10

am

Eri Asai continúa durmiendo.

Pero el hombre sin rostro, el que antes, muy cerca de Eri, estaba sentado en una silla contemplando con profundo interés cómo dormía, ha desaparecido. Tampoco está la silla. Han desaparecido sin dejar rastro. Sin ellos, la habitación se ve todavía más fría, con menos movimiento que antes. En el centro de la estancia hay una cama y, sobre ella, yace Eri. Como si se hallara en un bote salvavidas flotando en un mar en calma. Nosotros observamos la escena desde este lado, es decir, desde la habitación real de Eri, a través de la pantalla del televisor. Y la cámara, que presumiblemente existe en la estancia del otro lado, capta la figura dormida de Eri, nos la muestra. La posición y el ángulo de la toma van cambiando a intervalos regulares. La cámara se acerca un poco, se aleja de nuevo.

El tiempo transcurre, pero no sucede nada. Ella no se mueve. No hace el menor ruido. Con el rostro vuelto hacia arriba, flota en un mar de pensamientos puros, sin olas ni corrientes que alteren la superficie. A pesar de ello, nosotros no podemos apartar la vista de la imagen que se nos ofrece. ¿A qué se debe? Desconocemos el motivo. Sin embargo, una especie de intuición nos indica que allí hay algo. Que allí hay algo vivo. Algo que oculta su presencia sumergido bajo la superficie del agua. Decididos a detectar esa presencia, nos quedamos observando la pantalla sin aventurar un movimiento, prestando muchísima atención.

… Ahora, sí. Hemos detectado un leve movimiento en las comisuras de los labios de Eri. No, tal vez ni siquiera pueda llamárselo así. Un ligero temblor, casi imperceptible. Quizá se trate de una oscilación de la pantalla. Quizá no sea más que una ilusión óptica. Puede que sólo sea una alucinación producto de nuestra mente, que espera que se produzca algún cambio. Para cercioramos, miramos la pantalla con ojos aún más inquisitivos que antes.

Como si respondiera a nuestros deseos, la lente de la cámara se va acercando al objeto. Primer plano de la boca de Eri. Observamos la pantalla conteniendo el aliento. Esperamos con paciencia a que ocurra lo que, de un momento a otro, es previsible que suceda. Se repite el temblor de los labios. Una crispación momentánea de los músculos. Sí, es el mismo movimiento de antes. Sin duda. No se trata de una ilusión óptica. Algo sucede en el cuerpo de Eri.

Nuestra insatisfacción crece por el hecho de estar observando de manera pasiva, desde este lado, la pantalla. Queremos ver, directamente con nuestros propios ojos, el interior de la otra habitación. Queremos estudiar el movimiento casi imperceptible que ha insinuado Eri, unos probables primeros indicios de conciencia. Queremos hacer conjeturas respecto a lo que aquello significa sobre bases más concretas. De modo que decidimos trasladarnos al otro lado de la pantalla.

Una vez resueltos a hacerlo, no es difícil. Basta con separarnos de nuestro cuerpo, dejar atrás la sustancia, convertirnos en un punto de vista conceptual desprovisto de masa. De esta forma podremos atravesar cualquier pared. Podremos salvar cualquier abismo. Así que nos convertimos, en efecto, en un punto sin impurezas y cruzamos la pantalla que separa los dos mundos. Nos trasladamos desde este lado al otro. En el momento en que atravesamos la pared y salvamos el abismo, el mundo se deforma muchísimo, se quiebra, se desmorona, desaparece durante unos instantes. Todo se convierte en un polvo fino e inmaculado que se esparce por doquier. Después, el mundo vuelve a reconstruirse. Una nueva esencia nos rodea. Todo ha ocurrido en un abrir y cerrar de ojos.

Y, ahora, nos encontramos en el otro lado. En la habitación que se refleja en la pantalla. Echamos una mirada a nuestro alrededor, estudiamos el lugar. La habitación tiene el olor característico de un cuarto que lleva mucho tiempo sin ventilarse. La ventana está cerrada a cal y canto, el aire no se mueve. Gélido, con un ligero olor a moho. El silencio es tan profundo que casi hace daño en los oídos. Nadie. No hay señales de que allí se oculte algo. Suponiendo que antes existiera ese algo, al parecer se ha esfumado. Ahora sólo estamos nosotros y Eri Asai.

En la cama individual que se encuentra en el centro de la habitación, Eri Asai continúa durmiendo. Reconocemos la cama, reconocemos la colcha. Nos acercamos a la muchacha, contemplamos su rostro dormido. Estudiamos con atención todos los detalles, tomándonos todo el tiempo necesario. Tal como hemos dicho antes, lo único que somos capaces de hacer, como mero punto de vista, es observar. Sólo observar, informar y, si nos es posible, emitir un juicio. No nos está permitido tocarla. No podemos dirigirle la palabra. Ni siquiera podemos insinuarle nuestra presencia.

No tarda en producirse otro movimiento en el rostro de Eri. Un espasmo de los músculos de la mejilla, como si quisiera ahuyentar un pequeño insecto que se hubiera posado sobre su piel. Luego, su párpado derecho muestra un leve y repetido temblor. Se agitan las olas del pensamiento. En algún rincón sombrío de su conciencia una zona minúscula, a la que luego se van sumando otras, empieza a responder, sin palabras, empieza a conectarse con otras, igual que ondas concéntricas cuando se extienden por la superficie del agua. Nosotros presenciamos este proceso. Una unidad va tomando forma. Acto seguido, esa unidad se liga a otra unidad creada en otro lugar, así va formándose el sistema básico de autorreconocimiento. En otras palabras, Eri Asai se acerca, paso a paso, a la recuperación de la conciencia.

El proceso es lento hasta la desesperación, pero irreversible. El sistema, pese a experimentar alguna vacilación esporádica, avanza indefectiblemente hacia delante, minuto a minuto. El espacio de tiempo en blanco, necesario entre una acción y la siguiente, va reduciéndose de manera gradual. Las contracciones de los músculos, que antes se circunscribían al rostro, se han ido extendiendo a la totalidad del cuerpo. En un momento dado, Eri Asai alza un hombro en silencio y saca una mano pequeña y blanca de debajo de la colcha. La mano izquierda. La mano izquierda parece encontrarse en un estadio más avanzado de conciencia que la mano derecha. Dentro de la nueva temporalidad, las puntas de los dedos van descongelándose, abre la mano y los dedos empiezan a moverse con torpeza en busca de algo. Poco después, esos mismos dedos se desplazan por encima de la colcha, como pequeños animales autónomos, se posan en el delgado cuello. Como si estuviera buscando, sin confianza, el sentido de su propio cuerpo.

Al poco rato abre los ojos. Deslumbrada por la luz de los fluorescentes alineados en el techo, los cierra de golpe. Su conciencia parece que se resista a despertar. Que rechace el mundo de la realidad y desee seguir durmiendo indefinidamente, dentro de las mullidas tinieblas cargadas de misterio. Pero, por otra parte, es evidente que sus funciones vitales reclaman la vigilia. Ansían una luz natural nueva. Dentro de Eri estas dos fuerzas se enfrentan, entablan una lucha. Pero la fuerza que desea la vigilia se alza con la victoria. Los ojos se abren de nuevo. Despacio, vacilantes. Los ciega la luz del fluorescente. Su luz es demasiado brillante. Ella alza la mano, se tapa los ojos. Se pone de lado, apoya la mejilla en la almohada.

El tiempo transcurre. Durante tres o cuatro minutos, Eri Asai permanece tendida sobre la cama en la misma postura. Mantiene los ojos cerrados. ¿Habrá vuelto a dormirse? No. Su conciencia está habituándose despacio al mundo de la vigilia. Aquí el tiempo desempeña un papel importante, igual que cuando una persona ha sido transportada a una estancia con una presión atmosférica muy distinta y tiene que ajustar sus funciones vitales a la nueva realidad. Su conciencia reconoce que se han producido unos cambios de los que le resulta imposible escapar y, aun a regañadientes, se dispone a aceptarlos. Eri está un poco mareada. Su estómago se contrae, tiene la sensación de que algo le repta hasta la garganta. Sin embargo, tras respirar hondo unas cuantas veces, logra reponerse. Pero al desaparecer las náuseas, nota una serie de molestias de diversa índole. Entumecimiento de brazos y piernas, ligero silbido en los oídos, dolor muscular. A causa de haber dormido demasiado rato en la misma posición.

Vuelve a transcurrir el tiempo.

Poco después se sienta sobre la cama, dirige una mirada dubitativa a su alrededor. Una amplia estancia. No hay nadie. «¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí?» Echa mano de sus recuerdos. Todos se interrumpen enseguida, como hilos demasiado cortos. Lo único que sabe es que ha estado durmiendo ahí hasta hace poco. «La prueba es que me encuentro en la cama y que llevo pijama. Porque ésta es mi cama y éste es mi pijama. No me cabe la menor duda. Pero éste no es mi cuarto.» Nota el cuerpo entumecido. «Si es cierto que he dormido, he dormido durante mucho tiempo, y de una manera muy profunda. Pero no tengo ni idea de cuánto.» Al intentar pensar en algo, siente agudas punzadas en las sienes.

Salta decidida de la cama. Posa con extremo cuidado los pies desnudos en el suelo. Lleva pijama. Un pijama azul, liso. De tela sedosa. El aire de la habitación es gélido. Agarra la colcha de la cama y se la echa, a modo de capa, por encima del pijama. Intenta andar, pero es incapaz de avanzar en línea recta. Al principio, sus músculos no recuerdan cómo se anda. Pero, con esfuerzo, logra dar un paso y, luego, otro. El suelo plano de linóleo la sopesa de una manera extremadamente práctica y la interroga. «¿Qué haces aquí?», le pregunta con frialdad. Pero ni que decir tiene que ella es incapaz de responder a esa pregunta.

Se acerca a una ventana, se apoya en el marco y mira hacia fuera a través del cristal, aguzando la vista. Sin embargo, fuera no se ve paisaje alguno. Únicamente un espacio incoloro, un concepto abstracto puro. Se frota los ojos con ambas manos, suspira, vuelve a mirar hacia el otro lado de la ventana. En efecto, sólo existe el vacío. Intenta abrir la ventana, pero le resulta imposible. Corre de una ventana a la otra, también intenta abrirla, pero ambas ventanas permanecen firmemente cerradas, como si estuvieran fijadas con clavos. «Quizá me encuentro en un barco», piensa. Por un instante se le cruza esa idea por la mente. Porque percibe cómo un pequeño temblor recorre su cuerpo. «Puede que me encuentre dentro de un gran barco. Y que las ventanas estén cerradas a cal y canto para impedir que el agua penetre en los camarotes.» Aguza el oído intentando percibir el ruido de los motores y del oleaje rompiendo contra los costados de la nave. Lo único que alcanza a oír es el eco ininterrumpido del silencio.

Recorre la amplia estancia muy despacio, palpando las paredes, accionando los interruptores de la luz. Por mucho que lo intente, los fluorescentes del techo no se apagan. No ocurre nada. En la habitación hay dos puertas. Dos puertas contrachapadas, normales y corrientes. Gira el pomo de una de ellas. Da vueltas en el vacío sin resultado alguno. Empuja la puerta, tira de ella, pero ésta no se mueve. Lo mismo le sucede con la otra. Las puertas y ventanas de la habitación emiten señales de rechazo, como si fueran seres vivos autónomos.

Se lanza contra una puerta, la aporrea violentamente con los puños. Espera que alguien la oiga y le abra desde fuera. No obstante, por mucho que golpee con fuerza, el sonido que se oye es sorprendentemente amortiguado. Tanto que a duras penas llega a sus propios oídos. Nadie (suponiendo que fuera hubiese alguien) la oirá. Sólo conseguirá destrozarse las manos. Siente una especie de vértigo. Se han incrementado los temblores que recorren su cuerpo.

Nos damos cuenta de que la habitación se parece mucho a la oficina donde, de madrugada, Shirakawa estaba trabajando. Quizá sea la misma. Sólo que ahora la estancia se ve completamente vacía. La han despojado de los muebles, los aparatos electrónicos y la decoración, no queda nada, sólo los fluorescentes del techo. Todos los objetos han desaparecido, la última persona en salir ha cerrado la puerta y se ha ido. De esta forma, nadie en el mundo se acuerda de la habitación, sumergida en el fondo del océano. El silencio y el olor a moho absorbidos por las cuatro paredes le insinúan a Eri, y también a nosotros, el tiempo transcurrido.

Ella se acurruca en el suelo, se apoya en la pared. Permanece con los ojos cerrados, en silencio, a fin de mitigar el vértigo y los temblores. Poco después abre los ojos y descubre algo en el suelo, cerca de ella. Un lápiz. Con una goma de borrar en una punta y con el nombre Veritech. Un lápiz plateado igual al que utilizaba Shirakawa. La punta roma. Ella recoge el lápiz con la mano, lo contempla largo tiempo. El nombre Veritech no le dice nada. ¿Se llamará así alguna empresa? ¿Será el nombre de algún nuevo producto? Eri no lo sabe. Sacude ligeramente la cabeza. Aparte del lápiz, ningún otro objeto puede ofrecerle información alguna sobre la estancia.

¿Por qué la han dejado sola en un lugar así? Eri no logra entenderlo. Es un lugar que no recuerda haber visto nunca, un lugar que no le sugiere nada. «¿Quién diablos me habrá traído hasta aquí? ¿Y con qué objeto? ¿Estaré muerta, tal vez? ¿Será éste el mundo que hay después de morir?» Se sienta a los pies de la cama y estudia las diferentes posibilidades. No puede creer que esté muerta. Además, éste no puede ser el mundo que hay cuando te mueres. Si el otro mundo consistiera en estar encerrada sola en un cuarto vacío de un edificio de oficinas, ¿dónde estaría la salvación? Entonces, ¿podría ser un sueño? No. Todo es demasiado coherente. Los detalles son demasiado concretos, demasiado vívidos. «Puedo tocar con mis propias manos todas las cosas a mi alrededor.» Se clava con fuerza la punta del lápiz en el dorso de la mano, siente el dolor. Lame la goma de borrar, nota el sabor de la goma.

«Esto es real», concluye Eri. «Una realidad distinta ha reemplazado a la realidad original. Y, proceda de donde proceda esta nueva realidad, sea quien sea la persona que me ha traído hasta aquí, yo estoy completamente sola, me han dejado abandonada, encerrada, dentro de una extraña habitación polvorienta sin vistas ni salida. ¿Me habré vuelto loca? Y, si es así, ¿me habrán enviado a alguna institución? No, no puede ser. Pensando con lógica, ¿quién se lleva consigo su cama cuando ingresa en un hospital? Y, ante todo, ésta no parece la habitación de un hospital. Tampoco parece una cárcel. Ésta es…, sí, no es más que una gran habitación vacía.»

Vuelve a la cama, acaricia con la mano la colcha. Da unos golpecitos a la almohada. Pero es una colcha normal y corriente, es una almohada normal y corriente. No representan ningún símbolo, ningún concepto. Una colcha real, una almohada real. No le ofrecen ninguna pista. Eri se palpa el rostro de un lado al otro con las yemas de los dedos. Se pone las dos manos sobre el pecho por encima del pijama. Comprueba que sigue siendo ella misma. Una hermosa faz, unos pechos bonitos. «Soy un amasijo de carne, ésa es mi fortuna», piensa de manera deshilvanada. Y, de pronto, la abandona la certeza de saber quién es.

El vértigo ha desaparecido, pero los temblores continúan. Tiene la sensación de que, tirando de una esquina, le están quitando el suelo bajo los pies. Su cuerpo ha perdido el peso necesario, siente que va a convertirse en una simple caverna. Una mano misteriosa le está arrebatando hábilmente los órganos, los sentidos, los músculos y la memoria que formaban su persona. En consecuencia, ella ya no será nada, acabará convirtiéndose en un ser útil sólo para permitir el paso de las cosas del exterior. Toda su piel se ve asaltada por un violento sentimiento de soledad. Grita. «¡Noo! No quiero que me transformen en eso.» Pero, aunque cree haber gritado con todas sus fuerzas, de su garganta únicamente ha salido un murmullo ahogado.

«¡Quiero volver a sumirme en un sueño profundo!», suplica. ¡Qué maravilloso sería dormir profundamente y al despertar haber vuelto a la realidad originaria! En estos momentos, ése es el único medio que se le ocurre para huir de la habitación. Vale la pena intentarlo, sin duda. Pero ¿logrará conciliar el sueño de una forma tan sencilla? Acaba de despertar. Y ha dormido demasiado tiempo, demasiado profundamente. Tanto, que se ha dejado olvidada en alguna parte la realidad originaria.

Por unos instantes sostiene el lápiz plateado entre dos dedos, lo hace rodar. Espera, de forma vaga, que su tacto le traiga algún recuerdo. Pero lo único que percibe en la punta de los dedos es una sed inagotable del corazón. Sin pensar, lo deja caer al suelo. Se tiende en la cama. Se acurruca bajo la colcha. Cierra los ojos.

«Nadie sabe que estoy aquí», piensa. «Estoy segura de que nadie sabe que estoy aquí

Nosotros lo sabemos. Pero nosotros no estamos autorizados a intervenir. Observamos desde arriba la figura de la muchacha tendida en la cama. Nuestra mirada se va retirando gradualmente. Atravesamos el techo, retrocedemos deprisa. Retrocedemos hasta el infinito. A medida que nos alejamos, la figura de Eri va disminuyendo de tamaño, se convierte en un punto y, pronto, se borra. Nosotros incrementamos la velocidad, atravesamos de espaldas la estratosfera. La tierra va empequeñeciéndose y, al final, desaparece. Nuestra mirada retrocede hasta el infinito en el vacío de la nada. Somos incapaces de controlar este movimiento.

En cuanto nos damos cuenta nos hallamos de nuevo en la habitación de Eri. En la cama no hay nadie. Se ve la pantalla del televisor. Sólo refleja la nieve de las interferencias. «¡Shhh!», el molesto ruido de los parásitos. Permanecemos unos instantes contemplando, sin más, la nieve de la pantalla. La habitación se va sumiendo en la oscuridad. La luz se extingue rápidamente. La nieve de las interferencias también se eclipsa. Cae la negra oscuridad.