16

am

El sótano, con aspecto de almacén, donde dejan ensayar a la banda de madrugada. No hay ventanas. El techo es alto, las cañerías están al descubierto. Debido al deficiente sistema de ventilación no se puede fumar dentro. Por hoy, están a punto de terminar. El ensayo propiamente dicho ya ha llegado a su fin y ahora están enfrascados en improvisaciones libres de jazz. Hay diez personas en total. Entre ellas, dos mujeres. Una toca el piano, la otra descansa con el saxo soprano en la mano. El resto son hombres.

Acompañado por el trío compuesto por el piano eléctrico, el bajo acústico y la batería, Takahashi ejecuta un solo de trombón. Sonnymoon for Two, de Sonny Rollins. Un blues con un tempo no muy rápido. No toca mal. Lo mejor de su interpretación, más que la técnica, es su manera de ir acumulando frases, casi como si mantuviera una conversación. Quizá sea un reflejo de su personalidad. Con los ojos cerrados, Takahashi se sumerge en la música. De vez en cuando, el saxo tenor, el saxo alto y la trompeta añaden sencillos riffs a su espalda. Los que no participan están escuchando mientras beben café del termo, leen la partitura o cuidan el instrumento musical. En los intervalos del solo, lanzan, de vez en cuando, voces de aliento a Takahashi. Como el sonido reverbera mucho en las paredes desnudas, tienen que tocar la batería con escobilla. Esparcidos sobre una mesa improvisada con una larga tabla y sillas tubulares, hay una caja de pizza, un termo de café y vasos de papel. También se ven unas partituras, una grabadora pequeña, la lengüeta de un saxo. Como no hay calefacción, todos tocan con las cazadoras y los abrigos puestos. Entre los músicos que descansan, los hay que incluso se han puesto la bufanda y los guantes. Todo compone una escena bastante singular. El solo de Takahashi acaba. El bajo ejecuta un coro. Al terminar, las cuatro trompas se unen para finalizar la pieza.

Después de este tema hay un descanso de diez minutos. El ensayo ha sido largo y los miembros de la banda deben de estar cansados, porque se les ve más taciturnos que de costumbre. Se preparan para el siguiente tema mientras hacen estiramientos, beben algo caliente, comen galletas o salen afuera a fumarse un pitillo. Sólo la chica del pelo largo que toca el piano permanece todo el tiempo ante su instrumento, incluso durante la pausa, ensayando varias progresiones de acordes. Sentado en una silla tubular, Takahashi recoge las partituras, desmonta el trombón y, tras dejar caer al suelo la saliva acumulada y secarlo someramente con un trapo, lo guarda dentro del estuche. Por lo visto no piensa tomar parte en la ejecución del siguiente tema.

El hombre alto que toca el saxo bajo le da unos golpecitos en la espalda.

—¡Bravo! Ese solo ha sido muy bueno. Estaba lleno de sentimiento.

—Gracias —dice Takahashi.

—Takahashi, ¿ya te vas? —pregunta el hombre del pelo largo que toca la trompeta.

—Sí, hoy tengo algo que hacer —responde Takahashi—. Siento no ayudaros a limpiar luego. Lo siento de veras.

am

La cocina de casa de Shirakawa. Con la señal horaria, empiezan las noticias de NHK de las cinco de la mañana. El locutor lee las noticias con gran formalidad dirigiéndose a la cámara. Shirakawa está sentado a la mesa, viendo las noticias con el volumen bajo. Tan bajo que casi no se oye. Ha dejado la corbata sobre el respaldo de una silla y lleva las mangas de la camisa arremangadas hasta el codo. El envase de yogur está vacío. No parece que le apetezca demasiado ver las noticias. No hay una sola que logre captar su interés. Pero eso ya lo sabía él desde el principio. No puede dormir, eso es todo.

Ante la mesa, abre y cierra despacio, repetidas veces, la mano derecha. No es un simple dolor lo que siente, es un dolor que incluye ciertos recuerdos. Saca una botella verde de Perrier del refrigerador y se la pone sobre el dorso de la mano. Luego desenrosca el tapón, vierte el contenido en un vaso, se lo bebe. Se quita las gafas y se masajea con cuidado el contorno de los ojos. Pero el sueño no acude. Su cuerpo exhausto lo reclama, pero en su mente hay algo que le impide dormir. Algo que le corroe y que no logra ahuyentar de su cabeza. Resignado, Shirakawa vuelve a ponerse las gafas y dirige la vista hacia la pantalla del televisor. Problemas de dumping en la exportación del hierro y el acero. Medidas del Gobierno contra la vertiginosa subida del yen. El suicidio de una madre junto con sus dos hijos pequeños. Ha rociado el interior del coche con gasolina y le ha prendido fuego. La imagen del vehículo carbonizado. Todavía humea. Ha empezado la campaña de compras navideñas.

Se acerca el final de la noche, pero para él no parece que se vaya a acabar de una forma tan sencilla. Pronto se levantará su familia. Y él quiere dormirse, sea como sea, antes de que eso ocurra.

am

Una habitación del hotel Alphaville. Mari está hundida en una butaca, descabezando un sueño. Tiene los dos pies, cubiertos con calcetines blancos, apoyados sobre una mesita baja de cristal. Su rostro dormido refleja paz. Boca abajo, sobre la mesa, descansa el grueso libro a medio leer. La luz del techo permanece encendida. Pero a Mari no le molesta la claridad de la habitación. El televisor está apagado y mudo. La cama se ve muy bien hecha. Aparte del monótono zumbido del aire acondicionado del techo no se oye absolutamente nada.

am

La habitación de Eri Asai.

En cierto momento, Eri Asai ha regresado a este lado. Vuelve a encontrarse en su cama, sumida en un profundo sueño. Mantiene el rostro vuelto hacia el techo, no hace el menor movimiento. Ni siquiera deja que se oiga la acompasada respiración del sueño. La escena es idéntica a la que presenciamos la primera vez que vinimos a esta habitación. Un silencio pesado, un sueño de una densidad terrorífica. Ninguna ola se riza sobre la superficie de sus pensamientos, lisa como un espejo. Eri está flotando en ella, boca arriba. En la habitación no se observa el más mínimo desorden. El televisor está apagado, frío, de regreso a la cara oculta de la luna. ¿Habrá logrado escapar Eri de aquella habitación enigmática? ¿Habrá podido abrir la puerta?

Nadie contesta a estas preguntas. Nuestros signos de interrogación sin respuesta son succionados, junto con las últimas tinieblas de la noche, por un silencio brusco y desabrido. Lo único que podemos colegir a través de los hechos es que Eri Asai ha vuelto a su cama en esta habitación. Y, al menos por lo que podemos observar, ha logrado regresar a este lado sana y salva, sin que sus contornos se desdibujen. Seguro que, en el último momento, ha logrado escapar por la puerta. O quizás ha descubierto otra salida.

En cualquier caso, parece que ha concluido la serie de extraños acontecimientos que se han producido en esta habitación durante la noche. El ciclo se ha completado, todas las anomalías, sin excepción, se han resuelto, los desconciertos han quedado solventados, todas las cosas han vuelto a su estado original. A nuestro alrededor, causa y consecuencia enlazan sus manos, la síntesis y la disolución mantienen un equilibrio perfecto. En definitiva, todo se ha desarrollado en un lugar inaccesible, similar a una profunda grieta. En el periodo de tiempo que va de la medianoche al alba, ese tipo de lugares abre puertas furtivamente en las tinieblas. En esos lugares, nuestros principios carecen de toda efectividad. Nadie puede prever dónde y cuándo van a engullir esos abismos a una persona; dónde y cuándo van a escupirla.

Eri, ahora, sin la menor duda, sigue durmiendo ordenadamente en su cama. Su negra cabellera, convertida en un elegante abanico, extiende sobre la almohada mudos significados. Se siente la presencia del alba. Ya han transcurrido las horas de la noche en que las tinieblas son más densas.

Pero ¿realmente está sucediendo eso?

am

Interior del 7-Eleven. Con el estuche del trombón colgado a la espalda, Takahashi elige su comida con expresión grave. Algo para llevarse a su apartamento, para comérselo cuando se despierte. Es el único cliente. Por los altavoces del techo suena Bakudan Jûsu de Shikao Suga. Se decide por un sándwich de ensalada de atún metido en un envase de plástico y luego coge un tetrabrik de leche y compara la fecha de caducidad con las de otros. Por lo visto, la leche es un alimento que, para él, reviste una importancia vital. No descuida el menor detalle.

Justo entonces empieza a sonar el teléfono móvil depositado en el estante de los quesos. El teléfono que Shirakawa ha dejado allí poco antes. Takahashi hace una mueca y mira el teléfono con extrañeza. Quién diablos habrá olvidado el móvil en semejante lugar? Lanza una ojeada hacia la caja registradora, pero allí no hay ningún cliente. El teléfono continúa sonando. Takahashi se siente obligado a coger el pequeño móvil plateado y a pulsar el botón de llamada.

—¡Diga!

—No escaparás —le suelta inopinadamente una voz masculina—. No escaparás. Por más lejos que vayas, te atraparemos.

Una cadencia monótona, como si estuviera leyendo un texto impreso. No transmite emoción alguna. Por supuesto, Takahashi no tiene la menor idea de qué le están hablando.

—Oye, espera un poco —le dice Takahashi alzando la voz.

Sin embargo, sus palabras no parecen llegar a oídos de su interlocutor. El hombre que llama prosigue unilateralmente con su voz carente de modulación. Como si estuviera grabando un mensaje en el contestador automático.

—Un día te daremos unos golpecitos en la espalda. Sabemos qué cara tienes.

—Pero ¡¿qué dices?!

El hombre continúa:

—Un día notarás unos golpecitos en el hombro. Seremos nosotros.

Sin saber muy bien qué responder, Takahashi se queda en silencio. Nota en la mano el desagradable tacto helado del teléfono, que ha permanecido largo tiempo en el frigorífico.

—Quizá tú lo olvides. Pero nosotros no lo olvidaremos.

—¡Eh, tú! No sé de qué me hablas, y creo que te equívocas de persona —exclama Takahashi.

—No escaparás.

La llamada se corta de repente. La línea telefónica está muerta. El mensaje final queda abandonado en una playa desierta. Takahashi permanece con la vista clavada en el teléfono que tiene en la mano. Ignora totalmente qué tipo de gente debe de ser ese «nosotros» a quien se refería el hombre y a quién iba dirigida la llamada, pero la voz todavía reverbera en su oído (en la oreja del lóbulo deformado) como el eco de una maldición absurda que le ha dejado un regusto muy desagradable. En la mano nota un tacto resbaladizo, como si acabara de sujetar una serpiente.

Por una u otra razón, a alguien lo están persiguiendo varias personas, deduce Takahashi. Y, a juzgar por el tono categórico del hombre del teléfono, es muy probable que ese alguien no logre escapar. Algún día, en alguna parte, cuando menos se lo espere, notará unos golpecitos en el hombro. Y ¿qué ocurrirá a continuación?

«En todo caso, eso no tiene nada que ver conmigo», se dice Takahashi. Debe de tratarse de uno de los actos brutales y sangrientos que se producen en los bajos fondos de la ciudad sin que la gente lo sepa. Algo que pertenece a un mundo distinto, algo que circula por un circuito distinto. «Yo sólo pasaba por aquí. Un móvil estaba sonando en el estante de la tienda y he contestado por pura amabilidad. Porque pensaba que alguien había olvidado el móvil y quería localizarlo.»

Takahashi cierra el móvil y lo devuelve al lugar donde estaba. Junto a una caja de camembert en porciones. Es mejor desvincularse del teléfono. Mejor irse lo antes posible de allí, alejarse de aquel circuito peligroso. Se dirige a paso rápido a la caja, saca un montón de monedas del bolsillo, paga el sándwich y la leche.

am

Takahashi sentado solo en el banco de un parque. Del pequeño parque de antes, el de los gatos. No hay nadie más. Dos columpios, uno junto al otro, el suelo cubierto de hojarasca. La luna flota en el cielo. Takahashi saca su móvil del bolsillo y pulsa un número.

La habitación del Alphaville donde se encuentra Mari. Suena el teléfono. Al cuarto o quinto timbrazo, ella se despierta. Hace una mueca, lanza una ojeada al reloj. Se levanta de la butaca, alcanza el auricular.

—Diga —contesta con voz insegura.

—¡Hola! Soy yo. ¿Estabas durmiendo?

—Un rato —dice Mari. Cubre el auricular con la mano y carraspea—. Pero no importa. Sólo estaba echando una cabezada en la butaca.

—Oye, si te apetece, podemos ir a desayunar. A aquel café del que te he hablado antes, el de la tortilla. Claro que si prefieres comer otra cosa, seguro que también está buena.

—¿Ya has terminado de ensayar? —pregunta Mari. Pero a duras penas logra reconocer su propia voz. Yo soy yo, y no soy yo.

—Sí, ya estoy. Y ahora me muero de hambre. ¿Y tú?

—Pues, yo, la verdad es que no. Preferiría volver a casa.

—Vale. Entonces te acompaño hasta la estación. Creo que ya habrá salido el primer tren.

—Desde aquí puedo ir sola a la estación —replica Mari.

—Es que me gustaría hablar un rato más contigo —dice Takahashi—. Podemos charlar por el camino. Siempre que a ti no te moleste, claro.

—No, no me molesta.

—Entonces, te paso a recoger dentro de diez minutos. ¿Vale?

—Vale —responde Mari.

Takahashi corta la comunicación, cierra el móvil y se lo guarda en el bolsillo. Se levanta del banco, se despereza aparatosamente y alza la vista hacia lo alto. El cielo todavía está oscuro. En él flota la misma luna en cuarto creciente que antes. Visto desde aquel rincón de la ciudad poco antes del alba, parece extraño que en el cielo flote, en balde, un cuerpo de tal envergadura.

—No escaparás —dice Takahashi en voz alta contemplando la luna en cuarto creciente.

El eco enigmático de esas palabras permanece en su interior como una metáfora. «No escaparás. Quizá tú lo olvides. Pero nosotros no lo olvidaremos», dice el hombre del teléfono. Mientras reflexiona sobre el significado de esas palabras empieza a creer que el mensaje se dirige, directa y personalmente, a él y no a otra persona. Aquello quizá no haya ocurrido por casualidad. Quizás el teléfono estuviera agazapado en silencio en el estante de la tienda esperando a que él pasara por delante. «Nosotros», piensa Takahashi. «¿Quién diablos será ese "nosotros"? ¿Y qué diablos es lo que no van a olvidar?»

Takahashi se cuelga al hombro el estuche del instrumento musical y la bolsa de lona y dirige sus pasos tranquilamente hacia el Alphaville. Mientras camina se frota, con la palma de la mano, las mejillas cubiertas de una barba incipiente. Las últimas tinieblas de la noche envuelven la ciudad como si fuesen una membrana. Los camiones de la basura empiezan a aparecer por las calles. Las personas que han pasado la noche en diversos puntos de la ciudad comienzan a dirigirse hacia las estaciones. Igual que un banco de peces remontando juntos la corriente, todos tienen el mismo objetivo: el primer tren de la mañana. Personas que por fin salen del trabajo, jóvenes que se han divertido toda la noche; sea cual sea su situación e identidad, todos caminan taciturnos por igual. Ni siquiera la joven pareja que está estrechamente abrazada ante la máquina expendedora de bebidas tiene ya algo que decirse. Sólo se reparten, sin palabras, el tenue calor que todavía se conserva en sus cuerpos.

El nuevo día está a punto de llegar, pero el viejo día aún arrastra los pesados bajos de su ropaje. Igual que el agua del mar y la del río compiten con fiereza en la desembocadura, el nuevo día y el viejo se disputan su espacio y acaban fundiéndose. Takahashi es incapaz de discernir en cuál de las dos orillas, de los dos mundos, se encuentra en ese momento su centro de gravedad.