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am

Mari y Takahashi están sentados en los columpios, uno junto al otro, en un parque desierto a altas horas de la madrugada. Takahashi tiene los ojos clavados en el perfil de Mari. En su rostro se lee el desconcierto. Prosigue la conversación de antes.

—¿Que no quiere despertarse, dices?

Mari no responde.

—¿A qué te refieres? —pregunta él.

Mari enmudece y mira hacia el suelo. Vacila. Aún no está preparada para hablar de ello.

—Oye, ¿y qué tal si camináramos un poco? —propone Mari.

—Vale. De acuerdo. Andar es bueno. Anda despacio y bebe mucha agua.

—¿Y eso qué es?

—Ése es el lema de mi vida. Anda despacio y bebe mucha agua.

Mari le clava la mirada. Como lema es un tanto singular. Pero no hace ningún comentario al respecto ni le pregunta nada. Se levanta del columpio, empieza a andar, Takahashi la sigue. Los dos salen del parque, se dirigen a las calles iluminadas.

—¿Vas a volver al Skylark? —pregunta Takahashi.

Mari sacude la cabeza.

—Ya estoy harta de leer en un family restaurant.

—Sí, ya me lo imagino —dice Takahashi.

—Me gustaría ir de nuevo al Alphaville.

—Te llevo. De todos modos, ensayo cerca de allí.

—Kaoru me ha dicho que vaya cuando quiera. Supongo que no le importará que me acerque —dice Mari.

Takahashi niega con la cabeza.

—Kaoru es muy malhablada, pero es sincera. Si te ha dicho que vayas cuando quieras, puedes presentarte cuando quieras. Puedes fiarte de lo que te dice.

—De acuerdo.

—Además, a estas horas, no tienen nada que hacer. Se alegrará de verte.

—¿Y tú? ¿Sigues ensayando con la banda?

Takahashi mira el reloj de pulsera.

—Probablemente ésta sea la última vez que ensaye toda la noche. Así que voy a aprovechar y a dar caña hasta el final.

Ambos vuelven al centro del barrio. A aquellas horas apenas se ve a un solo transeúnte. A las cuatro de la madrugada es cuando más tranquila está la ciudad. Sobre el pavimento hay esparcidas infinidad de cosas. Latas de cerveza, ediciones vespertinas del periódico pisoteadas, cajas de cartón aplastadas, botellas de plástico, colillas. Un trozo de un faro piloto de un coche. Un guante de trabajo. Algunos vales de descuento. También se ven restos de vómitos. Un gato grande y sucio olfatea con avidez las bolsas de basura. Quiere asegurarse su parte antes de que las ratas lo revuelvan todo, antes de que los feroces cuervos aparezcan al amanecer en busca de comida. Más de la mitad de los neones están apagados y las luces de las tiendas abiertas toda la noche resaltan en la oscuridad. Hay montones de prospectos de propaganda sujetos de cualquier manera bajo los limpiaparabrisas de los coches aparcados. Se oye sin cesar el rugido de los grandes camiones que circulan por la cercana carretera troncal. Ahora que está vacía es el momento idóneo para cubrir largas distancias. Mari se ha encasquetado la gorra de los Red Sox. Lleva las manos embutidas en los bolsillos de la cazadora. Al andar hombro con hombro, se ve que la diferencia de altura entre ambos es considerable.

—¿Por qué llevas la gorra de los Red Sox? —pregunta Takahashi.

—Me la regalaron —dice Mari.

—¿O sea, que no eres seguidora de los Red Sox?

—Yo no sé nada de béisbol.

—A mí tampoco me interesa demasiado. Prefiero el fútbol —dice Takahashi—.Por cierto, aquello de tu hermana…

—Sí.

—No lo entiendo. ¿Qué querías decir con eso de que no va a volver a despertarse? —pregunta Takahashi.

Mari alza la mirada hacia él.

—Lo siento, pero no me apetece hablar de ello, así, de esta forma, andando. Es que es un tema un poco delicado, ¿sabes?

—Ya. Claro.

—Hablemos de otra cosa.

—¿De qué?

—De cualquier cosa. Háblame de ti —dice Mari.

—¿De mí?

—Sí. Cuéntame cosas tuyas.

Takahashi reflexiona unos instantes.

—Es que no se me ocurre nada alegre.

—Es igual. No importa que sea triste.

—Mi madre murió cuando yo tenía siete años —dice él—. De un cáncer de mama. Se lo detectaron tarde, pasaron sólo tres meses entre que se lo diagnosticaron y murió. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. El avance de la enfermedad fue muy rápido y no llegaron a tiempo para aplicar un tratamiento eficaz. Mientras tanto, mi padre estaba en la cárcel. Pero eso ya te lo he contado antes.

Mari alza la mirada hacia Takahashi.

—¿O sea que cuando tú tenías siete años tu madre murió de cáncer de mama y, mientras tanto, tu padre estaba en la cárcel?

—Sí —responde Takahashi.

—¿Es decir, que te quedaste solo?

—Exacto. A mi padre lo habían detenido y condenado a dos años de cárcel por estafa. Un asunto relacionado con una venta piramidal, creo. O algo por el estilo. No obtuvo la suspensión del cumplimiento de condena porque se trataba de una gran cantidad de dinero y porque ya tenía antecedentes penales. Por lo visto, de joven había pertenecido a una organización estudiantil y lo acusaron de recaudar fondos para esa organización. La verdad es que él no tuvo nada que ver con ello. Recuerdo que mi madre me llevó a verlo a la cárcel. Era un lugar muy frío. Y, medio año después de que metieran a mi padre en la cárcel, a mi madre le diagnosticaron el cáncer de mama y tuvieron que ingresarla enseguida. Vamos, que me quedé temporalmente huérfano. Mi padre en la cárcel, mi madre en el hospital.

—Y, mientras tanto, ¿quién cuidó de ti?

—De eso me enteré luego, pero, por lo visto, tanto los gastos del hospital como los de mi manutención corrieron a cargo de mi familia paterna. Mi padre se llevaba muy mal con ellos y habían dejado de verse, pero, claro, no iban a permitir que se muriera de hambre un niño de siete años. Así que mi tía, aunque a regañadientes, venía a casa cada dos días. Los vecinos, por turno, también me cuidaban. Me lavaban la ropa, me hacían la compra, me mandaban comida ya cocinada. Vivíamos en la parte antigua de la ciudad y eso, para mí, fue una bendición. Los vecinos de aquella zona aún tienen conciencia de barrio. Pero me da la impresión de que la mayor parte de las cosas me las hacía yo mismo. Cocinaba cosas sencillas, me preparaba para ir a la escuela… Aunque la verdad es que no recuerdo bien aquella época. Es como si le hubiera sucedido a otra persona, muy lejos.

—¿Cuándo volvió tu padre?

—Unos tres meses después de que muriera mi madre. Dadas las circunstancias, le concedieron la libertad condicional. Ya sé que eso es lo más normal del mundo, pero a mí me alegró mucho que mi padre volviera a casa. Ya no era huérfano. En primer lugar, él era un adulto, grande y poderoso. Y yo ya podía estar tranquilo. El día que regresó, mi padre llevaba un viejo traje de tweed y yo, todavía ahora, recuerdo el tacto de la tela y el olor a tabaco. — Takahashi saca las manos de los bolsillos y se rasca la nuca—. Pero, aunque hubiese vuelto mi padre, yo, en mi fuero interno, no me sentía seguro. No sabría decirte, para mí las cosas no acababan de cuadrar. Me quedé con la eterna sensación de que me estaban engañando. Era como si mi padre auténtico se hubiera ido muy lejos y, para llenar el vacío, me hubiesen enviado a otro hombre con la forma de mi padre. No sé, algo por el estilo. ¿Me entiendes?

—Más o menos —responde Mari.

Takahashi enmudece, hace una pausa. Luego prosigue:

—Quiero decir que yo, entonces, lo veía así. Fuera lo que fuese lo que hubiese ocurrido, mi padre no tendría que haberme dejado solo. No debería haberme dejado huérfano en el mundo. No tendría que haber ido, bajo ningún concepto, a la cárcel. Por supuesto, en aquella época, yo no sabía con exactitud qué era la cárcel. Sólo tenía siete años. Pero me la imaginaba como un enorme armario empotrado. Oscuro, temible y aciago. Mi padre jamás debería haber ido a un lugar así. —Takahashi interrumpe su relato—. ¿Tu padre ha estado alguna vez en la cárcel?

Mari niega con la cabeza.

—Yo diría que no.

—¿Y tu madre?

—Tampoco.

—Tienes suerte. Eres muy afortunada de que la cárcel no haya entrado en tu vida —dice Takahashi. Sonríe—. Aunque seguro que tú no te das cuenta.

—Es que nunca me lo había planteado.

—La gente normal no suele pensar en ello. Pero yo sí.

Mari le dirige una mirada rápida.

—¿Y luego? ¿Ha vuelto a estar en la cárcel?

—Mi padre, desde entonces, no ha tenido problemas con la justicia. Bueno, quizá los haya tenido. Mejor dicho, seguro que ha sido así. Es un hombre incapaz de andar por el buen camino. Pero no se ha metido en nada lo suficientemente grave como para que lo encarcelen. La experiencia seguro que lo escarmentó. También es posible que sintiera, a su modo, una especie de responsabilidad personal hacia mi madre muerta y hacia mí. El caso es que se convirtió en un honrado hombre de negocios. Aunque lo cierto es que siempre se ha mantenido en la zona gris. No parábamos de tener altibajos y, en casa, unas veces éramos ricos y, otras, pobres como las ratas. Era igual que estar subido siempre en una montaña rusa. Un día íbamos en Mercedes Benz con chófer y, al día siguiente, ni siquiera podíamos comprar una bicicleta. Incluso nos llegamos a largar de casa en mitad de la noche, a escondidas. Nunca permanecíamos mucho tiempo en un mismo lugar y yo cambiaba de escuela cada medio año. ¡Ya me dirás cómo iba a hacer amigos! Así vivimos hasta la época en que empecé secundaria.

Takahashi vuelve a embutirse las manos en los bolsillos de la chaqueta, sacude la cabeza, ahuyenta los pensamientos oscuros.

—Pero ahora se ha asentado bastante. Ante todo, pertenece a la generación del baby-boom,[11] ¿sabes? Es un tipo muy tenaz. Es de la misma generación de Mick Jagger, que, ya ves, recibe el tratamiento de Sir. Saben detenerse a tiempo al borde del abismo. No reflexionan mirando hacia atrás, pero aprenden la lección. No sé muy bien en qué estará trabajando mi padre ahora. Ni yo se lo he preguntado ni él me lo ha dicho. En todo caso, los gastos de mis estudios me los costea religiosamente. Y, cuando está de humor, me da la paga de un tiempo acumulada. En este mundo, hay veces en que es mejor no saber las cosas.

—¿Se ha vuelto a casar?

—Se casó cuatro años después de que muriera mi madre. No es el tipo de hombre capaz de criar solo a su hijo.

—¿Y no ha tenido hijos con su segunda esposa?

—No. Sólo me tiene a mí. Ésa es una de las razones por las cuales su segunda esposa me crió como si fuera su verdadero hijo. Le estoy muy agradecido, la verdad. Ya sé que el problema está en mí.

—¿Qué problema?

Takahashi esboza una sonrisa y mira a Mari.

—Pues que, una vez te conviertes en huérfano, ya eres huérfano hasta la muerte. Sueño muchas veces lo mismo, ¿sabes? Tengo siete años y vuelvo a ser huérfano. Estoy completamente solo, sin ningún adulto en quien pueda confiar. Es el atardecer y va oscureciendo poco a poco. La noche se acerca. Sueño lo mismo una y otra vez. Y en el sueño yo siempre vuelvo a los siete años. Ya ves, a la que se te contamina el software, ya no puedes cambiarlo.

Mari permanece en silencio.

—Claro que intento pensar en ello lo menos posible —dice Takahashi—. Total, por más vueltas que le des, no consigues nada. Lo único que puedes hacer es ir viviendo tu vida, ir pasando de hoy a mañana.

—Basta con andar mucho y beber agua despacio.

—No —corrige él—. Es «anda despacio y bebe mucha agua».

—Pues a mí me da la impresión de que viene a ser lo mismo.

Takahashi reflexiona seriamente sobre ello.

—Quizá sí. Es posible.

No añaden nada más. Continúan andando en silencio. Suben las escaleras exhalando nubes de aliento blanco, llegan frente a la puerta del Alphaville. Mari está contenta de volver a ver el llamativo neón de color violeta.

Takahashi se detiene ante la puerta y, con una expresión desacostumbradamente seria en él, clava los ojos en los de Mari.

—Tengo que confesarte algo.

—¿Qué?

—Estoy pensando lo mismo que tú —dice él—. Pero hoy no puede ser. Porque hoy no llevo los calzoncillos limpios.

Mari sacude la cabeza, atónita.

—Déjalo correr, ¿vale? Me voy a hartar de bromas tontas.

Takahashi se ríe.

—A las seis pasaré a buscarte. Si te apetece, podemos desayunar juntos. Por aquí cerca hay un café donde sirven una tortilla fantástica. Calentita y esponjosa… Realmente fantástica. Claro que, ¿presenta la tortilla, como alimento, algún problema? Ingeniería genética o maltrato sistemático a los animales o algo políticamente incorrecto…

Mari reflexiona unos instantes.

—Sobre cuestiones de corrección política no puedo hablar, pero, si los pollos y las gallinas tienen problemas, es evidente que también los tendrán los huevos.

—¡Vaya! —dice Takahashi frunciendo el entrecejo—. A toda la comida que me gusta le pasa algo.

—A mí también me gusta la tortilla.

—Bueno, en ese caso, podemos buscar un punto de encuentro —dice Takahashi—. Y, en serio, esa tortilla está buenísima.

Se despide agitando la mano y se encamina hacia el local de ensayo. Mari se encasqueta bien la gorra y entra en el vestíbulo del Alphaville.