su memoria el recuerdo de una puerta gris y ruinosa, un alto muro, un pequeño torreón… Era en su lejana tierra de Jutlandia. Recordaba cómo se había sentido achicado ante aquel edificio, frente al que se había encontrado en diferentes ocasiones. Sólo una vez había visto a Otte en su mansión. Así, pues, el hombre que estaba frente a él era aquel jovencito noble, Otte Iversen, que él había entrevisto en el interior de su jardín y cuyo recuerdo había evocado después tantas veces; un grácil muchachito rodeado de una jauría de perros, y sosteniendo en el dedo pulgar un halcón con el copete erizado… Y ahora aparecía allí ante él, crecido y alto de estatura, grácil y esbelto como una muchacha.
Los soldados se estaban riendo. Miguel Thögersen volvió a la realidad, y tornó a beber.
En aquel momento apareció en la puerta el carretero.
—Me marcho ya, amigo.
Y diciendo esto, depositó sobre el pavimento de la sala, junto a la puerta, un saco y un pequeño cesto de paja lleno de huevos, y se marchó, cerrando tras sí la puerta.
La mochila y el cesto pertenecían a Miguel y contenían el botín que éste había conseguido reunir en su gira por el país. Allí, junto a la puerta, estaba en toda su desnudez vergonzosa lo que para Miguel constituía ahora una ignominia. Lleno de bochorno, Miguel volvió la espalda a aquellos objetos reveladores de miseria.
Los soldados se echaron a reír. Pero de pronto se les ocurrió una idea:
—¿Sabéis que los huevos vienen muy oportunos? Harán muy buena compañía al vino.
Alegre y humillado a la vez, Miguel se deshizo de buen grado de los malditos huevos, que los mozos fueron sorbiendo uno a uno, crudos como estaban. Pero Otte Iversen declaró que no quería tomar ninguno, y, a partir de aquel momento, no volvió a despegar los labios.
Miguel Thögersen volvió a sentarse en el banco. Estaba colorado y abochornado, pero sin perder su afabilidad. Poco a poco el sabroso vino le fue aligerando el peso que lo oprimía, desatando su lengua. Sin embargo, no podía desterrar de sí aquella continua sensación de abatimiento y de derrota. Su espíritu volaba alegre al encuentro del alma de aquellos caballeros libres de cuidados, pero al mismo tiempo guardaba en el fondo un oscuro miedo: el miedo de convertirse en juguete de ellos… Todo el buen humor que había en él comenzó a aflorar a la superficie y a mecerse rítmicamente, con un extraño vaivén. No apartaba sus ojos del joven hidalgo Otte; se sentía atraído y fascinado por él: lo miraba furtiva e insistentemente con unos ojos en los que se leía la afabilidad más obsequiosa y a la vez el recelo y la duda… ¿Acaso Otte no lo conocía a él? Mejor así. ¡Ojalá no lo reconociera nunca!
Uno de aquellos caballeros alemanes tenía en el labio superior, apenas sombreado todavía por la barba, una especie de corte o sisa que le impedía pronunciar con claridad. Su torrente de palabras, cuyo sonido se escapaba por aquella hendidura del labio, hacía reír a Miguel con una sonrisa triste. Todo lo que Miguel veía, y oía, le divertía y alegraba el espíritu. Pero por debajo de todas aquellas muestras exteriores de regocijo y diversión que el vino y la sensación de bienestar ponían en su semblante, él se iba endureciendo interiormente: un frío glacial iba invadiendo su alma, pero él lo mantuvo encerrado en el fondo de su espíritu a fuerza de dominarse.
Los tres soldados alemanes se dirigieron al mostrador con gran algazara. Miguel Thögersen y Otte Iversen se quedaron solos, sentados a la mesa. Ambos estaban mudos y silenciosos. Miguel intentó distraerse, reconcentrándose en sus pensamientos; se quedó abstraído, con los ojos bajos y la mirada sumergida en la zona de sombra que separaba mesa y banco, experimentando la sensación de una amarga soledad. Pero prefirió permanecer allí, sin perder la paciencia. Con un hondo suspiro encogió las largas estacas de sus piernas, se limpió el sudor de la frente y adoptó una postura más cómoda. Otte Iversen permanecía inmóvil, limitándose a hacer girar la copa entre sus dedos. Continuaba dando la impresión de que estaba enfermo.
Una vez que los alemanes volvieron a la mesa trayendo nuevas marcas de bebidas recién descubiertas, Miguel se comportó con mayor aplomo y serenidad, libando de un modo sensato, sin nerviosismos. Luego se dieron todos a beber sin freno, vaciando copa tras copa, sin pensar en otra cosa ya. Otte Iversen apuraba todas las copas que le iban llenando, sin alterarse en absoluto. Clas, el alemán del labio hendido, afinó su voz y rompió a cantar una canción, que en aquel ambiente sonaba de un modo bastante extraño. Miguel tomó una de aquellas espadas —formidables montantes— y la sopesó en la mano… Ellos le iban presentando las diferentes armas, con la punta vuelta hacia él… Cada vez que la afilada punta se volvía hacia su pecho, Miguel se estremecía como si un viento helado le recorriera el espinazo. Sentía una sensación extraña. Le parecía que, después de esto, ya nunca temblaría ante un cuchillo.
Y Clas seguía cantando:
Ei werd’ich dann erschossen,
Erscbossen auf breiter Heid
Man trägt mich auf langen Spieszen,
Ein Grab ist mir bereit;
So schlägt man mir dem Pumerlein Pum.
Der ist mir neunmal lieber
Denn aller Pfaffen Gebrumm[1].
La mitad de las palabras se le quedaban a Clas entre las barbas. Y Miguel oyó cómo aquellos caballeros intercalaban historias de la guerra, relatos sobre tal o cual acción bélica, victorias, peligros mortales y…
—Heinrich, ¿te acuerdas de Lenore, aquella rubia? —preguntó de pronto Clas, con acalorado entusiasmo.
—¿Que si me acuerdo de Lenore? ¿Quién podría olvidarse de la rubia Lenore?
Y acto seguido, la historia de Lenore brotó de labios de Heinrich sonando como una granizada. Clas y Samuel se retorcían de risa.
Pero Miguel Thögersen permaneció serio y mudo, rebelándose interiormente contra aquel torrente de palabrería indiscreta y desvergonzada. Por el rabillo del ojo miraba a Otte Iversen… Solo Miguel notó en aquel rostro joven y altivo la sombra de una sonrisa, un rictus irónico que temblaba en los bordes de sus labios y que daba la impresión de que su nariz había olfateado un olor repugnante.
Miguel contenía el aliento, casi incapaz de respirar, y una y otra vez se restregaba las mejillas con las palmas de ambas manos.
Heinrich prosiguió, impertérrito, el relato de aquella historia. Otte Iversen giró en su asiento dando casi la espalda a la mesa, y cruzó las piernas. Cuando el alegre narrador dio fin a su historia, se produjo en la sala un silencio general, como si todos los presentes hubieran notado la repugnancia que aquel relato producía en el ánimo de Otte. Sin duda el joven hidalgo se dio cuenta de que él era la causa de aquel silencio, pues al instante se volvió hacia la mesa como para demostrar que tenía la valentía de sostener su criterio y fijó una mirada seria en los ojos del narrador.
Heinrich se quedó desconcertado y aturdido. Pero de pronto, Samuel, sin el menor reparo, se lanzó a relatar otra historia. Samuel ya no era joven; sus relatos no eran historias amorosas. La historia que estaba narrando era el relato de una horrible carnicería humana en la que él había tomado parte; explicó cómo en aquella matanza los soldados aplastaron con los tacones de sus botas los intestinos de sus enemigos, a los que ahogaron en sus propios excrementos. Ante el relato repugnante de Samuel, hasta el aire que se respiraba en la cerrada sala parecía puro y fresco.
Finalmente, Clas dio en suscitar, con gran acaloramiento, cuestiones más o menos técnicas en las que él se las daba de experto; a Miguel le entraron de pronto ganas de reír por los garrafales defectos de pronunciación del alemán del labio partido: levantó la larga nariz y estalló en una carcajada ahogada, como si se comiera su propia risa. Y entonces Otte Iversen levantó lentamente los ojos, apretó los labios en un fruncimiento forzado, alargó el cuello hacia el techo y rompió a reír. En medio de la sala su carcajada sonó como una matraca. Pero, como arrepintiéndose de aquel exceso, interrumpió bruscamente su risa, para quedarse tan serio y taciturno como antes.
Momentos después los cuatro lansquenetes de la Guardia Sajona abandonaban la posada para entrar en el pueblo antes que se cerraran las puertas públicas de Serritslev. Apenas transpusieron la puerta de la posada, Miguel Thögersen sintió que un abismo lo separaba de aquellos jóvenes hidalgos uniformados; y, así, en vez de acompañarlos, se quedó inmóvil en el umbral… Cuando vio que ellos habían transpuesto la Puerta del Norte, Miguel se despidió y abandonó a su vez la posada. Los lansquenetes seguían caminando hacia el centro del pueblo; Miguel se detuvo un instante en la calle para ver el rumbo que ellos tomaban, y luego reanudó la marcha, torciendo hacia la izquierda, para regresar a sus lares…