7

Finn se alojó en el hotel Mercer durante las dos semanas siguientes. Se reunió con su agente y su editor, grabó dos entrevistas, y siempre que podía veía a Hope. Estaba presente a todas horas, continuamente dispuesto a modificar su agenda por ella; quería pasar a su lado todos los momentos posibles. Hope se sentía desconcertada por la velocidad a la que progresaba la relación, aunque todavía no se habían acostado juntos; pero su compañía le hacía bien. Se debatía entre advertirse a sí misma que para él esa historia debía de ser más bien un pasatiempo y el deseo de creer que era algo genuino y, por tanto, mostrarse vulnerable. Él era muy abierto, amable, cariñoso y atento, y juntos lo pasaban muy bien; era imposible resistirse. Nunca se cansaba de complacerla, y para ello hacía todo lo imaginable. Tenía mil detalles: le regalaba flores, bombones, libros. Y cada vez ella se dejaba llevar más y más por la oleada de emociones que le provocaba. Después de tres semanas en las que prácticamente no se habían separado ni un momento, una tarde que cruzaban Washington Square Park de vuelta de un largo paseo, él le dijo algo que la dejó seca.

—Ya sabes qué nos está pasando, ¿no? —dijo con seriedad mientras ella caminaba cogida de su brazo. Habían estado hablando de arte renacentista y de la belleza de la galería de los Uffizi de Florencia, por la que ambos sentían debilidad y de la que Finn era gran conocedor. Él tenía diversas inquietudes y numerosas habilidades; y Hope no se quedaba atrás. En muchos aspectos, parecían hechos el uno para el otro. Además, aquel era con mucho uno de los hombres más interesantes que había conocido en toda su vida, y el más atento. Sin duda, se trataba del apuesto príncipe con el que toda mujer soñaba, y encima era cariñoso. Le preguntó por todas las cosas que le preocupaban y que deseaba, y continuamente les sorprendía descubrir que sus gustos coincidían en casi todo. Era su alma gemela.

—¿Qué? —preguntó ella sonriéndole y mirándolo con ternura. No cabía duda, se estaba enamorando de él aunque solo hacía unas semanas que lo conocía. Era la primera vez que le ocurría una cosa así; no le había sucedido ni siquiera con Paul. La relación con Finn estaba avanzando a velocidad supersónica—. Sea lo que sea, es maravilloso. Y no pienso cuestionármelo. —Hope tenía la impresión de que si hablaba con alguien de la incipiente relación con Finn, no lo comprendería y le aconsejaría que se tomara tiempo antes de dejarse llevar. Era cierto, se estaba dejando llevar; pero tenía el firme convencimiento de que podía confiar en ese hombre y en la situación. No dudaba de él. No tenía motivos para hacerlo. Sabía quién era, y percibía en él una ternura oculta que la conmovía profundamente.

—Nos estamos fusionando —prosiguió él con delicadeza—. Una fusión se produce cuando dos personas pasan a ser una sola.

Ella lo miró con expresión inquisitiva. El término la había sorprendido, y le preguntó qué quería decir.

—A veces, cuando dos personas se enamoran —empezó él—, establecen una relación tan estrecha y encajan tan bien que sus identidades se diluyen y ya no se sabe dónde empieza la una y dónde termina la otra. Se unen íntimamente y ya no pueden seguir viviendo separadas. —A Hope la idea la asustaba un poco, y no era lo que se había planteado. Paul y ella habían gozado de una buena relación hasta que él se puso enfermo y Mimi murió, pero nunca se habían «fusionado», ni se habían convertido en uno solo. Eran dos seres muy diferenciados, con distintas personalidades, necesidades e ideas. Siempre habían funcionado bien así.

—Creo que no estoy de acuerdo contigo —musitó ella—. Creo que dos personas pueden enamorarse y seguir siendo ellas mismas, manteniéndose la una al lado de la otra, cada cual como un ser íntegro que aporta cosas al otro, o que lo complementa, sin necesidad de «fusionarse» y convertirse en uno solo. A mí eso no me parece sano —dijo con sinceridad—. Y seguro que no es lo que quiero —añadió con firmeza—. Yo quiero ser una persona íntegra, independiente; y tú me gustas tal como eres, Finn. No necesitamos ser uno solo. Si no, los dos perderíamos una parte importante de nosotros mismos, que es lo que nos hace ser quienes somos.

Finn parecía disgustado por su respuesta. Era la primera vez que no estaban de acuerdo.

—Pero yo quiero formar parte de ti —repuso con tristeza—. Te necesito, Hope. Ha pasado poco tiempo, pero siento que te llevo muy dentro.

A ella seguía sin parecerle bien su planteamiento, aunque resultara halagador y significara que la amaba muchísimo. Se le antojaba claustrofóbico y extremado, y más habiendo pasado tan poco tiempo. Apenas se conocían. ¿Cómo podían convertirse en una sola persona? Y ¿por qué tendrían que querer hacerlo? Los dos habían trabajado mucho para llegar a ser quienes eran, Hope no quería echarlo todo a perder. Se estaba enamorando de él tal como era; no quería enamorarse de sí misma. Le parecía una aberración.

—A lo mejor es que no me amas tanto como yo a ti —concluyó él, con aire preocupado y herido.

—Me estoy enamorando de ti —respondió ella mirándolo con sus profundos ojos violeta—. Aún nos quedan muchas cosas por descubrir el uno del otro, y me apetece saborearlo. Eres una persona muy especial —añadió con dulzura.

—Tú también. Los dos lo somos —insistió él—. Nuestras dos partes hacen un todo más grande y mejor.

—Es posible —accedió ella—, pero no quiero que ninguno de los dos se pierda a sí mismo por el camino. Los dos hemos trabajado mucho para alcanzar lo que tenemos, y no debemos perderlo. Quiero estar a tu lado, Finn, no convertirme en ti. Y ¿por qué ibas a querer tú convertirte en mí?

—Porque te amo —respondió él atrayéndola hacia sí; y se contuvo para no besarla con pasión—. Te amo más de lo que te imaginas. —Lo dijo en un tono que no asustó a Hope, sino que le resultó conmovedor. Pero lo que le planteaba era excesivo para conocerse desde hacía tan poco tiempo—. Tal vez siempre te amaré más que tú a mí —prosiguió él con aire pensativo mientras continuaban caminando—. Creo que en toda pareja hay uno que ama más que el otro, y estoy dispuesto a ser yo —aseguró con generosidad, y a ella eso la hizo sentirse un poco culpable. Creía que lo amaba; pero también había amado a Paul durante muchos años, y le costaría cierto tiempo acostumbrarse a Finn y hacerle un lugar estable en su corazón. Antes necesitaba conocerlo bien, y por lo que parecía iba a tenerlo muy fácil. Estaban juntos a todas horas, excepto de noche, cuando ella regresaba a su loft.

En ese momento él cambió de tema y ella se sintió aliviada. No solo tenía que acostumbrarse a amarlo; aquella idea de la fusión le resultaba incómoda, y no era lo que deseaba de una relación ni lo que tenía en mente.

—¿Qué harás el fin de semana?

Ella lo pensó un momento antes de contestar.

—Me estaba planteando ir a Cabo Cod. Me gustaría que vieras la casa. No es gran cosa, pero me trae recuerdos de la infancia. Significa mucho para mí.

Él sonrió en cuanto la oyó decir eso.

—Estaba esperando que me lo pidieras —admitió pasándole el brazo por los hombros—. ¿Por qué no pasamos allí más días, si puedes permitírtelo? Creo que nos irá bien a los dos. —Él no tenía prisa por regresar a Irlanda. Los dos eran dueños de su tiempo y de su destino, y lo estaba pasando bien a su lado, aprendiendo a conocerla. Tampoco tenía prisa por volver a escribir, según dijo. Ella era más importante.

—Supongo que podríamos quedarnos cuatro o cinco días, incluso una semana. En invierno resulta bastante deprimente y hace mucho frío. Ya veremos qué tiempo hace cuando lleguemos.

Él asintió y se mostró de acuerdo.

—¿Cuándo te gustaría que fuéramos? —preguntó con entusiasmo. A Hope no le apremiaba ningún encargo por el momento. Disponía de tiempo libre, y él tampoco tenía trabajo urgente aparte de revisar la novela que estaba a punto de publicarse. Esa noche iban a una fiesta en el MoMA y a la semana siguiente él tenía que asistir a un acto organizado por la editorial. Los dos disfrutaban descubriendo sus mundos respectivos, y de buen grado cedían el protagonismo al otro y se colocaban en segundo plano. Parecía el equilibrio perfecto entre dos personas prestigiosas con carreras artísticas de éxito cuyos mundos se complementaban bien. Hope lo sentía tal como lo había expresado hacía un momento: estaban el uno al lado del otro sin necesidad de convertirse en uno solo. Todo lo relacionado con esa idea le parecía negativo.

—¿Por qué no nos vamos mañana? —propuso—. Lleva mucha ropa de abrigo. —Entonces abordó un tema delicado, porque aunque se sentía un poco incómoda quería dejar las cosas claras—. Mira, Finn, aún no estoy preparada para acostarme contigo. ¿Te importaría dormir en la habitación de invitados? —Había pasado mucho tiempo desde la última vez que mantuvo relaciones con Paul y quería estar segura de lo que hacía. Desde que su marido la dejó, no había habido nadie especial en su vida, y eso aún hacía que la cosa cobrara mayor importancia. Fuera lo que fuese, durara o no, tenía que descubrir de qué se trataba y lo que sentía antes de dar ese gran paso.

—No hay problema —respondió él con aire comprensivo. Parecía tener una capacidad ilimitada para hacer que ella se sintiera cómoda y feliz. La dejaba marcar el ritmo, acercarse o distanciarse de él según le apeteciera en cada momento. Era el hombre más amable y cariñoso que había conocido jamás. Un auténtico sueño hecho realidad. Si Hope hubiera estado deseando que apareciera un hombre en su vida, cosa que no había sucedido hasta que conoció a Finn, habría sido exactamente así. De momento no había nada de él que le disgustara o que la hiciera sentirse violenta, a excepción de esas estúpidas ideas sobre la fusión; pero estaba segura de que no era más que una forma de expresar su inseguridad y su necesidad de amor. Y lo cierto era que empezaba a amarlo; pero lo amaba por lo que era, no porque formara parte de ella. Hope era muy independiente, no había alcanzado lo que tenía por formar parte de otra persona y no deseaba que eso cambiara. Además, sabía que los monjes del Tíbet no aprobarían para nada una cosa así.

La fiesta de esa noche en el museo gozó de mucha asistencia y animación. Se trataba de un acontecimiento importante: la inauguración de una exposición notable. El conservador principal del museo se acercó a hablar con Hope y ella le presentó a Finn. Charlaron unos minutos, y muchos fotógrafos los retrataron para la prensa. Hacían muy buena pareja. En aquel entorno Hope era sin duda la estrella y Finn pasaba bastante desapercibido hasta que la gente se enteraba de quién era. Sin embargo, no parecía molestarle en absoluto quedar relegado a un segundo plano. Se mostraba afectuoso, cordial, encantador y modesto, a pesar de ser el gran sir Finn O’Neill. Nadie que lo hubiera observado en esas circunstancias habría pensado que era fanfarrón ni arrogante en ningún aspecto. Estaba más que contento de ceder a Hope el protagonismo que le correspondía en la fiesta del museo y parecía pasarlo bien charlando con diversas personas y admirando las obras de arte. Estaba de muy buen humor cuando regresaron en taxi al hotel. Por la mañana partirían hacia Cabo Cod.

—Cuando estamos entre tanta gente, te echo de menos —confesó él mientras Hope se acurrucaba a su lado en el taxi. Ella se había divertido en la fiesta, y estaba orgullosa de que Finn la hubiera acompañado. Le sentaba muy bien volver a tener pareja. No lo necesitaba para sentirse plena, pero resultaba agradable tenerlo allí y poder comentar los acontecimientos con él. Era algo que echaba de menos desde el divorcio. Las fiestas siempre eran más divertidas si después tenías a alguien con quien cotillear—. Estabas muy guapa. —La halagó gustoso, tal como había hecho varias veces durante la noche—. Me he sentido muy orgulloso de acompañarte. Lo he pasado bien de veras, pero tengo que admitir que me encanta tenerte para mí. Será genial poder pasar unos días solos en Cabo Cod.

—Es mejor poder disfrutar ambas cosas —comentó Hope con tranquilidad, apoyando la cabeza en el hombro de él—. Algunas veces resulta emocionante salir y conocer gente, y otras está muy bien poder pasar tiempo a solas.

—Detesto compartirte con un público tan devoto —la provocó él—. Me gusta más cuando estamos solos. Ahora todo es nuevo y emocionante entre nosotros, y todos los demás me parecen intrusos. —Lo dijo de una forma que halagó a Hope; era genial que tuviera tantas ganas de pasar tiempo con ella, pero había veces que le apetecía disfrutar de la compañía de colegas y amigos, y de vez en cuando también le gustaba sentirse admirada. Todo eso formaba parte de su vida desde que retomó el trabajo, aunque siempre sacaba buen partido de los momentos de soledad. Con todo, la conmovió que Finn estuviera tan ansioso de tenerla para él y no quisiera malgastar un solo instante que pudieran pasar a solas. En Cabo Cod dispondrían de mucho tiempo para eso.

—Tú también tienes un público muy devoto —contraatacó ella, y Finn agachó la cabeza en un repentino gesto de humildad poco frecuente que nadie habría esperado de él. A Hope se le hacía raro que un hombre tan famoso en el mundo literario y con un físico tan atractivo no fuera narcisista en absoluto. No era egoísta ni egocéntrico, se enorgullecía de los éxitos de ella, era discreto con respecto a los propios y no mostraba necesidad alguna de ser el centro de atención. Fueran cuales fuesen los puntos débiles de su carácter que Hope aún no había descubierto, saltaba a la vista que no tenía un gran ego. Era toda una joya de hombre.

Partieron hacia Cabo Cod a las nueve de la mañana siguiente en el coche que Finn había alquilado para pasar la semana en Nueva York, puesto que Hope no disponía de vehículo propio. Cuando necesitaba uno, también lo alquilaba. Al vivir en la ciudad era lo más lógico, y ya no solía ir muy a menudo a Cabo Cod. No había vuelto por allí desde septiembre, hacía cuatro meses. Le emocionaba la idea de ir con Finn y tener la oportunidad de compartir aquella experiencia. Era el lugar perfecto para un hombre que amaba la naturaleza y la soledad y que anhelaba pasar tiempo a solas con ella.

Estaba decidida a no acostarse con él ese fin de semana, y ya sabía qué cuarto iba a ofrecerle. Era la habitación en la que había pasado los veranos de su infancia, situada junto al antiguo dormitorio de sus padres, que ahora ocupaba ella desde hacía años.

Paul y ella habían pasado allí casi todos los veranos mientras estuvieron casados. En aquella época la simplicidad del lugar encajaba con los gustos de ambos, aunque últimamente, con las ganancias que había obtenido de la venta de su empresa, Paul vivía una vida más lujosa. Hope, en cambio, se había vuelto aún más austera con los años. No necesitaba lujos, comodidades sofisticadas ni excesos de ningún tipo. Era una persona modesta y franca, y disfrutaba llevando una vida sencilla. Igual que Finn, según le dijo.

De camino a Cabo Cod pararon para comer en el Griswold Inn, en Essex, Connecticut, y cuando pasaron junto a la salida de Boston, Finn mencionó a su hijo, que estaba estudiando en el MIT.

—¿Qué te parece si le hacemos una visita? —preguntó Hope con una amplia sonrisa. Después de todo lo que Finn le había contado del chico, tenía ganas de conocerlo. Pero Finn se echó a reír.

—Seguramente le daría un patatús si me ve por allí. Además, está de vacaciones, aún no han empezado las clases. Me dijo que primero iría a esquiar a Suiza con sus amigos y luego pasaría unos días en París o tal vez en mi piso de Londres. Ya iremos a visitarlo en otra ocasión. Tengo ganas de que lo conozcas.

—Yo también —respondió Hope en tono afectuoso.

Se desviaron hacia Wellfleet tras dejar atrás Providence y llegaron a la casa a las cuatro de la tarde, cuando empezaba a oscurecer. La carretera estaba despejada, pero daba la impresión de que podía empezar a nevar de un momento a otro, y hacía un frío glacial y un viento cortante. Hope indicó a Finn que enfilara el camino de entrada, algo cubierto de maleza. La casa destacaba del resto y estaba rodeada por un montículo cubierto de hierba. En esa época del año la visión resultaba más bien lóbrega, y Finn comentó que le recordaba a un cuadro de Wyeth que habían visto en el museo, lo cual hizo sonreír a Hope. Nunca había pensado en la casa de ese modo, pero Finn tenía razón. Se trataba de una vieja construcción con forma de establo al estilo de Nueva Inglaterra, pintada de gris con los postigos blancos. En verano lucían flores en el jardín de la entrada, pero ahora no había ninguna. El jardinero que había contratado para arreglarlo una vez al mes podaba todas las plantas cuando llegaba el invierno y no se molestaría en regresar hasta la primavera. No tenía nada que hacer allí en esa época. Y la casa, con los postigos cerrados, tenía un aspecto triste y desolado. Con todo, desde lo alto del montículo en el que se asentaba había una vista espectacular de la playa que se extendía kilómetros y kilómetros. Hope sonrió mientras contemplaba el panorama junto a Finn. Siempre sentía mucha paz allí. Lo abrazó por la cintura y él se inclinó para besarla, y luego ella sacó las llaves del bolso, abrió la puerta, desconectó la alarma y entró con Finn pisándole los talones. Los postigos estaban cerrados para evitar los embates del viento, así que Hope encendió la luz. Estaba anocheciendo deprisa.

Lo que Finn vio a la luz de la lámpara fue una acogedora sala con las paredes revestidas de madera. Los paneles, igual que el suelo, estaban descoloridos, y los muebles eran escasos y sobrios. Hope había retapizado los sofás hacía unos cuantos años porque estaban muy raídos. Las telas eran del azul pálido del cielo de verano y las cortinas consistían en un simple visillo. Había alfombras con las puntas levantadas, muebles sencillos del estilo de Nueva Inglaterra, una chimenea de piedra y fotografías suyas por todas las paredes. El lugar tenía un aire austero y exento de pretensiones que invitaba a alojarse allí, sobre todo en verano, cuando soplaba la brisa marina y se podía caminar descalzo sobre el suelo cubierto de arena. Era una residencia de playa perfecta, y Finn reaccionó de inmediato con una cálida sonrisa. Era el tipo de casa en la que todo niño debería pasar algún verano de su vida, y Hope lo había hecho, igual que su hija. Disponía de una gran cocina rústica con una mesa redonda antigua y las paredes recubiertas de baldosines blancos y azules conservados de la obra original. El lugar se veía desgastado por el uso y, lo más importante, se notaba que habían disfrutado de él.

—Qué sitio tan maravilloso —dijo Finn, y rodeó a Hope con los brazos y la besó.

—Me alegro de que te guste —respondió ella con aspecto feliz—. Me habría entristecido si no. —Salieron juntos al exterior para abrir los postigos, y cuando volvieron a entrar había una vista espectacular de la bahía de Cabo Cod con la puesta de sol. A Finn le entraron ganas de salir a dar un paseo por la playa, pero era tarde y hacía demasiado frío.

Habían comprado provisiones en Wellfleet y las desempaquetaron juntos. A Hope le daba la impresión de que estaban jugando a las casitas y le sentaba bien. Hacía años que no convivía con nadie y le encantaba estar con Finn. Luego él salió a buscar las maletas y ella le indicó dónde debía dejarlas. Finn subió con ellas a la planta superior, donde estaban los dormitorios, las dejó en su sitio y echó un vistazo. En todas las habitaciones se exponían fotografías de Hope, y había muchos retratos antiguos de ella con sus padres, y de Mimi con ella y con Paul. Era una auténtica residencia familiar de veraneo que se transmitía de generación en generación y alegraba el alma.

—Ojalá hubiera tenido una casa como esta de pequeño —comentó Finn al entrar con paso decidido en la cocina; tenía el pelo alborotado a causa del viento, lo que le confería aún mayor atractivo—. Mis padres tenían una residencia aburrida y claustrofóbica en Southampton que nunca me gustó. Estaba llena de antiguallas y trastos que no se me permitía tocar. No parecía que estuviéramos en la playa. En cambio esto sí que es una casa de veraneo auténtica.

—Sí, sí que lo es. —Hope le sonrió—. A mí también me gusta mucho, por eso la conservo. Ya no vengo muy a menudo, pero me encanta estar aquí. —La casa contenía demasiados recuerdos y fantasmas del pasado para que se deshiciera de ella—. No es muy lujosa, pero precisamente por eso me gusta. Resulta fantástica para el verano. De niña me pasaba el día entero en la playa, igual que Mimi. Y sigo haciéndolo.

Mientras hablaba con él, Hope estaba preparando una ensalada, y luego pensaban cocinar carne a la plancha. Los electrodomésticos eran modernos y funcionales, y en verano muchas veces utilizaban la barbacoa. Pero en esa época del año hacía demasiado frío. Finn puso la mesa y encendió la chimenea. Y poco después preparó la carne mientras Hope calentaba un poco de sopa y pan de barra que habían adquirido en la tienda de comestibles. Sirvieron quesos franceses en una bandeja, y cuando se sentaron a la mesa de la cocina se dieron un auténtico festín. Finn abrió una botella de vino tinto que había comprado y tomaron una copa cada uno. Disfrutaron de una cena perfecta en la acogedora vivienda, y luego se sentaron frente a la chimenea y se contaron historias de la infancia.

Hope había tenido una infancia sencilla y dichosa en New Hampshire, cerca de la Universidad de Dartmouth, donde su padre enseñaba literatura inglesa. Su madre era una pintora con talento, y Hope se había sentido una niña feliz a pesar de ser hija única. Decía que nunca le había preocupado no tener hermanos. Lo pasaba muy bien con sus padres y los amigos de estos, y siempre la llevaban consigo a todas partes. Muchas veces iba a visitar a su padre al despacho de la universidad. El hombre tuvo un gran disgusto cuando a los diecisiete años ella decidió estudiar en Brown, pero allí la cátedra de fotografía gozaba de más prestigio. Fue entonces cuando conoció a Paul; tenía diecinueve años y a los veintiuno se casó con él, que tenía treinta y siete. Hope le contó a Finn que sus padres murieron pocos años después de que ella se casara. Los echaba muchísimo de menos. Su padre murió de un ataque al corazón y su madre sufrió un cáncer que acabó con ella al cabo de un año. Era incapaz de vivir sin su marido.

—¿Ves a qué me refiero? —comentó Finn—. Eso es lo que quiero decir con lo de la fusión. Así es como deberían ser las auténticas relaciones de pareja, pero a veces puede resultar peligroso si la relación no funciona o uno de los componentes muere. Es como en el caso de los gemelos siameses; uno no puede vivir sin el otro.

A Hope seguía sin parecerle buena idea, y menos después de citar como ejemplo la muerte de su madre. No sentía deseos de ser siamesa de nadie, pero se ahorró el comentario. Sabía que a Finn le encantaba esa teoría, aunque a ella no. Representó un duro golpe perder a sus padres con tan poco tiempo de diferencia. Había decidido quedarse con la residencia de Cabo Cod y había vendido la vieja casa victoriana cercana a Dartmouth. Le contó que aún tenía guardados todos los cuadros de su madre. Eran buenos, pero no de su estilo, aunque estaba claro que la mujer tenía talento. Había impartido unas cuantas clases esporádicas en Dartmouth, pero no le interesaba la enseñanza. En cambio, el padre de Hope tenía un don especial para ello, y durante todos los años que trabajó allí sus alumnos lo adoraron y lo respetaron profundamente.

En comparación, los primeros años de vida de Finn habían sido mucho más exóticos. Ya le había contado a Hope que su padre ejercía la medicina y que su madre era guapísima.

—Creo que mi madre siempre tuvo la impresión de que se había casado por debajo de sus posibilidades. Había estado prometida con un duque irlandés que murió en un accidente mientras montaba a caballo, y poco después se casó con mi padre y se trasladó con él a Nueva York, donde montaron un consultorio que les permitía ganarse muy bien la vida. Pero su familia era mucho más rica, y siempre lo trataba con prepotencia. Creo que echaba de menos tener algún título nobiliario, ya que su padre era conde y ella habría sido duquesa si su prometido no hubiera muerto.

»Cuando era pequeño, recuerdo que siempre estaba delicada de salud, así que no la veía muy a menudo. A mí me cuidaba una niñera a quien habían contratado en Irlanda; y mientras tanto mi madre se pasaba los días atacada de los nervios y yendo de fiesta en fiesta mientras criticaba a mi padre. La casa de Irlanda que ahora me pertenece era de su bisabuelo, y creo que la habría hecho feliz saber que vuelve a estar en manos de la familia. Yo le tengo mucho cariño precisamente por eso.

»Para mi padre fue un gran disgusto que yo no quisiera ser médico como él, pero no estaba hecho para eso. Él se ganaba muy bien la vida y a mi madre la llevaba en bandeja, pero a ella eso no le bastaba. Estaba casada con un hombre que no era de familia noble, y detestaba vivir en Nueva York. No sé si alguna vez fueron felices juntos, aunque siempre lo llevaron con discreción. Nunca los vi discutir, pero en nuestro piso de Park Avenue se respiraba una frialdad innegable. Mi madre lo odiaba porque no estaba en Irlanda, aunque el espacio era muy bonito y estaba muy bien decorado con muebles antiguos. La verdad es que no era una mujer feliz. Y ahora que vivo en Irlanda, comprendo por qué. Los irlandeses tienen una forma de ser especial, adoran su país: las montañas, las casas, la historia, e incluso los pubs. No tengo claro que puedan ser felices lejos de su tierra. Suspiran por ella, y deben de llevarlo en la sangre porque en el instante en que pisé por primera vez la casa de mi tatarabuelo supe que mi sitio estaba allí. Era una sensación que llevaba aguardando toda la vida. Enseguida supe que aquel era mi verdadero hogar.

»Mis padres también murieron bastante jóvenes, en un accidente de tráfico. Creo que si mi madre hubiera sobrevivido y mi padre no, habría regresado a Irlanda. Se había pasado los años de casada en Nueva York esperando ese momento. Supongo que en el fondo quería a mi padre, pero solo anhelaba volver a casa. Así que yo lo hice por ella. —Sonrió con tristeza—. Espero que vengas a hacerme alguna visita, Hope. Es el lugar más bello del mundo. Puedes pasarte horas paseando por las colinas entre flores silvestres sin ver ni un alma. Los irlandeses tienen una naturaleza híbrida y un tanto extraña; por una parte son emotivos y solitarios pero, por otra, hacen mucha vida social en los pubs. Creo que yo también soy así; a veces necesito estar solo y otras me encanta sentirme rodeado de gente y pasarlo bien. Cuando estoy en Irlanda, o bien me encuentras encerrado en casa escribiendo o pasándolo de miedo en el pub local.

—Parece una vida agradable —comentó Hope, acurrucada a su lado en el sofá mientras el fuego se iba consumiendo lentamente. Habían pasado una velada maravillosa y se sentía comodísima con él, igual que si se conocieran desde hacía años. Le encantaba que le hablara de su infancia y de sus padres, aunque a veces parecía que se había sentido un poco solo. No daba la impresión de que su madre fuera una persona feliz, y su padre siempre andaba ocupado con los pacientes, o sea que ninguno de los dos parecía disponer de mucho tiempo para dedicarle. Decía que por eso había empezado a escribir, y durante la infancia y la juventud era un lector compulsivo. Leer, y luego escribir, habían sido su válvula de escape a una infancia solitaria, por mucho que en Park Avenue llevaran una vida acomodada. Hope sentía que ella había sido mucho más feliz con la vida sencilla de la que había disfrutado junto a sus padres en New Hampshire y Cabo Cod.

Tanto Finn como Hope se habían casado jóvenes, así que también tenían eso en común. Los dos se dedicaban a una profesión artística, aunque en campos distintos. Los dos eran hijos únicos, y sus hijos respectivos se llevaban solo dos años de diferencia, así que habían sido padres aproximadamente a la misma edad. Y, aunque por motivos muy distintos, sus matrimonios habían fracasado. El de Hope terminó por cuestiones complejas y el de Finn lo hizo oficialmente cuando su esposa murió, pero no tuvo problemas en admitir que la relación con la madre de Michael nunca había funcionado bien, y probablemente habría acabado en divorcio si ella no hubiera fallecido, lo cual había resultado muy traumático tanto para él como para su hijo. Finn le contó que era una mujer narcisista en extremo, guapa y consentida, y que solía comportarse mal. Lo había engañado en bastantes ocasiones. Él se había enamorado muy joven por su belleza, y luego se había visto desbordado por todo lo que ocultaba. Finn y Hope tenían mucho en común en bastantes aspectos, aunque sus matrimonios habían sido distintos y el hijo de él estaba vivo. Pero en sus vidas había muchos aspectos similares, y además tenían casi la misma edad, solo se llevaban dos años.

Cuando el fuego terminó de extinguirse, Hope apagó la luz y se dirigieron a la planta superior. Él ya sabía cuál era su dormitorio porque antes había subido con las maletas, y también había visto el de ella. Solía dormir en una cómoda cama de matrimonio en la acogedora habitación que antes habían ocupado sus padres, y desde que no estaba con Paul le sobraba espacio. La del dormitorio de Finn era tan pequeña que Hope se mostró avergonzada y se ofreció a cambiársela, aunque tenía la sensación de que tampoco la suya era lo bastante grande para él.

—No pasa nada —la tranquilizó, y le dio un delicado beso de buenas noches. Luego entraron en sus respectivos dormitorios. Cinco minutos después, Hope estaba acostada con un grueso camisón de cachemir y unos patucos, y se echó a reír cuando Finn volvió a darle las buenas noches y su voz resonó en la pequeña vivienda.

—Que duermas bien —respondió ella alzando la voz; y, pensando en él, se dio media vuelta en la oscuridad. Hacía poquísimo que se conocían, pero nunca se había sentido tan unida a nadie. Durante unos momentos se preguntó si Finn estaba en lo cierto con su teoría de la fusión, pero ella no deseaba que fuera así. Quería creer que podían amarse y seguir conservando cada cual su vida, su personalidad y su talento. Eso era para ella lo normal. Estuvo despierta mucho rato. Recordaba las cosas que él le había contado de su infancia y lo solitario que le parecía. Se preguntó si por eso tenía tantas ganas de formar un todo con otra persona. Daba la impresión de que su madre no había estado muy pendiente de él, y reparó en lo interesante que resultaba que considerara a su madre una mujer guapa e insatisfecha y que a su vez se hubiera casado con otra mujer que también era guapa y egoísta y a quien no consideraba una buena madre para su hijo. Era curioso cómo en algunos casos la historia se repetía y la gente recreaba las mismas situaciones que los habían atormentado de niños. Se preguntó si Finn había intentado buscar un final distinto a la misma historia pero había acabado por fracasar.

Mientras pensaba en ello oyó un golpe y creyó que Finn se había caído de la cama, y a continuación un sonoro «¡Joder!», la hizo echarse a reír; cruzó sigilosamente el vestíbulo con el camisón y los patucos de cachemir para comprobar qué le había ocurrido.

—¿Estás bien? —susurró en la oscuridad, y oyó que él se reía.

—Esa cajonera me ha atacado cuando iba al baño.

—¿Te has hecho daño? —Hope estaba preocupada y se sentía culpable por haberle adjudicado una habitación tan pequeña.

—Me sale mucha sangre —respondió él en tono angustiado—. Necesito una enfermera.

—¿Quieres que llame a urgencias? —preguntó ella con una carcajada.

—Ni se te ocurra. Seguro que un médico muy feo pretende hacerme el boca a boca y me veo obligado a propinarle un rodillazo en la entrepierna. ¿Qué tal si me das un beso?

Hope entró en la habitación y se sentó en la estrecha cama que en otro tiempo había ocupado ella, y él la rodeó con los brazos y la besó.

—Te echaba de menos —musitó.

—Yo también —susurró ella a su vez. Y luego, vacilando, añadió—: ¿Quieres que me quede a dormir aquí?

Él prorrumpió en carcajadas.

—¿En esta cama? Me encantaría verte hacer contorsionismo, pero no es lo que me había planteado. —Hubo un largo silencio, y él no insistió. Le había prometido que dormirían en habitaciones separadas y que no harían el amor, y estaba decidido a mantener su palabra a pesar de que deseaba lo contrario. Ahora ella se sentía como una tonta por proponérselo.

—Supongo que es una estupidez, ¿no? Nos queremos, y no creo que tengamos que dar explicaciones a nadie.

—Más o menos, sí —respondió él con dulzura—. Pero eso es cosa tuya, amor mío. Estoy dispuesto a dormir aquí si es lo que quieres. Siempre y cuando mañana me lleves a un masajista para que me ponga las vértebras en su sitio.

Ella se echó a reír de nuevo y le quitó de encima la ropa de cama mientras él se incorporaba.

—Venga, que ya tenemos una edad. —Le tendió la mano y lo guio hasta su dormitorio, y él no se opuso. Pero había dejado la decisión en sus manos. Sin más comentarios, treparon a la pequeña cama de matrimonio y se acostaron el uno al lado del otro, y entonces la estrechó entre sus brazos.

—Te amo, Hope —susurró.

—Yo también te amo, Finn —susurró ella a su vez. Y sin más comentarios ni explicaciones, y sin volver a mencionar para nada la fusión, él le hizo el amor como nunca nadie lo había hecho en toda su vida.