5

Tal como había imaginado, cuando se despertó por la mañana se sentía mejor. Era Navidad, pero no tenía motivos para actuar de un modo distinto a cualquier otro día. Llamó a Paul, que estaba en su barco, y ese fue el único lujo que se permitió. A él se le oía bien, aunque había pillado un resfriado en el avión de Londres, y en sus condiciones eso suponía un riesgo adicional. Se desearon feliz Navidad, evitaron los temas delicados y colgaron al cabo de pocos minutos. Después de eso, Hope cogió una caja que contenía las fotografías que debía revisar para la siguiente exposición y pasó varias horas concentrada en las imágenes. Cuando miró el reloj eran las dos de la tarde, y decidió salir a dar un paseo. Pero antes volvió a leer el correo electrónico de Finn y apagó el ordenador. No quería alentarlo ni iniciar nada que no estuviera dispuesta a proseguir o acabar.

Cuando se hubo vestido y salió de casa, notó que el aire era fresco. Se cruzó con personas que iban a visitar a algún familiar y con otras que regresaban de comer en el hotel Mercer. Paseó por el SoHo, recorriendo todo el barrio. Hacía una tarde soleada y la nieve que había caído el día anterior estaba empezando a mancharse de barro. Se sintió mejor cuando regresó a su loft, y siguió trabajando un rato. A las ocho se dio cuenta de que no tenía nada para la cena. Pensó en saltársela, pero estaba hambrienta y al final decidió ir al establecimiento de comida preparada más cercano a comprarse un sándwich y una ración de sopa. Ese día había resultado bastante más sereno que el anterior, y al siguiente tenía pensado acercarse a la galería del Upper East Side para comentar cosas de la exposición. Al ponerse el abrigo, se sintió aliviada de haber sobrevivido a otra Navidad. La fecha la aterraba, pero, a excepción del mal momento que había vivido el día anterior en Central Park, ese año no había resultado muy complicada. Le hizo gracia ver que en la tienda de comida preparada había una fila de pavos rellenos asados, a punto para quien necesitara una cena de Navidad lista para servir.

Pidió un sándwich de pavo con jalea de arándano y una ración de sopa de pollo. El dependiente la conocía, y le preguntó qué tal había pasado el día de Navidad.

—Bien —respondió sonriéndole mientras él clavaba la mirada en sus ojos violeta. Por la cantidad de comida que solía pedir, el hombre deducía que Hope vivía sola. Y al parecer no comía demasiado. Era menuda y a veces se la veía muy frágil.

—¿Qué tal si se lleva un trozo de pastel? —El hombre tenía la impresión de que le sentaría bien ganar unos kilitos—. ¿De manzana? ¿De carne? ¿De calabaza? —Hope sacudió la cabeza, pero se sirvió un helado de ponche de huevo, que siempre le había encantado. Pagó, dio las gracias al dependiente, le deseó felices fiestas y se marchó con todas las provisiones en una bolsa marrón. Esperaba no derramar la sopa y que el helado no se derritiera debido a la proximidad con el recipiente caliente. Estaba pendiente de eso cuando subió los escalones de su edificio y vio a un hombre de espaldas en la puerta esforzándose por distinguir un nombre entre los timbres de la entrada. Estaba inclinado para poder leer bajo la tenue luz. Hope se había situado tras él para abrir la puerta con la llave cuando el hombre se dio la vuelta. Al mirarlo, tuvo que ahogar un grito. Era Finn, con un gorro de punto de color negro, vaqueros y un grueso abrigo de lana también negro. Al verla, le sonrió. Y al hacerlo, se le iluminó todo el rostro.

—Bueno, esto facilita las cosas. Estaba quedándome ciego intentando leer los nombres. Me he dejado las gafas en el avión.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ella sorprendida. No daba crédito.

—No contestaste a mi último correo electrónico, así que he decidido venir a averiguar por qué. —Parecía relajado y la mar de cómodo mientras charlaban de pie en el umbral. Hope, en cambio, estaba temblando cuando él le quitó la bolsa marrón de las manos. No comprendía qué estaba haciendo él allí, pero la asustaba. Se le veía muy seguro de sí mismo, y la ponía nerviosa.

—Cuidado, no la vuelques. Es sopa —le advirtió, sin saber muy bien cómo proseguir—. ¿Quieres subir a casa? —Era lo mínimo. No podía pasar de largo, entrar en el edificio y dejarlo plantado en la puerta.

—Estaría bien —respondió él sonriendo, pero Hope no alegró la cara. Le daba pánico pensar que estaba hablando con Finn en la puerta de su casa. Había penetrado en su mundo sin que ella lo invitara, sin previo aviso. Y ahora la miraba con dulzura; notaba que estaba molesta—. ¿Estás enfadada conmigo porque he venido a verte? —La miró preocupado mientras el viento hacía ondear su pelo en el aire.

—No. Lo que pasa es que no sé por qué lo has hecho. —Parecía asustada.

—Tenía que venir de todos modos para hablar con mi agente y con mi editor. Pero, para serte sincero, quería verte. No he dejado de pensar en ti desde que te fuiste. No sé muy bien por qué, pero no consigo apartarte de mis pensamientos. —Eso sí que le arrancó una sonrisa. Abrió la puerta del edificio mientras se preguntaba si debería regresar a la tienda a comprar más comida. No sabía si sentirse halagada o enfadada con él por entrometerse en su vida sin preguntar primero. Era impulsivo, y derrochaba tanto encanto como la primera vez que lo vio. Le resultaba difícil estar enfadada con él, y el miedo inicial empezó a disiparse mientras subían la escalera.

Sin decir nada más, lo guio hasta su piso y abrió la puerta. Llevó la comida a la cocina y salvó el helado antes de que acabara de derretirse. Luego se volvió para mirar a Finn, que estaba observando las fotografías colgadas en las paredes.

—Es la bailarina más bella que he visto en mi vida —dijo examinando de cerca cada una de las imágenes. Entonces se volvió y miró a Hope con desconcierto—. Se parece a ti. ¿Eres tú de jovencita? —Ella sacudió la cabeza y lo invitó a tomar asiento. Le ofreció un vaso de vino, pero él no lo aceptó. En vez de eso, contempló la decoración tranquila y austera mientras Hope encendía las velas y luego tomaba asiento en el sofá situado frente a él con expresión seria.

—Espero que no te hayas visto obligado a venir por algo de lo que he dicho —comentó ella en voz baja, todavía incómoda por tenerlo en su casa. Se sentía responsable porque pensaba que tal vez lo hubiera alentado, aunque no creía que fuera así.

—Se te notaba triste. Y te echaba de menos, no sé muy bien por qué —admitió él con sinceridad—. Algún día tenía que venir a Nueva York de todos modos, y he decidido que ahora era un buen momento, antes de terminar el libro y empezar el siguiente. Luego tendré que encerrarme durante varios meses. Además esta mañana yo también estaba triste; Michael se ha ido antes de lo que esperaba. No te pongas nerviosa, no he venido para presionarte en ningún sentido. —Hope era consciente de que Finn debía de tener a muchas mujeres dispuestas a complacerlo siempre que quisiera. Lo que no entendía era qué buscaba en ella. Le ofreció compartir su sándwich y él le sonrió y negó con la cabeza. El hecho de que estuviera allí obedecía a un impulso muy repentino, y Hope no sabía si se sentía halagada o asustada. Ambas cosas, más bien.

—Estoy bien, en el avión me han servido comida abundante. Pero te haré compañía mientras cenas. —Ella se sentía muy tonta comiéndose un sándwich sola delante de él, así que lo dejó a medias, y entonces él accedió a compartir la sopa y el postre. Cuando le tocó el turno al helado de ponche de huevo, Hope estaba riéndose de las historias que Finn le contaba y había empezado a relajarse a pesar del impacto inicial provocado por la visita inesperada de un hombre a quien apenas conocía. Le resultaba violento verlo allí, cómodamente sentado en el sofá de su casa y tan pancho.

Estaban a punto de terminar el helado cuando volvió a preguntarle por la bailarina.

—¿Por qué tengo la impresión de que eres tú? —Aún se le hacía más raro porque la chica de las fotos era rubia y Hope tenía el pelo muy oscuro. Sin embargo, había cierto parecido entre ella y la joven bailarina, tenían un aire familiar. Entonces Hope respiró hondo y le confesó algo que no se había propuesto compartir con él.

—Es mi hija, Camille.

Él se quedó estupefacto ante la respuesta.

—Me has mentido —le reprochó sintiéndose herido—. Me dijiste que no tenías hijos.

—Y no los tengo —repuso Hope en voz baja—. Camille murió hace tres años, a los diecinueve.

Finn guardó silencio unos momentos, y Hope también.

—Lo siento mucho —dijo, y ella pareció turbarse cuando él se estiró para cogerle la mano y la miró fijamente a los ojos.

—No pasa nada —respondió ella, de nuevo con un hilo de voz, como si hablara consigo misma—. Antes era antes y ahora es ahora. —Era lo que los monjes le habían enseñado en el Tíbet—. Al cabo de un tiempo, aprendes a vivir con ello.

—Era una chica muy guapa —opinó él volviendo a mirar las fotografías y luego de nuevo a Hope—. ¿Qué le ocurrió?

—Estudiaba en la universidad, en Dartmouth, donde mi padre daba clases cuando yo era niña, aunque para entonces él ya no trabajaba allí. Una mañana me telefoneó. Tenía la gripe y parecía encontrarse muy mal. Su compañera de piso la acompañó a la enfermería y al cabo de una hora me avisaron. Tenía meningitis. Hablé con ella y se la oía fatal. Yo estaba en Boston y cogí el coche para ir a verla. Paul vino conmigo. Murió media hora antes de que llegáramos. No pudieron hacer nada por salvarla. Ocurrió y ya está. —Mientras lo contaba, Finn observó que las lágrimas le rodaban lentamente por las mejillas, aunque tenía el semblante tranquilo. A él, en cambio, la historia lo había dejado deshecho—. En verano, siempre bailaba con el New York City Ballet. Se había planteado no cursar estudios universitarios y dedicarse solo a bailar, pero consiguió compaginarlo. En la compañía estaban dispuestos a contratarla en cuanto terminara la carrera, o antes si ella quería. Bailaba de maravilla. —Entonces, tras pensarlo dos veces, añadió—: La llamábamos Mimi. —La voz de Hope era poco más que un susurro cuando lo dijo—. La echo muchísimo de menos. Y su muerte dejó destrozado a su padre, fue la gota que colmó el vaso. Llevaba varios años enfermo y bebía en secreto. Cuando Mimi murió, no se quitó la borrachera de encima en tres meses. Uno de sus antiguos compañeros de Harvard habló con él y logró que ingresara en el hospital e hiciera una cura de desintoxicación. Pero luego decidió que no quería seguir casado conmigo. Tal vez fuera porque le recordaba demasiado a Mimi y siempre que me veía se acordaba de que la había perdido. Vendió sus acciones, compró un barco y me dejó. Dijo que no quería tenerme atada esperando a que muriera; decía que yo me merecía algo mejor. Pero la verdad es que perder a Mimi nos dejó a los dos destrozados y nuestro matrimonio se fue a pique. Seguimos siendo buenos amigos, pero cada vez que nos vemos pensamos en Mimi. Paul solicitó el divorcio y yo me marché a la India. Todavía nos amamos, pero supongo que a ella la amábamos más. Después de aquello, nuestro matrimonio no tenía mucho sentido. Cuando Mimi murió, en cierta forma morimos todos. Él ya no es la misma persona, y seguramente yo tampoco. Es difícil afrontar algo así sin dejarse la piel por el camino. Eso es todo —concluyó con tristeza—. En Londres no quise hablarte de ello porque no es algo que suela ir contando por ahí. Me resulta demasiado triste. Mi vida es muy distinta desde que ella no está, por no pintarlo peor. Ahora solo me dedico a trabajar, no tengo nada más en que volcarme. Por suerte, hago algo que me gusta, y eso ayuda.

—Santo Dios —exclamó Finn con lágrimas en los ojos. Hope notaba que mientras le hablaba de Mimi él había estado pensando en su hijo—. No alcanzo siquiera a imaginar tanto dolor. Yo me moriría.

—Yo también estuve a punto de morirme —confesó ella. Él se acercó para sentarse a su lado en el sofá y le pasó el brazo por los hombros. Hope no se opuso. El hecho de notarlo cerca le hacía sentirse mejor. Detestaba hablar de aquello, y rara vez lo hacía, pero todas las noches contemplaba las fotografías colgadas en la pared y seguía pensando en Mimi sin tregua—. Me ayudó el hecho de marcharme un tiempo a la India. Y al Tíbet. Encontré un monasterio precioso en Ganden y tuve un maestro extraordinario. Creo que eso contribuyó a que aceptara lo que me había tocado vivir. La verdad es que no te queda otro remedio.

—¿Y tu exmarido? ¿Cómo lo lleva? ¿Ha vuelto a beber?

—No, sigue sin probar el alcohol. Ha envejecido mucho en los últimos tres años y se encuentra mucho peor, pero no sé si la causa es Mimi o la enfermedad. En su barco es todo lo feliz que puede ser. Yo compré este piso cuando regresé de la India, pero viajo mucho, así que casi nunca estoy en casa. No necesito demasiadas cosas para vivir, sin Mimi nada tiene sentido. Ella era el centro de nuestras vidas y cuando desapareció los dos nos encontramos bastante perdidos. —La dolorosa experiencia se ponía de manifiesto en su trabajo. Sentía una profunda conexión con el sufrimiento humano que quedaba plasmada en las fotografías que tomaba.

—Aún no eres demasiado mayor para volver a casarte y tener otro hijo —dijo Finn con dulzura, sin saber qué añadir para reconfortarla. ¿Cómo se consuela a una mujer que ha perdido a su única hija? Lo que Hope acababa de contarle era tan tremendo que no se le ocurría cómo podía ayudarla. La historia lo había dejado conmocionado. Hope se enjugó los ojos y le sonrió.

—En teoría aún estoy a tiempo de volver a ser madre, pero no es probable que ocurra y no le veo mucho sentido. No me imagino volviéndome a casar, no he estado con nadie desde que Paul y yo nos divorciamos. No he conocido a ningún hombre con quien me apetezca salir, y no estoy preparada para eso. Solo llevamos divorciados dos años y Mimi nos dejó hace tres. Entre todo ha sido una pérdida demasiado grande. Y para cuando encuentre a la persona adecuada, si es que eso llega a ocurrir, ya seré demasiado mayor. Tengo cuarenta y cuatro años, y me parece que el tiempo de tener hijos ha tocado a su fin o pronto lo hará. Además, no sería lo mismo.

—No, claro que no, pero tienes muchos años por delante. No puedes pasarlos sola, o no deberías. Eres una mujer muy bella, Hope, y estás llena de vida. No puedes cerrarle la puerta a todo en este momento.

—En realidad, para serte sincera, ni me lo planteo. Intento no pensar en ello. Tan solo me levanto por la mañana y trato de afrontar el día, y eso ya me supone un gran esfuerzo. Por lo demás, me vuelco en mi trabajo. —Era evidente. Entonces, sin mediar palabra, él la rodeó con los brazos y la estrechó. Quería protegerla de todos los pesares de la vida. Y ella se sentía sorprendentemente cómoda en aquel sereno abrazo. Nadie había hecho eso en años; ni siquiera se acordaba de cuándo había sido la última vez. De repente, se alegró de haber recibido la visita de Finn. Apenas lo conocía, pero tenerlo allí le parecía todo un lujo.

Él permaneció abrazándola largo rato, hasta que ella levantó la cabeza y le sonrió. Resultaba agradable estar sentada a su lado sin necesidad de hablar. Poco a poco, Finn se fue separando, y ella se levantó para prepararse una taza de té y ponerle un vaso de vino a él; y él la siguió hasta la cocina y se sirvió más helado de ponche de huevo. Le ofreció un poco a Hope, pero ella sacudió la cabeza, y entonces se le ocurrió pensar que tal vez tenía hambre. Era muy tarde; de hecho, en Londres a esas horas ya era noche cerrada.

—¿Quieres que te prepare unos huevos? Es todo lo que tengo.

—Ya sé que suena tonto —empezó él con aire cohibido—, pero me apetece mucho la comida china. Me muero de hambre. ¿Conoces algún sitio por aquí? —Era la noche de Navidad y no había casi nada abierto, pero allí cerca había un restaurante chino que cerraba muy tarde. Hope llamó. Estaba abierto, pero no servían comida para llevar.

—¿Quieres que vayamos? —preguntó, y él asintió.

—¿Te parece bien? Si estás cansada puedo ir solo, aunque me encantaría que me acompañaras. —Ella le sonrió, y él volvió a rodearla por los hombros. Se sentía como si esa noche hubiera sucedido algo importante entre ellos, y ella también.

Al cabo de unos minutos, se pusieron los abrigos y salieron a la calle. Ya eran casi las once, y hacía un frío que pelaba. Corrieron hasta el restaurante chino. Aún estaba abierto y les sorprendió ver a bastantes clientes. Había mucha luz y mucho ruido, olía a comida china y en la cocina hablaban a gritos. Cuando tomaron asiento, Finn sonreía.

—Es exactamente lo que quería. —Se le veía feliz y relajado, y a ella también.

Hope se encargó de elegir los platos porque conocía el sitio. Poco después se los sirvieron, y ambos se lanzaron al ataque. Hope se sorprendió a sí misma al atacar la comida con tantas ganas. Parecían dos muertos de hambre; prácticamente dejaron los platos limpios mientras charlaban, esta vez de temas más intrascendentes. Ninguno de los dos volvió a mencionar a Mimi, aunque seguían teniéndola presente. Hablaron el uno con el otro mientras degustaban la cena, y veían que a su alrededor todos los clientes del restaurante estaban felices. Para algunos de ellos, una cena así era el colofón perfecto del día de Navidad.

—Es más divertido esto que comer pavo —observó Hope con una risita mientras apuraba la carne de cerdo. Finn, por su parte, sonrió y terminó de dar cuenta de las gambas.

—Sí, sí que lo es. Gracias por acompañarme. —La miró con dulzura. Estaba profundamente conmovido, ahora que sabía por todo lo que había pasado. A ojos de Finn, Hope era una persona vulnerable y se sentía muy sola.

—¿Dónde te alojas, por cierto? —preguntó ella en tono liviano.

—Suelo alojarme en el Pierre —respondió él recostándose en la silla. La miró sonriente; se le veía satisfecho y feliz—. Pero esta vez he reservado una habitación en el Mercer porque está más cerca de tu casa. —Era cierto que había ido a Nueva York para verla. Eso le imponía más presión de la que le habría gustado, pero en esos momentos no le importaba. Estaba pasando un rato agradable. Y por algún motivo le encontraba sentido a estar allí con él. Apenas se conocían, pero después de contarle lo de Mimi notaba que los unía un fuerte vínculo.

—Pues es un hotel muy bonito —dijo tratando de aparentar tranquilidad con respecto al hecho de que se alojara tan cerca de su casa. Seguía chocándole un poco que estuviera allí.

—En realidad, la habitación me da igual. —Él hizo una mueca de pesar—. Lo que quería era verte a ti. Gracias por no haberte puesto hecha un basilisco al encontrarme en la puerta de tu casa.

—Es un gesto más bien exagerado, lo admito. —Recordó el desconcierto que había experimentado al encontrarlo en la puerta de su casa—. Pero no deja de ser bonito. Creo que nadie había cogido nunca un avión para venir a verme. —Le sonrió en el momento en que el camarero les traía las galletas de la suerte y la cuenta. Cuando leyó el mensaje de la suya, se echó a reír y se lo pasó a Finn para que también lo leyera.

—«Recibirás la visita de un amigo». —Él soltó una carcajada y luego le leyó el suyo—: «Pronto recibirás buenas noticias». Me gustan estos mensajes. Normalmente siempre me tocan los del tipo: «Un maestro es un hombre sabio», o «Haz la colada antes de que empiece a llover».

—Sí, a mí también. —Hope se echó a reír de nuevo. Regresaron caminando tranquilamente hasta su casa y él se despidió en la puerta. Había pasado por el hotel a dejar la maleta antes de ir a verla por la tarde. Ahora era casi la una de la madrugada, las seis de la mañana en Londres, y empezaba a caerse de sueño—. Gracias por venir, Finn —dijo ella en voz baja, y él le sonrió y la besó en la mejilla.

—Me alegro de haberlo hecho. Me ha gustado la cena de Navidad; tendríamos que instaurar la tradición de comer comida china en vez de pavo. Te llamaré por la mañana —prometió, y ella abrió la puerta y entró en el edificio. Luego le dijo adiós con la mano y lo observó alejarse por la calle en dirección al hotel. Cuando subió la escalera, seguía pensando en él. Había pasado una velada agradable y totalmente inesperada. No cabía duda de que para ella eso era algo completamente fuera de lo común.

Se estaba desvistiendo cuando el ordenador la avisó de que tenía un correo. Se acercó y vio que era de Finn.

Gracias por la maravillosa velada. Ha sido la mejor Navidad de mi vida, y la primera que pasamos juntos. Que duermas bien.

Esa vez sí que respondió, tras sentarse frente al escritorio. Todo lo ocurrido la abrumaba un poco, y no sabía qué pensar.

Para mí también ha sido maravilloso. Gracias por venir. Hasta mañana.

Al levantarse echó un vistazo a las fotografías de Mimi. Se alegraba de haberle contado su historia a Finn. Aunque resultara un tanto extraño, le había servido para adquirir cierta perspectiva, al menos durante unos instantes. A esas alturas Mimi tendría veintidós años, y todavía le costaba hacerse a la idea de que ya no estaba. Era raro cómo ciertas personas aparecían en la vida de uno, y cómo desaparecían, y cómo, cuando menos lo esperabas, aparecían otras. En esos momentos, la compañía de Finn era un regalo inesperado. Ocurriera lo que ocurriese, se alegraba de haber pasado la noche de Navidad con él. Seguía sorprendida de tenerlo allí. Pero había tomado la determinación de no preocuparse por eso y dedicarse a disfrutar del tiempo que compartieran.