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Nuestra mirada está de vuelta en la habitación de Eri Asai. A primera vista, no percibimos ninguna novedad. Sólo que, con el paso de las horas, ha avanzado la noche y el silencio se ha hecho más profundo.

… Pero, no. No es verdad. Algo ha cambiado. En la habitación se percibe algo muy distinto.

Pronto descubrimos cuál es la diferencia. Ahora la cama está vacía, sobre ella no yace Eri Asai. Al fijarnos en la ropa de cama, no parece probable que durante nuestra ausencia se haya despertado y levantado. La cama está sin deshacer. No presenta huellas de que Eri haya estado durmiendo en ella hasta este momento. Resulta extraño. ¿Qué diablos puede haber ocurrido?

Echamos una ojeada a nuestro alrededor. El televisor sigue encendido. En la pantalla se refleja la misma habitación de antes. Una amplia estancia vacía sin muebles. Fluorescentes impersonales, suelo de linóleo. Pero ahora la imagen se ve tan clara que parece otra. No hay interferencias, los contornos son nítidos, bien definidos. La conexión con ese lugar —dondequiera que se encuentre— es regular, sin fluctuaciones. Al igual que la luz de la luna baña un prado desierto, la brillante pantalla ilumina el interior de la estancia. Todos los objetos que se encuentran en ella se hallan bajo el influjo magnético del televisor.

La pantalla del televisor. El hombre sin rostro está sentado en la misma silla de antes. Traje marrón, zapatos negros de piel, polvo blanco, máscara brillante adherida al rostro. Tampoco su postura ha cambiado. Espalda recta, manos posadas sobre las rodillas, mirada al frente con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo. Los dos ojos permanecen ocultos tras la máscara. Sin embargo, es evidente que mantiene la vista clavada en algo. ¿Qué diablos está mirando? ¿Y con un interés tan grande, además? Como si leyera nuestros pensamientos, la cámara de televisión empieza a desplazarse siguiendo la mirada del hombre. En el otro extremo hay una cama. Una sencilla cama individual de madera… Y allí duerme Eri Asai.

Comparamos la cama vacía de la habitación con la que aparece en la pantalla. Vamos contrastando cada detalle. Efectivamente, son la misma cama. Las colchas son idénticas. Sin embargo, una de las camas está en la pantalla y la otra se encuentra aquí, en esta habitación. Y en la cama de la pantalla duerme Eri Asai.

Probablemente, la cama verdadera sea aquélla, deducimos nosotros. En el espacio de tiempo en que hemos tenido los ojos apartados de la habitación (han transcurrido dos horas desde nuestra marcha), la cama verdadera, junto con Eri, ha sido trasladada al otro lado. Y la que hay aquí es simplemente una cama que han dejado en sustitución de la otra. Tal vez con el propósito de llenar el vacío que debía de haber quedado atrás.

En la cama del otro mundo, Eri se halla sumida en un profundo sueño, como cuando se encontraba en esta habitación. Igual de bella, tan profundamente dormida como antes. No se ha dado cuenta de que una mano la ha transportado a ella (o quizá deberíamos decir su cuerpo) dentro de la pantalla del televisor. Ni siquiera la deslumbrante luz de los fluorescentes alineados en el techo logra penetrar hasta las profundidades de la sima marina de su sueño.

El hombre sin rostro vela a Eri con aquellos ojos cuya forma esconde tras la máscara. Mantiene las orejas, ocultas, vueltas hacia ella con una atención perpetua. Ni Eri ni el hombre sin rostro alteran su postura. Como animales que desean camuflarse en su entorno, ralentizan la respiración, bajan la temperatura corporal, guardan silencio, relajan los músculos, bloquean los portales de la conciencia. Lo que tenemos frente a nosotros, a primera vista, parece una escena congelada, pero la realidad no es ésa. Se trata de una imagen viva que nos está llegando en tiempo real. Tanto en esta habitación como en la otra, el tiempo transcurre de manera equivalente. Las dos habitaciones están viviendo el mismo momento. Lo sabemos por el pausado subir y bajar de los hombros del hombre sin rostro. Dondequiera que se hallen los propósitos de cada uno, también nos vemos transportados juntos, a la misma velocidad, hacia el flujo subterráneo del tiempo.