9

Al día siguiente de la llegada de Hope a Blaxton House, Winfred, Katherine y Finn empezaron a descorrer cortinas, levantar persianas y abrir porticones para que pudiera ver mejor el estado en el que se encontraban las habitaciones. Finn le había dado carta blanca para que hiciera lo que quisiera, y por la tarde la casa estaba inundada de luz. Había eliminado las persianas rotas, había descolgado las cortinas raídas para examinarlas mejor y ahora estaban tiradas en el suelo. Había apartado todos los muebles rotos en un extremo del salón principal y había elaborado una larga lista de lo que necesitaba hacerse. Quería ventilar las alfombras antiguas cuando hiciera mejor tiempo, pero de momento era imposible porque se ponía a llover cincuenta veces al día. La casa estaba llena de polvo, y cuando terminó la ronda por la planta principal tenía tos. De hecho, allí había muebles muy valiosos, aunque hacía falta reforzarles las patas y tenían la tapicería prácticamente destrozada. Pensó en contratar a un restaurador del pueblo; seguro que había alguno, con tantas mansiones en la zona. De momento, tenía identificados dieciséis muebles que requerían un buen arreglo, y solo siete que resultaban imposibles de salvar. A última hora de la tarde le pidió a Finn que la acompañara al pueblo para comprar cera; quería intentar reparar ella misma parte de la carpintería y los revestimientos, aunque implicaba un trabajo de chinos. Winfred y Katherine quedaron impresionados de lo que estaba haciendo, y Finn no daba crédito. Al día siguiente, hizo lo mismo en la segunda planta. Fue habitación por habitación, y bajo las sábanas que cubrían los muebles encontró algunas piezas preciosas. Se lo estaba pasando en grande. Y a Finn le encantaban ella y su labor.

—Santo Dios —exclamó sonriéndole—. No esperaba que te pusieras a arreglar mi casa con tus propias manos. —Se sentía conmovido por lo que Hope estaba haciendo. Era muy trabajadora y tenía buen ojo. Ella le pidió que la acompañara a Blessington para encontrar un restaurador, y lo logró; quedaron en que este visitaría la casa al día siguiente. Se llevó todos los muebles que Finn convino en que era necesario reparar, y al día siguiente Hope quiso que la acompañara a Dublín, donde compró metros y metros de tela para tapizar muebles y otros pocos de raso en tonos pastel para decorar los dormitorios. Se aseguró de que a él le gustaran los colores, y lo pagó todo de su bolsillo para obsequiarlo.

Durante muchos días se dedicó a limpiar la casa junto con Winfred y Katherine y eliminaron todo el polvo y las telarañas. Dejó puestas algunas cortinas aunque estuvieran algo deterioradas, y se deshizo de las que no tenían remedio. Las ventanas tenían mejor aspecto desnudas que con los viejos colgajos. La casa se veía más limpia y alegre, y descorrió las cortinas de terciopelo verde oscuro de la galería, de modo que el ambiente no resultara tan lóbrego al entrar. Aquel lugar tenía mejor aspecto según pasaban los días. Hope incluso comentó que pensaba dar un baile.

—Venga —dijo Finn una tarde—, vamos a dar una vuelta. Quiero enseñarte los alrededores. —La llevó a ver otras casas del mismo estilo, pero Hope le aseguró que no había ninguna tan bella como la suya. Blaxton House parecía la casa grande de Russborough. Y Hope se había puesto como objetivo ayudarle a reconstruirla. Representaba demasiado trabajo para él solo, y por algún motivo tenía la sensación de que no andaba sobrado de dinero, así que procuró ceñirse a un presupuesto ajustado y pagar las compras siempre que podía, aunque sin ofenderlo. Finn se mostró muy agradecido con todo lo que estaba haciendo. Sabía que era una obra de amor hacia él, y los resultados ya empezaban a apreciarse.

Siempre que él tenía trabajo, ella se dedicaba a aplicar cera y pulir la madera; poco a poco todas las habitaciones fueron teniendo la carpintería reluciente. El restaurador se había llevado los muebles que estaban en malas condiciones, y un tapicero del pueblo iba a forrar algunas piezas. En la planta superior, Hope había encontrado auténticos tesoros bajo los lienzos de lino holandés. El dormitorio principal resultó ser una auténtica maravilla con sus muebles exquisitos y los bellos frescos de las paredes. En su opinión, se parecía a Versalles.

—Eres impresionante —dijo Finn, admirado.

Cuando no estaba aplicando cera y puliendo la carpintería o trasladando muebles de aquí para allá, Hope se dedicaba a fotografiar a los lugareños o a hurgar en tiendas de antigüedades tratando de encontrar alguna joya para la casa. Una tarde lluviosa, incluso ayudó a Katherine a sacar brillo a los cubiertos de plata, y esa noche cenaron en el comedor, en un extremo de la larguísima mesa, en lugar de hacerlo en el dormitorio con bandejas. Hope llevaba puestos unos vaqueros y un viejo jersey de Finn que le daban el aspecto de una niña pequeña. En la casa seguía haciendo bastante frío.

—Me siento como uno de esos personajes de las viñetas de The New Yorker —comentó Finn entre risas cuando Winfred les sirvió la cena en la gigantesca estancia. La cocina se encontraba en el sótano y era viejísima, pero todo funcionaba y Hope la había dotado también de su toque mágico. Al cabo de dos semanas de su llegada, daba la impresión de que hubiera estado meses trabajando en la casa; todo tenía mucho mejor aspecto.

Después de cenar, estaba haciendo fotos de los frescos del techo del salón principal cuando Finn entró y sonrió al verla allí. Cada vez que la miraba, a Hope se le alegraba el corazón.

—¿Crees que nos costaría mucho trabajo pintar la casa nosotros mismos? —preguntó ella con aire distraído, y él la rodeó con los brazos y la besó.

—Estás loca, pero te quiero. ¿Cómo podía vivir sin conocerte? Mi casa estaba hecha un asco, mi vida era caótica y no sabía lo que me estaba perdiendo. Pero ahora ya lo sé. Creo que no voy a dejar que vuelvas a Estados Unidos. —Lo dijo con cara seria, y ella se echó a reír. Los dos lo estaban pasando bien trabajando en la casa, y estaba adquiriendo un aspecto fantástico. Hope notaba lo mucho que Finn amaba aquel espacio, y a ella le encantaba adecentarlo para él.

—¿Por qué no invitamos a cenar a algún vecino un día de estos? —sugirió ella—. Deben de vivir personas muy interesantes en esas casas tan grandes. ¿Conoces a muchas? —preguntó con interés. Le resultaba estimulante sentar a la mesa del comedor a gente con inquietudes, y tenía ganas de conocer a algunos de los habitantes del pueblo.

—No conozco a nadie —respondió Finn—. Cuando vengo aquí siempre es para trabajar, no tengo tiempo de salir. Prácticamente solo hago vida social en Londres.

—Pues me parece buena idea tener invitados; tal vez cuando los muebles vuelvan a estar en su sitio —dijo ella, pensativa.

—Prefiero que estemos tú y yo solos —respondió él con sinceridad—. No pasarás aquí mucho tiempo, y no quiero compartirte con nadie. Es mucho más romántico así —afirmó con determinación. Era obvio que la quería para él, pero Hope tenía ganas de conocer a más gente y enseñarles la casa.

—Podemos hacer las dos cosas —resolvió ella con lógica—. Podemos tener invitados, y también podemos pasar tiempo a solas. —Se le hacía muy raro pensar que Finn llevaba dos años viviendo allí y no conocía a nadie.

—Cuando vuelvas a venir, tal vez —repuso él poco convencido, y en ese momento sonó el móvil de Hope y contestó. Era Paul. Se sentó en un pequeño recoveco del salón para charlar. Hacía semanas que no hablaba con él. Seguía a bordo del barco, y le dijo que se encontraba bien. Ella le explicó que había ido a Irlanda a visitar a un amigo que tenía una mansión antigua fabulosa. Lo notó cansado, pero no insistió en el tema; al cabo de unos minutos colgó, justo en el momento en que Finn se le acercaba—. ¿Quién era? —preguntó él con aire preocupado. Hope sonrió y él se sentó a su lado.

—Era Paul. Le he hablado de tu casa.

—Qué bien. ¿Sigue enamorado de ti? —Hope negó con la cabeza.

—Está demasiado enfermo como para pensar en nadie que no sea él mismo. Se divorció de mí, ¿recuerdas? Ahora no es más que un amigo muy especial. De hecho, lo considero mi familia. Estuvimos casados muchos años. —Finn asintió y no hizo más comentarios al respecto; parecía aliviado por la respuesta.

Salieron a dar un paseo por las montañas y Hope regresó con dos cestas llenas de flores silvestres que repartió en varios jarrones. Finn la contemplaba con cara alegre, y esa noche volvió a proponerle que tuvieran un bebé, aunque había prometido darle margen. Dijo que la amaba demasiado y no podía evitarlo. Insistió en que deseaba tener un hijo con ella, y ella le recordó que era demasiado pronto. No se lo reveló, pero no quería que tuvieran un hijo si no se casaban, y aún no era seguro que fueran a hacerlo, a pesar de que cada vez parecía más probable.

—Quiero que tengamos una niña que se parezca mucho a ti —dijo Finn con aire nostálgico mientras la abrazaba después de que hicieran el amor—. Quiero a nuestro bebé, Hope —le suplicó.

—Ya lo sé —respondió ella soñolienta—. Yo también… Pero, de todos modos, a mi edad no es seguro que salga bien.

—Hoy en día sí que lo es. Podemos buscar ayuda médica. Los ingleses son bastante buenos en ese campo. —Insistía mucho en que se quedara embarazada, pero de momento utilizaban protección, así que no era probable que ocurriera nada. A ella le parecía realmente muy pronto. Tener un hijo era una decisión muy importante, y no estaba preparada para tomarla todavía. Una cosa era ayudar a Finn a arreglar la casa y otra muy distinta tener un bebé.

—Bueno, ya veremos —repuso, y se acurrucó contra él, entre sus brazos, sonriendo feliz y pensando que no había pasado unos días tan agradables en toda su vida, o, como mínimo, en mucho, mucho tiempo.

Cuando llevaba tres semanas en Irlanda, Finn la sorprendió proponiéndole que pasaran el fin de semana en París. Ella no había pensado en viajar por Europa mientras estaba allí, pero le encantó la idea. Finn hizo una reserva en el Ritz, que era el hotel favorito de Hope, y cuando llegó el fin de semana cogieron un avión rumbo a París. De regreso harían escala en Londres, y a ella le vino de perlas porque quería reunirse con el conservador de la sección fotográfica de la Tate Modern, con quien concertó una cita el día anterior a su partida. El hombre se mostró encantado de poder conocerla personalmente.

La estancia en París cumplió todas sus expectativas. La habitación del Ritz era pequeña pero elegante, pasearon por toda la ciudad y comieron en viejos bistrots maravillosos de la Rive Gauche. Visitaron Nôtre Dame y el Sacré Coeur, y echaron un vistazo a tiendas de antigüedades en busca de objetos para Blaxton House. Fueron unos días mágicos, como todos los que habían compartido hasta el momento. Pero en París fue todo más especial, más romántico incluso. Era la ciudad ideal para ello.

—Nunca me habían mimado tantísimo. —Hope quiso pagar alguna cena, pero Finn no se lo permitió. Tenía ideas un poco anticuadas sobre el tema, aunque sí que le dejó que comprara unas cuantas cosas para la casa. Ella habría querido corresponderle con más. Sabía que sus libros se vendían muy bien, pero tenía un hijo a quien mantener y pagar los estudios. Michael estaba en la universidad, y aunque en Irlanda no tuviera que pagar impuestos, conservar y cuidar una casa del tamaño de Blaxton House suponía muchos gastos. Además, la vida estaba cara en todas partes. Ella tenía mucho dinero que le había dejado Paul y se sentía culpable por no ayudar más a Finn. Un día, durante la comida, trató de explicárselo.

—Sé que te resulta violento que te eche una mano con los gastos —dijo con amabilidad—, pero Paul me dejó muy bien situada cuando nos divorciamos. Acababa de vender su empresa, y como ya no tenemos a Mimi ninguno de los dos sabe qué hacer con tanto dinero. Él se pasa la vida en el barco, y yo apenas tengo que costear nada. La verdad es que me gustaría que me dejaras pagar a mí de vez en cuando.

—No va conmigo —respondió Finn en tono resuelto, y entonces se le ocurrió una cosa—. Ahora que no tienes a Mimi, ¿a quién le dejarás todo ese dinero? —Resultaba extraño que se lo preguntara, pero entre ellos no había secretos. Hablaban de todo, y ella misma se lo había planteado alguna vez. No tenía ningún pariente vivo excepto Paul, y él era dieciséis años mayor y estaba muy enfermo. No era probable que le sobreviviera, lo cual la ponía muy triste. Además, todo el dinero que tenía era gracias a él. Le había pagado una cifra astronómica cuando se divorciaron, a pesar de sus protestas; Paul insistió en que quería que tuviera la vida resuelta. Y lo que le quedara a él cuando muriera, también lo heredaría ella.

—No lo sé —respondió Hope con sinceridad, pensando en todo el dinero que dejaría a su muerte—. A lo mejor lo dono a Dartmouth, en honor a mi padre y a Mimi. O a Harvard. No tengo a nadie a quien dejárselo, resulta muy extraño. Ya hago importantes donativos todos los años para causas humanitarias con las que estoy sensibilizada. Sufrago una beca de Dartmouth que lleva el nombre de Mimi, porque estudiaba allí, y otra del New York City Ballet.

—A lo mejor podrías financiar algún proyecto que te apetezca.

—Ya lo he pensado. Llevo dos años tratando de acostumbrarme a tener tanto dinero. No lo necesito. Se lo dije a Paul cuando nos divorciamos, yo llevo una vida sencilla. —Y sus padres le habían legado lo suficiente para mantener la casa de Cabo Cod—. A veces me siento culpable —dijo con sinceridad—. Me parece un despilfarro. —Él asintió, se echó a reír y le dijo que le gustaría tener su mismo problema.

—Siempre quiero ahorrar para la casa, pero me cuesta muchísimo esfuerzo con un hijo en la universidad y varias viviendas que mantener. Bueno, dos. Un día de estos haré un buen arreglo. —Hope se moría de ganas de ayudarle, pero era demasiado pronto también para eso. Llevaban juntos dos meses, y en realidad no era mucho tiempo. A lo mejor dentro de unos cuantos meses más, si todo iba bien, le permitiría que aportara un poco de dinero para las obras de restauración de la casa. Tenía muchas ganas de hacerlo.

Después de eso, entraron en las Tullerías, visitaron el Louvre y regresaron al hotel Ritz para pasar su última noche. El fin de semana había resultado de ensueño, igual que todo lo que hacían juntos. Pidieron que les subieran la cena a la habitación y pasaron la noche en la cama, disfrutando de los lujos del hotel. Por la mañana cogieron el tren con destino a Londres, y al mediodía ya se encontraban en la pequeña casa que Finn tenía en la ciudad. A Hope le alegró el corazón verla y recordar la sesión de fotos que había tenido lugar allí. Tal como imaginaba, había dado como resultado varios retratos magníficos, y le encantaba el que Finn había elegido para cuando saliera publicada la novela. Hope había enmarcado unos cuantos más para regalárselos, y también algunos para ella.

Por la tarde tendría lugar su cita en la Tate Modern, y a Hope le sorprendió mucho descubrir que Finn estaba molesto, lo cual a ella le parecía absurdo.

—¿Qué te pasa? —le preguntó mientras compartían una de las deliciosas tortillas de Finn en la cocina de su casa—. ¿Estás enfadado por algo? —Se había pasado toda la comida de morros con ella.

—No, solo que no entiendo por qué tienes que reunirte con un conservador justo hoy.

—Porque me han ofrecido exponer una retrospectiva de mi obra el año que viene —explicó ella con tranquilidad—. Es muy importante, Finn.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó él, esperanzado, pero ella lo miró con aire de disculpa y sacudió la cabeza.

—No parecería serio que me presentara con compañía.

—Diles que soy tu ayudante. —Seguía estando enfurruñado.

—No se llevan ayudantes a las reuniones con los conservadores, solo a las sesiones de fotos. —Él se encogió de hombros a modo de respuesta, y no volvió a dirigirle la palabra hasta que estaba a punto de marcharse. Había pedido un taxi.

—¿Cuándo volverás? —preguntó él con frialdad.

—En cuanto pueda. Te lo prometo. Si quieres, puedes darte una vuelta por el museo mientras hablo con él; tiene una colección excelente. —Finn no dijo nada, pero negó con la cabeza. Al cabo de un minuto Hope salió de casa, sintiéndose culpable por dejarlo allí aunque sabía que era ridículo. Finn estaba intentando que se sintiera de esa forma, y lo había logrado. Como resultado tuvo la reunión con prisas, no formuló todas las preguntas que quería y regresó a casa al cabo de dos horas. Él estaba sentado en el sofá leyendo un libro, malhumorado. La miró con hosquedad cuando entró.

—¿Te parece que me he dado bastante prisa? —Ahora era ella la que estaba enfadada porque se había pasado toda la reunión impaciente por volver junto él. Finn se limitó a encogerse de hombros—. ¿Por qué te pones así? Ya no eres ningún chiquillo. A veces tengo que trabajar, igual que tú. Eso no significa que no te quiera.

—¿Por qué no me has llevado contigo? —preguntó él con expresión dolida.

—Porque somos dos personas independientes, cada una con su vida y su carrera. No puedo estar siempre pegada a ti.

—Pues yo quiero que lo estés. A mí siempre me parece bien que me acompañes.

—Y la mayoría de las veces a mí también me va bien que tú vengas conmigo, pero a ese conservador no lo conocía, y no quería que creyera que soy una inmadura que mezcla el trabajo con la vida personal. No es serio, Finn.

—¿Estamos juntos o no? —le cuestionó él con aire resentido, y ella aún se molestó más. No tenía motivos para sentirse culpable, y lo que le estaba haciendo la ofendía. Se había salido con la suya haciéndola sentir mal, y no le parecía justo. Ella también lo amaba, pero se estaba comportando como una criatura de dos años.

—Sí, pero no somos siameses. —Otra vez su teoría de la fusión, con la que ella nunca había estado de acuerdo. Finn quería que lo hicieran todo juntos, y a veces a ella no le era posible. Tampoco podía llevarlo consigo a las sesiones de fotos, igual que ella no podía escribir su libro con él. Por mucho que se empeñara en lo contrario, no eran una sola persona, sino dos. Ella lo tenía muy claro, aunque él no—. Eso no significa que no te quiera —repitió con dulzura, pero él no le hizo caso y continuó leyendo.

Tardó mucho rato en dirigirle la palabra, y cuando lo hizo, volvió a sorprenderla. La miró de repente y cerró el libro.

—He concertado una cita mañana. Para los dos.

—¿Con quién? —Hope estaba perpleja—. ¿Qué clase de cita?

—Con una doctora. Es una especialista en medicina reproductiva que suele tratar a pacientes de nuestra edad que quieren tener hijos. —Los dos sabían que la edad de Finn no representaba ningún problema; en cambio, la de Hope sí. Lo decía de esa forma para no ofenderla, y Hope lo miró con los ojos como platos.

—¿Por qué no me has preguntado antes de concertar la cita? —Le parecía una forma de actuar muy déspota, y más después de haberle dicho que ella prefería esperar, por lo menos unos meses.

—Di con su nombre y creí que era buena idea aprovechar la estancia en Londres para pedirle visita. Por lo menos oiremos lo que tenga que decirnos, y sabremos qué nos recomienda. Es posible que necesites empezar a prepararte ya si queremos que te quedes embarazada dentro de unos meses. —Estaba yendo muy deprisa, igual que cuando empezaron a salir juntos. Pero esa era una decisión mucho más importante que implicaba una responsabilidad mucho mayor. Un hijo era para toda la vida, y Hope aún no estaba segura de que su relación con Finn también lo fuera.

—Mira, Finn, ni siquiera sabemos todavía si queremos tener un bebé. Solo llevamos juntos dos meses, y ese es un tema delicado; es una decisión muy importante, y no basta con que tú lo quieras, tenemos que estar de acuerdo los dos.

—¿No puedes por lo menos escuchar a la doctora? —Daba la impresión de que Finn estaba a punto de echarse a llorar, y Hope se sintió un monstruo. Pero no estaba preparada para una cosa así, y le daba pánico hablar de ello con un médico—. ¿Hablarás con ella? —Finn la miró con expresión suplicante, y ella no quiso herir sus sentimientos negándose.

Asintió despacio, pero no estaba muy contenta con la decisión.

—De acuerdo, hablaré con ella. Pero no quiero que me metan prisa en esto. Necesito tiempo para pensarlo bien. Y antes quiero que disfrutemos de la vida de pareja. —Él sonrió al oírla decir eso, y se inclinó para besarla.

—Gracias; significa mucho para mí. Es que no quiero que perdamos la oportunidad de tener un hijo que sea de los dos. —Ella se sintió conmovida ante esas palabras, pero seguía molesta de que hubiera actuado por libre, sin siquiera consultárselo primero. Se preguntó si sería una forma de vengarse por no haber querido que la acompañara a la reunión del museo. Claro que, por otra parte, sabía que se moría de ganas de que tuvieran un hijo. El problema era que a ella le parecía demasiado pronto, y se lo había dejado muy claro desde el principio. Pero Finn era muy tozudo cuando se le metía una cosa en la cabeza; no aceptaba un «no» por respuesta.

Esa noche volvieron a cenar en Harry’s Bar, y Hope se mostró muy callada; luego regresaron a casa e hicieron el amor. Pero por primera vez Hope se sintió algo distanciada de él. No quería que tomara decisiones en su lugar, y menos sobre temas tan importantes. Paul nunca había actuado de ese modo antes de divorciarse, siempre tomaban juntos las decisiones trascendentes, y se pedían opinión muy a menudo. Hope esperaba eso mismo de Finn, pero este tenía un carácter mucho más fuerte. Eran dos hombres muy distintos.

Pero cuando al día siguiente fueron a ver a la doctora, aún se molestó más. No se trataba de una mera visita informativa, era una revisión ginecológica completa, con toda una batería de pruebas de fertilidad entre las cuales había algunas muy desagradables; y Hope no se había preparado para eso. Empezó a mostrarse reacia en cuanto vio de qué iba aquello en realidad, y le hizo un comentario a la doctora, quien se mostró aún más sorprendida de que Hope no supiera lo que conllevaba la visita.

—Les envié un dossier informativo —dijo mirándolos con expresión confusa. Era una mujer muy agradable, y sin duda competente, pero saltaba a la vista que Hope no estaba precisamente contenta cuando se enteró de lo que tenían que hacerle ese día.

—Yo no he visto ningún dossier —se limitó a responder mirando a Finn, quien agachó las orejas al instante. Era obvio que él sí había recibido la información después de concertar la visita, pero no le había dicho nada. Aquel era su proyecto, y ella no pintaba nada—. Ni siquiera supe hasta anoche que íbamos a venir.

—¿Quiere hacerse las pruebas? —le preguntó la doctora sin rodeos, y Hope se encontró entre la espada y la pared. Si decía que no, Finn se sentiría herido, pero si no sería ella la que estaría molesta. Y las pruebas no parecían muy agradables. Lo pensó un momento, y al final decidió sacrificarse por Finn.

—De acuerdo, pero aún no he tomado ninguna decisión definitiva sobre si quiero o no quedarme embarazada.

—Yo sí —soltó Finn al instante, y las dos mujeres se echaron a reír.

—Entonces ten tú el bebé —repuso Hope de inmediato.

—¿Ha estado embarazada antes? —preguntó la doctora mientras le entregaba un taco de papeles para rellenar con sus datos y dos folletos con información sobre la fecundación in vitro y la donación de óvulos.

—Sí, una vez —respondió Hope con un hilo de voz, acordándose de su hija—. Hace veintitrés años. —Entonces miró el folleto que tenía en las manos—. ¿Tendremos que usar óvulos de donante? —A Hope no le hacía ninguna gracia la idea; significaba que, genéticamente, el bebé sería de Finn pero no de ella. No le parecía bien.

—Con suerte, no será necesario. Pero es una posibilidad. Antes tendremos que hacerle varias pruebas y comprobar si sus óvulos son viables. Los más jóvenes siempre ofrecen más garantías, desde luego. Pero es posible que los suyos estén en condiciones de ser fecundados, con un poco de ayuda. —Sonrió, y Hope se sintió ligeramente mareada. No estaba en absoluto preparada para un proceso semejante, y no estaba segura de llegar a estarlo jamás. Finn quería un hijo a toda costa, y lo que ella opinara no contaba. Sabía que quería ese hijo porque la amaba, pero a ella le suponía muchos contratiempos.

—¿Me harán hoy la prueba para determinar la viabilidad de mis óvulos? —Hope era consciente de la envergadura del procedimiento.

—No, podemos hacérsela la próxima vez, si es necesario. Hoy comprobaremos sus niveles de FSH, y a partir de ahí decidiremos. —Entregó a Hope una lista de las pruebas que iban a hacerle, entre las que constaba una ecografía, un examen pélvico y una serie de análisis de sangre para comprobar sus niveles hormonales. Y también querían una muestra de esperma de Finn.

Tardaron dos horas en completar las pruebas, y Finn iba haciendo comentarios maliciosos en voz baja a Hope para que lo ayudara a obtener la muestra de esperma, pero ella no estaba de humor. Le dijo que se las apañara solo, y él le hizo caso y regresó muy orgulloso con la muestra mientras a ella le estaban haciendo la ecografía. La doctora anunció complacida que justo en ese momento Hope estaba ovulando, y que en la ecografía se veía todo bien.

—Podrían volver a casa y probarlo solos hoy mismo —comentó—, aunque sería más seguro si la insemináramos artificialmente con el esperma del señor O’Neill. También podrían volver para eso esta tarde, si lo desean —propuso, y miró a Hope con expresión servicial.

—Yo no quiero —repuso Hope con la voz ahogada. Tenía la sensación de que, de repente, eran los demás los que gobernaban su vida, sobre todo Finn. Y parecía decepcionado por su respuesta.

—Tal vez el mes que viene —comentó la doctora con indiferencia, y luego retiró el lector óptico, enjugó del vientre de Hope el gel que había servido para la parte exterior de la prueba y le indicó que podía levantarse. Ella se sentía agotada, era como si estuviera viajando en un tren de alta velocidad sin haber comprado el billete ni querer subirse, con rumbo a un destino que ni siquiera había elegido. Acababa de echar un vistazo a los folletos de la agencia, y Finn ya trataba de decidir por ella adónde iban a viajar y cuándo.

Se reunieron con la doctora en su consulta después de completar las pruebas, y ella les informó de que por el momento todo pintaba bien. Aún no conocían los niveles de FSH y de estrógenos, pero los óvulos tenían buen aspecto. La cantidad de espermatozoides de Finn era elevada, y la doctora opinó que con la inseminación artificial tenían bastantes posibilidades. Si en los dos primeros meses no lograban un embarazo, administrarían clomifeno a Hope para que produjera más óvulos, aunque la doctora le advirtió que eso podría llegar a desencadenar un embarazo múltiple. Si al cabo de cuatro meses no había funcionado el tratamiento, empezarían con la fecundación in vitro. Y por último, si era necesario, utilizarían óvulos de donante. La doctora entregó a Hope un tubo de progesterona en crema y le explicó cómo debía utilizarlo todos los meses, entre la ovulación y la menstruación, para estimular la implantación y minimizar el riesgo de aborto. También le dijo que antes de salir del centro pasara a ver a la enfermera, quien le proporcionaría un test de ovulación. Cuando salieron de la consulta, Hope tuvo la sensación de que acababa de ser lanzada desde un cañón o reclutada en la marina de guerra.

—No ha ido tan mal la cosa, ¿verdad? —comentó Finn en cuanto pisaron la calle, mirándola con una amplia sonrisa y muy pagado de sí mismo; Hope rompió a llorar.

—¿Te da igual lo que yo piense? —preguntó ella entre sollozos. No sabía por qué, pero se sentía como si estuviera traicionando a Mimi, tratando de sustituirla por otro hijo, y tampoco estaba preparada para eso. No podía parar de llorar y él la rodeó con los brazos. Todavía lloraba cuando entraron en un taxi y Finn anunció la dirección de su casa.

—Lo siento, creía que te alegrarías después de haber hablado con la doctora. —Se le veía destrozado.

—Ni siquiera sé si quiero tener un bebé, Finn. Ya perdí a una hija a la que amaba, aún no lo he superado y no sé si lo lograré algún día. Además, hace muy poco que estamos juntos.

—Pero no tenemos tiempo de andar tonteando —dijo él en tono suplicante. No quería ser grosero y soltarle que a los cuarenta y cuatro años se le estaban agotando las posibilidades.

—Entonces tal vez tendremos que contentarnos el uno con el otro —repuso ella en tono angustiado—. No estoy preparada para tomar una decisión así de momento, tras una relación de dos meses. —No quería herir los sentimientos de Finn, pero necesitaba sentirse segura. Una cosa era que llegaran a casarse y otra muy distinta tener un hijo—. Tienes que escucharme, Finn. Esto es importante.

—Para mí también es importante. Y quiero que tengamos un bebé antes de que se nos acabe el tiempo.

—Entonces necesitas una mujer de veinticuatro años, no de mi edad. No pienso actuar a contrarreloj en una decisión de semejante envergadura. Nos hace falta tiempo para poner las cosas en claro.

—A mí no —se obstinó él.

—Pues a mí sí —insistió ella con voz cada vez más desesperada. Se ponía tan terco que empezaba a sentirse acorralada y quería hacer que se echara atrás. Sabía lo mucho que la amaba, ella también lo amaba, pero no soportaba que la presionara.

—Nunca había deseado tener un hijo con alguien. Incluso lo de Michael fue un accidente, por eso me casé con su madre. Pero contigo sí que quiero tenerlo —reiteró con lágrimas en los ojos, mirándola a la cara en el asiento trasero del taxi.

—Entonces tendrás que darme tiempo para que me haga a la idea. En la consulta de la doctora me he sentido como si me estuvieran poniendo una pistola en el pecho. Si se lo hubiera permitido, hoy mismo me habría dejado embarazada.

—A mí no me habría parecido mal —observó Finn en el momento en que el taxi se detenía delante de su casa. Al cabo de un momento, Hope entraba en casa tras él, con aspecto frágil y abatido. Estaba exhausta, se sentía como si un caballo la hubiera arrastrado tras de sí aferrándose a las riendas con los dientes. La experiencia la había dejado emocionalmente agotada. Finn no dijo nada y le sirvió una copa de vino; daba la impresión de necesitarla. Ella estuvo a punto de rechazarla, pero lo pensó mejor. En pocos minutos la apuró, y Finn volvió a llenarla y se sirvió otra para él.

—Lo siento, cariño. No tendría que haberte presionado. Es que estaba tan emocionado ante la perspectiva… Lo siento —repitió con ternura, y la besó—. ¿Me perdonas?

—Puede ser —respondió ella sonriéndole con tristeza. La visita no le había resultado nada agradable, por no decir algo peor. Él le sirvió otra copa de vino y ella volvió a apurarla. Estaba molesta de veras, pero después de la tercera copa empezó a serenarse, y de repente se echó a llorar otra vez. Finn la cogió en brazos y la llevó arriba. Le preparó un baño caliente y ella se deslizó en el agua, agradecida, y cerró los ojos. Estuvo un rato allí tumbada, relajándose, tratando de apartar de la mente la desagradable visita a la doctora. Dentro del agua caliente se sentía mejor, y cuando abrió los ojos Finn le ofreció una copa de champán y un fresón gigante, y se deslizó en la bañera junto a ella con otra copa de champán. Hope soltó una risita cuando lo vio tumbarse cuan largo era.

—¿Qué estamos celebrando? —preguntó sonriéndole. Estaba un poco achispada, pero no borracha. Lo cierto era que necesitaba el vino para olvidarse de lo ocurrido por la tarde, y en cuanto se hubo terminado el champán, Finn le quitó la larga copa de las manos y la depositó en el suelo. Él también se había terminado el suyo. Entonces, como siempre que se bañaban juntos, Finn empezó con los preliminares a los que ninguno de los dos era capaz de resistirse. Ocurrió antes de que se dieran cuenta, sin pensarlo. Le hizo el amor en la bañera, y luego se tumbaron en la alfombra del suelo del cuarto de baño y culminaron la cópula. Fue un acto explosivo, apasionado, apresurado, cargado del sufrimiento y la agitación que Hope había acumulado por la tarde. Mientras yacía allí, solo sabía cuánto lo deseaba, y él la deseaba en igual medida. No se saciaban el uno del otro, fue un momento enérgico, febril, vertiginoso; y cuando finalmente él se derramó, se quedó unos instantes tumbado sobre ella, y luego se levantó despacio, la alzó en brazos como si fuera una muñeca y la tendió en la cama. La limpió suavemente con una toalla y la arropó. Ella le sonreía con la mirada algo vidriosa de quien ha bebido en exceso. Pero aquello no había sido solo producto del vino; allí había amor y ternura.

—Te quiero más que a ninguna otra cosa en el mundo —le susurró él.

—Yo también te quiero, Finn —respondió ella empezando a sucumbir al sueño, y él la abrazó con fuerza.

Seguían abrazados cuando se despertaron por la mañana, y Hope lo miró con los ojos entornados.

—Me parece que anoche me emborraché —dijo, un poco avergonzada. Recordaba lo que había ocurrido en la bañera y, después, lo impresionante que había sido. Claro que con él siempre lo era. De repente dio un respingo y se despertó de golpe. Acababa de acordarse del comentario de la doctora acerca de la conveniencia de que regresaran a la consulta por la tarde. Estaba ovulando y habían tenido relaciones sin medidas de protección. Se recostó en la almohada con un gemido y entonces miró a Finn—. Lo hiciste expresamente, ¿verdad? —Estaba enfadada con él, pero también había sido culpa suya y, por tanto, también estaba furiosa consigo misma. ¿Qué tontería habían cometido? Claro que a lo mejor no ocurría nada. A su edad quedarse embarazada bien podía llevarle un año o dos, no era el resultado inmediato de un momento de pasión en el baño, como si fuera una jovencita.

—¿El qué? —preguntó Finn con aire inocente.

—Sabes perfectamente a lo que me refiero —intentó hablarle con frialdad, pero no le salió bien. Lo amaba demasiado; y, de repente, se preguntó si también ella había deseado que ocurriera pero no era capaz de responsabilizarse de la decisión, y por eso permitió que la emborrachara y lo dejó hacer. Ella tampoco era inocente. Era una mujer adulta y sabía lo que se hacía. Se sentía desconcertada por completo—. Ayer estaba ovulando. La doctora nos lo dijo a los dos. Incluso se ofreció a proceder con la inseminación artificial por la tarde si queríamos.

—A nuestra manera fue mucho más divertido. Además, así la decisión será de Dios, no suya ni nuestra. Seguramente no pasará nada —dijo en tono benévolo, y Hope deseó que tuviera razón. Se sentó con la espalda apoyada en la almohada y miró a Finn.

—¿Y si me quedo embarazada, Finn? ¿Qué haremos? ¿De verdad estamos preparados para eso? ¿A nuestra edad? Es una responsabilidad enorme, incluso siendo más joven. ¿Estamos dispuestos a asumirla?

—A mí me harías el hombre más feliz del mundo —respondió él con orgullo—. ¿Qué dices tú?

—Yo me cagaría de miedo. Por el peligro, las implicaciones, la presión que nos impondría, los riesgos derivados de la edad. Y… —No fue capaz de pronunciar el resto, pero temía la posibilidad de perder a otro hijo a quien amaba. No sería capaz de volver a pasar por una cosa así.

—Si sucede, lo afrontaremos. Te lo prometo —dijo él, y la besó mientras la sostenía en brazos como si fuera un pedazo de lana de vidrio—. ¿Cuándo sabremos algo?

—¿Hoy en día? Dentro de un par de semanas, creo. Hace muchos años de la otra vez, pero ahora es muy fácil averiguarlo; solo hace falta un test de embarazo de la farmacia. —Lo pensó un minuto—. Para entonces estaré en Nueva York; ya te diré el resultado. —Al pensarlo, se le heló la sangre, y una parte diminuta de su ser deseó que fuera positivo, porque lo amaba; pero racionalmente no lo deseaba, solo si se dejaba llevar por los sentimientos. La cosa no tenía ninguna lógica. Se sentía completamente desconcertada.

—Quizá no deberías volver a Nueva York —apuntó él, con aire preocupado—. Puede que no te convenga volar tan pronto.

—Debo hacerlo. Tengo tres encargos importantes.

—Si estás embarazada, lo más importante es eso. —De repente, Hope tuvo la impresión de que se iba a volver loca. Estaban actuando como si ya estuviera embarazada y hubieran planeado tener el bebé. Pero solo uno de ellos lo había hecho: Finn. Y ella se lo había permitido.

—No nos pongamos nerviosos todavía. A mi edad, tengo menos probabilidades de estar embarazada que de que me aplaste un cometa. Ya oíste a la doctora. Si alguna vez nos decidimos, es probable que necesitemos ayuda.

—O no. No lo dijo seguro. Creo que tiene que ver con tus niveles de FSH.

—Pues ojalá que sean muy bajos, o muy altos, o lo que menos convenga para el embarazo. —Entonces se levantó de la cama, y tuvo la sensación de que la había atropellado un autobús. Entre las emociones del día anterior y la resaca del vino y del champán, parecía que hubiera pasado dos semanas domando potros salvajes—. Me siento hecha una mierda —dijo dirigiéndose al cuarto de baño. Y él le dirigió una sonrisa de adoración.

—A lo mejor es porque estás embarazada —comentó con aire esperanzado.

—Cierra el pico, ¿quieres? —le espetó ella, y cerró la puerta de golpe.

Ninguno de los dos volvió a mencionar el tema durante el vuelo de regreso a Irlanda ni los días siguientes. Hope siguió encerando y puliendo los paneles de madera de la casa, y él no paraba de decirle que se lo tomara con calma, lo cual aún la enervaba más. No quería pensar en ello. Lo había pasado muy bien con él en París, pero estaba molesta por lo sucedido en Londres, tanto en la consulta de la doctora como en el desliz del cuarto de baño. Y el día anterior a su partida, la doctora llamó.

—¡Buenas noticias! —anunció—. Tiene los niveles de FSH como los de una veinteañera, y los estrógenos por las nubes.

—¿Qué significa eso? —preguntó Hope con el estómago revuelto. Tenía la sensación de que no iba a gustarle nada lo que tenía que decirle.

—Significa que pueden pasárselo en grande intentando concebir un hijo de forma natural. —Hope agradeció a la doctora su llamada y colgó sin decirle nada a Finn. Ya estaba bastante alterado. Si le decía que había bastantes posibilidades de que estuviera embarazada, no la dejaría regresar a Nueva York; no quería que se marchara. Ya había empezado a quejarse de que se sentiría solo, e insistía en saber cuándo volvería. Ella le había explicado que tenía trabajo, y que tenía que quedarse en Nueva York por lo menos tres semanas. Como siempre, tenía la impresión de estar abandonando a un chiquillo de cuatro años.

Pasaron una última noche muy agradable juntos e hicieron el amor dos veces antes de que Hope se marchara. Cuando Finn la acompañó al aeropuerto se le veía acongojado, y Hope se dio cuenta de que arrastraba serios problemas de abandono. No soportaba verla marcharse, ya se sentía deprimido.

En el aeropuerto le dio un beso de despedida y la obligó a prometerle que le telefonearía en el momento mismo en que llegara. Ella le devolvió el beso con una sonrisa. Lo cierto es que le inspiraba ternura verlo tan afectado porque iban a pasar unas semanas separados; aunque a su edad parecía un poco tonto. Él pensaba dedicarse a terminar la novela, y ella volvería a ponerse manos a la obra con la casa cuando volviera. Le recordó que debía llamar al restaurador para ver cuándo tendría listas las piezas. Y justo antes de que se marchara, él le entregó una cajita envuelta con papel de regalo. La sorpresa la emocionó.

—Ábrela cuando estés en el avión —le recomendó él. La besó por última vez y le dijo adiós con la mano mientras ella se dirigía a la puerta de embarque.

Hope siguió sus instrucciones y abrió el regalo justo cuando el avión despegaba rumbo a Nueva York. Y se echó a reír. Lo sostuvo en la mano mientras sacudía la cabeza con expresión atribulada. Era un test de embarazo. Y esperaba que saliera negativo. De todos modos, sabía que tendría que esperar una semana entera antes de averiguarlo. Se guardó la cajita e hizo todo lo posible por olvidarse de ella.