am
Denny´s, el mismo interior de antes. Por el hilo musical suena More de Martin Denny y su orquesta. Durante los últimos treinta minutos, el número de clientes ha disminuido notablemente. No se oyen voces. Hay signos de que la noche ha avanzado un paso más.
Mari sigue frente a la mesa, leyendo el grueso libro. Ante ella hay un plato con unos sándwiches sin tocar apenas. Más que por apetito, por lo visto lo ha pedido para pagar el tiempo que pasa en el local. De vez en cuando, como si se acordara de pronto, cambia de postura. Hinca los codos en la mesa, se hunde en el asiento. A veces levanta la cabeza, respira hondo, comprueba lo lleno que está el local. Sin embargo, al margen de eso, se ha sumido por completo en la lectura. El poder de concentración parece ser uno de sus principales activos.
Ahora se ven muchos más clientes que están solos. Algunos escriben algo en su portátil. Otros envían, o reciben, mensajes por el teléfono móvil. También los hay enfrascados en la lectura, como ella. Y otros que, sin hacer nada, mantienen los ojos clavados en lo que pasa fuera, absortos en sus pensamientos. Tal vez no puedan dormir. Tal vez no quieran dormir. Para todos ellos, un restaurante familiar es un sitio idóneo donde refugiarse a altas horas de la madrugada.
Como si no pudiera aguardar a que terminara de abrirse la puerta automática, una mujer de grandes proporciones irrumpe en el local. Es corpulenta, pero no gorda. Ancha de espaldas, fuerte a ojos vistas. Lleva una gorra negra de punto calada hasta las cejas. Una gran cazadora de cuero y pantalones de color naranja. Manos vacías. Una apariencia tan ruda llama necesariamente la atención. Cuando entra en el Denny´s, la camarera se le acerca, le pregunta: «¿Mesa para uno?», pero ella la ignora. Con ojos escrutadores, barre el interior del local de un rápido vistazo. Descubre la figura de Mari y se va directo hacia ella dando grandes zancadas.
Al llegar a la mesa, se sienta frente a Mari sin decir nada. A pesar de su corpulencia, sus movimientos son ágiles y precisos.
—Hola, ¿puedo sentarme un momento? —pregunta la mujer.
Mari, que estaba enfrascada en la lectura, levanta la cabeza. Al descubrir a aquella mujer corpulenta que no conoce sentada frente a ella, se sorprende.
La mujer se quita el gorro de lana. Lleva el pelo teñido de un llamativo color rubio, corto como el césped bien cuidado. Su cara es franca y abierta, pero tiene la piel acartonada, como si llevara largo tiempo expuesta a la lluvia. Su rostro es asimétrico. Pero, si uno se fija, nota que tiene algo que tranquiliza a quien se encuentra ante ella. Posiblemente se trate de una sociabilidad innata.
A modo de saludo, la mujer tuerce la boca esbozando una sonrisa y se acaricia el corto pelo rubio con la gruesa palma de la mano.
La camarera se acerca e intenta dejar sobre la mesa la carta y un vaso de agua, tal como indica el manual, pero la mujer la rechaza con un ademán.
—No, es que me largo enseguida. Perdona, ¿eh?
La camarera esboza una sonrisa intranquila y se va.
—Tú eres Mari Asai, ¿verdad? —pregunta la mujer.
—Pues sí…
—Me lo ha dicho Takahashi. Que quizá todavía estarías aquí.
—¿Takahashi?
—Sí. Tetsuya Takahashi. Un tipo alto, con el pelo largo, flacucho. Toca el trombón.
Mari asiente
—Ah, ése.
—Pues resulta que Takahashi me ha dicho que hablas chino perfectamente.
—Una conversación normal, sí puedo mantenerla sin problemas —dice Mari con cautela—, pero no lo hablo a la perfección.
—Oye, lo siento, pero ¿podrías venir conmigo un rato? Es que tengo a una china en casa con problemas. Pero no habla japonés y yo no me entero de nada.
Sin acabar de comprender lo que le está diciendo, Mari pone el punto de lectura en el libro, lo cierra y lo aparta a un lado.
—¿Problemas?
—Sí, se ha hecho daño. Está aquí mismo. A dos pasos. No te entretendré mucho rato. Basta con que me expliques por encima qué le ha pasado. Oye, me harías un gran favor.
Mari duda un instante, pero mira la cara de su interlocutora y concluye que no parece mala persona. Mete el libro en el bolso bandolera, se pone la cazadora. Hace ademán de recoger la cuenta de encima de la mesa, pero la mujer se le adelanta.
—Esto lo pago yo.
—No, gracias. Soy yo quien lo ha pedido.
—No importa. Total, por esta miseria. Va, cállate y déjame pagar a mí.
Al ponerse en pie, se evidencia la gran diferencia de estatura entre ambas. Mari es una chica menuda y la mujer es tan voluminosa como un granero. Debe de superar el metro setenta y cinco. Mari se resigna y permite que pague la cuenta.
Ambas salen de Dennys. Todavía a aquellas horas, las calles siguen concurridas. Sonidos electrónicos de las salas recreativas, gritos de los reclamos de los karaoke. Rugidos de los tubos de escape de las motocicletas. Hay tres chicos sentados en el suelo, sin hacer nada en particular, frente a la persiana metálica de una tienda cerrada. Cuando Mari y la mujer pasan por delante, los tres alzan la vista y las observan con gran interés. Posiblemente formen una pareja bastante curiosa. Pero los chicos no dicen nada. Sólo las miran. La puerta metálica está cubierta de grafitis pintados con spray.
—Me llamo Kaoru.[1] Puede que el nombre no me pegue mucho, pero, bueno, es el que tengo desde que nací.
—Encantada —dice Mari.
—Oye, siento haberte sacado de allí así por las buenas. Debo de haberte pegado un susto, ¿no?
Mari guarda silencio, sin saber muy bien qué responder.
—¿Quieres que te lleve el bolso? Tiene pinta de pesar lo suyo —dice Kaoru.
—No importa.
—¿Y qué llevas ahí dentro?
—Pues libros, ropa…
—No te habrás escapado de casa, ¿verdad?
—No, claro que no —dice Mari.
—¡Uf! ¡Menos mal!
Las dos siguen andando. Se meten por una callejuela alejada de la zona comercial, suben una cuesta. Kaoru avanza a paso rápido y Mari la sigue a duras penas. Suben unas escaleras oscuras y desiertas, salen a otra calle. Por lo visto, las escaleras son un atajo que une ambas calles. Algunos bares mantienen todavía las luces de los letreros encendidas, pero apenas muestran signos de vida dentro.
—Es ese love-ho.
—¿Ese qué?
—Love hotel. Hotel para parejas. Una casa de citas, vamos. ¿Ves aquel letrero de neón que pone Alphaville? Pues es allí.
Al oír el nombre, Mari, de forma instintiva, mira a Kaoru a la cara.
—Tranquila. No es ningún sitio raro. Yo soy la encargada.
—¿Y es ahí donde se encuentra la chica que se ha hecho daño?
Kaoru, sin detenerse, se da la vuelta.
—Sí. Es una historia un poco complicada.
—¿Y Takahashi también está ahí?
—No, él no. Él está en otro edificio por aquí cerca, en el sótano, ensayando con su banda toda la noche. ¡Qué suerte tenéis los estudiantes!
Las dos cruzan el portal del Alphaville.
En este hotel los clientes miran el panel de fotografías del vestíbulo, escogen la habitación que les gusta, pulsan el botón correspondiente y retiran la llave. Así funciona. Luego sólo tienen que tomar el ascensor y subir a su habitación. No necesitan ver a nadie. Tampoco deben hablar con nadie. Hay tarifas por horas y por noche completa. Iluminación en tono azul oscuro. Mari lo va estudiando todo con curiosidad. Kaoru dirige un breve saludo a la mujer de recepción.
—Tú no has estado nunca en un lugar como éste, ¿verdad? —dice dirigiéndose a Mari.
—No. Es la primera vez.
—Bueno, pues ya ves. En este mundo hay muchas maneras de ganarse la vida.
Kaoru y Mari suben en el ascensor de los clientes. Cruzan un pasillo corto y estrecho, se detienen frente a una puerta donde figura el número 404. Kaoru golpea dos veces suavemente la puerta y, de inmediato, ésta se abre desde dentro. Una mujer joven con el pelo teñido de rojo se asoma con expresión inquieta. Está delgada y tiene mal color de cara. Lleva una camiseta rosa que le queda muy grande y unos vaqueros con agujeros. Grandes aros en las orejas.
—¿Eres tú, Kaoru? ¡Uf! ¡Menos mal! Has tardado siglos. ¡Estaba superpreocupada! —dice la pelirroja.
—¿Cómo está? —pregunta Kaoru.
—Pues igual.
—¿Ya ha dejado de salirle sangre?
—Más o menos. Pero he gastado un montón de toallas de papel.
Kaoru hace entrar a Mari en la habitación. Y cierra la puerta. Dentro, aparte de la pelirroja, hay otra empleada. Menuda, con el pelo negro recogido en un moño, está pasando la fregona por el suelo. Kaoru las presenta.
—Ésta es Mari. La chica de la que os he hablado, la que sabe chino. Esta del pelo rojo se llama Komugi.[2] Suena raro, pero es su nombre de verdad. Lleva trabajando aquí un montón de tiempo.
Komugi sonríe afablemente.
—¡Hola! ¿Qué tal?
—Encantada —dice Mari.
—Y aquélla es Kôrogi[3] —dice Kaoru—. Aunque ése no es su verdadero nombre.
—Lo siento. Es que paso del mío —dice Kôrogi en dialecto de Kansai. Parece unos cuantos años mayor que Komugi.
—Encantada —dice Mari.
La habitación no tiene ventanas. La atmósfera es asfixiante. Hay una cama y un televisor enormes para el tamaño del cuarto. En un rincón se ve a una mujer desnuda en cuclillas, encogida, como si quisiera abultar lo menos posible. Se cubre con una toalla de baño y llora en silencio con el rostro entre las manos. El suelo está lleno de toallas manchadas de sangre. También se ven manchas de sangre en las sábanas. La lámpara de pie está volcada. En la mesa hay una botella de cerveza medio vacía. Un vaso. El televisor está encendido. Dan un programa cómico. Risotadas de los espectadores. Kaoru coge el mando a distancia y lo apaga.
—Por lo visto, le ha atizado con ganas —le dice Kaoru a Mari.
—¿El hombre que estaba con ella? —pregunta Mari.
—Sí. El cliente.
—¿El cliente? ¿Es una prostituta?
—Sí. A estas horas, la mayoría son profesionales —dice Kaoru—. Así que no te extrañe que haya problemas. Peleas por el pago, tipos que piden guarradas…
Mari se mordisquea los labios, pone en orden sus ideas.
—¿Y ella sólo habla chino?
—Sí, apenas chapurrea cuatro palabras de japonés. Pero yo no puedo llamar a la policía. Seguro que es una ilegal y no siempre dispongo de tiempo de ir a comisaría a declarar.
Mari se descuelga el bolso del hombro, lo deja sobre la mesa y se acerca a donde está acurrucada la mujer. Se pone en cuclillas y se dirige a ella en chino.
—Ni zenme le? (¿Qué ha pasado?)
La oiga o no, la mujer no responde. Le tiemblan los hombros, sacudidos por los sollozos.
Kaoru mueve la cabeza.
—La pobre está en estado de shock. Por lo visto, la paliza ha sido muy bestia.
Mari se dirige a la mujer:
—Shi Zhongguoren ma? (¿Eres china?)
La mujer sigue sin responder.
—Fangxin ba, wo gen jingcha mei guanxi. (Tranquila. No soy de la policía.)
La mujer sigue sin responder.
—Ni bei ta da le ma? (¿Te ha hecho daño el hombre?) —pregunta Mari.
La mujer asiente al fin. Su largo pelo negro oscila.
Mari insiste y se dirige de nuevo a la mujer con voz pausada. Le repite una y otra vez la misma pregunta. Con los brazos cruzados sobre el pecho, Kaoru contempla con aire preocupado cómo Mari le va hablando. Mientras tanto, Komugi y Kôrogi se reparten las tareas de limpieza de la habitación. Recogen las toallas manchadas de sangre y las meten en una bolsa de plástico. Quitan las sábanas sucias de la cama, cambian las toallas del cuarto de baño. Levantan la lámpara del suelo, retiran la botella de cerveza y el vaso. Comprueban el estado del equipo, limpian el aseo. Por lo visto, están acostumbradas a trabajar juntas y sus movimientos son expertos y precisos.
Mari está acuclillada en un rincón del cuarto, hablándole a la mujer. Parece que ésta se ha calmado un poco al oír hablar en su lengua. Y, aunque de forma entrecortada, le explica a Mari en chino lo que le ha pasado. Su voz es tan débil que Mari tiene que acercarse mucho para oírla. Asintiendo, escucha con gran interés lo que le cuenta. De vez en cuando pronuncia unas palabras de aliento.
A su espalda, Kaoru le da a Mari unos golpecitos en el hombro.
—Oye, lo siento, pero le tenemos que dejar la habitación a otro cliente. Voy a llevar a la chica a la oficina de abajo. Te vienes tú también, ¿verdad?
—Pero es que está completamente desnuda. Dice que el hombre le ha quitado todo lo que llevaba encima. Desde los zapatos a las bragas. Todo.
Kaoru sacude la cabeza.
—El muy cerdo la ha dejado en bolas para que no pudiera salir enseguida a avisar a alguien. ¡Menudo cabrón!
Kaoru saca del armario un delgado albornoz y se lo da a Mari.
—De momento, que se ponga esto.
La mujer se levanta con torpeza y, medio aturdida, se desprende de la toalla y se queda completamente desnuda. Tambaleante, se envuelve en el albornoz. Mari aparta la vista de inmediato. Su cuerpo es menudo pero hermoso. Pechos de forma bonita, piel suave, un vello púbico discreto como una sombra. Debe de tener la misma edad que Mari. Su cuerpo todavía conserva rasgos de la adolescencia. Sus pasos son inseguros, Kaoru la conduce afuera de la habitación sosteniéndola por los hombros. Bajan en el pequeño ascensor de servicio. Mari las sigue acarreando su bolsa. Komugi y Kôrogi se quedan en la habitación, limpiando.
Las tres mujeres entran en la oficina del hotel. A lo largo de las paredes se amontonan cajas de cartón. Hay una mesa de acero y un tresillo funcional. Sobre la mesa de la oficina, un teclado de ordenador y un monitor con la pantalla de cristal líquido. De la pared cuelgan un calendario, una caligrafía de Mitsuo Aida enmarcada y un reloj eléctrico. Encima de una nevera de pequeño tamaño hay un televisor portátil y un microondas. Con las tres mujeres dentro, la habitación se ve repleta. Kaoru conduce hacia el sofá a la prostituta china para que se siente. La chica se ciñe con fuerza el albornoz, como si tuviera frío.
Kaoru enciende la lámpara de la mesa y vuelve a inspeccionarle las heridas de la cara. Trae el botiquín, saca alcohol y algodón y va limpiándole con suavidad la sangre pegada a la cara. Le cubre las heridas con tiritas. Le toca la nariz para comprobar que no está rota. Le levanta los párpados y mira si tiene los ojos inyectados en sangre. Le palpa la cabeza buscando chichones. Para Kaoru aquello parece algo rutinario y lo ejecuta con una habilidad sorprendente. Saca de la nevera una especie de compresa fría, la envuelve en una toallita y se la da a la mujer.
—Toma, póntela debajo de los ojos.
Luego, acordándose de que no habla japonés, hace amagos de ponérsela ella misma bajo los ojos. La mujer asiente y la imita.
Kaoru se vuelve hacia Mari.
—La hemorragia era muy espectacular, pero casi toda la sangre le salía de la nariz. Por suerte, las heridas no son graves. En la cabeza no presenta ningún chichón, la nariz no está rota. Tiene un corte en el rabillo del ojo y el labio partido, pero no necesita que se lo cosan. Claro que, con la paliza que le han dado, durante una semana tendrá los ojos morados y no podrá salir a trabajar.
Mari asiente.
—El tipo era fuerte, pero no tenía ni idea de cómo se pega —dice Kaoru—. Aporreando así, a tontas y a locas, apuesto lo que quieras a que se ha destrozado la mano. El tipo tenía tan mala leche que incluso le ha dado a la pared, he visto que estaba abollada por varios sitios. Ha perdido la cabeza y se ha puesto como loco.
Komugi entra en la habitación, saca algo de una de las cajas de cartón apiladas junto a la pared. Un albornoz limpio para reemplazar el de la habitación 404.
—Dice que le ha quitado el bolso, el dinero y el móvil. Que se lo ha llevado todo —dice Mari.
—¿Y todo eso para largarse sin pagar? –interviene Komugi, al lado.
—No, no se trata de eso. Lo que ha pasado es que, ¿cómo te diría?… Pues que, por lo visto, antes de empezar le ha venido la regla de repente. Se le ha adelantado. Y el hombre se ha puesto hecho una furia y…
—¿Y qué podía hacer ella? —dice Komugi—. Eso, cuando te viene, te viene y…
Kaoru chasquea la lengua.
—Tú no te enrolles más y acaba de arreglar la cuatrocientos cuatro.
—Vale. Perdona —dice Komugi y sale de la oficina.
—Total, que cuando iba a hacerlo, le ha venido la regla y el tipo se ha puesto hecho una furia, le ha arreado una paliza y la ha dejado sin ropa y sin dinero —dice Kaoru—. El tipo ese está mal de la cabeza.
Mari asiente.
—Dice que la perdones por haberte manchado las sábanas de sangre.
—¡Bah! No importa. Estoy acostumbrada. No sé por qué, pero a muchas chicas les viene la regla en el love-ho. Llaman a menudo. Que les deje una compresa, que les deje un tampón. Me entran ganas de preguntarles si se creen que soy un Matsukiyo.[4] Pero, bueno. Primero tenemos que vestir a esta chica. Así no puede ir a ninguna parte.
Kaoru busca en una caja de cartón y saca unas bragas precintadas dentro de una bolsa de plástico, de las que venden en las expendedoras automáticas de las habitaciones
—Son de esas baratas, para salir del paso. No se pueden lavar, pero de momento le irán bien. Sin bragas, no creo que esté muy tranquila, la pobre.
Luego, Kaoru rebusca en el armario, encuentra las dos piezas de un chándal de color verde descolorido y se lo da a la prostituta.
—Se lo dejó una chica que trabajaba aquí antes. Pero está limpio, ¿eh? No hace falta que lo devuelva. Para los pies, sólo tengo estas chancletas de plástico, claro que es mejor eso que ir descalza.
Mari se lo explica a la chica. Kaoru abre un pequeño armario y saca unas cuantas compresas. Se las entrega a la prostituta.
—Ponte esto. Puedes cambiarte en el lavabo —dice señalándole el cuarto de baño con la barbilla.
La prostituta asiente.
—Gracias —dice en japonés. Luego, con la ropa que le han dado entre los brazos, entra en el cuarto de baño.
Kaoru se sienta en la silla frente al escritorio, sacude la cabeza despacio, exhala un largo suspiro.
—¡Uf! En este trabajo te encuentras de todo.
—Dice que sólo lleva unos dos meses en Japón —aclara Mari.
—Es una ilegal, supongo.
—No le he preguntado tanto. Por cómo habla, yo diría que es del norte.
—¿De la antigua Manchuria?
—Probablemente.
—Ya —dice Kaoru—. Supongo que vendrán a buscarla.
—Por lo visto hay alguien que dirige el negocio.
—La mafia china. Son los que controlan la prostitución de esta zona —dice Kaoru—. Traen a chicas de China en barco, de forma ilegal, y les hacen pagar con su cuerpo el importe del viaje. Los clientes encargan una chica por teléfono y ellos se la llevan al hotel en moto. Como si fuera una pizza recién hecha. Son buenos clientes de la casa.
—Esa mafia china de la que hablas, ¿son como los yakuza?[5]
Kaoru sacude la cabeza.
—¡Qué va! Yo me he dedicado durante mucho tiempo a la lucha libre femenina y nos íbamos a provincias de torneo. Así que conozco a muchos yakuza. Pero, ¿sabes?, los yakuza son como bebés comparados con la mafia china, que no puedes ni imaginarte de lo que es capaz. Pero esta pobre chica no tiene elección. O vuelve con ellos o se queda tirada en la calle.
—¿Y no tendrá problemas si no les da el dinero que ha ganado hoy?
—¡Vete a saber! Además, con la cara que le han dejado, no podrá trabajar durante varios días. Y si no les da dinero, a ellos no les sirve para nada. ¡Y mira que es guapa, pobre chica!
La prostituta sale del cuarto de baño. Lleva el chándal descolorido y las chancletas de plástico. En el pecho del chándal figura el logo de Adidas. Tiene la cara llena de cardenales, pero se ha peinado un poco. Incluso con aquel viejo chándal, los labios hinchados y la cara magullada, es una mujer hermosa.
Kaoru le dice en japonés:
—Querrás llamar, supongo.
Mari se lo traduce al chino:
—Yao da dianhua ma? «Quieres llamar por teléfono?
La prostituta balbucea en japonés:
—Sí, gracias.
Kaoru le pasa a la prostituta un teléfono inalámbrico de color blanco. Ella marca un número y, hablando muy bajito en chino, informa al que se pone al teléfono. Su interlocutor le grita algo en voz muy rápida, ella le da una respuesta concisa. Y cuelga. Con una grave expresión en el rostro, le devuelve el teléfono a Kaoru.
La prostituta se dirige a Kaoru y le da las gracias en japonés:
—Muchas gracias.
Luego se vuelve hacia Mari:
—Mashang you ren lai jie wo. (Vienen a buscarme. Enseguida.)
Mari se lo comunica a Kaoru:
—Al parecer, pronto vendrán a buscarla.
Kaoru frunce el ceño.
—Ahora que lo pienso, todavía no me han pagado la habitación. Normalmente paga el hombre. Pero como el tipo ese se ha largado sin pagar… También está la cerveza.
—¿Y te lo pagará el que venga a buscarla? —pregunta Mari.
—¡Uf! –suspira y reflexiona—. ¡Ojalá fuera tan fácil!
Kaoru pone unas hojas de té en una tetera, echa agua caliente de un termo. Llena tres tazas y le alcanza una a la prostituta china. Ella le da las gracias, toma la taza, bebe. Por lo visto, como tiene el labio partido, le cuesta beber. Toma un sorbo, frunce el entrecejo.
Mientras se bebe el té, Kaoru se dirige en japonés a la prostituta.
—Tampoco tú lo tienes nada fácil, ¿verdad? Dejar tu tierra, entrar en Japón de manera ilegal y, para colmo, caer en manos de esa gentuza para que te chupen la sangre. No sé cómo vivirías en tu tierra, pero ¿no habría sido mejor para ti quedarte allí?
—¿Se lo traduzco? —pregunta Mari.
Kaoru sacude la cabeza.
—No hace falta. Sólo eran reflexiones de poca monta que me estaba haciendo.
Mari se dirige a la prostituta.
—Ni ji sui le? (¿Cuántos años tienes?)
—Shifiu. (Diecinueve.)
—Wo ye shi. Jiao shenme mingzi? (Como yo. ¿Cómo te llamas?)
Tras dudar unos instantes, la prostituta responde.
—Guo Donli.
—Wo jiao Mali. (Yo me llamo Mari.)
Mari le dirige a la chica una pequeña sonrisa. Muy tenue, pero es la primera sonrisa que esboza Mari después de la medianoche.
Una motocicleta se detiene frente a la entrada del hotel Alphaville. Una gran Honda último modelo. La conduce un hombre con un casco que le cubre toda la cara. Deja el motor en marcha, como si quisiera estar listo para escapar en caso de que sucediera algo. Cazadora ceñida de piel negra y pantalones vaqueros. Botas de baloncesto de caña alta. Guantes gruesos. El hombre se quita el casco y lo deja sobre el depósito de gasolina. Tras echar una mirada alrededor con aire precavido, se despoja del guante de una mano y se saca un teléfono móvil del bolsillo. Pulsa un número. Es un hombre de unos treinta años. Pelo castaño, cola de caballo. De frente ancha, mejillas hundidas, mirada penetrante. Mantiene una breve conversación. El hombre cuelga y se guarda el móvil en el bolsillo. Se pone el guante y espera.
Poco después salen del vestíbulo Kaoru, la prostituta y Mari. La prostituta se dirige hacia la motocicleta con paso desmayado, haciendo chasquear las chancletas de goma. La temperatura ha bajado y ella, sólo con el chándal, parece tener frío. El hombre de la motocicleta le indica algo a la prostituta con voz cortante y ella le responde en voz baja.
Kaoru se dirige al hombre de la motocicleta.
—Oye, chico. A mí todavía no me han pagado la habitación.
El hombre se queda mirando fijamente a Kaoru. Luego dice:
—El hotel no lo pago yo. Es el hombre quien paga.
Sus palabras carecen de acento. Son monótonas, inexpresivas.
—Eso ya lo sé —replica Kaoru con voz áspera. Carraspea una sola vez—. Pero los dos trabajamos en la misma zona y tendremos que vernos las caras a menudo, ¿no te parece? Lo de hoy, a mí también me ha fastidiado lo suyo, ¿sabes? Es un acto de agresión con resultado de una persona herida, ¿entiendes? Hubiera podido llamar a la policía. Y, entonces, vosotros os veríais metidos en problemas, ¿o no? Así que págame los 6.800 yenes de la habitación y todo arreglado. A la cerveza ya te invito yo. Así, ninguno de los dos sale ganando.
El hombre se queda observando a Kaoru con ojos inexpresivos. Levanta la vista y mira el letrero de neón: Alphaville. Luego vuelve a quitarse un guante, se saca una cartera de piel del bolsillo de la cazadora, cuenta siete billetes de mil yenes y los deja caer a sus pies. Como no corre viento, los billetes aterrizan directamente sobre el suelo y allí se quedan. El hombre vuelve a enfundarse el guante. Levanta la mano, echa una ojeada al reloj de pulsera. Efectúa cada uno de los movimientos con una lentitud artificiosa, no se apresura lo más mínimo. Parece que quiere mostrar a las tres mujeres el peso de su presencia. Haga lo que haga, se toma todo el tiempo que desea para realizarlo. Mientras tanto, el motor de la motocicleta continúa ronroneando, grave, como una bestia nerviosa.
—Qué huevos tienes —le dice el hombre a Kaoru.
—Gracias —responde Kaoru.
—Si llamas a la policía, puede que haya un incendio por aquí —advierte el hombre.
Se abre un profundo silencio. Con los brazos cruzados sobre el pecho, Kaoru le sostiene la mirada. La prostituta, con la cara llena de magulladuras, va mirándolos alternativamente a uno y otra con aire inquieto, sin entender ni una palabra de lo que están diciendo.
Poco después, el hombre coge el casco, se lo pone, llama a la prostituta con un ademán y ella se monta en la moto. La mujer se agarra con ambas manos a la cazadora. Se vuelve, mira a Mari, mira a Kaoru. Luego mira a Mari de nuevo. Está a punto de decir algo, pero se calla. El hombre da una fuerte patada al pedal, da gas, se va. El ruido del tubo de escape retumba majestuosamente en las calles a aquellas horas de la madrugada. Atrás quedan Kaoru y Mari. Kaoru se agacha y recoge, uno a uno, los billetes del suelo. Los pone todos del anverso, los dobla y se los mete en el bolsillo. Respira hondo, se frota el cabello rubio con la palma de la mano.
—¡Joder! —exclama.