Cuando Hope llegó a Nueva York volvía a estar nevando. A la mañana siguiente se asomó a la ventana ante el manto de quince centímetros que cubría Prince Street y decidió no marcharse a Cabo Cod. El viaje a Londres le había hecho recordar lo amena que era la vida en la ciudad. Por la tarde del día anterior a Nochebuena, cuando todo el mundo estaba de compras, fue al Metropolitan Museum para visitar una nueva exposición de arte medieval y luego regresó al SoHo en mitad de lo que para entonces ya se consideraba una ventisca.
La ciudad estaba prácticamente paralizada. No se veía tráfico en las calles, era imposible dar con un taxi y tan solo unos cuantos valientes como ella se abrían paso con fatigas a través de la nieve camino de sus casas. Las oficinas habían cesado su actividad temprano y las escuelas ya estaban de vacaciones. Tenía las mejillas enrojecidas y los ojos llorosos, y cuando llegó al loft y puso a hervir la tetera notaba en las manos el cosquilleo del frío. La caminata le había resultado vigorizante; había pasado una tarde deliciosa. Acababa de sentarse con una taza de té humeante en las manos cuando Mark Webber la telefoneó desde su casa. Tenía el despacho cerrado hasta Año Nuevo porque había pocas perspectivas de recibir encargos durante esos días.
—Bueno, ¿cómo ha ido? —preguntó. O’Neill le despertaba curiosidad.
—Es estupendo. Interesante, inteligente, fotogénico; tiene un encanto impresionante. Es todo lo que esperas que sea, y no tiene nada que ver con sus libros, siempre tan enrevesados y oscuros. Aún no he empezado a revisar las fotos, pero hemos conseguido algunas magníficas.
—¿Intentó violarte? —preguntó Mark medio en broma, pero interesado en cómo la había tratado.
—No. Me invitó a una cena de lo más exquisito en Harry’s Bar, y después me llevó a tomar una copa a Annabel’s. Me ha tratado como si fuera un alto dignatario o bien su tía abuela.
—A una tía abuela no se la lleva al restaurante más en boga ni a un club nocturno.
—Estuvo muy correcto —lo tranquilizó Hope—, y me encantó hablar con él. Es un hombre lleno de inquietudes. Ojalá lo hubiera retratado en Dublín, da la impresión de que allí se encuentra más en su elemento. Pero estoy prácticamente segura de que hemos conseguido las imágenes que quería su editor, tal vez incluso más de las que necesitan. Se le ve muy dispuesto a colaborar y es muy agradable trabajar con él. —No añadió que tenía el aspecto de un galán de cine, lo cual también era cierto—. Su casa de Londres es del tamaño de una caja de cerillas, y fue un auténtico latazo tener que entrar con todo el equipo. Pero logramos apañárnoslas. En cambio, por lo que dice, la que tiene a las afueras de Dublín debe de ser como el Palacio de Buckingham. Me habría encantado verla.
—Bueno, gracias por aceptar el encargo con tan poco tiempo de antelación. Ese editor ha tenido una suerte cojonuda. ¿Qué vas a hacer durante las fiestas, Hope? ¿Sigues queriendo marcharte a Cabo Cod? —Parecía poco probable en plena ventisca, y también poco sensato. Esperaba que hubiera cambiado de idea.
Ella sonrió mientras contemplaba por la ventana los continuos remolinos de nieve. La capa que cubría el suelo ascendía ya más de medio metro, y el viento la elevaba en torvas colosales. Habían pronosticado que por la mañana el nivel casi se duplicaría.
—Con este tiempo no —respondió ella sin dejar de sonreír—. Ni siquiera yo estoy tan loca, aunque una vez allí se estaría muy bien. —Por la tarde la mayoría de las carreteras habían quedado cortadas y habría sido una pesadilla intentar llegar—. Me quedaré aquí. —Finn le había regalado un ejemplar de su última novela, y también tenía que seleccionar las fotografías para una galería de San Francisco que quería montar una exposición suya. Además, debía revisar los retratos que había hecho de Finn.
—Llámame si te sientes sola —ofreció Mark con amabilidad, aunque sabía que no lo haría. Hope era muy independiente, y había llevado una vida solitaria y tranquila durante años. Pero al menos quería que supiera que alguien se preocupaba por ella. A veces temía por su bienestar, a pesar de que era consciente de que se las ingeniaba bien para mantenerse ocupada. Lo mismo podías encontrarla haciendo fotos por las calles de Harlem en Nochebuena como en un bar de camioneros de la Décima Avenida a las cuatro de la madrugada. Esa era la clase de cosas que hacía, y así era como le gustaba pasar el tiempo. Mark la admiraba por ello, y las obras resultantes la habían hecho famosa.
—Estaré bien —lo tranquilizó, y daba la impresión de que hablaba en serio.
Después de colgar, encendió unas cuantas velas, apagó la luz y se sentó a contemplar la nieve que caía en el exterior a través de los grandes ventanales sin cortinas. Le encantaba la luz natural y nunca se había molestado en instalar nada que la interceptara. Las farolas iluminaban la estancia junto con las velas. Estaba tumbada en el sofá, contemplando el paisaje invernal, cuando volvió a sonar el teléfono. No imaginaba quién podía llamarla a esas horas un día antes de Nochebuena. Su teléfono solo sonaba durante la jornada laboral y siempre era por algún asunto de trabajo. Cuando contestó, la voz le resultó desconocida.
—¿Hope?
—Sí. —Aguardó a oír quién era.
—Soy Finn. Te llamo para asegurarme de que has llegado en condiciones. He oído que en Nueva York hay una tormenta de nieve. —Tenía una voz cálida y cordial, y la llamada sorprendió gratamente a Hope.
—Has oído bien —respondió para confirmar lo de la tormenta—. He caminado desde el Metropolitan Museum hasta el SoHo. Ha sido una gozada.
—Eres muy valiente —dijo él echándose a reír. Hope reparó en su voz grave y aterciopelada—. Te encantarían las montañas que rodean mi casa de las afueras de Dublín. Puedes caminar durante horas entre un pueblo y el siguiente. Yo lo hago a menudo, pero no se me ocurriría salir en plena ventisca en Nueva York. Hoy he llamado a la editorial, pero está cerrada.
—Eso no tiene nada que ver con la nieve, estos días todo el mundo está de vacaciones.
—¿Y qué harás tú por Navidad, Hope? —Era evidente que no pensaba ir a Cabo Cod en pleno temporal.
—Supongo que salir a pasear y hacer fotos. Tengo unas cuantas ideas. Además, quiero echar un vistazo a tus retratos y empezar a trabajar en el encargo.
—¿No tienes a nadie con quien pasar la Navidad? —Parecía sentirlo por ella.
—No. Me gusta pasarla sola. —Eso no era del todo cierto, pero no podía cambiar su situación. Gracias a los monjes del Tíbet y a la estancia en el ashram, había aprendido a aceptar la realidad—. En el fondo, es una fecha como otra cualquiera. ¿Qué tal está tu hijo? —preguntó, cambiando de tema.
—Bien. Ha salido a cenar con un amigo. —Hope miró el reloj y reparó en que en Londres eran las once de la noche. Eso le recordó la velada tan agradable que habían pasado juntos—. Se marcha a Suiza dentro de dos días. Esta vez no voy a verle mucho el pelo. En fin, los veinteañeros son así, no puedo culparlo por ello. A su edad yo hacía lo mismo; ni por todo el oro del mundo me habrían convencido para pasar muchas horas con mis padres. Y él se porta bastante mejor que yo. Mañana llegará su novia y por lo menos estaremos juntos antes de que se marchen el día de Navidad por la noche.
—¿Y qué harás después? —preguntó, llena de curiosidad. En cierta forma parecía estar tan solo como ella, a pesar de que se relacionaba mucho más y tenía un hijo. Pero tal como le había descrito el tiempo que pasaba en Dublín mientras escribía, se parecía en gran parte a lo que hacía ella en su loft del SoHo, o en Cabo Cod. A pesar de sus distintos estilos de vida, habían descubierto que tenían mucho en común.
—Creo que yo también me marcharé esa misma noche; volveré a Dublín. Tengo que terminar una novela y estoy trabajando en el argumento de otra nueva. Además, todo el mundo abandonará Londres cual barco que hace agua rumbo a sus casas de campo, así que estaré mejor en Russborough. —Ese era el nombre de la población de las afueras de Dublín más cercana a su casa. Se lo había explicado durante la cena. Su mansión se encontraba justo al norte de Russborough, donde había otra casa palladiana muy parecida a la suya pero, según él, mejor conservada. Hope estaba segura de que también su casa era muy bella, aunque estuviera en muy mal estado—. ¿Y tú? ¿Te irás a Cabo Cod cuando pase la tormenta?
—Seguramente, dentro de unos días. Aunque en la costa hará mucho frío si la tormenta avanza hacia allí, y eso es lo que dicen que ocurrirá. Por lo menos esperaré a que se despejen las carreteras. La verdad es que en la casa se estará muy a gusto.
—Bueno, pues que pases una feliz Navidad, Hope —dijo en tono amable, y su voz denotaba cierta nostalgia. Le había gustado conocerla. En realidad, no tenía ninguna excusa para llamarla hasta que hubiera visto los retratos que le había hecho. Estaba impaciente por recibirlos y tener la oportunidad de volver a hablar con ella. Sentía que conectaban de una forma extraña, no sabía muy bien por qué. Era una mujer agradable y había tenido la sensación de que podía perderse en sus ojos. Quería conocerla mejor, y ella le había explicado muchas cosas, de su vida junto a Paul y de su divorcio; pero le daba la impresión de haber topado con un muro construido mucho tiempo atrás que nadie estaba autorizado a traspasar. Hope era muy reservada, pero también era cariñosa y compasiva. Le parecía misteriosa, igual que en parte también él se lo parecía a ella. Y las preguntas sin respuesta los tenían intrigados a ambos. Eran personas acostumbradas a indagar en el corazón y el alma del prójimo, y sin embargo se habían mostrado esquivos el uno con el otro.
—Tú también. Que pases una Navidad muy agradable con tu hijo —dijo en voz baja, y enseguida colgaron. Ella permaneció sentada contemplando el teléfono, por algún motivo sorprendida de que la hubiera llamado. Lo había hecho por puro gusto, y se había mostrado cordial y agradable. Eso le recordó la grata velada que habían pasado juntos dos días atrás. Parecía que hiciera siglos que había regresado a Nueva York. Tenía la impresión de que Londres se encontraba a un millón y medio de kilómetros de distancia, en otro planeta.
Sin embargo, aún se sorprendió más cuando esa misma noche, más tarde, recibió un correo electrónico de Finn:
Me ha gustado mucho hablar contigo hace un rato. Me obsesionan tus ojos y todos los misterios que he visto en ellos. Espero que volvamos a encontrarnos pronto. Cuídate. Feliz Navidad. Finn.
No sabía qué hacer con ese mensaje. La incomodaba un poco, y recordó las advertencias de su representante acerca de la fama de mujeriego de Finn. ¿Estaba intentando engatusarla? ¿Se trataba de una más de sus conquistas? Sin embargo, en Londres se había mostrado muy moderado. ¿A qué misterios se refería? ¿Qué era lo que veía en sus ojos? ¿O tan solo estaba jugando con ella? Con todo, algo en el tono de ese mensaje y de la conversación que habían mantenido un rato antes le decía que era sincero. Tal vez fuese cierto que era un crápula, pero no tenía la sensación de que estuviera tratando de conquistarla. También le llamó la atención el verbo «obsesionar». No le respondió hasta el día siguiente. No quería que diera la impresión de que estaba impaciente, porque no era así. Esperaba que pudieran ser amigos. A veces le sucedía eso con sus clientes, había muchos que con los años se habían convertido en buenos amigos, aunque tardaran bastante tiempo en verse y solo hablaran muy de vez en cuando.
Respondió al correo de Finn por la mañana, cuando se sentó frente a su escritorio con una taza de té. En el mundo exterior, cubierto por un manto de nieve virgen, reinaban el silencio y la blancura. En Londres era ya por la tarde.
Gracias por tu mensaje. A mí también me gustó hablar contigo. Aquí el día está precioso. Parece un auténtico paraíso invernal, y mire donde mire solo veo nieve virgen. Voy a ir a Central Park a hacer fotos de niños en trineo. Es un tema muy manido, pero me parece bonito. Respecto a los misterios, no hay ninguno; solo se trata de preguntas sin responder porque no tienen respuesta, de recuerdos de personas que entran y salen de nuestras vidas antes o después, que se quedan con nosotros tan solo mientras deben hacerlo. No podemos cambiar el curso de la vida, solo podemos observarlo y amoldarnos a sus azares con la mayor elegancia. Espero que pases una Navidad cálida y feliz. Hope.
Para su sorpresa, él respondió al cabo de una hora, justo cuando estaba a punto de salir de casa equipada con las prendas para la nieve y la cámara al hombro. Oyó que el ordenador la avisaba de que tenía un correo, se acercó para comprobarlo y se quitó los guantes para abrirlo. Era de Finn.
Eres la mujer más interesante que he conocido. Ojalá hoy estuviera ahí contigo. Me gustaría ir a Central Park a deslizarme en trineo con los niños. Llévame contigo. Finn.
Hope sonrió ante la respuesta. Su faceta infantil se dejaba notar de nuevo. No le respondió. En vez de eso, volvió a ponerse los guantes y salió de casa. No sabía muy bien qué decir y no estaba segura de desear establecer una correspondencia regular con él. No quería seguirle el juego y permitirle que fuera más allá.
Vio un taxi en la puerta del hotel Mercer, a menos de una manzana de distancia. El vehículo tardó media hora en llevarla a Central Park. Algunas calles estaban despejadas, pero la mayoría no y el tráfico iba muy lento. El taxista la dejó en la entrada sur del parque y Hope cruzó a pie por el zoo y por fin llegó a las pistas donde los niños se deslizaban por la nieve. Algunos lo hacían en trineos clásicos, otros, en discos de plástico, y muchos se contentaban con la gran bolsa en la que sus padres los habían envuelto. Las madres aguardaban de pie, observándolos mientras luchaban para no enfriarse, y los padres los perseguían pendiente abajo y los ayudaban a levantarse cuando se caían. Los niños chillaban y reían divertidos mientras Hope iba fotografiándolos discretamente, captando primeros planos de sus expresiones de completo entusiasmo y admiración; y, de repente, de forma inesperada, la escena la hizo retroceder en el tiempo y en su corazón se clavó una espina que no logró arrancarse ni siquiera apartando la vista. Notó los ojos llorosos, pero no por el frío, y para distraerse se dedicó a fotografiar las formas abstractas de las ramas heladas de los árboles. Sin embargo, fue inútil; el dolor era tan fuerte que le cortaba la respiración. Así que, al final, con los ojos arrasados de lágrimas, se cargó la cámara al hombro, se dio media vuelta y emprendió el camino de regreso. Abandonó el parque como alma que lleva el diablo, tratando de huir de los fantasmas que se le habían aparecido, y no dejó de correr hasta que llegó a la Quinta Avenida y se dirigió de nuevo al centro de la ciudad. Hacía muchos años que no le ocurría una cosa así. Cuando llegó a casa, todavía estaba muy afectada.
Se quitó el abrigo y estuvo mirando por la ventana mucho rato, y cuando se dio la vuelta, vio la pantalla del ordenador con el mensaje que Finn le había escrito por la mañana y volvió a leerlo. No se sentía con ánimo ni fuerzas de responderle. Las emociones provocadas por la escena del parque la habían dejado agotada. Y al apartarse del ordenador recordó con el corazón encogido que era Nochebuena, lo cual contribuía a empeorar la situación. Siempre hacía todo lo posible por evitar las situaciones delicadas por Navidad, y más desde el divorcio. Pero al haber visto a los niños deslizándose en trineo en el parque, todo aquello que normalmente luchaba por ahuyentar la había agredido de forma brutal e imponía su presencia. Puso la televisión para distraerse, pero al instante le asaltó el sonido de los villancicos interpretados por un coro de niños. Rio con tristeza para sus adentros mientras desconectaba el aparato, y se sentó frente al ordenador con la esperanza de entretenerse respondiendo el mensaje de Finn. No se le ocurría qué otra cosa hacer. La noche que tenía por delante se le antojaba larga y dura, como la ascensión de una cordillera de montañas.
Hola. Es Nochebuena y estoy por los suelos. Odio estas fiestas. Hoy he recibido una visita del fantasma de una Navidad pasada y ha estado a punto de acabar conmigo. Espero que lo estés pasando bien con Michael. ¡Feliz Navidad! Hope.
Tecleó rápidamente y dio a «Enviar», pero lo lamentó al instante cuando hubo releído el mensaje. Incluso a ella le parecía patético. Pero no podía hacer nada por recuperarlo.
En Londres era medianoche, y no esperaba recibir noticias suyas hasta el día siguiente como pronto. Por eso la sorprendió que el ordenador la avisara de que tenía un mensaje. Era la respuesta inmediata de Finn.
Dile al fantasma de esa Navidad pasada que se largue y cierre bien la puerta. En la vida lo importante es el futuro, no el pasado. De todos modos, a mí tampoco me entusiasma la Navidad. Quiero volver a verte. Cuanto antes. Finn.
El mensaje era breve y directo, y la asustaba un poco. ¿Por qué quería volver a verla? ¿Por qué se estaban enviando mensajes? Y, lo más importante, ¿por qué le escribía a ese hombre? No tenía ni idea de cuál era la respuesta a esa pregunta, ni qué esperaba obtener de él.
Ella vivía en Nueva York, él, en Dublín. Tenían vidas distintas e intereses distintos, y él era un cliente a quien había retratado, nada más. Sin embargo, no dejaba de pensar en las cosas que le había dicho durante la cena, y en cómo la miraba. Había empezado a sentirse acosada por él, y lo mismo le sucedía ahora con las cosas que le decía en el mensaje. La hacía sentirse un poco incómoda, pero respondió de todos modos mientras se recordaba a sí misma que debía utilizar un tono profesional y optimista. No quería empezar una relación inmadura por correo electrónico solo porque era Navidad y se sentía sola; sabía perfectamente que habría sido un gran error. Además, él estaba fuera de su alcance. Se pasaba la vida viajando de un país a otro como si perteneciera a la jet set, y tenía a un montón de mujeres a sus pies. No sentía ningunas ganas de ser una más de sus admiradoras, ni deseo alguno de competir por él.
Gracias. Perdona que te haya enviado un mensaje tan ñoño. Estoy bien, solo un poco afectada por las fechas, pero no es nada que no pueda aliviarse con un baño caliente y una noche de sueño reparador. Que te vaya bien. Hope.
Cuando lo envió, estaba un poco más convencida. Pero él respondió enseguida y parecía molesto.
Es normal que estas fechas te afecten cuando se tienen más de doce años. ¿Y qué quiere decir «Que te vaya bien»? No seas tan cobarde. No voy a comerte y no soy el fantasma de la Navidad. Bah, paparruchas. Tómate una copa de champán, siempre ayuda. Con cariño, Finn.
—¡Mierda! —exclamó ella al leerlo un minuto más tarde—. «Con cariño», ¡y un jamón! ¡Mira lo que has hecho! —se dijo en voz alta sintiéndose aún más nerviosa. Decidió no responder, pero siguió uno de sus consejos y se sirvió una copa. Dejó el mensaje abierto en la pantalla dispuesta a no hacerle caso en toda la noche, pero antes de acostarse volvió a leerlo y trató de convencerse de que no significaba nada. Aun así, creyó más apropiado no contestar, y cuando subió la escalera hasta el altillo para acostarse pensó que por la mañana se sentiría mejor. Al ir a apagar la luz se fijó en la serie de fotografías de la joven bailarina. Se quedó mirándolas unos momentos y luego se metió en la cama, pulsó el interruptor y enterró la cara en la almohada.