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am

La habitación de Eri Asai.

El televisor está encendido. Eri, en pijama, mira hacia aquí desde el otro lado de la pantalla. El pelo del flequillo le cae sobre la frente y ella se lo aparta de los ojos con un movimiento de cabeza. Mantiene ambas manos apoyadas contra la parte interna del cristal de la pantalla y habla hacia este lado. Es como si, extraviada, hubiese ido a parar dentro de una enorme pecera vacía y ahora estuviese contándonos sus cuitas con objetividad a través del grueso cristal. Pero su voz no llega a nuestros oídos. Su voz no hace vibrar el aire de este lado.

Es evidente que Eri aún tiene los sentidos embotados. Sus brazos y piernas carecen de fuerza. Posiblemente se deba a que ha estado durmiendo durante demasiado tiempo, con un sueño demasiado profundo. No obstante, ella se esfuerza en descifrar, aunque sólo sea un poco, la enigmática situación en la que se encuentra.

A pesar de la confusión y el desconcierto, Eri intenta descubrir por todos los medios la lógica y los criterios sobre los que se asienta el otro lado y comprenderlos. Su estado de ánimo se nos transmite a través del cristal.

No está gritando. Tampoco protesta con vehemencia. Parece encontrarse exhausta tras haber gritado, tras haber protestado. Por lo visto, ella misma es consciente de que, por más que se esfuerce, su voz no llegará jamás a este lado.

Lo que Eri intenta hacer, en estos momentos, es traducir en las palabras más apropiadas y comprensibles que sea capaz de encontrar lo que sus ojos están captando allá, lo que allá están percibiendo sus sentidos. Y esas palabras son emitidas de tal forma que la mitad va a sus propios oídos y la otra mitad a los nuestros. No es tarea fácil, por supuesto. Sus labios sólo pueden moverse de una manera lenta e intermitente. Las frases son cortas, igual que cuando se habla en una lengua extranjera, y entre ellas se producen unos vacíos que carecen de uniformidad. Esos vacíos amplían y diluyen el significado que debería de existir allá. Nosotros, a este lado, aguzamos la vista al máximo, pero ni siquiera logramos distinguir las palabras que articulan los labios de Eri Asai de los silencios que articulan los labios de Eri Asai. La realidad se escurre a través de sus diez finos dedos como si fuera el polvillo de un reloj de arena. Allá, el tiempo no es su aliado.

Poco después, Eri se cansa de hablar hacia fuera y enmudece, resignada. Un silencio nuevo se suma al silencio que ya existía allá. Después, Eri empieza a dar golpecitos con los puños en el cristal, desde el interior. Lo prueba todo. Pero tampoco ese sonido nos llega a este lado.

Al parecer, Eri puede ver la escena de este lado a través del cristal del televisor. Podemos deducirlo por el movimiento de sus ojos. Da la impresión de que va posando la mirada en todos los objetos que hay en su habitación, uno tras otro. En la mesa, en la cama, en la estantería. Éste es su espacio y ella, en origen, pertenecía a este lugar. Estaba durmiendo plácidamente en esta cama. Sin embargo, ahora es incapaz de cruzar el cristal transparente y de regresar a este lado. Sea por efecto de algún fenómeno, o de resultas del propósito de alguien, ella, mientras dormía, ha sido transportada a la habitación del otro lado y allí la han confinado. Los tintes de la soledad tiñen sus dos pupilas como si fuesen unos nubarrones grises que se reflejaran en la plácida superficie de un lago.

Por desgracia (es preciso que lo digamos) nada podemos hacer por ella. Ya lo hemos mencionado antes, pero nosotros no somos más que una mirada. No podemos, bajo ningún concepto, inmiscuimos.

Sin embargo, nos preguntamos nosotros, ¿quién diablos era el hombre sin rostro? ¿Qué le habrá hecho a Eri Asai? Y ¿adónde habrá ido?

En vez de darnos una respuesta, la pantalla del televisor empieza de pronto a perder claridad. Las ondas electromagnéticas se alteran. La silueta de Eri Asai empieza a desdibujarse, a temblar ligeramente. Ella se da cuenta de que algo anormal le está sucediendo a su cuerpo, se vuelve, mira a su alrededor. Alza la vida al techo, la baja hacia el suelo, después contempla sus manos temblorosas. Observa cómo sus contornos van perdiendo nitidez. A su rostro aflora una expresión de inquietud. ¿Qué diablos está ocurriendo? «¡Shhh!» Los molestos parásitos se intensifican. En lo alto de una lejana colina empieza a soplar de nuevo un fuerte viento. El punto de contacto del circuito que une los dos mundos experimenta violentas sacudidas. En consecuencia, también vacilan los contornos de su existencia. El sentido de la sustancia se va erosionando.

—¡Huye! —le gritamos.

Sin pensarlo, hemos olvidado la norma que nos obliga a mantener la neutralidad. Aunque nuestra voz, por supuesto, no le llega. Pero Eri presiente el peligro y se dispone a huir. Se dirige a algún sitio con paso rápido. Probablemente hacia la puerta. Su figura sale de nuestro campo visual. La imagen de la pantalla va perdiendo, de forma acelerada, la claridad original, se distorsiona, se deforma. La luz del tubo de rayos catódicos va debilitándose gradualmente. Queda reducida a un cuadrado con la forma de una ventana pequeña y, al final, desaparece por completo. Toda la información se convierte en nada, el lugar es evacuado, el sentido, demolido; aquel mundo se aleja y, atrás, sólo queda un silencio carente de sensibilidad.

Un reloj distinto en un lugar distinto. Un reloj eléctrico redondo que cuelga en la pared. Las agujas marcan las 4:31. Es la cocina de la casa de Shirakawa. Con el botón superior de la camisa desabrochado y el nudo de la corbata flojo, Shirakawa se halla sentado a la mesa, solo, comiéndose un yogur natural a cucharaditas. Se lo toma directamente del envase de plástico, sin plato.

Está viendo la pequeña televisión instalada en la cocina. Junto al envase de yogur hay un mando a distancia. En la pantalla aparece el fondo del mar. Algunos seres vivos de extrañas formas que pueblan las profundidades marinas. Unos deformes, otros hermosos. Unos depredadores, otros inofensivos. Un pequeño submarino de investigación equipado con aparatos de alta tecnología. Potentes reflectores, precisas tenazas de control remoto. Es un documental sobre la naturaleza titulado Criaturas de las profundidades marinas. No hay sonido. Shirakawa va siguiendo las imágenes de la pantalla con ojos inexpresivos mientras se lleva a la boca cucharaditas de yogur. Su mente, sin embargo, le va dando vueltas a otras cosas. Reflexiona sobre la correlación entre la lógica y la acción. ¿De la lógica se deriva una determinada acción? ¿O es la lógica, en realidad, el resultado de ésta? Sus ojos persiguen las imágenes de la pantalla, pero, de hecho, está contemplando algo que se encuentra mucho más al fondo. Algo que se halla, seguramente, uno o dos kilómetros más lejos.

Echa una ojeada al reloj de pared. Las agujas marcan las 4:33. El segundero se va deslizando, suavemente, por la esfera del reloj. El mundo prosigue su avance continuo, sin pausas. La lógica y la acción funcionan de un modo sincrónico, sin fisuras. Al menos por ahora.