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Mari y Kaoru andan por una callejuela desierta. Kaoru acompaña a Mari. Mari lleva la gorra azul marino de los Boston Red Sox calada hasta las cejas. Con la gorra puesta, parece un chico. Tal vez la lleve por esta razón.
—Menos mal que estabas tú —dice Kaoru—. No entendía qué puñetas había pasado.
Las dos están bajando la misma escalera que subieron a la ida.
—Oye, si tienes tiempo, podemos pasarnos un momento por un sitio —dice Kaoru.
—¿Por un sitio?
—Es que tengo sed. Me muero de ganas de tomarme una cerveza fría. ¿Y tú?
—Yo no puedo beber alcohol[6] —responde Mari.
—Pues tómate un zumo o algo. Total, has de matar el tiempo hasta mañana, ¿no?
Las dos se sientan a la barra de un pequeño bar. No hay ningún otro cliente. Suena un viejo disco de Ben Webster. My Ideal. Una interpretación de los años cincuenta. No hay cedés sino elepés, unos cuarenta o cincuenta alineados en las estanterías. Kaoru se está tomando una cerveza de presión servida en un vaso largo. Frente a Mari, hay una Perrier con zumo de lima. Un barman entrado en años pica hielo en silencio detrás de la barra
—Era muy guapa, ¿verdad? —dice Mari.
—¿La china?
—Sí.
—Ya. Pero con la vida que lleva, no lo será por mucho tiempo más, pobre. Se ajará en cuatro días. En serio. Las he visto a montones.
—Pero tiene diecinueve años, como yo
—Eso da igual —dice Kaoru comiendo cacahuetes—. La edad es lo de menos. Una mujer que no tenga unos nervios de acero no puede resistir, así como así, un trabajo tan duro. Y a la que empieza a pincharse, ya está acabada.
Mari guarda silencio.
—¿Vas a la universidad?
—Sí. Estudio chino en la Universidad de Lenguas Extranjeras.
—¡Vaya! ¿Así que estudias idiomas? —dice Kaoru—. ¿Y qué piensas hacer cuando termines?
—A mí me gustaría traducir, o hacer de intérprete por mi cuenta. No me veo trabajando en una empresa.
—Eres muy lista.
—No, qué va. Pero mis padres me lo han ido diciendo desde pequeña. «Ya que no eres guapa, al menos tienes que ser buena estudiante.»
Kaoru entorna los ojos y mira a Mari de frente.
—¡Qué dices! Pero si tú eres muy mona. Y que conste que no te estoy haciendo la pelota. Va en serio. Fea, lo que se dice fea, lo soy yo. No tú.
Mari se encoge ligeramente de hombros con aire incómodo.
—Es que mi hermana mayor es guapísima, ¿sabes? La gente se cae de espaldas al verla. Y desde pequeña me han comparado con ella. «Siendo hermanas, ¡qué diferentes!», decía todo el mundo. Y la verdad es que, en la comparación, yo no salgo muy bien parada. Soy bajita, con poco pecho, el pelo lleno de remolinos, la boca demasiado grande y, encima, tengo miopía y astigmatismo.
Kaoru sonríe.
—A eso la gente lo llama «personalidad». Cada uno es como es.
—Sí, pero a mí me cuesta verlo de esa manera. Como desde pequeña me han repetido tantas veces que soy fea…
—Así que tú decidiste estudiar mucho.
—Más o menos. Pero a mí no me gustaba competir por las notas. Además, soy mala deportista y me costaba hacer amigos. Los otros niños se metían conmigo. Así que en tercero de primaria no fui capaz de continuar asistiendo a clase.
—¿Te negaste a ir?
—Odiaba tanto ir a clase que, por las mañanas, vomitaba todo el desayuno o me entraban unos dolores de estómago horrorosos.
—Vaya. Yo sacaba unas notas de pena, pero no me importaba ir a la escuela. Porque, a los que me caían mal, los zurraba a todos y ¡listos!
Mari sonríe.
—Ojalá hubiera podido hacer lo mismo, pero yo…
—¡En fin! Dejémoslo correr. No creo que sea algo de lo que una pueda ir pavoneándose por ahí… ¿Y qué pasó entonces?
—En Yokohama había una escuela para niños chinos y una amiga mía de toda la vida, una niña del barrio, iba allí. La mitad de las clases era en chino, pero aquella escuela era muy distinta de la japonesa. No daban tanta importancia a las notas y estaba mi amiga, así que no me importó ir. Mis padres estaban en contra, claro, pero como ésa era la única manera de que asistiera a la escuela…
—Vamos, que eras un poco cabezota, ¿no?
—Sí, supongo que sí —reconoce Mari.
—Y siendo japonesa, ¿podías ir a aquella escuela?
—Sí. No pedían nada especial para admitirte.
—Pero tú no hablabas chino, ¿verdad?
—No. En absoluto. Pero era pequeña y mi amiga me ayudó. Aprendí enseguida. Era una escuela muy poco estricta, la verdad. Estudié allí toda la secundaria y todo el bachillerato. A mis padres no les gustaba. Ellos querían que fuera a una escuela preparatoria reconocida y que luego estudiara derecho, medicina o algo por el estilo. Tenían los papeles muy bien repartidos… La mayor, Blancanieves; la pequeña, un genio.
—¿Tan guapa es tu hermana?
Mari asiente y toma un sorbo de Perrier.
—Desde secundaria trabaja como modelo en las revistas. En revistas de esas para adolescentes.
—¡Vaya! —dice Kaoru—. No debe de ser fácil tener una hermana mayor tan despampanante. Oye, cambiando de tema, ¿qué hace una chica como tú vagando por aquí a medianoche?
—¿Una chica como yo?
—Pues sí, una chica como tú. Salta a la vista que eres una buena chica.
—Es que no me apetecía volver a casa.
—¿Te has peleado con tu familia?
Mari niega con la cabeza.
—No se trata de eso. Sólo quería estar sola en un sitio que no fuera mi casa. Hasta el amanecer.
—¿Ya habías hecho esto antes?
Mari permanece en silencio.
Kaoru le dice:
—Quizá me esté metiendo donde no me llaman, pero, sinceramente, éste no es un barrio donde una buena chica pueda pasearse sola por la noche. Hay un montón de tipos peligrosos pululando por ahí. Yo misma he tenido problemas más de una vez. El barrio cambia mucho desde que sale el último tren de la noche hasta que pasa el primero de la mañana. Durante el día parece un sitio distinto.
Mari alcanza la gorra que ha dejado sobre la barra y, durante unos instantes, juguetea con la visera. Le está dando vueltas a algo en la cabeza, aunque al final aleja esos pensamientos de su mente.
Mari habla con un tono de voz calmado pero resuelto:
—Lo siento, pero ¿podemos hablar de otra cosa?
Kaoru toma un puñado de cacahuetes y se lo embute en la boca.
—Sí, claro. Vale. Hablemos de otra cosa.
Mari se saca un paquete de Camel con filtro de un bolsillo de la cazadora y lo enciende con un mechero Bic.
—¡Anda! ¡Pero si fumas! —exclama Kaoru con admiración.
—A veces.
—Pues no te pega nada.
Mari se ruboriza, pero, aun así, esboza una sonrisa incómoda.
—¿Me das uno? —dice Kaoru.
—Claro.
Kaoru se pone un cigarrillo entre los labios, alcanza el mechero de Mari, lo enciende. Realmente, a ella le pega mucho más tener un pitillo entre los dedos.
—¿Tienes novio?
Mari hace un pequeño gesto negativo de cabeza.
—Por ahora, no me interesan demasiado los chicos.
—¿Y las chicas, sí?
—No, tampoco. Vaya, no lo sé.
Kaoru fuma mientras escucha la música. Al relajarse, el cansancio ha aflorado a su rostro.
—Hay algo que quiero preguntarte desde hace un rato —dice Mari—. ¿Por qué el hotel se llama Alphaville?
—¡Uf! ¡Vete a saber! Eso habrá sido cosa del jefe. En un love-ho el nombre es lo de menos. Total, un love-ho es un lugar donde las parejas van a hacerlo y, mientras haya una cama y un baño, la verdad es que puede llamarse como le dé la gana. Con que tenga un nombre, basta. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque una de mis películas favoritas se llama Alphaville. Es de Jean-Luc Godard.
—No me suena de nada.
—Es una película francesa bastante antigua. De los años sesenta.
—Pues el jefe debió de sacarlo de ahí. Cuando lo vea se lo preguntaré. ¿Y qué significa eso de Alphaville?
—Es el nombre de una ciudad imaginaria del futuro —dice Mari—. Una ciudad que está en la Vía Láctea.
—O sea, que es una película de ciencia ficción. Como La guerra de las galaxias.
—No, no tiene nada que ver. Ésta no tiene efectos especiales, ni acción… Es un poco difícil de explicar. Es una película conceptual. En blanco y negro, con muchos diálogos. Una de esas de arte y ensayo.
—¿Una película conceptual? ¿Y eso qué es?
—Mira, por ejemplo, en Alphaville, a las personas que lloran las arrestan y las ejecutan en público.
—¿Y eso por qué?
—Porque en Alphaville no está permitido tener sentimientos profundos. No existen cosas como el amor. Tampoco existen las contradicciones ni la ironía. Allí todas las cosas se procesan mediante la aplicación de fórmulas matemáticas.
Kaoru frunce el entrecejo.
—¿Ironía?
—Es cuando una persona se observa a sí misma, o algo que está relacionado con ella, con mirada objetiva, o también desde el punto de vista contrario, y encuentra su vertiente cómica.
Kaoru reflexiona un poco sobre la explicación de Mari.
—No acabo de entenderlo. Pero, bueno. ¿En Alphaville existía el sexo?
—Sí, el sexo sí existía.
—¿Un sexo que no necesitaba ni ironía ni amor?
—Sí.
Kaoru ríe divertida.
—Pues, entonces, el nombre le va al pelo a un love-ho.
Entra un cliente de mediana edad, bajito, muy bien vestido, se sienta a la barra, pide un cóctel y empieza a hablar en voz baja con el barman. Parece un cliente habitual. El asiento de siempre, la bebida de siempre. Una de esas personas difíciles de clasificar que pueblan la ciudad de madrugada.
—Antes practicabas lucha libre femenina, ¿verdad? —pregunta Mari.
—Sí, durante un montón de tiempo. Era fuerte, grande y aguantaba bien en las peleas. Me reclutaron en el instituto, empecé enseguida y, desde entonces, me especialicé en el papel de chica mala. Me teñí el pelo de rubio chillón, me afeité las cejas, hasta me tatué un escorpión de color rojo en el hombro. Salía de vez en cuando por la tele y todo. Fui a luchar a Hong-Kong y a Taiwán. Incluso tenía un club de fans en mi pueblo. Pequeño, eso sí. Tú no ves lucha libre femenina, ¿verdad?
—Hasta el momento no.
—No creas, tampoco es una buena manera de ganarse la vida. Al final, se me jodió la espalda y me retiré a los veintinueve años. Yo, luchando, iba a por todas, ¿sabes? Y acabé hecha polvo. Lógico. Por muy fuerte que seas, todo tiene un límite. A mí, por naturaleza, no me van las medias tintas. No sé si es que soy demasiado servicial o qué, pero, en cuanto oía a la gente desgañitándose, me lo tomaba muy a pecho y hacía más de la cuenta. Y así estoy ahora. A la que llueve unos cuantos días seguidos, me muero del dolor de espalda. Lo único que puedo hacer es tenderme y quedarme quieta. Patético. —Kaoru gira el cuello con una serie de crujidos—. Cuando era famosa y ganaba pasta, había un montón de gente pululando a mi alrededor, pero en cuanto lo dejé, ¡se acabó! No me quedó nada de nada. Que a mis padres les hiciera una casa en el pueblo, en Yamagata, pues es lo normal. Lo que debe hacer una buena hija. Pero luego, entre devolver las deudas de juego de mi hermano pequeño y que unos parientes que apenas conocía se aprovecharon de mí, aparte de las inversiones de pacotilla en las que me metió un tipo del banco, se me fue todo el dinero. En aquella época agarré una depresión que no veas. «¿Qué diablos he estado haciendo durante estos diez años?», me decía a mí misma. Me estaba acercando a los treinta, tenía el cuerpo hecho polvo y no me quedaba ni un céntimo en el banco. No sabía qué iba a ser de mí en el futuro. Fue entonces cuando, gracias al enchufe de un tipo del club de fans, mi jefe de ahora me propuso que trabajara como encargada en el love-ho. Bueno, encargada, lo que se dice encargada… Como puedes ver, hago medio de gorila.
Kaoru se bebe de un trago la cerveza que le queda y mira el reloj de pulsera.
—¿No tendrías que volver al trabajo? —pregunta Mari.
—El love-ho, a estas horas, es cuando más tranquilo está. Como ya no circulan los trenes, la mayoría de clientes se queda durante toda la noche. No habrá faena hasta mañana por la mañana. Ya sé que todavía estoy de servicio, pero por tomarme una cervecita no pasa nada.
—Entonces, ¿trabajas toda la noche y luego te vas a casa?
—Tengo alquilado un apartamento en Yoyogi,[7] pero, como allí no tengo nada que hacer y tampoco me espera nadie, la mayoría de las veces me quedo a dormir en un cuartito del que disponemos en el hotel. Y, en cuanto me levanto, me pongo a trabajar. ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer ahora?
—Pues matar el tiempo leyendo en alguna parte.
—Oye, si quieres puedes quedarte en el hotel. Esta noche hay habitaciones libres y puedo dejarte dormir en una hasta mañana temprano. Estar solo en una habitación de un love-ho es un poco triste, pero se duerme la mar de bien. La cama, al menos, es grande.
Mari hace un pequeño gesto de asentimiento. Pero ya lo tiene decidido.
—Gracias. Pero ya me las apañaré.
—Vale. Como quieras —dice Kaoru.
—¿Takahashi está ensayando con los de su banda por aquí cerca?
—¿Takahashi? Sí. Estará toda la noche dale que te pego en el sótano de un edificio de por aquí. ¿Quieres pasarte un momento? Claro que hacen un ruido de mil demonios.
—No, gracias. Sólo preguntaba.
—Ya. Pero es un buen tipo, ¿eh? Y el chico promete, no creas. Nadie lo diría por la pinta de desgraciado que tiene, pero, en el fondo, es un chico muy decente. No está tan mal.
—¿De qué lo conoces?
Kaoru aprieta los labios y hace una mueca.
—Es una historia muy divertida, pero mejor que te la cuente él mismo. Sí, mejor que te la cuente él.
Kaoru paga la cuenta del bar.
—¿Y en tu casa no se enfadarán si no apareces en toda la noche?
—Les he dicho que me iba a dormir a casa de una amiga. De todos modos, haga lo que haga, a mis padres no les preocupa demasiado.
—Eso es porque eres una chica seria y piensan que pueden dejarte suelta.
Mari no comenta nada al respecto.
—Pero no siempre lo eres, ¿verdad?
Mari hace una pequeña mueca.
—¿Y por qué piensas eso de mí?
—No se trata de lo que yo piense o deje de pensar. Es lo que pasa a los diecinueve años. Y como yo también he tenido esa edad, pues sé muy bien de lo que estoy hablando.
Mari clava la vista en Kaoru. Está a punto de decir algo, pero no encuentra las palabras apropiadas y, al final, desiste.
—Aquí cerca hay un Skylark. Te acompañaré hasta allí —dice Kaoru—. El encargado es amigo mío y le diré que te cuide. Te dejará pasar allí toda la noche. ¿Vale?
Mari asiente. El disco se acaba y, de forma automática, la aguja sube, el brazo vuelve a su sitio. El barman se acerca al tocadiscos, cambia el disco. Despacio, lo quita y lo guarda en la funda. Saca otro disco, lo inspecciona a la luz y lo pone sobre el plato. Al pulsar el botón, la aguja desciende. Se oye un crepitar casi imperceptible. Luego empieza a sonar Sophisticated Lady, de Duke Ellington. El solo del lánguido clarinete bajo de Harry Carney. Los movimientos pausados del barman confieren al local una manera muy particular de fluir el tiempo.
Mari le pregunta al barman:
—¿Usted sólo pone elepés?
—Es que los cedés no me gustan —responde el barman.
—¿Por qué?
—Porque brillan demasiado.
—¿Eres un cuervo o qué? —interviene Kaoru.
—Pero los elepés dan muchísimo más trabajo, ¿no? Hay que ir cambiando el disco todo el rato —dice Mari.
El barman se ríe.
—¡Ya me dirás! ¡A estas horas! No hay tren hasta mañana. ¿Qué sentido tiene apresurarse?
—Este tipo es un poco raro, ¿sabes? —dice Kaoru.
—Es que, a medianoche, el tiempo transcurre de una manera especial —aclara el barman. Con un fuerte chasquido, enciende una cerilla de cartón y prende un cigarrillo—. Y es inútil oponerse a ello.
—Mi tío también tenía muchos discos —cuenta Mari—. Decía que no lograba acostumbrarse al sonido de los cedés. Casi todos los discos eran de jazz. Cuando iba a verlo, siempre me los ponía. Yo era muy pequeña y no entendía nada de música, pero me gustaba mucho el olor de aquellas viejas fundas y el crepitar que se oía al bajar la aguja.
El barman asiente sin decir nada.
—También fue mi tío quien me habló del cine de Jean-Luc Godard —le dice Mari a Kaoru.
—Te llevabas muy bien con él, ¿no? —pregunta Kaoru.
—Sí, bastante —responde Mari—. Era profesor de universidad, pero también tenía su parte canalla. Murió de repente, hace unos tres años, de un ataque al corazón.
—Pásate otro día por aquí si te apetece. Excepto los domingos, el bar está abierto a partir de las siete de la tarde —dice el barman.
—Gracias —dice Mari.
Mari coge una caja de cerillas del local que estaba sobre la barra y se la mete en el bolsillo de la cazadora. Luego se baja del taburete. La aguja del disco va siguiendo el surco, se oye la música lánguida y sensual de Ellington. Música de madrugada.
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Skylark. Un gran letrero de neón. A través del cristal se ve una zona luminosa donde se encuentran las mesas. En una mesa grande, un grupo de chicos y chicas, al parecer estudiantes universitarios, ríe a carcajadas. El local está mucho más animado que el Denny’s hace un rato. Las densas tinieblas de la calle, de madrugada, no han logrado llegar hasta aquí.
En el lavabo del Skylark está Mari lavándose las manos. Ahora no lleva puesta la gorra. Ni tampoco las gafas. Por los altavoces del techo suena a bajo volumen un viejo éxito de los Pet Shop Boys. Jealousy. El gran bolso bandolera descansa a un lado del lavabo. Ella se está lavando meticulosamente las manos con el jabón líquido del dispensador sujeto a la pared. Parece que intente desprenderse de algo pegajoso que se le ha adherido entre los dedos. De vez en cuando alza la mirada y observa su rostro reflejado en el espejo. Cierra el grifo, se inspecciona los diez dedos de las manos bajo la luz, se los seca frotándoselos con una toalla de papel. Luego aproxima su rostro al espejo. Estudia su imagen como si esperara que ocurriese algo. Como si no quisiera que se le pasase por alto el menor cambio. Pero no ocurre nada. Con ambas manos apoyadas en el lavabo cierra los ojos, empieza a contar, vuelve a abrirlos. De nuevo estudia su cara con detenimiento. Pero sigue sin notar ningún cambio, por supuesto.
Se pasa una mano por el flequillo. Se coloca bien la capucha de la sudadera que lleva debajo de la cazadora. Luego, como si se alentara a sí misma, se mordisquea los labios y asiente repetidas veces. De modo simultáneo, la Mari del espejo también se mordisquea los labios y asiente repetidas veces. Se cuelga el bolso al hombro, sale del lavabo. La puerta se cierra.
Nuestra mirada convertida en cámara permanece unos instantes en el lavabo, sigue barriendo el interior del cuarto. Mari ya no está allí. Ya no hay nadie. Sólo la música sonando por los altavoces del techo. Una melodía de Hall & Oates. I Can’t Go for That. Al mirar con atención, descubrimos que en el espejo todavía se refleja la imagen de Mari. Y la Mari del espejo está mirando hacia nosotros desde el otro lado. Con expresión seria, como si estuviera esperando a que ocurriera algo. Pero a este lado no hay nadie. Sólo la imagen de Mari que permanece en el espejo del Skylark.
Todo va sumiéndose en la oscuridad. En las tinieblas, cada vez más densas, suena I Can’t Go For That.