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Mari y Takahashi caminan por la calle uno junto al otro. Mari se ha colgado el bolso bandolera del hombro y tiene la gorra de los Red Sox bien encasquetada en la cabeza. No lleva las gafas puestas.
—¿Cómo te encuentras? ¿No te caes de sueño? —pregunta Takahashi.
Mari niega con la cabeza.
—Hace un rato he echado una cabezada.
—Oye, en cuanto a lo que hablábamos antes. Lo de Eri Asai —dice Takahashi decidido a abordar el tema—. Mira, si no quieres hablar de ello ahora, lo dejamos, pero me gustaría hacerte una pregunta.
—Sí.
—Has dicho que tu hermana está durmiendo desde hace tiempo. Que no quiere despertar. Es eso, ¿no?
—Sí.
—Pues bien, yo no conozco las circunstancias exactas, pero lo que estás diciendo, en resumen, es que se encuentra en estado de coma, ¿no? O que ha perdido el conocimiento…
Mari balbucea:
—No es eso. En estos momentos, su vida no parece correr ningún peligro. Sólo es que… En fin, que está durmiendo.
—¿Sólo está durmiendo? —pregunta Takahashi.
—Sí, sólo que… —empieza a decir Mari y lanza un suspiro—. Mira, lo siento, pero todavía no me siento capaz de hablar de ello.
—Vale. Si no puedes, no lo hagas. No pasa nada.
—Estoy cansada y no puedo ordenar mis ideas. Además, ni siquiera reconozco mi propia voz.
—Ya hablaremos otro día. En otra ocasión. Dejémoslo ahora.
—De acuerdo —dice Mari con alivio.
Luego, durante unos instantes, no dicen nada. Simplemente dirigen sus pasos hacia la estación. Mientras anda, Takahashi silba flojito.
—¿Y a qué hora amanecerá por fin? —le pregunta Mari.
Takahashi lanza una ojeada al reloj de pulsera.
—A ver, en esta época del año…, pues, más o menos, a las 6:40. Resulta que en esta época del año las noches son más largas. Aún será de noche un rato más.
—Ya estoy harta de la oscuridad.
—Es que, originariamente, a estas horas tendríamos que estar durmiendo, ¿sabes? —dice Takahashi—. Si miráramos el curso de la historia, hace muy poco tiempo que el ser humano empezó a poder salir sin peligro durante las horas de oscuridad. Antiguamente, los hombres, en cuanto anochecía, tenían que refugiarse en las cavernas para proteger sus vidas. Y nuestro reloj biológico todavía está programado para dormir en cuanto se pone el sol.
—Tengo la sensación de que ha transcurrido muchísimo tiempo desde que anocheció ayer por la tarde.
—Sí, de hecho, ha transcurrido mucho tiempo.
Hay un enorme camión estacionado frente a un drugstore y, a través de la puerta metálica medio abierta, el conductor está descargando en la tienda las mercancías que transporta. Ellos dos pasan justo por delante.
—Oye, Mari, ¿podré volver a verte pronto? —pregunta Takahashi.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repite Takahashi—. Pues porque me gustaría volver a verte y charlar contigo un rato. Si es posible, a una hora más normal.
—¿Te refieres a una cita?
—Bueno, tal vez pueda llamarse así.
—¿Y de qué hablaríamos?
Takahashi reflexiona un poco.
—¿Me estás preguntando qué temas de conversación podemos tener en común tú y yo?
—Sí, exceptuando a Eri, claro.
—Pues, no lo sé. Si me lo preguntas así, de sopetón, no se me ocurre ningún tema en concreto. Así, de pronto. Pero tengo la sensación de que, si nos viéramos, podríamos hablar de muchas cosas.
—Pues yo no creo que hablar conmigo sea muy divertido, la verdad.
—¿Te lo han dicho alguna vez? ¿Que hablar contigo no es divertido?
Mari niega con la cabeza.
—No, no exactamente.
—Pues, entonces, no tienes por qué preocuparte.
—Lo que sí me dicen a veces es que tengo un carácter un poco sombrío —confiesa Mari con franqueza.
Takahashi se pasa el estuche del instrumento musical del hombro derecho al izquierdo. Después dice:
—¿Sabes? Nuestra vida no se divide entre la luz y la oscuridad. No es tan simple. En medio hay una franja de sombras. Distinguir y comprender esos matices es signo de una inteligencia sana. Y conseguir una inteligencia sana requiere, a su modo, tiempo y esfuerzo. No, yo no creo que tengas un carácter sombrío.
Mari reflexiona sobre las palabras de Takahashi.
—Pero soy una cobarde.
—No, en absoluto. Una chica cobarde no saldría por las calles sola, de noche, tal como has hecho tú. Tú buscabas algo aquí, ¿verdad?
—¿A qué te refieres con aquí? —pregunta Mari.
—Pues a un lugar distinto al de siempre. A una zona fuera de tu territorio. A eso me refería.
—Me pregunto si habré encontrado algo por aquí.
Takahashi sonríe y mira fijamente a Mari.
—Al menos, a mí me gustaría volver a verte y charlar contigo. Lo deseo.
Mari clava la mirada en Takahashi. Sus ojos se encuentran.
—Pero eso será difícil —dice ella.
—¿Difícil?
—Sí.
—Quiere eso decir que tal vez no nos veamos más.
—Siendo realista, sí —dice Mari.
—¿Sales con alguien?
—No.
—Entonces ¿es que yo no te acabo de gustar?
Mari niega con la cabeza.
—No es eso. Es que el lunes de la semana que viene ya no estaré en Japón. Me voy a una universidad de Pekín, con un programa de intercambio de estudiantes, y me quedaré allí, en principio, hasta junio del año que viene.
—Comprendo —dice Takahashi admirado—. Ya veo que eres una estudiante sobresaliente.
—Rellené la solicitud sólo para probar, pensando que me la denegarían, pero al final me han aceptado. Todavía estoy en primero y creía que no tenía ninguna posibilidad, pero como es un programa especial…
—¡Qué suerte! ¡Felicidades!
—Salgo dentro de pocos días y antes de irme voy a estar muy ocupada preparando el viaje, ¿sabes?
—Claro.
—¿Claro, qué?
—Que tienes que preparar muchas cosas para ir a Pekín y que vas a estar muy ocupada con esto y aquello, así que no tendrás tiempo de verme. Claro —declara Takahashi—. Lo entiendo perfectamente. Vale. No pasa nada. Te esperaré.
—Pero no volveré a Japón hasta dentro de más de medio año.
—¡Bah! Soy una persona muy paciente. Además, matar el tiempo se me da de maravilla. ¿Te importaría darme tu dirección de allí? Así podré escribirte.
—Bueno. Como quieras.
—Si te escribo, ¿me responderás?
—Sí —dice Mari.
—Y luego, cuando regreses el verano que viene, podemos concertar una cita, o como quieras que se llame. Iremos al zoo, al jardín botánico o al acuario y después nos comeremos una buena tortilla. A ser posible, políticamente correcta, claro.
Mari vuelve a clavar la mirada en el rostro de Takahashi. Luego, como si quisiera comprobar algo, lo mira fijamente a los ojos.
—¿Y por qué te intereso yo?
—Sí, ¿verdad? ¿Por qué será? En estos momentos, ni yo mismo me lo explico. Pero, si nos vemos y hablamos, quizá llegue el día en que empiece a sonar por alguna parte una música tipo Francis Lai y yo sea capaz de darte una serie de razones concretas, una después de otra, explicándote por qué has despertado mi interés. A lo mejor, incluso la nieve alcanza un espesor considerable.
Al llegar a la estación, Mari saca una pequeña agenda roja del bolsillo, escribe una dirección de Pekín, arranca la página y se la entrega a Takahashi. Él la dobla por la mitad y se la guarda en la cartera.
—Gracias. Te escribiré largas cartas —dice él.
Mari se detiene ante las máquinas para validar los billetes que dan paso a los andenes y se queda reflexionando. Duda si decirle o no lo que está pensando.
—Antes me he acordado de algo acerca de Eri —dice Mari, decidida finalmente a hablar—. Lo había olvidado durante mucho tiempo, pero después de recibir tu llamada, mientras estaba sentada medio dormida en la butaca del hotel, me ha venido de pronto a la cabeza. Así, sin más. Pero no sé si éste es el mejor momento para contártelo.
—Claro que sí.
—Es que quiero contárselo a alguien mientras me acuerde bien de todo —dice Mari—. Me da miedo empezar a olvidar los pequeños detalles, ¿sabes?
Takahashi se lleva una mano a la oreja como diciendo: «Soy todo oídos».
Mari empieza a hablar:
—Cuando iba al parvulario, un día Eri y yo nos quedamos atrapadas dentro del ascensor de casa. Creo que fue por culpa de un terremoto. A medio camino, el ascensor sufrió una fuerte sacudida y se detuvo. Al mismo tiempo, se apagaron las luces y nos quedamos completamente a oscuras. Del todo. En serio. Ni siquiera podía verme la mano. En el ascensor no había nadie más. Estábamos solas. A causa del pánico, yo me quedé paralizada. Como si me hubiera convertido en un fósil vivo. No podía mover un solo dedo. Me costaba respirar, no podía emitir ningún sonido. Eri me llamaba, pero yo me sentía incapaz de responderle. Era como si el interior de mi cabeza se hubiese quedado embotado. Y la voz de Eri parecía que me estuviese llegando a través de una rendija…
Mari cierra los ojos durante unos instantes, revive la negrura de las tinieblas dentro de su cabeza.
—No recuerdo cuánto tiempo duró la oscuridad —prosigue—. A mí me pareció terriblemente largo, pero es posible que no lo fuera tanto. Pero ya fueran cinco o veinte minutos, la duración del tiempo en sí misma no cuenta. Lo que importa es que Eri me estuvo abrazando todo el rato en medio de la oscuridad. Además, el suyo no era un abrazo normal. Era tan estrecho, tan fuerte, que parecía que nos fuésemos a fundir las dos en un solo cuerpo. Ella no aflojó la presión en ningún momento. Como si pensara que, en cuanto nos separáramos, ya no podríamos volver a reencontrarnos jamás en este mundo.
Takahashi permanece en silencio, apoyado en la máquina de validar los billetes, esperando a que Mari prosiga. Ella saca la mano derecha de la cazadora y se la queda observando unos instantes. Alza la cabeza y continúa hablando:
—Por supuesto, ella también debía de sentir un miedo horroroso. Juraría que estaba tan aterrada como yo. Seguro que tenía ganas de gritar y de llorar. Piensa que Eri sólo estaba en segundo de primaria. Pero ella guardó la calma. Seguro que decidió hacer de tripas corazón y ser fuerte. Seguro que pensó que ella era la mayor y que debía ser fuerte por mí. Y me estuvo susurrando al oído: «Tranquila. No pasa nada. Estás conmigo y ya verás como enseguida nos sacan de aquí». Con una voz muy firme y tranquila. Como un adulto. Y ahora no recuerdo qué, pero me cantó una canción. Yo también quise unirme a ella y cantar, pero no pude. Del pánico, no me salía la voz. Pero Eri cantó sola, para mí, hasta el final. Yo me sentía arropada entre sus brazos y me confié completamente a ella. Y, en medio de la oscuridad, las dos nos convertimos en una, sin fisuras de ningún tipo. Nuestros corazones latieron al unísono. Luego, de súbito, volvió la luz y el ascensor se puso en marcha con una sacudida.
Aquí, Mari hace una pausa. Sigue el hilo de sus recuerdos, busca las palabras.
—Pero aquélla fue la última vez. Aquélla fue…, ¿cómo te diría?…, fue la vez que más cerca he estado de Eri. El instante en que unimos nuestros corazones y llegamos a ser una, sin nada que se interpusiera entre ambas. Tengo la sensación de que, a partir de aquel momento, empezamos a separamos, cada vez más. Hasta que acabamos viviendo en dos mundos aparte. Aquel estrecho vínculo de nuestros corazones, aquella comunión que sentí en la oscuridad del ascensor no se repitió jamás. No sé qué falló. Pero nosotras fuimos incapaces de volver al punto de partida.
Takahashi alarga la mano y sujeta la mano de Mari. Ella se sorprende un poco, pero no la retira. Takahashi, en silencio, mantiene cariñosamente aferrada la mano de Mari. Una mano pequeña y suave.
—La verdad es que no quiero marcharme —dice Mari.
—¿A China?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque tengo miedo.
—Es normal que lo tengas. Te vas sola, lejos, a un lugar desconocido —dice Takahashi.
—Ya.
—Pero saldrás adelante. Todo irá bien. Y yo estaré aquí, esperando a que vuelvas.
Mari asiente.
Takahashi dice:
—Eres muy bonita. ¿Lo sabías?
Mari levanta la cabeza y mira fijamente a Takahashi. Luego, retira la mano y la mete en el bolsillo de la cazadora. Se mira los pies. Se cerciora de que las zapatillas de deporte de color amarillo estén limpias.
—Gracias. Pero, ahora, quiero volver a casa.
—Te escribiré —dice Takahashi—. Unas cartas tan exageradamente largas como las que salen en las novelas antiguas.
—De acuerdo —dice Mari.
Valida el billete en la máquina, se dirige hacia los andenes y desaparece en un tren expreso que está allí detenido. Takahashi la sigue con la mirada. Poco después, suena la señal acústica, las puertas se cierran y el tren se aleja del andén. Cuando éste deja de verse, Takahashi se cuelga al hombro el estuche de su instrumento musical, que había dejado en el suelo, y empieza a andar hacia la estación de Japan Railways silbando flojito. El número de personas que van y vienen por el recinto de la estación va aumentando poco a poco.