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La oficina donde trabaja Shirakawa.

Con el torso desnudo, Shirakawa está tendido en el suelo y hace ejercicios abdominales sobre una estera de yoga. La camisa y la corbata cuelgan del respaldo de la silla, las gafas y el reloj de pulsera descansan, alineados, sobre la mesa. Shirakawa está delgado, pero su tórax es ancho, sin grasa superflua—. Tiene los músculos duros, bien cincelados. Desnudo, la impresión que da es muy diferente de cuando va vestido. Aspira hondas pero breves bocanadas de aire mientras incorpora la parte superior de su cuerpo y gira el torso a derecha e izquierda. Pequeñas gotas de sudor en el pecho y en los hombros brillan bajo la luz de los fluorescentes. En el reproductor de cedes portátil que hay sobre la mesa suena una cantata de Scarlatti interpretada por Brian Asawa. Podría parecer que su pausado tempo no se aviene con aquel ejercicio brusco, pero él controla sutilmente sus movimientos adecuándolos al compás de la música. Por lo visto, hacer esta serie de ejercicios solitarios sobre el suelo de la oficina mientras escucha música clásica forma parte, una vez terminado el trabajo nocturno, de su rutina diaria antes de volver a casa. Sus movimientos son sistemáticos, seguros.

Cuando acaba de realizar un determinado número de estiramientos y contracciones, enrolla la estera y la guarda en la taquilla. Saca una toallita blanca y un neceser de plástico de un estante y se los lleva al lavabo. Todavía con el torso desnudo, se lava la cara con jabón, se la seca con la toalla y luego enjuga con ésta el sudor del cuerpo. Realiza todo esto con extrema meticulosidad. Mientras tanto, mantiene la puerta del lavabo abierta de par en par de modo que la música de Scarlatti pueda llegar a sus oídos. De vez en cuando tararea al compás esta melodía compuesta en el siglo XVII. Saca un pequeño frasco de desodorante del neceser y se rocía ligeramente bajo los brazos. Aproxima el rostro a las axilas, aspira el olor. Después, abre y cierra repetidas veces la mano derecha, hace una serie de movimientos. Mira si el dorso de la mano está hinchado. La inflamación apenas se nota. Sin embargo, parece dolerle bastante.

Saca un pequeño cepillo del neceser y se peina. La línea del nacimiento del pelo ha retrocedido un poco, pero, como su frente tiene una forma armoniosa, no da la impresión de haber perdido cabello. Se pone las gafas. Se abrocha los botones de la camisa, se anuda la corbata. Camisa gris pálido, corbata azul marino de cachemir. De cara al espejo, se endereza el cuello de la camisa, se arregla el nudo de la corbata.

Shirakawa estudia su rostro en el espejo del lavabo. Se observa a sí mismo con mirada severa, durante un buen rato, sin mover un músculo. Apoya las manos en el lavabo. Contiene la respiración, no parpadea. Su mente abriga la esperanza de que, si permanece en aquella tesitura, aparecerá frente a él una cosa distinta. Shirakawa objetiva todos sus sentidos, allana la conciencia, congela momentáneamente la lógica, detiene el paso del tiempo. Eso es lo que intenta hacer. Fundirse, en lo posible, con el telón de fondo. Hacer que todo parezca un bodegón neutro.

Sin embargo, aunque se esfuerce al máximo en sofocar su presencia, esa cosa distinta no aparece. La imagen reflejada en el espejo no es más que su imagen auténtica. Aparece reflejada tal cual es. Resignado, Shirakawa respira hondo, se llena los pulmones de aire nuevo, recompone su postura. Relaja los músculos, gira la cabeza en amplios círculos. Después vuelve a introducir todas las cosas que están sobre el lavabo en el neceser de plástico. Hace una bola con la toalla que ha utilizado para enjugarse el sudor, la echa a la papelera. Al salir, apaga la luz del lavabo. La puerta se cierra.

Incluso tras haberse marchado Shirakawa, nuestra mirada permanece inalterada en el lavabo y, a modo de cámara fija, continúa enfocando el espejo oscuro. La imagen de Shirakawa sigue reflejándose en él. Shirakawa —o quizá sería más apropiado decir «su figura»— está mirando hacia este lado desde el interior del espejo. Sin cambiar de expresión, sin moverse. Simplemente mantiene la mirada clavada, fija, hacia este lado. No obstante, poco después, parece resignarse y relaja los músculos, respira hondo, gira la cabeza. Luego se lleva una mano a la cara y se palpa varias veces la mejilla. Como si buscara percibir el tacto de la carne.

Ante la mesa, Shirakawa reflexiona mientras le da vueltas entre los dedos a un lápiz plateado que tiene algo escrito. Es un lápiz igual al que se encontraba en el suelo de la habitación donde se ha despertado Eri. Lleva el nombre Veritech. La punta está roma. Después de juguetear un rato con él, lo deja junto a la bandeja. Sobre ésta hay otros seis lápices iguales, uno junto al otro. Pero éstos tienen la punta muy afilada.

Inicia los preparativos para regresar a su casa. En una cartera de piel de color marrón introduce los documentos que va a llevarse, se pone la americana. Devuelve el neceser a la taquilla, recoge una bolsa grande de plástico que hay en el suelo, junto a la taquilla, y la lleva hasta su mesa. Se sienta en su silla, saca todo el contenido de la bolsa, una cosa tras otra, y lo examina. Es la ropa que le ha arrebatado a la prostituta china en el Alphaville.

Un delgado abrigo de color crema, unos zapatos planos rojos. Con la suela muy gastada y los tacones deformados. Un jersey de color rosa oscuro de cuello redondo aderezado con cuentas, una camisa blanca bordada, una estrecha minifalda de color azul. Medias negras. Bragas de color rosa intenso con un encaje barato, a todas luces sintético. Al ver la ropa, en vez de excitarse, uno siente más bien pena. La blusa y las bragas están manchadas de sangre negruzca. Un reloj barato. Un bolso negro imitación de piel.

Mientras va sacando una tras otra las prendas y las estudia, la expresión de la cara de Shirakawa no cambia en ningún momento y viene a decir: «¿Cómo han llegado estas cosas aquí?». Su rostro refleja extrañeza y cierta dosis de desagrado. Por supuesto, recuerda perfectamente todo lo que ha ocurrido en la habitación del Alphaville. Y, aun suponiendo que lo hubiese olvidado, ahí está el dolor de la mano derecha para recordárselo. Sin embargo, todos estos objetos, a sus ojos, carecen de significado legítimo. Son desechos sin valor. Nada que pueda invadir su vida. Con todo, continúa su examen, carente de emoción, pero minucioso. Prosigue la excavación de unos restos míseros de un pasado reciente.

Abre el cierre del bolso y vuelca todo el contenido sobre la mesa. Un pañuelo de tela, pañuelos de papel, maquillaje compacto, lápiz de labios, perfilador de ojos, otros cosméticos de pequeño tamaño. Pastillas para la garganta. Un frasco pequeño de vaselina, una caja de preservativos. Dos tampones. Un spray de gas lacrimógeno para ahuyentar a obsesos sexuales (para Shirakawa ha sido una suerte que no haya tenido tiempo de sacarlo del bolso). Unos pendientes baratos. Tiritas. Una cajita para guardar medicamentos con algunas píldoras dentro. Un monedero de piel marrón. Dentro, los tres billetes de diez mil yenes que él le ha entregado al principio y, además, varios billetes de mil yenes y algunas monedas sueltas. Aparte, una tarjeta telefónica, un bono del metro. Un vale de descuento de la peluquería. No hay nada que pueda ayudarle a descubrir su identidad. Tras vacilar unos instantes, Shirakawa saca el dinero y se lo guarda en el bolsillo de los pantalones. En definitiva, ese dinero se lo ha dado él. Se limita a recuperarlo.

Dentro del bolso hay un pequeño teléfono móvil plegable. Un móvil de prepago. Imposible averiguar a quién pertenece. Está conectado el buzón de voz. Pulsa la tecla para escuchar los mensajes. Hay varios. Todos en chino. La voz del mismo hombre. Habla deprisa, parece que la esté reprendiendo. Los mensajes son breves. Por supuesto, Shirakawa no entiende una sola palabra. Sin embargo, los escucha todos hasta el final y, luego, desconecta el buzón de voz.

Trae, de alguna parte, una bolsa de basura de papel, lo arroja todo revuelto adentro, excepto el móvil, luego aplasta un poco la bolsa, la cierra bien. A continuación, la mete a su vez dentro de una bolsa de plástico y, tras sacar el aire, la ata con fuerza. El teléfono móvil queda aparte, sobre la mesa. Lo coge, se queda observándolo unos instantes, vuelve a dejarlo sobre la mesa. Parece que se esté preguntando qué hacer con él. Quizá pueda serle de utilidad. Pero aún no ha llegado a ninguna conclusión.

Shirakawa apaga el reproductor de cedés, lo mete en el fondo del último cajón del escritorio y lo cierra con llave. Tras limpiarse con sumo cuidado los cristales de las gafas con el pañuelo, alcanza el teléfono de la mesa y llama a una empresa de taxis. Da su nombre y el de la empresa, pide que pasen a recogerlo en diez minutos frente a la salida de servicio. Se pone la gabardina gris pálido que cuelga del perchero, se guarda el teléfono móvil de la mujer en el bolsillo. Agarra la cartera y la bolsa de basura. Se detiene junto a la puerta, barre el interior de la habitación con la mirada y, tras comprobar que todo está en orden, apaga la luz. A pesar de que los fluorescentes del techo están apagados, la habitación no queda totalmente a oscuras. A través de la persiana se filtra la luz de las farolas y de los letreros luminosos y alumbra tenuemente la estancia. Shirakawa cierra la puerta de la oficina y sale al pasillo. Mientras lo recorre, con un duro retumbar de pasos, suelta un largo bostezo. Como queriendo decir que, al fin, ha concluido un día más.

Baja en ascensor. Abre la puerta de servicio, sale afuera, cierra con llave. Al espirar, el aliento se convierte en una nubecilla blanca. Apenas tiene que esperar. Pronto aparece un taxi. El conductor, un hombre de mediana edad, se asoma por la ventanilla y le pregunta si es él el señor Shirakawa. Luego, posa los ojos en la bolsa de basura de plástico que lleva en las manos.

—No se preocupe. No huele. No es basura orgánica —dice Shirakawa—. Además, la voy a tirar cerca de aquí.

—De acuerdo. Entre —dice el taxista. Abre la portezuela.

Shirakawa se sube al taxi.

El taxista le pregunta, mirándolo por el retrovisor:

—Disculpe, señor. Creo que no es la primera vez que lo llevo, ¿verdad? Me parece que ya vine a recogerlo otro día, a la misma hora, más o menos. Usted vive en…, déjeme pensar… Sí, usted vive en Ekoda, ¿correcto?

—En Tetsugakudô —dice Shirakawa.

—Exacto. En Tetsugakudô. ¿Hoy también se dirige usted allí?

—Pues sí. Para bien o para mal, no tengo otra casa adónde ir.

—Es cómodo volver siempre al mismo lugar —dice el taxista. Arranca—. Pero debe de ser muy pesado, ¿verdad? Trabajar siempre hasta tan tarde.

—Con la recesión económica, lo único que aumenta son las horas extras. No el sueldo.

—A mí me pasa lo mismo. Como la gente no va tanto en taxi, para ganar lo mismo tengo que trabajar más horas. Pero usted no puede quejarse, ¿verdad? Al menos a usted la empresa le paga los desplazamientos en taxi.

—Es que, trabajando hasta estas horas, si no me pagaran el taxi no podría volver a casa —dice Shirakawa con una sonrisa forzada.

De pronto, se acuerda de algo.

—¡Ah! Por poco se me olvida. ¿Podría girar en el próximo cruce a la derecha y parar delante del 7-Eleven? Es que mi mujer me ha pedido que le compre una cosa. No tardaré mucho.

El taxista le contesta, mirándolo por el retrovisor:

—Señor, es que la calle de la derecha es de sentido único y tendría que dar un rodeo. Por el camino encontraremos varias tiendas más abiertas toda la noche. ¿No podría ser otra?

—Es que lo que busco, a lo mejor, sólo lo venden en ésta. Además, me gustaría tirar pronto la basura.

—De acuerdo. A mí me da igual. Se lo preguntaba porque, si damos un rodeo, el taxímetro subirá un poco más.

El conductor gira a la derecha, avanza unos metros, detiene el coche en el lugar indicado, abre la portezuela. Dejando la cartera de piel sobre el asiento del taxi, Shirakawa agarra la bolsa de basura y se baja del vehículo. Frente al 7-Eleven hay un montón de bolsas de basura apiladas. Coloca la suya encima de las demás. La bolsa, entre un montón de bolsas iguales, pierde su singularidad en un instante. Por la mañana pasará el camión de la basura y la recogerá. Como no contiene basura orgánica, no es probable que los cuervos la rasguen. Tras dirigirle una última mirada, Shirakawa entra en la tienda. Dentro no hay ningún cliente. El joven de la caja registradora habla, con entusiasmo, por su teléfono móvil. Está sonando una canción nueva de Southern All Stars. Shirakawa va directo hacia el frigorífico de la leche y toma un tetrabrik de Takanashi desnatada. Comprueba la fecha de caducidad. Todo correcto. De paso compra también unos yogures en envase de plástico. Luego, de pronto, se le ocurre la idea y saca del bolsillo el teléfono móvil de la chica china. Echa un vistazo a su alrededor y, tras comprobar que nadie lo mira, lo deposita junto a una caja de queso. El pequeño teléfono plateado encaja de un modo sorprendente. Parece que siempre haya estado allí. Se desprende de las manos de Shirakawa y pasa a formar parte del 7-Eleven.

Shirakawa paga en la caja y vuelve al taxi a paso rápido.

—¿Ha encontrado lo que buscaba? —pregunta el taxista.

—Sí —dice Shirakawa.

—Entonces, directos a Tetsugakudô.

—Me está entrando sueño. Si me duermo, despiérteme cuando lleguemos, por favor —dice Shirakawa—. Mire, encontrará una gasolinera de Showa Shell por el camino. Yo me bajo un poco más adelante.

—De acuerdo. No se preocupe.

Shirakawa deja la bolsa de plástico con la leche y los yogures junto a la cartera, se cruza de brazos, cierra los ojos. Es muy posible que no logre conciliar el sueño. Pero no le apetece seguir charlando con el taxista hasta llegar a su casa. Con los ojos cerrados, intenta pensar en algo que no le altere los nervios. Algo cotidiano, que no tenga un significado profundo. O algo puramente conceptual. Pero no se le ocurre nada. En el vacío, sólo nota el dolor de la mano derecha. Ésta le duele sordamente al compás de los latidos de su corazón, que retumban en sus oídos como el ronco bramido del oleaje. «¡Qué extraño!», piensa él. «¡Con lo lejos que está el mar!»

Un poco más adelante, el taxi donde va Shirakawa se detiene ante un semáforo en rojo. El cruce es grande y el semáforo tarda en cambiar. Al lado del taxi, la motocicleta Honda de color negro conducida por el chino está esperando a que cambie el semáforo. Entre ambos vehículos apenas media un metro de distancia. Pero el hombre de la motocicleta tiene los ojos fijos hacia delante y no ve a Shirakawa. Éste se encuentra hundido en el asiento con los ojos cerrados. Escuchando el imaginario bramido del oleaje de un mar lejano. El semáforo cambia a verde, la motocicleta sigue recto. El taxi arranca con cuidado para no despertar a Shirakawa, gira hacia la derecha y se aleja del barrio.