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La habitación de Eri Asai.
No se ha producido ningún cambio en la estancia. Sólo que la imagen del hombre de la silla reproducida en la pantalla está tomada desde más cerca. Ahora podemos distinguir su figura con bastante claridad. Las ondas electromagnéticas siguen tropezando con varios obstáculos y, de vez en cuando, la imagen oscila, los contornos se deforman, la masa se reduce. Aumentan las molestas interferencias. A veces, incluso se intercala momentáneamente otra imagen. Sin embargo, las alteraciones acaban subsanándose, se restablece la imagen original.
Eri Asai sigue en la cama, sumida en un profundo y silencioso sueño. La luz de tonos artificiales que emite el televisor crea sombras que se mueven por su perfil, pero no llega a perturbarle el sueño.
El hombre de la pantalla viste un traje de ejecutivo de color marrón oscuro. Tal vez fue, en origen, un buen traje, pero ahora está raído a ojos vista. Se aprecia una especie de polvillo blanco por las mangas y la espalda. El hombre calza zapatos negros de punta redondeada, polvorientos. ¿Habrá tenido que atravesar algún lugar donde se acumulaban grandes cantidades de polvo para acceder a la habitación? Camisa blanca corriente, corbata lisa de lana negra. Visibles signos de decadencia tanto en la camisa como en la corbata. Tiene el pelo canoso. No. Puede que sea negro y que sólo esté cubierto de polvo. El caso es que, por lo visto, lleva mucho tiempo sin peinarse. Aunque, curiosamente, el atavío del hombre no ofrece una impresión de desaliño. Tampoco tiene un aire miserable. Sólo parece que, debido a unas poderosas razones que desconocemos, esté cansado hasta la extenuación, cubierto de polvo de pies a cabeza.
No se distingue su rostro. En estos momentos, la cámara o bien lo capta de espaldas, o bien le enfoca otras partes del cuerpo. Se deberá al ángulo de la luz, o tal vez sea algo intencionado, pero el rostro siempre permanece sumido en oscuras sombras, inaccesible a nuestra mirada.
El hombre no se mueve. De vez en cuando exhala un largo y profundo suspiro, los hombros suben y bajan al compás de su respiración. Parece un rehén confinado durante largo tiempo en el mismo cuarto. Lo envuelve un halo de resignación. Pero no está atado. Permanece sentado en la silla, con la espalda recta y los ojos clavados al frente, respirando con calma. Nos resulta imposible determinar si no se mueve porque él lo ha decidido así o porque existen unas circunstancias concretas que se lo impiden. Sus manos descansan sobre las rodillas. La hora es incierta. Ni siquiera podemos saber si es de día o de noche. En cualquier caso, gracias a la luz de los fluorescentes alineados en el techo, la habitación está tan iluminada como en una tarde de verano.
Poco después, la cámara gira hacia delante y enfoca de frente el rostro del hombre. No por ello queda desvelada su identidad. Al contrario, el misterio se hace más profundo. Porque la cara del hombre está cubierta por una máscara traslúcida. Ésta se adhiere perfectamente a su rostro como si fuera una película, de modo que casi dudamos si llamarla máscara. Sin embargo, por fina que sea, cumple con creces la función de una máscara. Despidiendo un brillo tenue, oculta con eficacia tras de sí las facciones y la expresión del hombre. Y lo único que nos deja adivinar, mal que bien, son los contornos del rostro. La máscara ni siquiera tiene aberturas en la nariz, en la boca o en los ojos. A pesar de ello, no parece que le impida respirar, ver u oír. Debe de estar dotada de las máximas cualidades de ventilación y transparencia. Al mirar desde fuera esta anónima epidermis resulta imposible adivinar qué material han usado o de qué tecnología se han servido para hacerla. La máscara aúna, en dosis equivalentes, magia y funcionalidad. Nos la han legado desde la antigüedad junto con las tinieblas, nos ha sido enviada desde el futuro junto con la luz.
Lo que la hace inquietante de verdad es que, a pesar de adherirse perfectamente a la piel del rostro, no nos permite adivinar en absoluto qué está (o qué no está) pensando, sintiendo o planeando la persona que se oculta detrás. No nos da ninguna clave para juzgar si la presencia del hombre es algo positivo o negativo, o si sus pensamientos son rectos o torcidos, o si la máscara lo oculta o lo protege. Con el rostro cubierto por esa sofisticada y anónima máscara, el hombre permanece sentado en silencio, captado por la cámara de televisión, y eso crea un estado de cosas. De momento, no tenemos más remedio que aplazar nuestro juicio al respecto y aceptar la situación tal como nos viene dada. Vamos a llamarlo el «hombre sin rostro».
Ahora el ángulo de la cámara está fijo en un punto. La cámara permanece inmóvil, enfocando frontalmente, un poco por debajo, al «hombre sin rostro». Enfundado en su traje marrón y totalmente quieto, el hombre mira a través del cristal, desde el tubo de rayos catódicos, hacia este lado. Es decir, que está mirando de frente, desde el otro lado, hacia el interior de la habitación donde nos encontramos nosotros. Sus ojos permanecen ocultos tras la misteriosa máscara brillante, por supuesto. Pero, a pesar de ello, podemos sentir vívidamente la presencia, el peso de su mirada. El hombre observa con una decisión inquebrantable algo que tiene ante sí. A juzgar por la inclinación de cabeza, parece que esté mirando la cama de Eri Asai. Reseguimos con cautela esta hipotética mirada. Sí. No cabe la menor duda. Lo que el hombre de la máscara mira con sus ojos informes es la figura durmiente de Eri. Quizá sea eso lo que ha estado observando desde el principio. Ahora, por fin, lo hemos comprendido. Él puede ver lo que hay aquí. La pantalla del televisor funciona como una ventana abierta hacia este lado, hacia la habitación.
La imagen oscila, se restablece de nuevo. De vez en cuando aumentan también los parásitos eléctricos. Las interferencias suenan como el movimiento amplificado de un encefalograma convertido en señales. Se van intensificando y, llegadas al punto máximo, empiezan a decrecer hasta que desaparecen por completo. Y luego, como si se lo repensaran, vuelven a emerger de nuevo. Y se repite lo mismo. Sin embargo, la mirada del «hombre sin rostro» no se desvía. Nada puede desconcentrarlo.
La hermosa muchacha continúa durmiendo en la cama. El pelo negro y liso se desparrama sobre la almohada convertido en un abanico lleno de hondos significados. Suaves labios apretados. Mente sumergida en las profundidades del océano. Cada vez que la pantalla del televisor se mueve, la luz proyectada en el rostro de la muchacha tiembla y las sombras danzan convertidas en signos enigmáticos. Sentado en la silla funcional, el «hombre sin rostro» la contempla sin palabras. De vez en cuando, los hombros se elevan y descienden con sigilo al compás de su respiración. Como un bote vacío meciéndose al vaivén de las olas de la mañana.
Es lo único que se mueve en la habitación.