9

am

Interior de Skylark. Hay menos clientes que antes. El bullicioso grupo de estudiantes ya se ha ido. Mari está sentada junto a la ventana, leyendo, por supuesto. No lleva gafas. La gorra descansa sobre la mesa. La cazadora y el bolso están en el asiento contiguo. Sobre la mesa hay un plato con varios sándwiches y una infusión.

Takahashi entra. No lleva nada en las manos. Recorre el local con la mirada, descubre a Mari y se dirige hacia ella.

—¡Hola! —saluda Takahashi.

Mari levanta la cabeza, reconoce a Takahashi, le saluda con un pequeño gesto. No dice nada.

—¿Te importa que me siente un momento?

—Adelante —contesta Mari con tono neutro. Takahashi toma asiento frente a ella. Se quita la chaqueta, se arremanga de un tirón el jersey. La camarera se acerca y le pregunta qué desea tomar. Él pide un café.

Takahashi echa una ojeada al reloj de pulsera.

—Las tres de la mañana. Es la hora más oscura de la noche, la más dura. ¿No tienes sueño?

—No mucho —responde Mari.

—Es que yo anoche dormí poco. Tuve que redactar un trabajo muy difícil.

Mari no dice nada.

—Me lo ha dicho Kaoru, que a lo mejor estabas aquí.

Mari asiente.

Takahashi se disculpa:

—Siento mucho lo de antes. Me refiero a lo de la chica china. Estábamos ensayando y me ha llamado Kaoru al móvil para preguntarme si alguno de nosotros hablaba chino. Y, claro, nosotros ni idea. Entonces me he acordado de ti. Y le he dicho que si iba a Denny´s quizás encontraba a una chica así y asá, que se llamaba Mari Asai y que sabía chino. Espero no haberte causado muchas molestias.

Mari se frota con la yema del dedo la marca que le dejan las gafas.

—No pasa nada.

—Kaoru me ha contado que menos mal que fuiste. Te está muy agradecida. Además, por lo visto le has caído muy bien.

Mari cambia de tema.

—¿Ya has terminado de ensayar?

—Me estoy tomando un descanso —dice Takahashi—. Necesitaba un café para despejarme un poco. Además, quería darte las gracias. Me preocupaba un poco haberte interrumpido, ¿sabes?

—¿Interrumpirme? ¿En qué?

—Pues no lo sé —dice él—. En lo que estuvieras haciendo, interrumpirte en algo

—¿Te divierte tocar música? —pregunta Mari.

—Sí. Después de volar, creo que es lo más divertido que hay.

—¿Has volado alguna vez?

Takahashi sonríe. Con la sonrisa en los labios, hace una pausa antes de responder.

—No, nunca —dice—. Hablaba en sentido figurado.

—¿Quieres dedicarte profesionalmente a la música?

Él niega con la cabeza.

—No tengo tanto talento para eso. Tocar es muy divertido, pero me moriría de hambre. Porque, ¿sabes?, hay una gran diferencia entre hacerlo bien y hacer algo creativo de verdad. Yo no toco nada mal. La gente me felicita y yo estoy encantado de que me feliciten. Pero sólo eso. Así que este mes dejo la banda y me retiro del mundo de la música.

¿Hacer algo creativo de verdad? ¿A qué te refieres?

—Pues, ¿cómo podría explicártelo…? Imagínate que eres capaz de sentir la música muy dentro de ti y que eso afecta de alguna manera a tu cuerpo, que tiene la necesidad de moverse todo el rato, e imagínate que, al mismo tiempo, afecta de igual manera a las personas que están escuchando tu música. Es crear ese estado de comunión. Supongo.

—Suena complicado.

Muy complicado —dice Takahashi—. Así que yo me bajo en la próxima. Me cambio de tren en la siguiente estación.

—¿Y no vas a tocar más?

Él vuelve hacia arriba las palmas de las manos que descansan sobre la mesa.

—Probablemente no.

—¿Vas a buscar trabajo?

Takahashi niega con la cabeza.

—No, no voy a buscar trabajo.

—¿Y qué vas a hacer entonces?

—Me voy a poner a estudiar derecho en serio. Quiero sacarme las oposiciones al cuerpo de Justicia.

Mari guarda silencio. Pero parece habérsele despertado la curiosidad.

—Claro que me llevará tiempo —dice él—. Estaba matriculado en la Facultad de Derecho, pero hasta ahora me he dedicado en cuerpo y alma a la banda y he estudiado sólo lo justo para ir tirando. Así que, por mucho que a partir de ahora me reforme y me mate a estudiar, no voy a recuperar el tiempo perdido de un día para otro. En esta vida, las cosas no son tan fáciles.

La camarera le trae el café. Takahashi le echa crema de leche, con un tintineo, empieza a removerlo utilizando la cucharilla y se lo bebe.

—A decir verdad —continúa él—, es la primera vez en la vida que tengo ganas de estudiar algo en serio. Nunca he sacado malas notas. No obtenía sobresalientes, pero tampoco era un desastre. En los momentos importantes siempre he sabido apañármelas. Así que mis notas no eran malas. Se me da bien estudiar. Por lo tanto, entré en una universidad aceptable y, de haber seguido así, quizás habría encontrado un trabajo aceptable. Y, luego, habría celebrado una boda aceptable, habría tenido una familia aceptable… ¿No te parece? Pero a esa idea le he cogido manía de pronto.

—¿Por qué? —pregunta Mari.

—¿Me preguntas que por qué de repente me han entrado ganas de estudiar en serio?

—Sí.

Sosteniendo la taza de café con ambas manos, Takahashi la mira entrecerrando los ojos. Como si atisbara por una rendija el interior de la habitación.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Pues claro. La gente pregunta porque quiere obtener una respuesta, ¿no? Es lo normal.

—En teoría, sí. Pero también hay personas que preguntan sólo por educación.

—Tal vez, pero ¿por qué habría de preguntarte yo a ti algo por educación?

—Sí, tienes razón. —Tras reflexionar unos instantes, Takahashi deposita la taza sobre el plato. Se oye un golpecito seco—. Como respuesta, puedo ofrecerte una versión corta o una versión larga, ¿cuál prefieres?

—Una mediana.

—De acuerdo. Una de talla M. —Takahashi ordena rápidamente sus ideas—. Pues mira. Este año, de abril a junio, he ido varias veces al juzgado. Al Palacio de Justicia de la región de Tokio, en Kasumigaseki. Debía asistir a los juicios y, luego, escribir un trabajo sobre ellos. El seminario de una asignatura, ¿sabes? ¿Has ido alguna vez al Palacio de Justicia?

Mari niega con la cabeza.

—El juzgado parece un multicine —continúa Takahashi—. En la entrada hay unos carteles con una lista de los juicios del día y los horarios, una especie de programación, y tú escoges el que te interesa y vas. La entrada es libre. Eso sí, no puedes llevar cámara fotográfica ni grabadora. Tampoco comida. Está prohibido hablar. Los asientos son estrechos y, si te duermes, un ujier te llama la atención. Pero la entrada es gratuita, así que no te puedes quejar. —Takahashi hace una pausa—. En su mayor parte, asistí a juicios criminales. Agresión con lesiones, incendio provocado, robo con resultado de asesinato. Total, que allí había un mal tipo que había cometido un crimen, lo habían pillado y lo estaban juzgando. Y lo iban a castigar. Muy simple, ¿no? En los delitos económicos o intelectuales las circunstancias son mucho más complejas. La frontera entre el bien y el mal no está tan clara. Son un incordio. Lo único que quería era redactar el trabajo deprisa, sacar una nota aceptable y listos. Vamos, igual que las anotaciones diarias sobre el dondiego de día que hacía en primaria como deberes durante las vacaciones de verano.

Llegado a este punto, Takahashi se calla. Contempla las palmas de sus manos, que tiene posadas sobre la mesa.

—Sin embargo, a medida que asistía a los juicios e iba observando diferentes casos, empecé a sentir un extraño interés por los casos que se juzgaban y por las personas involucradas en ellos. Era como si, poco a poco, hubiera dejado de verlos como algo ajeno. Una cosa muy rara. Porque aquellos sujetos, desde cualquier punto de vista, pertenecían a un tipo de personas muy diferente al mío. Vivían en un mundo distinto, pensaban de una forma distinta, actuaban de manera distinta. Un grueso y alto muro se levantaba entre su mundo y el mío. Al menos eso pensaba yo al principio. Porque, vamos, yo no me puedo imaginar a mí mismo cometiendo un crimen atroz. Soy pacifista, tengo un carácter afable, nunca en la vida, ni siquiera de pequeño, le he alzado la mano a nadie. Justamente por eso podía ver el juicio desde la barrera, como un mero espectador. Como algo totalmente ajeno.

Alza la cabeza, mira a Mari. Busca las palabras.

—Sin embargo, en el Palacio de Justicia, conforme iba escuchando los testimonios de los testigos, las exposiciones del fiscal, los alegatos de los abogados defensores y las declaraciones de los acusados, iba perdiendo la confianza en mí mismo. Y empecé a pensar de la siguiente forma. Que es posible que no exista un muro que separe ambos mundos. Y que, en caso de que exista, quizá sólo sea un endeble tabique de cartón. Y que, en el instante en que te apoyes casualmente en él, puede que se hunda y te caigas al otro lado. O quizás es que el otro lado ya se ha introducido a hurtadillas en nuestro interior, aunque nosotros no seamos conscientes de ello. Ésta es la sensación que empecé a tener. Aunque resulta muy difícil traducirla en palabras.

Takahashi pasa la yema del dedo por el borde de la taza de café.

—Y en cuanto empecé a pensar de esa forma, hubo muchas cosas que se me aparecieron bajo un prisma diferente. Vi el sistema judicial, en sí mismo, como un ser vivo especial, extraño.

—¿Un ser vivo especial?

—Sí. Un pulpo, por ejemplo. Un pulpo gigantesco que habita en las profundidades marinas. Tiene una vitalidad extraordinaria, avanza por el fondo negro del océano haciendo serpentear un montón de largos tentáculos. Mientras asistía a los juicios, no pude evitar imaginármelo de esa forma. Y ese ser vivo adopta diversas formas, ¿sabes? A veces adopta la forma del Estado; otras, la de las leyes. También puede adoptar formas más retorcidas, más complejas. Y aunque le cortes una y otra vez los tentáculos, vuelven a crecer siempre. Nadie puede acabar con él. Es demasiado fuerte, vive en una sima demasiado profunda. Ni siquiera sabemos dónde tiene el corazón. Yo, en aquellos momentos, sentí terror. Y me desesperaba pensar que, por muy lejos que intentara escapar, sería incapaz de huir de él. Aquel ser no piensa que yo soy yo y que tú eres tú. Ante él, todos perdemos nuestro nombre, todos dejamos de tener un rostro. Todos nos convertimos en un signo. En un simple número.

Mari no aparta los ojos de él.

Takahashi toma un sorbo de café.

—¿No te parece un poco deprimente todo esto?

—Te estoy escuchando —responde Mari.

Takahashi devuelve la taza al platito.

—Hace dos años hubo un caso de asesinato e incendio en Tachikawa. Un hombre mató a un matrimonio anciano con un hacha, les robó la cartilla de ahorros y el sello, y prendió fuego a la casa para destruir las pruebas. Aquella noche hacía mucho viento y ardieron cuatro casas. Lo condenaron a muerte. Una pena normal en los anales judiciales de Japón. Casi todos los casos de doble asesinato acaban en pena de muerte. En la horca. Además, estaba lo del incendio provocado. Aquel hombre era un caso perdido. Era un sujeto muy violento, ya había estado antes en la cárcel varias veces. Su propia familia renegaba de él, era drogadicto y, cada vez que lo habían soltado, había vuelto a reincidir. Tampoco mostraba el menor arrepentimiento. Aunque hubiera presentado una apelación, no cabía la menor duda de que se la habrían denegado. Incluso su abogado defensor, un abogado de oficio, sabía desde el principio que no tenía ninguna posibilidad. De manera que a nadie le sorprendió que lo condenaran a muerte. A mí tampoco. Mientras el presidente del tribunal leía la sentencia y yo tomaba notas, pensaba que eso era lo más lógico. Al acabar el juicio tomé el metro en la estación de Kasumigaseki y me fui a casa, pero en el preciso instante en que me senté a la mesa y empecé a pasar a limpio mis notas, sentí una terrible desesperación. Era, ¿cómo te diría?, parecía que se hubiera producido una bajada de tensión en la energía eléctrica de todo el mundo. Todo se volvió un punto más oscuro, un punto más frío. Yo empecé a temblar, no pude evitarlo. Se me cayeron algunas lágrimas. Pero ¿por qué? No consigo explicármelo. ¿Por qué me había afectado tanto que condenaran a aquel hombre a muerte? Aquel tipo era un caso perdido, no tenía salvación. Entre él y yo no había ningún punto en común, no nos unía lazo alguno. ¿Por qué me había conmovido hasta tal extremo?

Esta duda permanece como duda durante unos treinta segundos. Mari espera a que él prosiga.

Takahashi continúa hablando:

—Lo que quiero decir es esto. Que un ser humano, fuera el tipo de persona que fuese, había sido atrapado por los tentáculos del gigantesco pulpo e iba a ser engullido por las tinieblas. Y eso, bajo cualquier circunstancia, es una escena insoportable.

Él contempla el vacío sobre la mesa, exhala un profundo suspiro.

—Total que, a partir de aquel día, empecé a pensar así. Que quería estudiar derecho en serio. Porque quizás ahí encontraría lo que estaba buscando. Estudiar derecho no es tan divertido como tocar música, pero ¡qué le vamos a hacer! La vida es así. Y crecer es eso.

Silencio.

—¿Ésta es tu explicación talla mediana? —pregunta Mari.

Takahashi asiente.

—Tal vez haya sido un poco larga. Pero es la primera vez que se lo cuento a alguien y me ha costado calibrar bien la medida… Dime, si no vas a comerte estos sándwiches, ¿te importa que coja uno?

—Los que quedan son todos de atún.

—¡Qué bien! El atún me encanta. Y a ti, ¿no te gusta?

—Sí. Pero al comer atún, el cuerpo va acumulando mercurio.

—¡No me digas!

—Y si acumulas mercurio, pasados los cuarenta años eres más propenso a los ataques cardiacos. Además, se te puede caer el pelo.

Takahashi pone cara sombría.

—O sea, que ni pollo ni atún.

Mari asiente.

—Pues justamente son dos de las cosas que más me gustan —dice él.

—Mala suerte —dice Mari.

—También me encanta la ensalada de patata. ¿Le ves también a la ensalada de patata algún problema grave?

—No. No creo que la ensalada de patata tenga nada —contesta Mari—. Aparte de que, si comes mucha, engordas.

—A mí no me importaría engordar. Siempre he sido demasiado flaco.

Takahashi echa mano de un sándwich de atún y lo devora con apetito.

—Entonces, hasta que apruebes las oposiciones, ¿seguirás viviendo como un estudiante? —pregunta Mari.

—Pues, sí. Voy a trabajar aquí y allá y, a partir de ahora, viviré con lo poco que gane.

Mari está pensando en algo.

—¿Has visto Love Story? Es una película antigua —pregunta Takahashi.

Mari niega con la cabeza.

—La pasaron el otro día por la tele —dice Takahashi—. Una película muy interesante. Ryan O'Neal es hijo único, pertenece a una familia rica y distinguida, pero, estando en la universidad, se casa con una chica pobre de origen italiano y entonces su familia lo deshereda. Dejan incluso de pagarle los estudios. Vive sin apenas dinero pero junto a la mujer que ama, estudia con ahínco y logra licenciarse por Harvard con notas sobresalientes, así se convierte en abogado.

Llegado a este punto, Takahashi hace una pausa.

—Lo de ser pobre, cuando se trata de Ryan O'Neal, queda muy elegante. Lleva un grueso jersey de lana de color blanco tejido a mano y le lanza bolas de nieve a Ali MacGraw. Mientras, se oye la música romántica de Francis Lai. Pero si el pobre fuese yo, seguro que no daría el pego. En mi caso, la pobreza sería sólo eso, pobreza. A mí, hasta la nieve se me derretiría en las manos.

Mari continúa pensando en algo.

—O sea, que Ryan O’Neal, después de tantas penalidades, se convierte en abogado. Y, ¿sabes?, a los espectadores apenas nos dan pistas sobre cuál es el trabajo que está haciendo exactamente. Todo lo que sabemos es que está empleado en un importante bufete de abogados, que cobra un sueldazo que haría palidecer de envidia a cualquiera. Y que vive en un apartamento de un rascacielos de Manhattan, con portero, que pertenece a un club de deportes exclusivo para WASP y que, en el tiempo que le queda libre, va a jugar al squash con sus amigos yuppies. Sólo eso.

Takahashi bebe agua del vaso.

—¿Y qué pasa después? —pregunta Mari.

Takahashi levanta un poco los ojos e intenta recordar el argumento.

—La película tiene un final feliz. Los dos viven juntos, eternamente, pletóricos de felicidad y salud. Es el triunfo del amor. Al principio fue muy duro, pero al final todo es maravilloso. Esa es la idea. Van en un Jaguar reluciente, juegan al squash y, en invierno, a veces se tiran bolas de nieve. El padre que lo desheredó, en cambio, sufre diabetes, cirrosis y la enfermedad de Ménière, y muere en la soledad más absoluta.

—No acabo de entender qué tiene de interesante esa película.

Takahashi ladea ligeramente la cabeza.

—Pues, no sé. La verdad es que no la recuerdo bien. Tenía algo que hacer y me perdí el final… Oye, ¿qué te parece si damos un paseo y así nos distraemos un poco? Cerca de aquí, andando, hay un pequeño parque donde se reúnen los gatos. ¿Les llevamos los sándwiches de atún llenos de mercurio? Yo tengo un pastelillo de pescado y ñame. ¿Te gustan los gatos?

Mari hace un pequeño gesto de asentimiento. Mete el libro dentro de la bolsa y se pone en pie.

Los dos van andando por la calle. Ahora no hablan. Mientras camina, Takahashi silba. Una motocicleta Honda negrísima aminora la velocidad al pasar junto a ellos. La conduce el hombre chino que ha ido a recoger a la mujer al Alphaville. El hombre de la cola de caballo. Ahora no lleva el casco y lanza atentas miradas a su alrededor. Sin embargo, entre el hombre y ellos dos no se establece contacto visual. El grave ronroneo del motor se acerca y pasa de largo.

Mari se dirige a Takahashi:

—¿De qué os conocéis Kaoru y tú?

—Estuve haciendo unos trabajillos en el hotel durante casi medio año. En el Alphaville. Fregaba el suelo y cosas así, de poca monta. También me encargaba de la informática. Le instalaba programas, la ayudaba cuando tenía problemas. Le puse la cámara de seguridad. Como allí sólo trabajan mujeres, les va bien, de vez en cuando, que un hombre les eche una mano.

—¿Y cómo empezaste a trabajar allí?

Takahashi duda un poco.

—¿A qué te refieres?

—Empezarías a trabajar allí por algún motivo, supongo —contesta Mari—. Kaoru me insinuó algo al respecto.

—Me da un poco de apuro hablar de ello.

Mari permanece en silencio.

—En fin, ¡qué más da! —exclama Takahashi, resignado—. La verdad es que fui al hotel con una chica. Como cliente, quiero decir. Pero al final resultó que no tenía suficiente dinero. La chica tampoco llevaba bastante. Estábamos borrachos, apenas sabíamos lo que hacíamos. Un desastre. Total, que dejé mi carnet de estudiante.

Mari no se inmuta.

—Una historia patética, la verdad —admite Takahashi—. Al día siguiente fui a pagar el dinero que faltaba. Entonces Kaoru me ofreció un té, charlamos un rato y, al final, me preguntó si quería un trabajo de media jornada en el hotel a partir del día siguiente. Casi me obligó a aceptarlo. El sueldo no era muy bueno, pero incluía la comida. El lugar donde ensayamos los de la banda también me lo ofreció ella. Parece muy bruta, pero es una persona muy amable, muy servicial. Todavía voy a verla de vez en cuando. Y si no le funciona el ordenador, me llama.

—¿Y qué pasó con aquella chica?

—¿Con la chica con la que fui al hotel?

Mari asiente.

—Se acabó —contesta Takahashi—. Después de aquello no nos hemos vuelto a ver. Seguro que se enfadó. ¡Menudo chasco! Pero, bueno, tampoco me gustaba demasiado. Seguro que antes o después hubiéramos roto.

—¿Lo haces a menudo, eso de ir a hoteles con chicas que no te gustan demasiado?

—¡Hala! ¡Como si pudiera! Era la primera vez que entraba en un love hotel.

Los dos siguen andando.

—Además —dice Takahashi en tono de disculpa—, no fui yo quien lo propuso. Fue ella la que dijo que fuéramos. En serio.

Mari permanece en silencio.

—Pero ¡en fin! También eso es un poco largo de contar. Es que se daban unas circunstancias concretas… —dice Takahashi.

—Eres un chico de historias largas, ¿verdad?

—Por lo visto, sí —reconoce él—. ¿Por qué será?

—Por cierto —dice Mari—, me has contado que no tenías hermanos, ¿verdad?

—Sí. Soy hijo único.

—Pues, si ibas al mismo instituto de Eri, tu familia debe de vivir en Tokio. ¿Por qué no estás con tus padres? Te sería más cómodo, ¿no?

—Eso también tardaría mucho en contártelo.

—¿No tienes una versión abreviada?

—Sí. Una cortísima —dice Takahashi—. ¿La quieres oír?

—Sí —responde Mari.

—Es que mi madre no es mi madre biológica.

—¿Y por eso no te llevas bien con ella?

—No, no es que no me lleve bien con ella. Yo no soy de los que se complican la vida peleándose con los demás. Pero no me apetece sentarme todos los días a la mesa, sonriendo de oreja a oreja, y charlar con ella. Además, a mí, por naturaleza, no me importa estar solo. Y, encima, no se puede decir que la relación con mi padre sea muy cordial.

—Vamos, que no os lleváis bien.

—Es que tenemos caracteres muy distintos, una escala de valores diferente.

—¿A qué se dedica tu padre?

Takahashi, sin responder, sigue andando despacio con la vista clavada en el suelo. También Mari permanece en silencio.

—En realidad, no sé muy bien a qué se dedica —dice Takahashi—. Pero estoy segurísimo de que no es nada de lo que uno pueda vanagloriarse. Además, que conste que no se lo voy contando a todo el mundo, estuvo varios años en la cárcel cuando yo era pequeño. Vamos, que mi padre es lo que suele llamarse un antisocial, un criminal. Ésta es otra de las razones por las que no quiero quedarme en casa. Últimamente han empezado a preocuparme mis genes.

—¿ésa es la versión cortísima? —le dice Mari, atónita, y sonríe.

Takahashi mira a Mari.

—Es la primera vez que sonríes.