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Oficina del hotel Alphaville. Kaoru está sentada frente al ordenador con cara sombría. La pantalla de cristal líquido muestra una imagen captada por la cámara de seguridad de la entrada. Una imagen nítida. En una esquina de la pantalla figura la hora. Kaoru confronta unas cifras anotadas en un papel con los dígitos que aparecen en el ordenador y va pasando rápido la imagen, o congelándola, sirviéndose del ratón. No parece encontrar lo que busca. De vez en cuando alza los ojos al techo y suspira.
Komugi y Kôrogi entran en la oficina.
—¿Qué estás haciendo, Kaoru? —pregunta Komugi.
—¡Uf! ¡Qué cara de malhumor! —dice Kôrogi.
—Es el DVD de la cámara de seguridad —explica Kaoru sin apartar los ojos de la pantalla—. Por la hora, descubriremos quién ha zurrado a la chica.
—Pero a aquella hora había un montón de clientes entrando y saliendo. ¿Cómo sabremos cuál es? —dice Komugi.
Los gruesos dedos de Kaoru siguen aporreando con torpeza las teclas.
—Todos los demás clientes han entrado en el hotel por parejas. Aquel hombre es el único que ha venido solo y ha esperado en la habitación a que llegara la mujer. El tipo ha cogido la llave de la cuatrocientos cuatro en la entrada a las 10:52. Eso lo sé seguro. A la mujer la han traído en moto diez minutos después. Esto último me lo ha dicho Sasaki, de recepción.
—Entonces, basta con que saques la imagen de las 10:52, ¿no? —dice Komugi.
—Claro. Pero no es tan fácil —responde Kaoru—. Yo no me aclaro con estos cacharros digitales de la leche.
—Aquí no te sirven los musculitos, ¿eh? —dice Komugi.
—Exacto.
—Kaoru, tú naciste en una época equivocada —dice Kôrogi con expresión grave.
—Sí, con unos dos mil años de error —añade Komugi.
—Más o menos —asiente Kôrogi.
—Dejaos de cachondeo —dice Kaoru—. ¿Y vosotras qué? ¿Vosotras os aclaráis con esto?
—¡Nooo! —exclaman las dos al unísono.
Kaoru teclea la hora en la columna del buscador, hace clic y espera a que salga la imagen en la pantalla, pero ésta no aparece. Por lo visto, ha cometido algún error. Chasquea la lengua. Echa mano del manual de instrucciones y lo hojea nerviosamente, pero no logra entenderlo, desiste y lo arroja sobre la mesa.
—¡Joder! Tendría que salir, pero no sale. Si estuviera Takahashi, él lo conseguiría en un santiamén.
—Pero oye, Kaoru. Por mucho que sepas qué cara tiene ese tipo, ¿qué diablos puedes hacer tú? Porque a la poli no vas a ir. Vamos, digo yo —dice Komugi.
—No es un farol, yo con ésos no quiero tratos.
—¿Y entonces qué vas a hacer?
—Ya lo pensaré luego —contesta Kaoru—. Pero no va conmigo dejar que un cerdo como ése se pasee por ahí tan tranquilo. El muy cabrón le pega una paliza a una pobre desgraciada, la despluma y, encima, se larga sin pagar la habitación.
—A un hijo de puta así habría que agarrarlo y atizarle hasta dejarlo medio muerto. Colgarlo de los huevos —dice Kôrogi.
Kaoru hace un amplio gesto de asentimiento.
—Ya me gustaría, ya. Pero ése no es tan tonto como para aparecer otra vez por aquí. Al menos de momento. Y a mí no me sobra el tiempo para andar buscándolo por ahí.
—¿Y qué piensas hacer?
—¡Y dale! Ya te he dicho que lo pensaré luego.
Kaoru, al borde de la desesperación, hace un doble y vigoroso clic en un icono que hay en un rincón y la imagen de las 10:48 aparece en la pantalla.
—¡Hurra!
Komugi: Quien la sigue, la consigue…
Kôrogi: Incluso el ordenador se ha cagado de miedo. Seguro.
Las tres miran la imagen de la pantalla en silencio, conteniendo la respiración. A las 10:50 entra una pareja joven. Parecen estudiantes. Los dos están visiblemente nerviosos. Tras vacilar unos instantes ante el panel de fotografías, pulsan el botón de la habitación 302, cogen la llave y se disponen a subir al ascensor. No lo encuentran y dan vueltas buscándolo.
Kaoru: Éstos son los clientes de la trescientos dos.
Komugi: ¿Los de la trescientos dos? Parecen unos angelitos, pero son unos animales. Han dejado la habitación patas arriba.
Kôrogi: No exageres, mujer. Es que son jóvenes. Para eso pagan y vienen a un lugar como éste.
Komugi: ¡Pues mira por dónde! Yo todavía soy joven, pero hace tiempo que nada de nada.
Kôrogi: Eso será porque tú no quieres, Komugichan.
Komugi: ¿Porque yo no quiero?
Kaoru: ¡Eh! Que va a salir el de la 404. ¡Dejaos de chorradas y mirad!
Un hombre aparece en la pantalla. Son las 10:52.
Viste una gabardina gris claro. Tendrá unos treinta y cinco años, quizá cuarenta. Lleva corbata, zapatos de piel y tiene aspecto de oficinista. Gafas pequeñas con montura metálica. No saca las manos de los bolsillos en ningún momento. Altura, complexión y peinado completamente normales. Es el tipo de hombre en quien no te fijas cuando te cruzas con él por la calle.
—¡Anda! Pero si parece un tipo muy normal —dice Komugi.
—Los que parecen normales son luego los que más miedo me dan —dice Kaoru frotándose el mentón—. A ésos el estrés les sale por las orejas.
El hombre echa una ojeada al reloj, comprueba la hora y, sin vacilar un instante, coge la llave de la 404. Luego se dirige a paso rápido hacia el ascensor y desaparece del campo visual de la cámara. Kaoru congela la imagen y se dirige a las otras dos.
—Bueno, viendo esto, ¿qué se os ocurre?
—Pues que debe de trabajar en una empresa —dice Komugi.
Kaoru mira a Komugi con cara de pasmo y sacude la cabeza.
—¡No me digas! Me parece evidente que un hombre que anda a esas horas con traje y corbata es un empleado de alguna empresa que acaba de salir del curro.
—Vale. Perdona —se disculpa Komugi.
—Este tipo parece muy ducho en la materia —dice Kôrogi—. No sé si es que ya había estado aquí antes o qué, pero no duda ni un segundo.
Kaoru asiente.
—Cierto. Toma la llave enseguida y se va derechito al ascensor. Por el camino más corto, sin hacer un movimiento de más. Ni siquiera echa un vistazo a su alrededor.
Komugi: O sea, que no es la primera vez que viene.
Kôrogi: En otras palabras, que es un cliente.
Kaoru: Puede. Quizás ya había pedido que le trajeran a una mujer de la misma manera.
Komugi: Los hay especializados en chinas.
Kaoru: Sí. Hay muchos que tienen esa afición. Entonces, si está empleado en una empresa y no es la primera vez que viene, a lo mejor es que trabaja cerca de aquí.
Komugi: Podría ser.
Kôrogi: Pues, si es así, seguro que suele trabajar de noche.
Kaoru mira a Kôrogi con extrañeza.
—¿Por qué lo dices? También podría ser que, después del trabajo, se fuera a tomar una copa, se animara y le entraran ganas de echar un polvo. Eso pasa, ¿no?
Kôrogi: Pero es que este hombre viene con las manos vacías. Parece que haya dejado sus cosas en la empresa. Si estuviera a punto de volver a casa, llevaría algo en las manos. Un maletín o un portafolios. Ningún empleado va a trabajar con las manos vacías. Lo que significa que el tipo viene aquí con la intención de regresar a la oficina después. Ésa es mi opinión.
Komugi: ¿Y trabaja a medianoche?
Kôrogi: Hay muchísima gente que se queda en la oficina y trabaja hasta el amanecer. Especialmente los informáticos. En trabajos relacionados con el software, por ejemplo. Cuando los demás terminan su jornada y se vuelven a casa, ellos se quedan solos en la oficina y van toqueteando el sistema. Porque, cuando todo el personal está trabajando, no pueden interrumpirlo. Así que hacen horas extras hasta las dos o las tres de la mañana y, luego, regresan a casa en taxi. La empresa les da unos vales para el taxi.
Komugi: Pues mira, ahora que lo dices, el tipo tiene pinta de uno de esos otaku[8] informáticos. Pero, oye, Kôrogi, ¿se puede saber de dónde sacas tú todas estas cosas?
Kôrogi: Porque, aquí donde me ves, antes trabajaba en una empresa. En una buena compañía, no creas. Era secretaria.
Komugi: ¿En serio?
Kôrogi: Era una empresa. Pues claro que trabajaba en serio.
Komugi: ¡No jodas! ¿Y por qué…?
Kaoru interviene con tono irritado:
—¡Eh, vosotras! ¡Callaos! Ahora estamos hablando de otra cosa. Dejad esa cháchara para luego.
Komugi: Vale. Perdona.
Kaoru recupera la imagen de las 10:52 y la reproduce, fotograma a fotograma. Escoge el adecuado, congela la imagen y va ampliando, de forma gradual, el punto donde sale la figura del hombre. Luego lo imprime. Obtiene una fotografía del rostro bastante grande, en color.
Komugi: ¡Fantástico!
Kôrogi: ¡Lo que llegan a hacer estos cacharros! Parece Blade Runner.
Komugi: Qué práctico. Pero, pensándolo bien, no puedes estar tranquila ni al entrar en un love-ho.
Kaoru: Pues ya lo sabéis, chicas. Fuera de casa, portaos bien. Una nunca sabe cuándo la va a pillar una cámara.
Komugi: Dios lo ve todo. Y las cámaras digitales también.
Kôrogi: ¡Y que lo digas! Mejor andarse con ojo.
Kaoru saca cinco copias de la imagen. Las tres clavan los ojos en el rostro del hombre.
Kaoru: Al ampliarla, ha quedado un poco granulosa, pero la cara se ve bien, ¿verdad?
Komugi: De sobra. Si me lo encuentro por la calle, seguro que lo reconozco.
Kaoru gira el cuello haciéndolo crujir y se queda reflexionando en silencio. De pronto, tiene una idea.
—¡Eh, vosotras! ¿Alguna de las dos ha usado el teléfono después de que yo saliera de la oficina? —les pregunta.
Ambas niegan con la cabeza.
Komugi: Yo no.
Kôrogi: Ni yo tampoco.
Kaoru: Entonces, nadie ha marcado ningún número después de que la chica china llamara por teléfono, ¿verdad?
Komugi: Yo no lo he tocado.
Kôrogi: Yo no le he puesto un solo dedo encima.
Kaoru levanta el auricular y, tras tomar una bocanada de aire, aprieta la tecla de rellamada.
A los dos timbrazos, un hombre se pone al teléfono. Dice algo en chino, muy rápido.
Kaoru se dirige a él:
—Hola. Te llamo del hotel Alphaville. Hoy, sobre las once de la noche, un cliente le ha pegado una paliza a una de vuestras chicas, ¿verdad? Pues tengo una foto del tipo. La he sacado de la cámara de seguridad. ¿Os interesa?
Su interlocutor enmudece unos instantes. Luego dice en japonés:
—Espera un momento.
—Espero —dice Kaoru—. Lo que haga falta.
Al parecer, al otro lado del teléfono están discutiendo algo. Sin apartar el auricular del oído, Kaoru va dándole vueltas a un lápiz entre los dedos. Komugi, mientras tanto, con el mango de la escoba a guisa de micrófono, canturrea con gran profusión de mímica.
—Cae la nieve…, tú no vienes…, pero espero…, todo lo que haga falta…
El hombre vuelve a ponerse al teléfono.
—La foto ¿la tienes ahí?
—Acabadita de imprimir.
—¿De dónde has sacado este número de teléfono?
—Es que los aparatos de hoy en día son muy prácticos, ¿sabes? —dice Kaoru.
El hombre enmudece unos instantes.
—En diez minutos estoy ahí.
—Te espero en la entrada.
Se corta la comunicación. Kaoru cuelga con una mueca. Vuelve a girar su grueso cuello dejando oír una serie de crujidos. El cuarto se queda en silencio. Komugi abre la boca titubeante.
—Oye, Kaoru.
—¿Qué?
—¿En serio vas a darles a ésos la foto?
—Ya te lo he dicho antes, ¿no? No tolero que un hijo de puta se ensañe con una pobre chica inocente. Y me cabrea que se haya largado sin pagar la habitación. Además, no soporto mirar su cara gelatinosa de oficinista cabrón.
Komugi: Vale. Pero si ésos lo pescan, quizá le aten una piedra al cuello y lo echen a la bahía de Tokio. Y acabar metida en un lío de ese calibre es un mal rollo.
Kaoru, con una mueca en el rostro todavía:
—¡Bah! No llegarán a deshacerse de él. Que se maten entre chinos, eso a la policía le trae sin cuidado, pero si se cargaran a un japonés respetable, cambiaría mucho el asunto. Matarlo les traería demasiados problemas. Lo pillarán y le darán un buen escarmiento. Como mucho, le cortarán una oreja.
Komugi: ¡Huy! ¡Qué daño!
Kôrogi: Mira, igualito que Van Gogh.
Komugi: Pero, Kaoru, ¿crees que podrán encontrarlo sólo con una foto?. La ciudad es muy grande. .
Kaoru: Sí, pero esa gente, cuando se propone algo, lo hace. No dejan las cosas así como así. Si cualquier tipo de la calle se la fuera jugando, al final ya no controlarían a las mujeres y, entre sus colegas, perderían el honor. Y si lo pierden, no pueden sobrevivir en su mundo.
Kaoru toma un cigarrillo de encima de la mesa, se lo lleva a la boca, lo enciende con una cerilla. Frunciendo los labios, suelta una larga bocanada de humo sobre la pantalla.
Allí sigue congelada la imagen ampliada del rostro del hombre.
Diez minutos después. Kaoru y Komugi esperan cerca de la entrada del hotel. Kaoru lleva la misma cazadora de piel y el mismo gorro de lana calado hasta las cejas. Komugi, un grueso y ancho jersey. Se abraza a sí misma como si tuviera frío. Pronto llega el hombre de la gran motocicleta, el que acudió antes a buscar a la chica. Detiene la moto en un sitio algo apartado de las dos mujeres. No apaga el motor, por supuesto. Se quita el casco, lo deja sobre el depósito de gasolina, se quita el guante de la mano derecha con gesto precavido y se lo mete en el bolsillo de la cazadora; entonces se queda quieto. No hace un solo movimiento. Kaoru se acerca al hombre dando grandes zancadas, le entrega tres fotografías. Le dice:
—Al parecer, trabaja en una empresa de por aquí. Es muy posible que trabaje a menudo por la noche y que ya os haya pedido antes que le traigáis a una mujer a este hotel. Puede que sea un cliente habitual vuestro.
El hombre agarra las fotografías, las contempla durante unos segundos. No parece que le despierten un gran interés.
—¿Y? —dice el hombre mirando a Kaoru.
—¿Cómo que y qué?
—¿Por qué me las das?
—Porque he pensado que a lo mejor las querrías. ¿No las quieres?
Sin responder a la pregunta, el hombre se baja la cremallera de la cazadora y guarda las fotografías dobladas por la mitad en una especie de portadocumentos que lleva colgado del cuello. Después se sube la cremallera hasta arriba. Mientras tanto, mantiene la mirada fija en el rostro de Kaoru. No aparta la vista un solo instante.
Al parecer, el hombre quiere saber qué desea obtener Kaoru a cambio de la información. Pero no lo pregunta. Sin cambiar de postura, con la boca cerrada, espera a que ella se lo diga. Kaoru, por su parte, con los brazos cruzados sobre el pecho, clava su gélida mirada en el rostro del hombre. Tampoco ella quiere darse por vencida. Continúan sosteniéndose la mirada de un modo desafiante. Poco después, Kaoru rompe el silencio con un calculado carraspeo.
—Escucha. Si encontráis al tipo ese, ¿me lo dirás?
El hombre sujeta el manillar con la mano izquierda, tiene la derecha apoyada con suavidad sobre el casco.
—Si encontramos al tipo, quieres que te lo diga —repite el hombre mecánicamente.
—Sí.
—¿Sólo decírtelo?
Kaoru asiente.
—Basta con que me lo digáis de pasada. No hace falta que me contéis lo que habéis hecho con él.
El hombre reflexiona unos instantes. Luego da dos golpecitos con el puño sobre el casco.
—Si lo encontramos, te lo diré.
—Estaré esperando —dice Kaoru—. ¿Todavía cortáis orejas?
El hombre tuerce ligeramente los labios.
—Vida, sólo se tiene una. Orejas, dos.
—Quizá sí. Pero con una sola oreja no se pueden llevar gafas.
—Es un inconveniente —dice el hombre.
La conversación termina ahí. El hombre se pone el casco. Luego le da un fuerte taconazo al pedal, gira y se va.
Plantadas en mitad de la calle, Kaoru y Komugi se quedan un rato sin decir nada, contemplando cómo se aleja la motocicleta.
—¡Joder! El tipo este parece un fantasma —dice Komugi cuando finalmente abre la boca.
—Bueno, ésta es la hora en que aparecen —dice Kaoru.
—¡Qué peligro!
—Sí. ¡Qué peligro!
Las dos regresan al hotel.
Kaoru está sola en la oficina. Apoya las piernas sobre la mesa. Una vez más, alcanza la fotografía y la mira. Primer plano de la cara del hombre. Kaoru suelta un pequeño gruñido, vuelve los ojos hacia el techo.