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Mari y Takahashi están sentados juntos en un banco del parque. Un pequeño parque de forma alargada que hay en el centro de la ciudad. Construido, para que jueguen los niños, en un rincón de un viejo edificio de la Corporación de la Vivienda. Hay columpios, balancines y una fuente. Está muy bien iluminado con farolas de mercurio. Árboles de negrísimos troncos extienden sus ramas hacia lo alto, hay arbustos. Las hojas caídas de los árboles cubren el suelo por completo y producen un crujido seco bajo los pies de quien las pisa. Poco antes de las cuatro de la madrugada, el parque está desierto. En el cielo se ve una luna blanca de finales de otoño, afilada como una navaja. Mari tiene un gatito blanco sobre las rodillas y le está dando de comer un sándwich de atún que ha traído envuelto en una servilleta de papel. El gatito se lo come relamiéndose. Ella le acaricia cariñosamente el lomo. Unos cuantos gatos contemplan la escena desde una posición un poco alejada.
—Cuando trabajaba en el Alphaville, en mis ratos libres solía venir aquí a traerles comida y a acariciarlos —dice Takahashi—. Es que ahora, como vivo solo, no puedo tener gatos en casa y echo mucho de menos su tacto.
—Cuando vivías con tu familia, ¿tenías uno? —pregunta Mari.
—Sí, a falta de hermanos, tenía un gato. Para compensar.
—¿Y los perros? ¿No te gustan?
—Sí, los perros también me gustan. He tenido un montón. Pero prefiero los gatos. Cuestión de preferencias.
—Yo nunca he tenido ni gatos ni perros —dice Mari—. Mi hermana es alérgica al pelo de los animales y no para de estornudar.
—¿Ah, sí?
—Sí. Desde pequeña ha sido alérgica a un montón de cosas. Al polen de los cedros, a las ambrosías, a la caballa, a las gambas, a la pintura fresca. Etcétera, etcétera.
—¿A la pintura fresca? —pregunta Takahashi con una mueca—. Nunca había oído que alguien fuese alérgico a eso.
—Pues ella lo es. Tiene los síntomas y todo.
—¿Qué síntomas?
—Urticaria. Y le cuesta respirar. Le salen una especie de bultos en los bronquios y tiene que ir corriendo al hospital.
—¿Y eso le ocurre cada vez que pasa por delante de algo recién pintado?
—No, no siempre. A veces.
—Aunque sólo sea de vez en cuando, debe de ser horrible.
Mari acaricia el gato en silencio.
—¿Y tú? —pregunta Takahashi.
—¿Si soy alérgica?
—Sí.
—Pues, no. A nada que yo sepa —dice Mari—. Yo nunca he estado enferma…Ya ves. En casa, mi hermana era la delicada Blancanieves y yo la ruda pastora.
—Con una Blancanieves en la familia basta.
Mari asiente.
—Pero tampoco está tan mal ser la ruda pastora —dice Takahashi—. Así no tienes que preocuparte por la pintura.
Mari clava los ojos en el rostro de Takahashi.
—No es tan simple.
—Claro que no lo es —dice Takahashi—. Eso ya lo sé… Por cierto, ¿tienes frío?
—No. Estoy bien.
Mari corta otro pedacito de sándwich de atún y se lo da al gatito. Debe de estar muy hambriento porque lo devora con ansiedad.
Takahashi duda si sacar un tema a colación o no. Al final, se decide a hablar.
—A decir verdad, un día hablé largo y tendido con tu hermana.
Mari clava los ojos en el rostro de Takahashi.
—¿Cuándo?
—Pues sería en abril de este año. Una tarde me acerqué a Tower Records a buscar algo y, entonces, me topé con Eri Asai. Yo estaba solo y ella también. Charlamos durante un rato de pie y, como nos apetecía seguir la conversación, entramos en una cafetería de por allí. Al principio, charlamos de cosas sin importancia. De las típicas cosas de las que hablan dos antiguos compañeros de instituto que se encuentran por la calle después de mucho tiempo sin verse. De lo que le ha pasado a uno, de lo que ha hecho el otro. Pero luego ella me propuso ir a tomar una copa y empezamos a tocar temas muy personales. Por lo visto, había muchas cosas de las que ella quería hablar.
—¿Temas muy personales?
—Sí.
Mari pone cara de sorpresa.
—¿Por qué hablaría de esas cosas precisamente contigo? No sé, me daba la sensación de que tú y ella no erais grandes amigos.
—Pues claro que no. Imagínate. La primera vez que mantuvimos una conversación propiamente dicha fue hace dos años, cuando fuimos contigo a la piscina del hotel. Ni siquiera estoy seguro de que supiera mi nombre completo.
Mari sigue acariciando en silencio al gatito que tiene sobre las rodillas.
—Pero aquel día —dice Takahashi— ella quería hablar con alguien. Lo cierto es que me contó cosas que uno sólo le confiesa a una amiga íntima. Pero quizá tu hermana no tenga ninguna con quien hablar. Y, a lo mejor por eso, a cambio, me eligió a mí. Por casualidad. Como podía haber elegido a otra persona.
—Sí, pero ¿por qué a ti? Por lo que yo sé, ella siempre ha tenido montones de chicos a su alrededor.
—Sí, eso seguro.
—Pese a todo, te eligió a ti. En definitiva, escogió a alguien que se encontró por la calle y con quien no tenía mucho trato para hacer confesiones muy personales. ¿Por qué crees que lo hizo?
—Pues… —Takahashi reflexiona un poco sobre ello—. Quizá porque a mí me consideraba inofensivo.
—¿Inofensivo?
—Sí, quizá pensaba que, aunque ella bajara momentáneamente la guardia, yo no representaría ningún peligro para ella.
—No lo entiendo.
—Pues… —balbució Takahashi con embarazo—. Resulta un poco raro, pero a mí, a veces, me toman por gay. Hay hombres que se me acercan por la calle y me hacen proposiciones.
—Pero no lo eres, ¿verdad?
—Yo creo que no… Lo que pasa es que, a mí, la gente tiene la manía de contármelo todo. Siempre ha sido así. Hombres y mujeres, personas que apenas conozco y completos desconocidos. A mí todo el mundo me cuenta su vida. Los secretos más recónditos e inauditos que te puedas imaginar. ¿A qué puede deberse? No será porque yo quiera escucharlos, precisamente.
Mari rumia las palabras que acaba de oír y le dice:
—O sea, que Eri te hizo confidencias.
—Sí. Bueno, no sé si llamarlas confidencias. Cosas personales.
—¿Qué tipo de cosas? ¿Por ejemplo?
—Por ejemplo… Pues, cosas de familia.
—¿Cosas de familia?
—Por ejemplo —dice Takahashi.
—¿Incluida yo?
—Pues, sí.
—¿Como qué?
Takahashi piensa un poco de qué manera debería contárselo.
—Pues, por ejemplo, que le gustaría estar más cerca de ti.
—¿Estar más cerca de mí?
—Que sentía que tú, conscientemente, te distanciabas de ella. Siempre, a partir de cierta edad.
Mari envuelve cariñosamente al gatito con la palma de la mano.
—Pero, incluso manteniendo una distancia prudencial, una persona puede estar cerca de otra, ¿no crees? —dice Mari.
—Por supuesto —responde Takahashi—. Claro que puede. Pero lo que para una persona puede ser una distancia prudencial, para otra puede ser un abismo. A veces pasa.
Un gato marrón sale de alguna parte y empieza a restregar la cabeza contra los pies de Takahashi. Éste se inclina y lo acaricia. Luego saca el pastelillo de pescado y ñame de su bolsillo, rasga la bolsa de plástico, le da medio pastel al gato. Éste se lo come relamiéndose.
—¿Y ése era el problema personal que tenía Eri? —pregunta Mari—. ¿Que sentía que no podía salvar la distancia entre su hermana pequeña y ella?
—Ése era uno de sus problemas personales. Pero no el único.
Mari permanece en silencio.
Takahashi prosigue:
—El rato que estuvo hablando conmigo, Eri no paró de tomarse todo tipo de pastillas. Tenía su bolso de Prada repleto de medicamentos y, mientras se bebía un Bloody Mary, iba tomando pastillas, una tras otra, como quien come cacahuetes. Ya sé que todos eran medicamentos legales, pero, aun así, no puede ser bueno tomar tanta cantidad.
—Es que Eri es una fan de los medicamentos. Lo ha sido siempre, pero cada vez está peor.
—Alguien tendría que pararla.
Mari niega con la cabeza.
—Medicamentos, horóscopos y dietas. En eso no hay quien la pare.
—Yo le insinué que debería consultar a un especialista. A un terapeuta o a un psiquiatra. Aunque no parecía que tuviera la menor intención de hacerlo. Vamos, que no se daba cuenta de que algo estaba ocurriendo en su interior. La verdad es que me dejó bastante preocupado. Pensando qué sería de ella.
Mari pone cara hosca.
—Entonces, ¿por qué no la llamaste y se lo preguntaste a ella directamente? Ya que estabas tan preocupado por Eri.
Takahashi lanza un pequeño suspiro.
—Con esto volvemos a nuestro primer tema de conversación de esta noche. Si llamo a tu casa y se pone Eri Asai, ¿qué diablos le digo? No tengo ni idea.
—Pero los dos estuvisteis conversando mucho rato y con el corazón en la mano, ¿no? Mientras os tomabais una copa hablasteis de temas muy personales.
—Sí, ya lo sé. Bueno, eso de que habláramos es un decir. De hecho, yo apenas abrí la boca. La que habló fue ella, yo me limité a asentir. Además, si te digo la verdad, me da la sensación de que yo puedo hacer muy poco por ella. Vamos, al menos mientras no tenga con ella una relación más profunda en el plano personal.
—Pero tú no quieres profundizar más…
—Bueno… Es que no creo que pueda —dice Takahashi. Alarga la mano y rasca al gato detrás de las orejas—. Aunque quizá debería decir que no creo que reúna las condiciones necesarias.
—Para que nos entendamos, lo que pasa es que a ti no te interesa Eri hasta ese punto.
—Si lo llevamos a ese terreno, es que creo que soy yo quien no le interesa mucho a tu hermana. Tal como te he contado antes, ella sólo quería a alguien con quien hablar. Para ella, yo no era más que una pared con rostro humano que asentía en el momento adecuado.
—Dejando eso aparte, ¿te interesa mucho Eri? ¿O no te interesa? Si tuvieras que responder «sí» o «no», ¿qué escogerías?
Takahashi se frota las manos con aire dubitativo. Es una cuestión delicada, nada fácil de responder.
—Creo que sí me interesa. Tu hermana tiene brillo propio. Algo muy especial, innato. Por ejemplo, cuando estábamos allí tomando una copa, charlando con confianza, la gente no nos quitaba los ojos de encima. Como preguntándose: «¿Qué hace esa preciosidad con semejante don nadie?».
—Pero…
—¿Pero?
—Fíjate bien —dice Mari—. Yo he preguntado: «¿Te interesa mucho Eri?», ¿verdad? Y tú me has respondido: «Creo que sí me interesa». Falta la palabra «mucho». Me da la impresión de que algo se ha perdido por ahí.
—¡Caramba! —exclama Takahashi con admiración—: A ti no se te pasa nada por alto.
Mari espera en silencio a que él prosiga.
Takahashi se pregunta qué debe responder.
—Pero… Sí, tienes razón. Cuando estaba frente a tu hermana, charlando largo y tendido, pues, no sé, fui notando, cada vez más, una sensación muy rara. Al principio no me di cuenta de lo rara que era. Pero, a medida que pasaba el tiempo, la sensación era más fuerte, casi opresiva. ¿Cómo te diría? Parecía que a mí no se me incluyera en aquella escena. Ella estaba sentada justo frente a mí, pero, al mismo tiempo, se encontraba a muchos kilómetros de distancia.
Mari continúa sin decir nada, evidentemente. Se mordisquea los labios mientras espera a que él prosiga su relato. Takahashi busca despacio las palabras apropiadas.
—En resumen, que dijera yo lo que dijera, ella no lo percibía. Era como si entre Eri Asai y yo se alzara algo, una especie de estrato, una esponja transparente que fuera absorbiendo la mayor parte de los nutrientes de las palabras que yo pronunciaba conforme éstas lo atravesaban. En realidad, ella no escuchaba lo que le estaba diciendo. Cuanto más hablábamos, más claro lo veía. Entonces, las palabras que pronunciaba ella dejaron de llegarme con claridad. Era una sensación muy extraña.
Al comprender que se han terminado los sándwiches de atún, el gatito se retuerce entre las manos de Mari y salta de sus rodillas al suelo. Luego, se marcha corriendo, dando botes hacia los matorrales, y desaparece. Mari hace una bola con la servilleta en que había envuelto los sándwiches y la guarda dentro de la bolsa. Se sacude las migas de las manos.
Takahashi clava los ojos en el rostro de Mari.
—¿Entiendes a qué me refiero?
—¿Que si lo entiendo? —pregunta Mari. Hace una pausa—. Lo que tú acabas de contarme se parece mucho a lo que yo siempre he sentido con Eri. Al menos durante los últimos años.
—¿Como si tus palabras no acabaran de llegarle bien?
—Sí.
Takahashi arroja el resto del pastelillo de pescado y ñame a otro gato que se le ha acercado. Tras olerlo con gran cautela, el gato, excitado, empieza a devorarlo ávidamente.
—Oye, me gustaría preguntarte una cosa. Si lo hago, ¿me dirás la verdad? –pregunta Mari.
—¿Qué es?
—Aquella chica con la que fuiste al Alphaville, ¿no sería, por casualidad, mi hermana?
Sorprendido, Takahashi levanta la cabeza y mira a Mari. Como si contemplara unas ondas concéntricas extendiéndose por la superficie de un pequeño estanque.
—¿Por qué piensas eso? —dice Takahashi.
—Por nada. He tenido una corazonada. ¿Me equivoco?
—No, no era Eri Asai. Era otra chica.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Puedo hacerte otra pregunta? —dice Mari.
—Por supuesto.
—Supón que hubieses ido al hotel con mi hermana y te hubieras acostado con ella. Como hipótesis.
—Como hipótesis.
—Como hipótesis. Pues bien, supón que entonces yo te preguntara si habías ido al hotel y te habías acostado con ella. Como hipótesis.
—Es una hipótesis.
—En un caso así, ¿serías sincero y me responderías que sí?
Takahashi reflexiona unos instantes.
—No creo —dice él—. Probablemente te diría que no.
—¿Por qué?
—Porque eso pertenece a la vida privada de tu hermana.
—O sea, que es una especie de compromiso de confidencialidad.
—En cierto modo.
—Y, en ese caso, ¿no sería mejor decir: «No puedo responderte a eso»? Así también guardarías la confidencialidad.
—Sí —argumenta Takahashi—, pero es que decir: «No puedo responder a esta pregunta» equivale, a efectos prácticos, a decir que sí. ¿O no? A eso se le llama «negligencia voluntaria».
—O sea, que en cualquier caso la respuesta sería «no», ¿cierto?
—En teoría sí.
—Oye, que a mí me da lo mismo —dice Mari clavando los ojos en los de Takahashi—. A mí no me importaría que te hubieras acostado con Eri. Si era eso lo que ella quería.
—Me parece que lo que quiere Eri Asai no lo sabe ni ella. Pero cambiemos de tema, ¿vale? Porque, tanto en la teoría como en la práctica, la chica con quien fui al Alphaville no era Eri Asai, sino otra.
Mari lanza un pequeño suspiro. Luego hace una pausa.
—No creas. A mí también me hubiera gustado acercarme más a Eri —dice ella— . Antes, sobre todo entre los diez y los quince años, solía pensar en ello a menudo. Que ojalá mi hermana mayor fuese mi mejor amiga. No hace falta que te diga que la admiraba mucho. Eso también contaba, claro. Pero, en aquella época, Eri estaba tan ocupada que su agenda rayaba en lo demencial. Posaba como modelo para revistas de adolescentes, recibía un montón de clases, todo el mundo le cantaba las alabanzas. Y, claro, para mí no tenía tiempo. Vamos, que en la época en que más falta me hacía, ella no pudo responder a mis necesidades.
Takahashi escucha a Mari en silencio.
—Somos hermanas y, desde que nací, siempre hemos vivido bajo el mismo techo, pero en realidad es como si hubiésemos crecido en dos mundos diferentes. La comida, por poner sólo un ejemplo. Nunca hemos comido lo mismo. Porque ella, con sus alergias, tenía que tomar un menú especial, distinto del de los demás.
Se hace un breve silencio.
—No creas que estoy resentida con ella. Es cierto que entonces pensaba que mi madre la mimaba demasiado, pero ahora eso ya ha dejado de importarme. Lo que quiero decir, en definitiva, es que entre nosotras ha habido esta historia, se han dado estas circunstancias. De modo que, aunque ahora me diga que le gustaría que estuviéramos más cerca, yo, sinceramente, no tengo ni idea de cómo conseguirlo. ¿Entiendes a qué me refiero?
—Creo que sí.
Mari no dice nada.
—Mientras hablaba con Eri Asai se me pasó algo por la cabeza, ¿sabes? —dice Takahashi—. Y era que si ella no sentiría cierto complejo de inferioridad frente a ti. Quizá, desde hacía mucho tiempo.
—¿Complejo de inferioridad? —dice Mari—. ¿Eri frente a mí?
—Sí.
—¿Y no será al revés?
—No es al revés.
—¿Y qué te hace pensar una cosa así?
—Bueno, porque tú, la hermana pequeña, siempre has sabido muy bien lo que querías conseguir. Y cuando no querías algo, eras capaz de decir claramente que no. Has sido capaz de ir avanzando, paso a paso, a tu propio ritmo. Pero Eri Asai no ha podido. Para ella, desde pequeña, el hecho de desempeñar el papel que le habían asignado y de satisfacer a todo el mundo ha sido una especie de trabajo. Utilizando tus propias palabras, ella se ha esforzado en ser una maravillosa Blancanieves. Es cierto que todo el mundo la admiraba, pero eso, a veces, también ha debido de ser muy duro para ella. En la época más decisiva de su vida no ha podido afirmar su personalidad. Si la palabra complejo te parece exagerada, tal vez cabría decir que te ha envidiado.
—¿Y eso te lo ha dicho Eri?
—No. Ésa es la conclusión que he sacado yo de lo que ella me dijo, algo que se me acaba de ocurrir en este preciso momento. Pero no creo andar muy equivocado.
—Me parece que exageras —dice Mari—. Es cierto que en mi vida ha habido, hasta cierto punto, menos ataduras que en la de Eri. Pero ¿cuál ha sido el resultado? Ya lo ves. Soy una persona insignificante, sin apenas fuerza ni capacidad. Me faltan conocimientos y tampoco soy muy inteligente. No soy guapa y no le importo mucho a nadie. No creo que se pueda decir que yo sí he afirmado mi personalidad. Lo único que hago es dar traspiés en un mundo muy pequeño. ¿Qué diablos podría envidiarme Eri?
—Puede que aún estés en fase de preparación. Todavía es pronto para sacar conclusiones. Debes de ser el tipo de persona que madura tarde.
—Aquella chica tiene diecinueve años —dice Mari.
—¿Qué chica?
—La china de la habitación del Alphaville. La chica que fue golpeada por un desconocido, la que se quedó sin ropa, desnuda y sangrando. Es una chica muy bonita. Pero en el mundo en el que vive no existen los periodos de preparación. Allí nadie se pregunta si ella es de las que maduran tarde. ¿No lo ves así?
Takahashi hace ademán de estar de acuerdo.
—En cuanto la he visto —prosigue Mari—, he sentido deseos de que fuésemos amigas. Unos deseos muy fuertes. Si nos hubiésemos encontrado en un mundo distinto, en otras circunstancias, seguro que habríamos sido muy buenas amigas. Y eso yo no lo he sentido casi nunca. Bueno, más que casi nunca, yo diría que jamás.
—Ya.
—Pero lo que yo siento no cuenta. Vivimos en mundos demasiado distintos. Y yo no puedo hacer nada. Por más que lo intente.
—Sí, tienes razón.
—Pero, ¿sabes?, aunque apenas nos hayamos visto, aunque casi no hayamos hablado, a mí me da la sensación de que aquella chica, ahora, continúa viviendo en mi interior. De que se ha convertido en una parte de mí. Pero no sabría cómo explicártelo.
—Y tú puedes sentir el dolor que experimenta aquella chica.
—Quizás.
Takahashi medita profundamente sobre ello. Luego dice:
—Escucha, se me ha ocurrido una cosa. Intenta pensar lo siguiente. A ver, que tu hermana está en alguna parte, no sé dónde, en otro Alphaville, y que alguien la está maltratando con una violencia irracional. Y que ella está lanzando alaridos mudos, derramando sangre invisible.
—¿En sentido figurado?
—Tal vez —dice Takahashi.
—¿Es ésa la impresión que te dio cuando hablaste con ella?
—Ella se encuentra sola, perdida entre un montón de problemas, se siente incapaz de seguir adelante y está pidiendo ayuda. Y lo manifiesta torturándose a sí misma. Y esto no es sólo una impresión mía, es algo mucho más preciso.
Mari se levanta del banco, alza los ojos hacia el cielo nocturno. Luego se acerca a los columpios y se sienta en uno. El seco crujido de la hojarasca bajo las suelas de sus zapatillas de deporte amarillas resuena exageradamente alrededor. Mari tira varias veces de la gruesa cuerda del columpio como si quisiera comprobar su resistencia. Takahashi también se levanta del banco, camina sobre las hojas secas, se acerca a Mari y toma asiento a su lado.
—¿Sabes? Eri ahora está dormida —dice Mari, como si le hiciera una confesión—. Profundamente dormida.
—A estas horas, todo el mundo lo está.
—No es lo mismo —dice Mari—. Ella no quiere despertar.