8

Finn y Hope disfrutaron de unos días mágicos en Cabo Cod. Se despertaban tarde y hacían el amor antes de levantarse. Él le preparaba el desayuno y luego se ataviaban con ropa de abrigo y salían a dar largos paseos por la playa. Cuando regresaban, Finn encendía la chimenea de la sala de estar. Pasaban horas leyendo, y ella se dedicaba a retratarlo. Por la tarde, volvían a hacer el amor, cocinaban juntos, dormían juntos y charlaban durante horas de todo lo que más les importaba. Hope no había pasado tanto tiempo junto a nadie en toda su vida.

Encontró cajas llenas de fotografías antiguas de Mimi y de sus padres, y las estuvo viendo con Finn. De vez en cuando salían a cenar a algún restaurante del pueblo y pedían langosta y se reían el uno del otro al verse con los baberos de papel gigantes y la mantequilla chorreándoles por el mentón, y Hope también retrató a Finn de ese modo. Una vez le pidió al camarero que les hiciera una foto juntos, y Finn se enfadó un poco y la acusó medio en broma de querer ligárselo, lo cual no era cierto.

Fue casi como una luna de miel. Pasaron allí una semana, y al fin, a regañadientes, abandonaron la casa. Finn cerró todos los postigos y regresaron a Nueva York. Pero esa vez él no se alojó en el Mercer, sino que se fue al loft de Hope. A ella le pareció de lo más natural. Se encontraba muy a gusto con él.

La primera noche asistieron a la velada literaria de Finn, y esa vez fue él quien acaparó toda la atención mientras ella lo fotografiaba en silencio desde cierta distancia, sonriéndole con dulzura; y de vez en cuando sus miradas se cruzaban desde distintos lugares de la sala. Al observarlo, Hope se sentía orgullosa de él, y él también estaba orgulloso de tenerla allí. La única pena que los acechaba era que él pronto regresaría a Dublín.

Hablaron de ello más tarde, cuando ya estaban en casa. Finn se veía abatido a pesar de que habían disfrutado de una velada encantadora.

—¿Cuándo podrás venir a verme? —preguntó con el aspecto de un niño que está a punto de ser abandonado por su madre o enviado a un campamento de verano.

—No lo sé. Antes tengo que cumplir con un encargo; la primera semana de febrero iré a Los Ángeles para retratar a un actor. Después de eso, estoy bastante libre.

—Para eso aún faltan dos semanas —dijo él con aire taciturno, y arrugó la frente al formularle la siguiente pregunta—: ¿Qué actor?

—Rod Beames —respondió ella con indiferencia. Ya lo había retratado una vez, y ahora estaba nominado para el Oscar al mejor actor.

—Mierda —renegó Finn lanzándole una mirada de enfado—. ¿Has estado liada con él?

—Claro que no. —A Hope le extrañaron su reacción y su pregunta—. Es un cliente, no mi novio. Nunca me acuesto con las personas a quienes retrato. —En cuanto lo dijo, se echó a reír, porque eso era precisamente lo que había ocurrido con Finn—. Tú eres el primero —lo tranquilizó—. Y el último —prometió inclinándose para besarlo.

—¿Cómo sé que es cierto? —Parecía molesto y preocupado, y eso la conmovió. Paul nunca había sido celoso, pero a todas luces Finn sí que lo era. En un restaurante de Cabo Cod había comentado algo de un camarero y la había acusado medio en broma de querer ligárselo, lo cual no era cierto, por supuesto. Hope se rio de la reacción de Finn y él se disculpó. El simple planteamiento hacía que se sintiera muy joven y atractiva, pero solo tenía ojos para él.

—Porque te lo digo yo, tonto —repuso, y volvió a besarlo—. Supongo que desde Los Ángeles podría volar a Dublín. ¿Hay vuelos directos o tengo que hacer escala en Londres? —Hope ya se estaba anotando mentalmente las fechas.

—Lo comprobaré. ¿Qué tienes con Beames? —Finn insistió en el tema.

—Lo mismo que tú con la reina Isabel. No me preocupa en absoluto. Y a ti tampoco debe preocuparte Beames.

—¿Estás segura?

—Del todo. —Le sonrió, y él se relajó un poco.

—¿Y si esta vez te pide que salgas con él?

—Le diré que estoy locamente enamorada de un irlandés estupendo y que no tiene nada que hacer conmigo. —Hope aún sonreía, y Finn seguía observándola nervioso. Era cierto. Una vez que empezaron a tener relaciones, Hope se olvidó de todas sus reservas y bajó la guardia. Confiaba en él por completo y su corazón le pertenecía. Habían hablado de lo rápido que había sucedido todo y de lo enamorados que estaban el uno del otro. Era lo que los franceses llamaban un coup de foudre; los dos habían sentido un flechazo instantáneo y Finn no cesaba de repetir que la cosa no tenía vuelta atrás. Se había enamorado de ella para siempre, y a ella le había sucedido lo mismo con él.

Hope llegó a la conclusión de que era lo normal a su edad; los dos se conocían a sí mismos y sabían qué querían, eran conscientes de los fallos que habían cometido en el pasado y ambos tenían la certeza de que esa relación duraría por siempre, aunque ella consideraba que era demasiado pronto para contarlo a los demás. Llevaban saliendo juntos tan solo un mes y Hope nunca había estado tan segura de nada como de lo mucho que amaba a Finn; y a él le ocurría lo mismo. Los dos sabían que la cosa iba en serio, y coincidían en que era lo mejor que les había sucedido en la vida.

Finn prometió que al día siguiente comprobaría los vuelos entre Los Ángeles y Dublín; y resultó que había uno directo. Se quedó en Nueva York una semana más y lo pasaron de maravilla juntos. Hope incluso se planteó presentarle a Mark Webber, pero decidió que era demasiado precipitado. Nadie entendería cómo podían estar seguros de lo que sentían el uno por el otro con tanta rapidez. Resultaba más fácil no tener que dar explicaciones y disfrutarlo en privado. Además, Finn solo deseaba estar a solas con ella antes de marcharse. Decía que no quería que nadie les robara un tiempo que era cada vez más precioso a medida que pasaban los días y se acercaba el momento de su partida.

La mañana que lo ayudó a hacer la maleta se le veía acongojado. Estaba muy triste por tener que marcharse y aún lo ponía nervioso la sesión de fotos con Rod Beames. No paraba de sacar el tema y Hope empezaba a sentirse muy estúpida por tener que tranquilizarlo. Claro que como a él lo había conocido precisamente porque le habían encargado un retrato suyo y se habían enamorado, era normal que las sesiones fotográficas le hicieran saltar la alarma. Pero ella le aseguró una y otra vez que no tenía de qué preocuparse, y antes de ir al aeropuerto hicieron el amor. Hope nunca había tenido relaciones con tanta frecuencia como en las últimas semanas.

Habían comentado por encima la posibilidad de casarse, aunque no se lo habían planteado en serio ni con carácter inmediato. Lo cierto es que era demasiado pronto, pero los dos habían coincidido en que no les desagradaba la idea. A Finn le daba igual el tiempo que tardaran o cómo lo hicieran; la cuestión es que quería pasar el resto de su vida con ella. Y ella empezaba a creer lo mismo, aunque no estaba segura de que para eso fuera necesario casarse. Más o menos, ya estaban viviendo juntos. Y en Irlanda también lo estarían.

Finn la sorprendió cuando le planteó tener un bebé. Dijo que quería intentar tener un hijo con ella. Hope le explicó con tacto que probablemente el proceso requeriría de bastante intervención y asistencia médica, y que no se sentía preparada para emprender un proyecto así; por lo menos, de momento. Prefería hablarlo más adelante, cuando llevaran más tiempo juntos. Pero, por descabellado que pareciera, en lo más hondo de su ser la idea le resultaba atractiva. Sobre todo cuando miraba las fotografías de Mimi y recordaba lo adorable que era de pequeñita. La posibilidad de tener un hijo con Finn la asustaba, pero también le parecía estimulante. Y al planteárselo volvía a sentirse joven. Él le recalcó que a su edad aún era posible, que otros lo habían hecho, incluidos varios amigos suyos. Insistía mucho en que debían intentarlo, pero convino en esperar al menos un par de meses antes de volver a hablar de ello.

Durante el trayecto hacia el aeropuerto en la limusina, Finn la tuvo abrazada en silencio mientras se besaban y se susurraban palabras cariñosas. Le prometió que la llamaría en cuanto pusiera los pies en casa. Iba a coger un vuelo nocturno y para ella sería muy tarde cuando llegara, pero para él ya sería de día.

—Me dedicaré a poner la casa a punto para cuando vengas —prometió. Dijo que aprovecharía para hacer una limpieza a fondo, y también tenía que avisar al técnico de la caldera para no pelarse de frío en la parte de la casa que iban a ocupar. Le advirtió que llevara un montón de jerséis y chaquetas de abrigo, y unos zapatos cómodos y resistentes para caminar por la montaña. Hope llegaría a principios de febrero, el momento del año en que el tiempo era más frío y lluvioso. Le había prometido que se quedaría con él un mes, y tenía muchas ganas de que llegara ese día. De todos modos, en marzo él tenía que dedicarse a escribir y ella tenía compromisos de trabajo en Nueva York, así que no podría quedarse más tiempo. Pero un mes no estaba nada mal para empezar; como mínimo le permitiría asentarse. De momento, solo habían pasado cuatro semanas juntos en Nueva York.

Al despedirse en el aeropuerto, ambos tuvieron la sensación de que les estaban arrancando una parte de sí. Hope no se había sentido tan ligada a nadie en toda su vida a excepción de Mimi, y menos en tan poco tiempo. Ni siquiera con Paul le había sucedido nada parecido. La relación con él había sido mucho más mesurada y avanzó más despacio, sobre todo porque entonces ella aún estudiaba en la universidad y él le llevaba bastantes años. Paul había ido con pies de plomo para que las cosas no se desbocaran. Finn, en cambio, no tenía manías y se había entregado a ella en cuerpo y alma. Claro que a su edad era diferente. Los dos conocían a personas que se habían enamorado cumplidos los cuarenta y que enseguida se habían dado cuenta de que aquella era su media naranja, y por eso se habían casado en cuestión de meses y vivían felices desde entonces. Sin embargo, también eran conscientes de que a su entorno le resultaría difícil comprenderlo. En tan solo un mes, se habían enamorado locamente y estaban decididos a pasar juntos el resto de sus días.

Hope estaba convencida de que todavía no debía contarle nada a Paul. No quería que se disgustara, y no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar. Llevaba sola mucho tiempo y, aunque no se veían a menudo, él sabía que estaba a su disposición siempre que la necesitara; por eso Hope tenía la sensación de que podía molestarle que hubiera iniciado una relación con otra persona. Con todo, creía que cuando se conocieran llegarían a ser buenos amigos. De momento Finn no se había mostrado celoso de Paul, lo cual era una suerte porque a Hope eso sí que le habría preocupado. Paul era muy importante para ella. Lo quería muchísimo, aunque ya no se sentía atraída por él, y sabía que lo querría mientras viviera; ojalá que fueran muchos años. Durante el mes de enero había hablado con él una vez. Seguía en el barco, rumbo a San Bartolomé. No le dijo nada de Finn. De todos modos, Paul podría localizarla en cualquier parte gracias al móvil, incluso cuando estuviera en Irlanda, así que no tendría necesidad de darle explicaciones a menos que tomara la decisión de hacerlo sobre la marcha. De momento, prefería ser discreta.

Finn y Hope se dieron un último beso, y ella agitó la mano en señal de despedida mientras él cruzaba el puesto de seguridad y desaparecía de su vista. Luego ella regresó a la ciudad en la limusina que él había alquilado. Era la primera vez que estaba sola en todo un mes, y se le hacía raro. Claro que el hecho de no tener que pelearse por ganar espacio en su pequeña cama suponía una ligera ventaja. Era imposible que cupieran bien los dos, pero Finn se empeñaba en acostarse allí con ella todas las noches. Hope le prometió que intentaría encajar una cama más grande en el altillo antes de que volviera a alojarse en su casa, pero aun así estarían apretados.

Tras la marcha de Finn, el piso se veía muy vacío, y Hope estuvo un rato deambulando sin hacer nada en particular, hasta que se puso a contestar correos electrónicos, comprobó su correspondencia, dejó escritas unas cuantas instrucciones para la persona encargada de realizar los retoques de sus fotografías y, finalmente, se dio un baño y se acostó con un libro en las manos. Echaba de menos a Finn, pero tenía que reconocer que, durante un breve espacio de tiempo, tener ratos para ella sola le resultaba agradable. Finn requería mucha atención, la enfrascaba en conversaciones interesantes a todas horas y siempre quería que estuvieran juntos. Y, aunque solo fuera por cambiar, era casi divertido volver a estar sola. Claro que a él no podía decírselo; lo habría dejado hecho polvo.

El teléfono móvil la despertó a las tres de la madrugada. Era Finn, que acababa de llegar. La llamaba para decirle que la amaba, y que la echaba muchísimo de menos. Hope le dio las gracias y le dijo que ella también lo amaba, le envió un beso y se acostó otra vez. A las nueve volvió a llamarla. Le explicó todos los preparativos que estaba haciendo en la casa en previsión de su llegada, y ella sonrió mientras lo escuchaba. Parecía un niño pequeño, y eso era algo que le encantaba de él. Desprendía una inocencia y una dulzura irresistibles. Cuando estaban juntos, le resultaba muy fácil olvidar su fama y su éxito, igual que a él le sucedía con ella. No daban importancia a esas cosas.

La llamaba tres veces al día, y ella hacía lo mismo, entre proyectos y conversaciones de trabajo, visitas a galerías y reuniones con conservadores. Parecía el mismo de siempre, hasta que llegó el día en que Hope iba a viajar a Los Ángeles, y entonces volvió a mencionar a Rod Beames; y, al pensar en lo que había ocurrido cuando se conocieron, le advirtió que no se enamorara de él y que ni siquiera aceptara una invitación para salir a cenar. Ella le aseguró que no lo haría y le recordó que la esposa de Beames tenía veinticinco años y estaba embarazada, así que resultaba obvio que no iba a dedicarse a flirtear con ella.

—Nunca se sabe —repuso Finn en tono preocupado—. A mí me gustas más tú que cualquiera de veinticinco.

—Por eso me enamoré de ti —respondió Hope sonriendo. Tenía que salir corriendo hacia el aeropuerto, así que colgó.

Una vez en Los Ángeles, Finn le telefoneaba constantemente. Al final tuvo que apagar el móvil durante la sesión de fotos, y luego, cuando volvió a encenderlo, él se quejó con amargura.

—¿Qué estabas haciendo con ese tío? —preguntó en tono airado.

—Retratarlo, tonto —repuso Hope intentando que se calmara. Era la primera vez que se enfrentaba a unos celos semejantes. Ni Paul ni ella se habían comportado nunca de ese modo—. Ya he terminado, y estoy de vuelta en el hotel. Por la mañana tengo una reunión en el County Museum para hablar de una exposición prevista para el año próximo, y ya estaré lista. Mañana mismo cojo el avión, así que deja de preocuparte. Y no volveré a ver a Beames. —La verdad es que su esposa y él la habían invitado a cenar, pero no había aceptado porque Finn había insistido mucho en el tema. Le parecía una lástima, le gustaba cenar con sus clientes antes o después de una sesión de fotos. Era la primera vez que se planteaba no hacerlo, no quería que Finn se molestara. Tenía la esperanza de que pronto superaría lo de los celos. Era un poco exasperante, pero también la halagaba; la hacía sentirse como un bomboncito a quien todos los hombres del planeta quieren ligarse, aunque ya le había dejado claro a Finn que ese no era ni mucho menos su caso. Con todo, él seguía estando celoso.

En lugar de salir a cenar, pidió que le subieran algo a la habitación que ocupaba en el hotel Beverly Hills. Cuando Finn la llamó antes de acostarse, estuvo contento de que hubiera decidido quedarse a cenar allí. Se mostró cariñoso y encantador; apenas podía esperar a que llegara a Irlanda.

Hope cogió el avión rumbo a Dublín después de la reunión en el County Museum de Los Ángeles, que resultó muy positiva. El vuelo era largo, y cuando aterrizaron tuvo la sensación de que llevaba días enteros en el avión. Sería mucho más fácil cuando tuviera que volar a Irlanda desde Nueva York.

Cruzó enseguida la aduana, y cuando salió Finn la estaba esperando y rápidamente la estrechó en sus brazos. Cualquiera diría que no la había visto en años. Tenía para ella un enorme ramo en tonos rojos, amarillos y rosas; eran las flores más hermosas que Hope había visto en su vida. Charlaron animadamente mientras acudían a recoger las maletas, y luego ella lo siguió hasta el coche. Le resultaba agradable oír hablar con acento irlandés a su alrededor, y Finn lo imitaba a la perfección. Le abrió la puerta del Jaguar con una gran reverencia, y ella entró con el ramo en la mano. No se lo dijo, pero se sentía igual que una novia.

Desde Dublín, viajaron poco más de una hora en dirección suroeste hasta que llegaron a la población de Blessington y la cruzaron. Luego Finn siguió las indicaciones hacia Russborough por estrechas carreteras secundarias, conduciendo con habilidad por el lado izquierdo, hasta que por fin enfiló un camino de grava. Estaban rodeados por completo de las pequeñas colinas de las que le había hablado, los montes Wicklow. Había bosques y campos de flores silvestres que habían brotado con las lluvias de febrero. Hacía frío, pero no tanto como en Cabo Cod. El tiempo era húmedo y gris, y durante el camino desde el aeropuerto cayeron varios chubascos. En cuanto enfilaron el camino de entrada de la casa, Finn detuvo el coche, la tomó en brazos y la besó con tal ímpetu que la dejó sin respiración.

—Por Dios, creía que no llegarías nunca. No pienso volver a perderte de vista. La próxima vez que tengas que viajar, iré contigo. No había echado tanto de menos a nadie en toda mi vida.

Solo habían pasado una semana separados.

—Yo también te he echado de menos —dijo ella sonriendo, contenta de estar allí e impaciente por ver la casa.

Él volvió a poner el coche en marcha. Era un Jaguar verde oscuro con la tapicería de cuero, muy apropiado para él. Le dijo que podía cogerlo cuando quisiera, pero como Hope tenía miedo de conducir por el lado equivocado, él le prometió que sería su chófer siempre que tuviera que ir a alguna parte, lo cual a ella le pareció perfecto. De todas formas, no tenía motivos para desplazarse sola. Había ido allí para estar con él.

El camino de grava parecía no tener final; lo bordeaba un camino de árboles y se veían zonas boscosas en la distancia. Entonces Finn tomó una curva con elegancia y, de repente, Hope se encontró frente a la casa. La visión la dejó atónita. Estuvo unos instantes sin poder pronunciar palabra mientras él sonreía. A él siempre le ocurría lo mismo al volver a ver la casa, sobre todo si llevaba bastante tiempo fuera.

—¡Santo Dios! —exclamó Hope volviéndose a mirarlo con una amplia sonrisa—. ¿Estás de broma? Esto no es una casa, ¡es un palacio! —Aquello era asombroso; se trataba de una construcción colosal. Tenía el mismo aspecto que la fotografía que Finn le había mostrado en Londres, pero al natural se veía mucho más grande; tanto que la dejó anonadada.

—¿A que es bonita? —dijo él con modestia en el momento en que detenía el coche para apearse. La casa era majestuosa, la escalinata parecía conducir directamente al reino de los cielos y las columnas le conferían elegancia—. Bienvenida a Blaxton House, amor mío. —Ya le había explicado que la casa llevaba el apellido de soltera de su madre, el mismo que había tenido siempre. Finn la rodeó con el brazo y la guio por los grandes escalones de piedra de la entrada. Un anciano con un delantal negro salió a recibirlos, y al cabo de un momento también apareció una criada de las de toda la vida, vestida con un uniforme y un jersey negro y el pelo recogido en un moño muy tirante. Ambos parecían tener más años que la propia casa, pero se mostraron sonrientes y afables cuando Finn hizo las presentaciones. Se llamaban Winfred y Katherine, y luego Finn explicó a Hope que ya trabajaban allí cuando compró la finca, y también hizo el comentario de que parecían tener casi tantos años como esta.

Dentro había una gran colección de retratos de la familia cubiertos de polvo en mitad de un pasillo largo y oscuro decorado con tapices y muebles de aspecto lóbrego. La casa no disponía de una buena iluminación, y Hope apenas pudo distinguir los retratos cuando pasó frente a ellos. Winfred había salido a recoger las maletas y Katherine se había marchado para prepararles té. A ambos lados del pasillo se veían salones enormes amueblados con escasas piezas antiguas y mal conservadas. Hope reparó en las bonitas alfombras Aubusson de tonos apagados que requerían una restauración urgente. Los ventanales, en cambio, eran altos y anchos, y permitían que la luz entrara a raudales. Había bellas cortinas antiguas, recogidas con unas borlas enormes pero a las que apenas les quedaban unas hebras que colgaban de algún cabo suelto.

El comedor era digno de un palacio, y en la mesa, donde según Finn cabían hasta cuarenta comensales, se exhibían unos enormes candelabros de plata que alguien había pulido hasta dejarlos relucientes. Al lado estaba la biblioteca, que parecía alojar un millón de libros. Finn guio a Hope por la amplia escalera que conducía a la planta superior, donde había media docena de dormitorios equipados con pequeños vestidores y salas de estar. El mobiliario era antiguo, pero todas las habitaciones estaban llenísimas de polvo y tenían las cortinas echadas. Al final, después de subir otra escalera más estrecha, llegaron a la planta más acogedora, que era la que ocupaba Finn. Allí los dormitorios eran más pequeños, había más luz y los muebles y las alfombras se veían en mejor estado. No había cortinas y la luz parecía bañar las habitaciones a pesar de que hacía un día gris. Finn había encendido un buen fuego para Hope, y en todas partes había dispuesto jarrones con flores silvestres. Llegaron a un cálido dormitorio donde había una gigantesca cama con dosel, y Hope supo de inmediato que era el de Finn. Igual que en el antiguo establo reconvertido en casa que ocupaba en Londres, había estanterías llenas de libros por todas partes, sobre todo en la habitación que utilizaba como despacho.

Katherine llegó en el momento en que Hope se estaba quitando el abrigo, y dejó una bandeja de plata en una de las pequeñas salas de estar. En la bandeja había una tetera también de plata, un plato con bollitos y crema de leche. Los obsequió con una tímida sonrisa reverencial y se marchó.

—Bueno, ¿qué te parece? —la instó él con aire impaciente. Llevaba toda la mañana preguntándose qué haría si a Hope la casa le parecía abominable y salía corriendo. A él le encantaba el lugar, pero estaba tan acostumbrado a aquel estado de confort decadente que ya ni siquiera lo percibía. Tenía miedo de que a ella la casa le pareciera sombría o deprimente y no quisiera quedarse. Sin embargo, en vez de eso, le estaba sonriendo y le tendía los brazos.

—Es la casa más bonita que he visto jamás —le aseguró—, y a ti te quiero más que a mi propia vida. —Cuando dijo eso, él sintió que su aprobación y su amor lo acogían como un lecho de plumas y los ojos se le arrasaron de lágrimas.

—Hacen falta algunos retoques —reconoció con timidez, y Hope se echó a reír.

—Sí, es cierto, unos cuantos; pero no hay prisa. Esta planta es muy agradable. ¿Podemos visitar el resto más tarde? Tanto espacio resulta un poco abrumador al principio. —Hope se sentía desbordada por todo lo que había visto hasta el momento, pero quería familiarizarse bien con la casa y ayudar a Finn en todo lo que pudiera.

—Te acostumbrarás, te lo prometo. —Finn se sentó y le sirvió una taza de té, y ella echó mano a un bollito. También rellenó otro con crema de leche para él—. Espera a ver los cuartos de baño; las bañeras son tan grandes que cabemos los dos juntos. Y esta tarde quiero que salgamos a dar un paseo. Detrás de la casa hay un viejo establo magnífico, pero aún no he tenido tiempo de pensar qué haré con él. Ya tengo bastante trabajo con lo demás. Todo lo que cobro de derechos de autor lo invierto aquí, pero esta casa se traga hasta el último centavo y no le hace justicia. Un día de estos tendré que plantearme comprar muebles decentes, no hay prácticamente una silla ni un sofá que no estén rotos. Los que hay ahora ya estaban en la casa cuando yo llegué. —En general, por lo que Hope veía, hacía falta sobre todo una buena limpieza y una mano de pintura, o varias. Claro que no costaba mucho hacerse a la idea de que restaurar una casa así debía de costar una fortuna. Finn tardaría años en terminar de arreglarla. Y, de repente, le entraron unas ganas irresistibles de ayudarle. Sería emocionante compartir un proyecto así con él.

Pero antes de que tuviera tiempo de terminarse el bollito y dar el primer sorbo de té, él la arrastró hasta la enorme cama con dosel y se abalanzó sobre ella con pasión. Había cerrado la puerta con llave y tardó menos de un minuto en arrancarle la ropa; luego le hizo el amor hasta dejarla sin aliento y saciar su propio deseo. Tenían una vida sexual digna de una pareja de adolescentes. Hope no dejaba de sorprenderse.

—¡Uau! —Cuando terminaron, sonrió a Finn mientras se preguntaba cómo se las había arreglado para sobrevivir una semana entera sin él. No cabía duda de que creaba hábito, y la pasión que compartían era completamente adictiva. Aquel hombre le proporcionaba placeres con los que ni siquiera había llegado a soñar.

—No pienso volver a perderte de vista —dijo él, también sonriendo. Estaba desnudo y tendido al través en la que ya era oficialmente la cama de ambos—. De hecho, a lo mejor te encadeno a la cama. Estoy seguro de que alguno de mis antepasados hizo algo así en algún momento, y me parece una idea excelente. Claro que igual basta con que te encadene a mí.

Ella se echó a reír.

Finn le mostró el enorme cuarto de baño con la bañera gigantesca. Luego le preparó un baño, y Hope se alegró mucho de haber podido echar una cabezada en el avión porque, por lo que veía, allí no iba a dormir mucho. Se deslizó en la bañera llena de agua caliente y él apareció con su té servido en una exquisita taza dorada de porcelana de Limoges. Ella se lo tomó sentada dentro de la bañera, y se sintió como una niña mimada. Aquello no tenía nada que ver con los placeres sencillos de su casa de Cabo Cod o su loft de Nueva York. Blaxton House era excepcional, y Finn aún lo era más.

Él también entró en la bañera, y en cuestión de momentos le estaba haciendo de nuevo el amor. Tal como le había ocurrido alguna vez en Nueva York y en Cabo Cod, se preguntó si llegarían a salir de casa. Finn insistía en que nadie lo había excitado tanto en su vida y a ella le costaba creerlo, pero era agradable que se lo dijera, sobre todo después de los últimos años de vida monacal. Finn era una explosión de dicha y lujuria que no había imaginado que llegaría a experimentar.

Al final, él le permitió que se pusiera los vaqueros, un jersey y los mocasines, y luego lo siguió a la planta baja. Esa vez recorrieron las habitaciones con más detenimiento. Hope subió todas las persianas, aunque la mayoría se caían nada más rozarlas, y descorrió las cortinas para ver las estancias con mayor claridad. Las paredes estaban revestidas con bellos paneles de madera y algunas molduras exquisitas. Pero los muebles estaban hechos un desastre, las antiguas alfombras necesitaban una restauración urgente y no había ni una cortina que tuviera remedio.

—¿Por qué no te deshaces de todo lo que está roto o muy deteriorado, haces una buena limpieza y empiezas a pintar habitación por habitación? Te serviría para empezar de cero, aunque al principio la casa se vería un poco vacía. —Hope intentaba pensar qué podía hacer para colaborar mientras se alojaba allí. Ayudarle con aquello supondría un reto y estimularía su creatividad; incluso podría seguir haciéndolo mientras él escribía. Si tenía algo para ofrecerle, era tiempo.

—Si solo fuera un poco. —Finn rio ante el comentario—. La casa se vería desolada. Me parece que no hay gran cosa que merezca la pena conservar.

La mayoría de los muebles tenían un aspecto horrendo, y con la luz del sol las tapicerías se veían bastante opacas. Algunas sillas solo tenían tres patas, las mesas se sostenían porque se apoyaban contra las paredes, las telas estaban sucias y raídas y el olor del polvo lo saturaba todo. Winfred y Katherine eran demasiado mayores para mantener el lugar limpio. Básicamente, se encargaban de arreglar las habitaciones que Finn ocupaba en la planta superior y prescindían del resto. Daba la impresión de que no se había hecho una limpieza a fondo de la casa en años, y Hope expresó su opinión con tacto.

—No te he traído aquí para que te pongas a limpiar —repuso él en tono de disculpa, visiblemente avergonzado, aunque ella no pretendía menospreciar la casa ni hacer que él se sintiera mal. Sabía que era su tesoro particular.

—Pues me encantaría hacerlo. Me resultaría divertido encargarme de la decoración. ¿Por qué no aprovechamos el tiempo que estoy aquí para revisar los muebles, habitación por habitación, y decidir con qué quieres quedarte?

—Seguramente lo tiraré todo. Esto es peor que La caída de la casa Usher —observó él mirando alrededor, como si ahora que Hope estaba allí viera la casa por primera vez desde otra perspectiva—. Lo que pasa es que no puedo hacer frente a todas las reparaciones necesarias. —Puso cara de lamentarlo. Se había hecho ilusiones de que a ella le gustara tal como estaba.

—Eso ya lo decidiremos cuando hayamos hecho limpieza. Por algo hay que empezar. A lo mejor podemos comprar telas en algún mercado de por aquí y forrar unos cuantos sofás. No se me dan mal los trabajos manuales —dijo, y se puso como un tomate ante la mirada lasciva con que él la obsequió.

—¡Nada mal! —exclamó Finn, y Hope se echó a reír.

Cuando hubieron echado un vistazo a la casa, él la llevó a visitar los alrededores. Le dejó una chaqueta vieja que le iba enorme y salieron a ver el establo, los jardines y lo que llamaban el parque, y anduvieron hasta donde empezaba el bosque más cercano. Había una densa neblina, así que Finn no le propuso que se adentraran en el monte, aunque estaba impaciente por mostrárselo. En vez de eso, la acompañó en coche al pueblo y la llevó a las tiendas más singulares. Más tarde se detuvieron a tomar algo en el pub, y Hope pidió una taza de té y Finn, una gran jarra de cerveza negra tibia. Charlaron con los demás clientes que entraban y salían del local, entre los que a Hope le sorprendió ver que había abuelas, niños, ancianos y jóvenes de ambos sexos. Aquello parecía más bien un club social, el ambiente no tenía nada que ver con el de los bares de Estados Unidos. Era una especie de mezcla entre una cafetería y un bar, y todo el mundo se comportaba con gran cordialidad. Lo único que molestó a Finn fue que, según él, había dos hombres mirando a Hope, en lo cual ella no se había fijado. Se comportaba con ella de un modo muy posesivo, pero Hope no era el tipo de mujer que da pie a ese tipo de comportamientos; en ese sentido estaba muy tranquila. Nunca había sido amiga de flirteos, ni siquiera de más joven; además, tenía un gran sentido del honor y siempre era fiel a su pareja. Finn no tenía nada que temer.

Regresaron a casa y al cabo de un rato tomaron lo que los oriundos llamaban el té, pero que en realidad era una especie de cena. Había sándwiches, distintas clases de viandas, patatas, queso y una sopa de carne de sabor fuerte típica de Irlanda. Quedaron ahítos, y después estuvieron un rato sentados junto al fuego en la pequeña sala de estar de la planta superior. Se acostaron temprano. Hope trepó a la cama y se arropó con el edredón. Y esa vez se quedó profundamente dormida antes de que Finn pudiera hacerle el amor.