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Hay un hombre trabajando frente al ordenador. Es el hombre captado por la cámara de seguridad del hotel Alphaville. El tipo de la gabardina gris claro que recogió la llave de la habitación 404. Aporrea el teclado sin mirarlo. Es increíblemente veloz. Sin embargo, sus diez dedos a duras penas consiguen seguir el hilo de sus pensamientos. Mantiene los labios apretados con fuerza. Rostro inexpresivo de principio a fin. No muestra alegría cuando algo le sale bien, ni decepción cuando no lo consigue. Lleva las mangas de la camisa arremangadas hasta el codo, el primer botón de la camisa desabrochado, el nudo de la corbata flojo. De vez en cuando, apunta con un lápiz cifras y signos en un bloc de notas que tiene al lado. Largo lápiz plateado con una goma en la punta. En él figura el nombre de la empresa Veritech. En una bandeja hay, cuidadosamente alineados, seis lápices plateados iguales. Incluso la longitud es casi idéntica. La punta está afilada al máximo.
Se ve una estancia amplia. Sólo él sigue trabajando después de que sus compañeros se hayan ido a casa La música de piano de Bach suena a un volumen moderado desde un reproductor de cedés de pequeño tamaño que descansa sobre el escritorio. Suites inglesas, interpretadas por Ivo Pogorelich. Toda la sala se halla a oscuras, sólo la zona de su escritorio está iluminada por los fluorescentes del techo. La escena podría figurar en un cuadro de Edward Hopper titulado Soledad. Pero el hombre no parece sentirse solo. Al contrario. Prefiere que no haya gente a su alrededor. Nadie lo distrae, puede trabajar escuchando su música favorita. Su trabajo no le desagrada en absoluto. Cuando se concentra en él, se olvida de los pequeños asuntos de la vida real y, si no escatima esfuerzo y tiempo, puede resolver cualquier problema de una manera lógica y analítica. Siguiendo de forma medio inconsciente el flujo de la música, mantiene los ojos clavados en la pantalla del ordenador y mueve los dedos a toda velocidad, como si estuviera compitiendo con Pogorelich. No hace un solo movimiento superfluo. Aquí únicamente existen la exquisita música del siglo XVIII, él y los problemas técnicos que le han sido confiados.
Sin embargo, el dorso de la mano derecha parece dolerle. De vez en cuando interrumpe su trabajo, abre y cierra la mano, gira la muñeca. Se masajea con la mano izquierda el dorso de la derecha. Respira hondo, echa una ojeada al reloj de pulsera. Esboza una mueca casi imperceptible. Por culpa del dolor no puede realizar su trabajo con la celeridad acostumbrada.
Viste con corrección y pulcritud. La ropa carece de personalidad y sofisticación, pero el hombre parece haber elegido su atuendo con cuidado. No tiene mal gusto. Tanto la camisa como la corbata parecen caras. Posiblemente sean de marca. Mirándole el rostro, uno diría que es inteligente, de buena familia. El reloj que luce en la muñeca izquierda es fino y elegante. Gafas estilo Armani. Tiene las manos grandes, de dedos largos. Lleva las uñas muy cuidadas y en el dedo anular luce una fina alianza. Sus facciones son anodinas, pero traslucen una gran fuerza de voluntad. Rondará los cuarenta años, el contorno de su cara no presenta muestras de flacidez. Su aspecto recuerda una habitación bien ordenada. Nadie diría que va pagando los servicios de prostitutas chinas en los love hotel. Y, mucho menos, que las golpea de forma injusta y brutal, que las deja desnudas y se lleva su ropa. Pero eso es lo que ha hecho. No ha podido evitarlo.
Suena el teléfono, pero no contesta. Sin alterar un ápice la expresión de la cara, sigue trabajando a la misma velocidad. Deja que suene. Ni siquiera le dedica una mirada. Al cuarto timbrazo, salta el contestador automático.
«Éste es el número de Shirakawa. En este instante, no puedo atenderles. Por favor, dejen su mensaje después de oír la señal.»
Suena la señal.
—Hola —dice una voz de mujer. Grave, algo somnolienta— Soy yo. ¿Estás ahí? Si me oyes, ponte un momento.
Sin dejar de mirar la pantalla, pulsa el botón de «pausa» del mando a distancia del reproductor de cedés y, luego, conecta la línea telefónica. Puede hablar sin descolgar el auricular.
—Aquí estoy —dice Shirakawa.
—He llamado antes y no contestabas. así que he pensado que, a lo mejor, hoy volvías pronto —dice la mujer.
—¿Antes? ¿A qué hora?
—Pasadas las once. Te he dejado un mensaje.
Shirakawa echa una ojeada al teléfono. En efecto, la luz roja del contestador está parpadeando.
—Lo siento. No me he dado cuenta. Estaba concentrado en el trabajo —dice Shirakawa—. ¿Pasadas las once, dice? A aquella hora he salido a buscar algo de comer. Luego he pasado por Starbucks y me he tomado un cortado. ¿Aún estás despierta?
Incluso mientras habla, Shirakawa continúa tecleando con las dos manos.
—No. A las once y media me he acostado, pero he tenido una pesadilla horrible y me he despertado hace un momento. Y como no habías vuelto todavía… Entonces, hoy, ¿qué has elegido?
Shirakawa no entiende a qué se refiere. Deja de teclear, echa una ojeada al teléfono. Por un instante, se le marcan más las arrugas del contorno de los ojos.
—¿Que qué he elegido?
—Qué has comido esta noche.
—¡Ah! Comida china. Como siempre. Llena mucho.
—¿Estaba buena?
—Pues, no… No especialmente.
Vuelve a clavar los ojos en la pantalla, empieza a teclear de nuevo.
—Y el trabajo ¿cómo va?
—La situación es compleja. Un tipo ha lanzado la bola al rough.[9] Y como alguien no lo arregle para mañana a primera hora, no podrán celebrar la videoconferencia.
—Y ese alguien ¿eres tú otra vez?
—Exacto —dice Shirakawa—. Aquí no veo a nadie más.
—¿Podrás recuperarlo para mañana?
—Pues claro. Soy un cabeza de serie. Incluso en mis peores días, no bajo del par.[10] Además, si mañana no se celebra la videoconferencia, ya podemos olvidarnos de adquirir Microsoft…
—¿Vais a adquirir Microsoft?
—Hablo en broma —dice Shirakawa—. Creo que tardaré alrededor de una hora. Luego llamaré a un taxi y llegaré a casa sobre las cuatro y media.
—A esa hora, supongo que yo ya estaré durmiendo. Tengo que levantarme a las seis para prepararles la comida a los niños.
—Cuando tú te levantes, yo estaré dormido como un tronco.
—Y cuando te levantes tú, yo estaré almorzando en la empresa.
—Y cuando tú vuelvas a casa, yo estaré empezando a trabajar en serio.
—Lo que significa que volveremos a cruzarnos. Como de costumbre.
—A partir de la semana que viene a lo mejor vuelvo a tener un horario más razonable. Hay uno que se reincorpora a la oficina y, además, el nuevo sistema ya funciona mejor.
—¿De verdad?
—Quizá —dice Shirakawa.
—Si no me falla la memoria, hace un mes me dijiste exactamente lo mismo.
—Si te soy sincero, me he limitado a hacer un cortar y pegar.
La mujer lanza un suspiro.
—Ojalá lo consigas. Me gustaría comer contigo de vez en cuando y que nos acostáramos a la misma hora.
—Sí
—No trabajes demasiado.
—Tranquila. Doy un último golpe de bola perfecto, dejo que me den unas cuantas palmaditas en la espalda y voy a casa.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
—¡Ah! Espera un momento.
—Dime.
—Es una vergüenza pedirle esto a un cabeza de serie, pero, a la vuelta, ¿podrías pasarte por una de esas tiendas que abren las veinticuatro horas y comprarme leche? Si hay, trae Takanashi desnatada.
—De acuerdo. Te conformas con poco. Takanashi desnatada.
Shirakawa desconecta el teléfono. Echa una ojeada al reloj, comprueba la hora. Coge la taza de encima del escritorio y da un sorbo al café frío que le queda. En la taza figura el logo de Intel Inside. Aprieta el botón del reproductor de cedés, lo pone en marcha y, al compás de la música de Bach, abre y cierra el puño derecho repetidas veces. Respira hondo, llena los pulmones de aire nuevo. Aleja cualquier otro pensamiento de su mente y acomete el trabajo interrumpido. ¿Cuál es la distancia más corta que debe seguir para ir con coherencia del punto A al punto B? Una vez más, éste vuelve a ser el asunto primordial.
Interior de una tienda abierta las veinticuatro horas. La leche Takanashi desnatada se encuentra en el expositor frigorífico. Takahashi busca la leche mientras silba flojito el tema de Five Spot After Dark. No lleva ninguna bolsa. Alarga la mano y alcanza un tetrabrik de Takanashi desnatada, pero, al darse cuenta de que es desnatada, hace una mueca. Para él se trata de un problema moral. La cuestión va más allá de que la leche tenga un porcentaje alto o bajo de grasa. Devuelve la leche desnatada a su sitio, alcanza un tetrabrik de leche entera que está al lado. Comprueba la fecha de caducidad, la mete en el cesto.
A continuación se acerca a la sección de la fruta y toma una manzana. La inspecciona con atención bajo la luz, desde distintos ángulos. No le gusta. La devuelve, toma otra, la estudia de forma idéntica. Repite los mismos gestos varias veces hasta que encuentra una aceptable —aunque no lo convenza del todo— y se la lleva. Al parecer, tanto la leche como las manzanas son alimentos que tienen para él un significado especial. Mientras se dirige a la caja registradora, sus ojos se fijan de pasada en unos pastelillos de pescado y ñame metidos en bolsas de plástico, coge uno. Tras comprobar la fecha de caducidad impresa en una esquina, lo mete dentro del cesto. En caja paga el importe de la compra, se guarda despreocupado las monedas del cambio en el bolsillo de los pantalones y sale de la tienda.
Se sienta en un bordillo, frota cuidadosamente la manzana con la manga de la camisa. Debe de haber descendido la temperatura porque su aliento es ahora una nube blanquecina. Se bebe la leche casi de un trago, después mordisquea la manzana. Absorto en sus reflexiones, la mastica a conciencia, trozo a trozo, así que tarda mucho tiempo en comérsela. Al terminar se limpia las comisuras de los labios con un pañuelo arrugado, mete el tetrabrik de leche y el corazón de la manzana en la bolsa de plástico, se acerca hasta la papelera de la entrada de la tienda y la tira adentro. Se mete el pastelillo de pescado y ñame en el bolsillo. Tras comprobar la hora en su Swatch naranja, levanta ambos brazos y se despereza.
Luego empieza a andar hacia alguna parte.