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Criaturas de las profundidades marinas continúa apareciendo en la pantalla. Pero no es el televisor de casa de Shirakawa. Esta pantalla es mucho más grande. Es el televisor del cuarto de invitados del hotel AlphaviIle. Mari y Kôrogi la miran sin gran interés. Están sentadas cada una en una butaca. Mari lleva las gafas puestas. La cazadora y el bolso bandolera descansan en el suelo. Kôrogi está viendo Criaturas de las profundidades marinas con expresión sombría, pero no tarda en perder el interés y empieza a cambiar de canal. De madrugada, no encuentra ningún programa que valga la pena. Apaga resignada el televisor.
Kôrogi dice:
—¿Y qué? Tienes sueño, ¿verdad? ¿Por qué no te acuestas un ratito? Kaoru ya hace rato que está durmiendo ahí atrás como un tronco.
—No tengo tanto sueño —responde Mari.
—¿Ah, no? Entonces, ¿nos tomamos un té calentito?
—No querría molestarte.
—¡Por un té, mujer! Qué va! Tranquila.
Kôrogi coge dos bolsitas de té, agua del termo y prepara té verde para dos.
—¿Hasta qué hora trabajas?
—Formo equipo con Komugi, de las diez de la noche a las diez de la mañana. Cuando se van los clientes de la noche, arreglamos las habitaciones y sanseacabó. Pero también nos permiten echar una cabezadita de vez en cuando.
—¿Hace mucho que trabajas aquí?
—Pronto hará año y medio. Y mira que, en este trabajo, una nunca se queda mucho tiempo en el mismo sitio.
Tras hacer una pausa, Mari pregunta:
—Kôrogi, ¿puedo preguntarte algo personal?
—Sí, mujer. Claro que, a lo mejor, no puedo responderte.
—Oye, que si te molesta…
—¡Que no, mujer! ¡Que no!
—Antes has dicho que no usabas tu verdadero nombre, ¿verdad?
—Sí, eso he dicho.
—¿Y por qué?
Kôrogi saca las bolsitas de té, las tira al cenicero y le tiende una taza a Mari.
—Pues porque, si lo usara, podría tener problemas. Verás, es que me pasaron una serie de cosas y… De acuerdo. Te lo cuento. La verdad es que estoy huyendo. De personas de cierto mundo. —Kôrogi toma un sorbo de té—. Y, bueno, quizá tú no lo sepas, pero cuando estás huyendo en serio un love-ho es uno de los mejores sitios donde puedes entrar a trabajar. De camarera en un ryokan[12] ganarías mucha más pasta. Vale. Con las propinas. Pero allí te encuentras a la gente. Y debes saludarlos, hablar con ellos. Eso, en el love-ho, no pasa. A los clientes ni los ves. Está a oscuras, trabajas a escondidas. Y te dejan una cama para dormir. Además, no te piden ni currículum, ni referencias, ni te vienen con chorradas. Si tú vas y les dices: «Preferiría no dar mi nombre», te sueltan: «Muy bien. Entonces te llamaremos la Grillo».[13] Y en paz. Es que no encuentran personal, ¿sabes? Por eso, en los love-ho, trabaja un montón de gente poco legal.
—¿Y por esa razón no permanecen mucho tiempo trabajando en el mismo sitio?
—Claro. A la que te quedas quieta en un sitio, te pillan. Así que vas pasando de uno a otro. De Hokaido a Okinawa, no hay sitio donde no haya un love-hotel. Trabajo no falta, por suerte. Pero yo aquí estoy muy a gusto, ¿sabes? Y Kaoru es muy buena tía, así que me he quedado más tiempo de lo normal.
—¿Hace mucho que huyes?
—Sí. Pronto hará tres años.
—¿Siempre has trabajado en lo mismo?
—Sí. Por aquí y por allá.
—Y supongo que huyes porque tienes miedo, ¿no?
—Pues claro, mujer. Pánico. Pero no voy a contarte nada más. Es que intento no hablar de ello, ¿sabes?
Permanecen en silencio durante unos instantes. Mari bebe té, Kôrogi contempla la pantalla del televisor, donde no se refleja nada.
—¿Y dónde trabajabas antes? —pregunta Mari—. O sea, antes de empezar a huir.
—En una oficina. Al acabar secundaria, entré a trabajar en una gran firma comercial de Osaka. Un curro de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Con uniforme. Entonces yo tenía tu edad. Te estoy hablando de la época del terremoto de Kobe. Visto desde ahora, todo aquello parece un sueño. Luego pasaron una serie de cosas. Gilipolleces. Al principio pensaba que aquello no tenía importancia. Hasta que, un buen día, me di cuenta de que estaba metida en un atolladero. De que no podía avanzar ni retroceder. Así que tuve que dejar el trabajo, abandonar a mis padres.
Sin decir nada, Mari clava los ojos en el rostro de Kôrogi.
—Oye, perdona, ¿cómo has dicho que te llamabas? —pregunta Kôrogi.
—Mari.
—¡Ah, sí! Mari. Escucha, Mari, ¿sabes una cosa? El suelo que pisamos parece muy firme, pero, a la que pasa algo, se te derrumba de golpe. Y a la que te hundes, sanseacabó. Ya no hay vuelta atrás. Luego lo único que te queda es ir viviendo sola en el mundo de abajo, entre tinieblas.
Kôrogi reflexiona sobre las palabras que acaba de pronunciar y luego sacude la cabeza en silencio, como si se autocensurara.
—Claro que, quizás, aquello pasó porque yo, como ser humano, era débil. Y justamente porque lo era, me dejé arrastrar por los acontecimientos. Llegados a cierto punto, tendría que haberme dado cuenta de todo, abrir los ojos y detenerme, pero no lo hice. No fui capaz. Ya ves que no tengo ningún derecho a ir dándote lecciones.
—¿Y qué te pasaría si te encontraran? Me refiero a los que te están buscando.
—Pues ¡vete a saber! —dice Kôrogi—. No estoy segura. Prefiero no pensar demasiado en ello.
Mari guarda silencio. Kôrogi alcanza el mando a distancia y empieza a toquetear los botones. Pero no enciende la televisión.
—Al acabar el trabajo, cuando me meto en la cama, siempre pienso lo mismo: «¡Ojalá no me despertara jamás! ¡Ojalá me quedara dormida para siempre!». Así no tendría que volver a pensar en nada. Aunque, en realidad, por las noches sueño. Siempre sueño lo mismo. Que me persiguen y que no paro de huir, hasta que al final me encuentran, me atrapan y me llevan a no sé dónde. Luego me meten a empujones dentro de algo parecido a una nevera y cierran la tapa. Y, en este punto, me despierto sobresaltada. Con la ropa chorreando, empapada en sudor. Vamos, que me persiguen de día y me persiguen en sueños. Así no hay quien viva. El único momento en que me tranquilizo un poco es cuando estoy tomándome un té aquí con Kaoru, o con Komugi, y charlamos de tonterías… Pero ¿sabes una cosa, Mari? Tú eres la primera persona a quien se lo cuento. Ni a Kaoru ni a Komugi les he hablado nunca de eso.
—¿Que estás huyendo de algo?
—Sí. Aunque imagino que se huelen algo.
Ambas enmudecen durante unos instantes.
—¿Te crees lo que te estoy contando?
—Pues claro.
—¿En serio?
—Por supuesto.
—No sé, podría ser una trola, ¿no? Con la gente nunca se sabe. Total, es la primera vez que me ves.
—Pero tú no pareces una mentirosa —dice Mari.
—Me alegro de que pienses así —dice Kôrogi—. Mira, quiero enseñarte una cosa.
Kôrogi se sube los faldones de la camisa y le muestra la espalda. A ambos lados de la columna vertebral, a derecha e izquierda, tiene grabado una especie de sello. Tres líneas oblicuas que recuerdan la impronta de la pata de un pájaro. Al parecer, marcadas con un hierro candente. La piel de alrededor está fruncida. Son los vestigios de un dolor atroz. Al verlo, Mari no puede evitar hacer una mueca.
—Esto es sólo una parte de lo que me hicieron —dice Kôrogi—. Me dejaron marcada con su señal. Tengo otras. En lugares que no pueden enseñarse. Y no te estoy mintiendo.
—¡Qué horror!
—¿Sabes? No se lo había enseñado nunca a nadie. Pero quería que me creyeras.
—Te creo.
—Es raro, pero a ti estoy convencida de que podría confesarte cualquier cosa. Lo siento así. Aunque no tengo ni idea de por qué.
Kôrogi se baja los faldones de la camisa. Después suspira profundamente como si quisiera poner un punto y aparte en sus sentimientos.
—Oye, Kôrogi.
—¿Sí?
—Hay algo que tampoco le he contado nunca a nadie. ¿Puedo contártelo a ti?
—Claro. Dime —responde Kôrogi.
—Tengo una hermana. En casa somos dos chicas. Ella es dos años mayor que yo.
—¡Ah!
—Pues bien, hace dos meses mi hermana nos dijo: «Me voy a la cama. Hoy dormiré de un tirón». Lo anunció a toda la familia después de cenar. Nadie le dio importancia. Eran sólo las siete de la tarde, pero mi hermana tiene unos hábitos de sueño poco regulares y nadie se sorprendió. Le dimos las buenas noches y no pensamos más en ello. Casi sin cenar, mi hermana se fue a su habitación y se acostó. Y, desde entonces, duerme sin parar.
—¿Sin parar?
—Sí —responde Mari.
Kôrogi frunce el ceño.
—¿Y no se ha despertado ni una sola vez?
—Al parecer, se levanta de vez en cuando —dice Mari—. Parte de la comida que le dejamos sobre la mesa desaparece y, por lo visto, a veces también va al lavabo. De cuando en cuando se ducha y se cambia de ropa. En resumidas cuentas, que se levanta justo lo necesario para cubrir sus necesidades vitales. En serio, se levanta justo lo necesario. Pero ni mi familia ni yo la hemos visto nunca despierta. Cuando entramos en su habitación, siempre la encontramos durmiendo en la cama. Y no es que finja estar dormida, no. Está durmiendo de verdad. Tiene la respiración acompasada del sueño, no hace el menor movimiento. Casi parece muerta. Aunque la llames en voz alta o la sacudas, no se despierta.
—Y eso… ¿lo habéis consultado con algún médico?
—De vez en cuando viene a verla el médico de cabecera. Es doctor en medicina general y no puede hacerle pruebas más específicas, pero al menos se asegura de que esté bien desde el punto de vista médico. Por lo visto, la temperatura es normal. Tiene las pulsaciones y la presión arterial más bien bajas, pero no hay nada anómalo. En el aspecto alimenticio, de momento no presenta carencias nutricionales, de modo que no es necesario alimentarla por instilación. Duerme profundamente. Nada más. Es obvio que si estuviera en coma, la situación sería muy distinta, pero como a veces se levanta y hace lo que tiene que hacer, al parecer no precisa de grandes cuidados. También consultamos a un psiquiatra. Según él, no hay ningún precedente, nada parecido. Nos dijo que el hecho de que una persona duerma de esta manera después de anunciar ella misma: «Me voy a la cama. Hoy dormiré de un tirón», significa que tenía una gran necesidad de sueño y que lo mejor que podemos hacer por ella es dejarla dormir en paz. También nos dijo que para aplicarle una terapia tendría que entrevistarla, y que, para entrevistarla, primero tendría que despertarse. Total, que la dejamos dormir tranquila.
—¿Y no le han hecho pruebas en ningún hospital?
—Mis padres tratan de tomárselo de la mejor manera posible. Quieren pensar que, cuando mi hermana se harte de dormir, un buen día se despertará de pronto y todo volverá a la normalidad. Se aferran a esa esperanza. Pero yo no puedo soportarlo. Mejor dicho, a veces siento que no puedo aguantarlo más. No puedo vivir bajo el mismo techo que una persona que lleva dos meses durmiendo sin parar vete a saber por qué.
—¿Por eso te has marchado de casa y estás vagando por ahí de noche?
—No puedo dormir —responde Mari—. Cuando lo intento, de repente me viene a la cabeza que mi hermana está durmiendo de esa forma en la habitación de al lado. Cuando la cosa empeore, ya no podré permanecer en casa.
—Dos meses… Es mucho tiempo.
Mari asiente en silencio.
—Oye —dice Kôrogi—, no conozco bien el asunto, pero ¿no será que tu hermana tiene un problema muy grave? Algo que no pueda resolver ella sola por sus propios medios. Y que por esa razón le han entrado ganas de meterse en la cama y dormir. Ganas de alejarse del mundo real. Puedo imaginar cómo se siente. Mejor dicho, conozco muy bien esa sensación.
—¿Tienes hermanos, Kôrogi?
—Sí. Dos hermanos pequeños.
—¿Te llevas bien con ellos?
—Antes, sí —responde Kôrogi—. Ahora ya no lo sé. Hace mucho que no los veo.
—Pues, si te soy sincera, a mi hermana yo apenas la conozco —dice Mari—. No sé qué hace, tampoco sé qué piensa, no sé con qué gente va. Ni siquiera sé si tiene preocupaciones o no. Quizá te parezca muy frío lo que te estoy contando, pero, a pesar de haber vivido juntas en la misma casa, ella siempre ha estado ocupada en sus cosas, yo lo he estado en las mías, y nunca hemos hablado con el corazón en la mano. No es que nos llevemos mal. Desde que somos mayores no hemos discutido jamás. Es sólo que, durante mucho tiempo, hemos llevado unas vidas muy distintas.
Mari mira la pantalla del televisor donde no se refleja nada.
Kôrogi pregunta:
—¿Cómo es tu hermana? Si no la conoces en su faceta íntima, háblame al menos de la superficial.
—Es estudiante universitaria. Va a una universidad privada de monjas para niñas ricas. Tiene veintiún años. Se ha especializado en sociología, pero no creo que le interese demasiado el tema. Sólo se ha matriculado en la universidad para quedar bien y va pasando los exámenes como puede. A mí me paga para que le haga los trabajos. Además, trabaja de modelo para las revistas y alguna que otra vez sale por televisión.
—¿En la tele? ¿En qué programa?
—Nada del otro mundo. Antes salía, por ejemplo, en un concurso. Sostenía los regalos y los mostraba sonriendo de oreja a oreja. Cosas de ese tipo. Pero ahora que se ha terminado el programa ya no sale. También ha aparecido en algunos anuncios. De empresas de mudanzas y cosas por el estilo.
—Debe de ser muy guapa, ¿no?
—Todo el mundo lo dice. No nos parecemos en nada.
—A mí me gustaría nacer guapa, aunque sólo fuese una vez —dice Kôrogi lanzando un pequeño suspiro.
Tras vacilar unos instantes, Mari le dice en tono confidencial:
—Es extraño, pero dormida mi hermana está preciosa. Quizá todavía más que despierta. Parece transparente. Incluso a mí, que soy su hermana, cuando la miro me da un vuelco el corazón.
—Es como la Bella Durmiente.
—Sí.
—Pues con un beso se despertará de golpe —dice Kôrogi.
—Si hay suerte —dice Mari.
Ambas enmudecen unos instantes. Kôrogi vuelve a coger el mando a distancia y, sin más, juguetea con él. A lo lejos se oye la sirena de una ambulancia.
—Oye, Mari. ¿Tú crees en la transmigración de las almas?
Mari sacude la cabeza.
—No. Me parece que no.
—Entonces, ¿no crees que exista el más allá?
—Nunca he pensado seriamente en eso. Pero yo diría que no hay ninguna razón para creer en ello.
—¿Y crees que después de la muerte no hay nada?
—Sí. En líneas generales, eso es lo que pienso —dice Mari.
—Pues yo sí creo en la transmigración de las almas. Vamos, mejor dicho, me da pánico pensar que no se produzca. Yo, eso de la nada, no lo entiendo. No lo entiendo y tampoco me lo puedo imaginar.
—La nada significa la inexistencia de las cosas y, por lo tanto, tal vez no haga falta comprenderla o imaginarla.
—¿Y suponiendo que sea un tipo de nada que sea necesario comprender o imaginar bien? Tú no te has muerto nunca, ¿verdad? Y eso, hasta que te mueres en serio, no lo sabes a ciencia cierta.
—No, claro, pero…
—En cuanto pienso en esas cosas, me acojono —dice Kôrogi—. Sólo de pensarlo, siento que me falta el aire, me paralizo de miedo. Y, mira, creer en la transmigración de las almas es más cómodo. Aunque te reencarnes en algo horrible, al menos puedes imaginar qué pinta tendrás. De una forma concreta. Te ves convertida en caballo o en caracol, por ejemplo. Además, si te sale mal el asunto, siempre puedes pensar que tendrás más suerte la próxima vez.
—Pues yo encuentro más natural pensar que, cuando te mueres, no hay nada —dice Mari.
—Eso es porque tú eres una persona psicológicamente fuerte.
—¿Quién? ¿Yo?
Kôrogi asiente.
—A mí me parece que tienes las cosas muy claras.
Mari niega con la cabeza.
—¡Qué va! ¡Pobre de mí! Ni una cosa ni otra. Cuando era pequeña, no tenía la menor confianza en mí misma, era muy tímida. Y en la escuela, por eso, los otros niños se metían siempre conmigo. Era un blanco fácil. ¿Sabes que aún conservo dentro de mí todas aquellas sensaciones? Incluso sueño a menudo con ello.
—Pero, con el paso del tiempo y esforzándote mucho, has conseguido mantenerlos a raya, ¿no? Esos recuerdos odiosos.
—Cada vez más —admite Mari. Y asiente—. Poco a poco. Yo soy de ese tipo de personas. De las que se esfuerzan.
—¿Esas que van siguiendo su camino, solas, currando día a día? Como el herrero del bosque.
—Sí.
—Pues a mí me parece admirable ser capaz de hacer algo así.
—¿De esforzarse?
—De ser capaz de esforzarse.
—¿Aunque no ganes nada con ello?
Kôrogi sonríe sin contestar.
Mari reflexiona sobre lo que ha dicho Kôrogi. Y sigue hablando:
—Creo que, poco a poco, invirtiendo mucho tiempo, me he ido creando un mundo propio. Y cuando estoy en él, yo sola, me siento hasta cierto punto tranquila y segura. Pero el hecho de haber tenido que construirme este mundo significa, en sí mismo, que soy una persona débil, frágil, ¿no? Además, desde el punto de vista de la sociedad, mi mundo es algo insignificante. Parece una casa de cartón que un vendaval puede llevarse en un abrir y cerrar de ojos…
—¿Tienes novio? —le pregunta Kôrogi.
Mari hace un pequeño gesto negativo con la cabeza.
—¿Todavía eres virgen? —dice Kôrogi.
Mari se ruboriza y asiente con un pequeño gesto de cabeza.
—Sí.
—Bueno. No tienes por qué avergonzarte de ello.
—Ya.
—¿No te has enamorado nunca? —pregunta Kôrogi.
—He salido con un chico. Pero…
—Has llegado hasta cierto punto, pero no has tenido ganas de llegar hasta el final.
—Sí —asiente Mari—. Sentía curiosidad, por supuesto. Pero no me apetecía demasiado. No sé…
—¿Y qué? Está muy bien. Si no tenías ganas, hiciste bien en no forzarte a ti misma a hacerlo. Para serte sincera, yo me he acostado con muchos hombres, pero, pensándolo bien, la verdad es que lo hice por miedo. Porque me sentía insegura cuando nadie me abrazaba, porque no me atrevía a decir que no cuando me lo pedían. Sólo eso. Y acostarse con alguien de esa manera no es nada bueno. Vas dejando de encontrarle sentido a la vida. ¿Entiendes a qué me refiero?
—Más o menos.
—Me refiero a que tú, cuando encuentres a alguien que valga la pena, empezarás a sentirte más segura de ti misma. Porque, a la que te andas con medias tintas, fatal. En este mundo hay cosas que sólo puedes hacer sola y cosas que sólo puedes hacer con otra persona. Es importante ir combinando las unas con las otras.
Mari asiente.
Kôrogi se rasca el lóbulo de la oreja con el dedo meñique.
—Para mí, por desgracia, ya es demasiado tarde.
—Oye, Kôrogi—dice Mari con tono serio.
—¿Qué?
—Ojalá consigas escapar.
—A veces siento como si estuviera haciendo carreras con mi propia sombra —dice Kôrogi—. Y que por más que corra e intente huir jamás lograré escapar. Porque, a tu sombra, no puedes dejarla atrás.
—Pero quizá no sea tu sombra —dice Mari. Tras vacilar unos instantes, prosigue—: Es posible que no se trate de tu sombra sino de algo completamente distinto.
Kôrogi permanece unos instantes pensativa, pero, al final, hace un gesto afirmativo.
—Tienes razón. Debo seguir adelante.
Kôrogi echa una ojeada a su reloj de pulsera y, tras desperezarse aparatosamente, se levanta.
—Ya es hora de que vuelva a currar. Tú también deberías echar una cabezada y, en cuanto se haga de día, irte derechita a casa. ¿Vale?
—Vale.
—Y ya verás como lo de tu hermana se arregla. Estoy segura. No sé por qué, pero lo estoy.
—Gracias —dice Mari.
—Mari, ahora parece que no te llevas demasiado bien con ella, pero imagino que hubo una época en que las cosas eran distintas. Intenta recordar los instantes en que te sentías muy próxima a tu hermana, los momentos en que estabais muy unidas. Ahora mismo quizá te sea difícil, pero, si te esfuerzas, lo conseguirás. Piensa que la familia es algo para toda la vida. Seguro que en alguna parte sí que debes de tener algún recuerdo positivo. Aunque sólo sea uno.
—Sí —dice Mari.
—Yo pienso mucho en el pasado, ¿sabes? Especialmente desde que empecé a ir de una punta a otra de Japón, huyendo. Si lo intento con todas mis fuerzas, van acudiendo a mi cabeza un montón de recuerdos, y muy vívidos además. Cosas que había olvidado hacía mucho tiempo, surgen, así, de sopetón. Y resulta muy interesante. La memoria de la gente es la hostia, pero es la cosa más inútil que puedas imaginarte. Se parece a un cajón lleno hasta los topes de chorradas. ¡Y pensar que las cosas importantes de la vida diaria las vamos olvidando una tras otra!
Kôrogi permanece allí plantada, de nuevo con el mando a distancia en la mano.
—Y ¿sabes qué pienso? —dice entonces—. Pues que para las personas, los recuerdos son el combustible que les permite continuar viviendo. Y para el mantenimiento de la vida no importa que esos recuerdos valgan la pena o no. Son simple combustible. Anuncios de propaganda en un periódico, un libro de filosofía, una fotografía pornográfica o un fajo de billetes de diez mil yenes, si los echas al fuego, sólo son pedazos de papel. Mientras los va quemando, el fuego no piensa: «¡Oh, es Kant!», o «Esto es la edición vespertina del Yomiuri Shinbun», o «¡Buen par de tetas!». Para el fuego no son más que papelotes. Pues sucede lo mismo. Recuerdos importantes, otros que no lo son tanto, otros que no tienen ningún valor: todos, sin distinción, no son más que combustible. —Kôrogi asiente como para sí. Luego prosigue—: Y ¿sabes? Si a mí me faltara ese combustible, si dentro de mí no hubiera esa especie de cajón de recuerdos, hace tiempo que, ¡cras!, me habría partido en dos. Y me habría muerto en cualquier rincón, tirada como un perro. Gracias a ese montón de recuerdos, valiosos o insignificantes según el momento, que van saliendo del cajón, puedo seguir viviendo, soy capaz de soportar esta pesadilla. Aunque a veces me diga a mí misma que ya no puedo más, los recuerdos me dan fuerza para seguir adelante.
Sentada en la silla, Mari mantiene los ojos mirando hacia arriba, clavados en el rostro de Kôrogi.
—Así que tú también, Mari, rómpete la cabeza e intenta recordar muchas cosas. Sobre tu hermana. Seguro que esos recuerdos se convertirán en un combustible muy valioso. Para ti y, posiblemente, también para tu hermana.
Mari mantiene, sin decir nada, los ojos fijos en el rostro de Kôrogi.
Kôrogi vuelve a mirar el reloj de pulsera.
—Debo irme.
—Gracias. Gracias por todo —dice Mari.
Kôrogi hace un gesto de despedida con la mano y sale del cuarto.
Cuando se queda sola, Mari barre de nuevo el interior de la habitación con la mirada. Una habitación pequeña de un love-hotel. Sin ventanas. Si abriera la persiana de tipo veneciano lo único que descubriría sería un hueco en la pared. Sólo la cama es desproporcionadamente grande. A la cabecera hay un montón de interruptores de enigmático uso que recuerdan la cabina de un avión. En el interior de la máquina expendedora automática: vibradores de sugestivas formas y bragas multicolores de diseño radical. Una escena a la que Mari no está acostumbrada en absoluto, pero que no le ofrece una impresión particularmente hostil. En el interior de esa habitación excéntrica, Mari se siente más bien protegida. Se da cuenta de que está tranquila por primera vez en mucho tiempo. Se arrellana en la butaca y cierra los ojos. No tarda en visitarla el sueño. Un sueño corto pero profundo. Lo que ella necesitaba desde hace mucho tiempo.