Fiona Casey, la persona que el representante de Hope había seleccionado para que la ayudara, se personó en la habitación del hotel a las nueve en punto de la mañana siguiente. Era una chica pelirroja con un talento prometedor y un carácter divertido que admiraba muchísimo a Hope. Estaba estudiando fotografía en la Royal Academy of Arts y se ganaba la vida trabajando por cuenta propia. Cuando se disponía a trasladar el equipo de Hope a la furgoneta de alquiler, supo que iban a retratar a Finn O’Neill y se quedó tan impresionada que dio un traspié. Llegaron a casa del escritor a las diez en punto. Hope no había vuelto a tener noticias de él y, por tanto, daba por sentado que se encontraría en condiciones de llevar a cabo la sesión.
El chófer que el hotel había contratado junto con la furgoneta recorrió la corta distancia hasta el elegante edificio construido a partir de un antiguo establo reconvertido en vivienda de un barrio de moda. La casa era diminuta, igual que todas las del estrecho callejón, y en cuanto Hope llamó con el picaporte de bronce, una criada uniformada abrió la puerta y las hizo pasar. Las guio hasta una sala de estar cercana a la entrada que parecía de casa de muñecas, repleta de muebles antiguos de estilo inglés mal conservados. La librería estaba llena a rebosar, y también había libros amontonados en el suelo que Hope, al echar un vistazo, descubrió que en su mayoría eran ejemplares antiguos con las tapas de piel, aunque al fijarse mejor vio que también había algunas ediciones príncipe. No cabía duda de que allí vivía un hombre que amaba los libros. Los sofás, muy antiguos y tapizados en piel, eran cómo dos, y en la chimenea ardía un buen fuego que parecía la única fuente de calor de la sala. La estancia contigua era un comedor pintado de verde oscuro y la siguiente, una pequeña cocina. Todas las habitaciones eran muy reducidas pero desprendían mucho encanto.
Fiona y Hope llevaban allí sentadas esperando a Finn casi media hora cuando ambas se levantaron para acercarse al fuego y se pusieron a charlar en voz baja. La casa era tan pequeña que resultaba extraño hablar en un tono más elevado porque daba la sensación de que alguien podría oírlas desde fuera. Y en ese momento, justo cuando Hope empezaba a preguntarse dónde se habría metido su cliente, un hombre alto con una melena oscura y unos ojos azul eléctrico irrumpió en la sala. La casa parecía tener unas dimensiones ridículas para un hombre de su estatura; daba la impresión de que si estiraba los brazos podría abarcar la sala de pared a pared y hacerla girar. Era absurdo que viviera allí, sobre todo después de haber visto imágenes en internet de la casa solariega de Irlanda que Paul había mencionado el día anterior.
—Siento haberlas hecho esperar —se disculpó Finn con un acento estadounidense corriente. Hope no sabía por qué, pero después de todo lo que había leído sobre O’Neill y los lazos que lo unían a Irlanda esperaba más bien que hablara con cierto deje. Sin embargo, la noche anterior, por teléfono, descubrió que tenía un acento que recordaba al de cualquier neoyorquino con un buen nivel cultural, aunque su aspecto era más europeo. Fueran cuales fuesen sus orígenes, él era tan estadounidense como Hope. Y parecía bastante recuperado del resfriado. Tosió unas cuantas veces, pero ya no daba la impresión de que se estuviese muriendo. Más bien se le veía asombrosamente sano y lleno de vida. Y sonrió de una manera que hizo que Fiona se derritiera al instante cuando pidió a la criada que le sirviera una taza de té mientras invitaba a Hope a acompañarlo a la planta superior. Se disculpó ante Fiona por marchar se con Hope y dejarla sola, pero quería conocer un poco mejor a su fotógrafa.
Hope lo siguió por una estrecha escalera de caracol y se encontró en una sala de estar, también acogedora pero más amplia, llena de libros, antigüedades, objetos, recuerdos, viejos sofás de piel y cómodas sillas, y en cuya chimenea ardía un buen fuego. Era una estancia en la que a uno le apetecía refugiarse y permanecer durante días. Todos los objetos resultaban fascinantes y enigmáticos. Algunos procedían de sus viajes y otros parecía atesorarlos desde hacía años. La sala rezumaba personalidad y calidez, y a pesar de la corpulencia y la estatura de aquel hombre, por algún motivo parecía el lugar perfecto para él. Sucumbió al abrazo de un viejo sillón demasiado mullido y estiró sus largas piernas para acercarlas a la chimenea mientras obsequiaba a Hope con una amplia sonrisa. Ella se fijó en que llevaba unas elegantes botas de montar de cuero negro muy desgastadas.
—Espero que su ayudante no se lo tome a mal —dijo en tono de disculpa—. Es que he pensado que vale la pena que nos conozcamos un poco antes de entrar en materia. Siempre me siento cohibido cuando me fotografían. Como escritor que soy, estoy acostumbrado a observar, no a que me observen. No me gusta ser el centro de atención —explicó con una sonrisa inocente y ligeramente ladeada que conquistó de inmediato el corazón de Hope. El encanto le rezumaba por todos los poros de la piel.
—A mí me pasa exactamente lo mismo. Tampoco me gusta que me fotografíen. Prefiero ser yo quien accione el disparador. —Hope ya estaba pensando en cuál sería el mejor lugar para tomar las imágenes. La verdad era que casi lo prefería donde estaba, arrellanado frente al fuego con la cabeza un poco hacia atrás, para que se le viera bien el rostro—. ¿Se encuentra mejor? —Parecía tan sano y vital que costaba creer que hubiera estado enfermo. Aún tenía la voz un poco ronca, pero estaba lleno de energía y sus ojos azules se iluminaban cuando reía. A Hope le recordaba al apuesto príncipe de los cuentos de hadas de su infancia o al héroe de alguna novela, a pesar de que en sus obras la mayoría de los personajes eran bastante siniestros.
—Ahora estoy bien —respondió él en tono despreocupado, y tosió un poco—. Esta casa es tan pequeña que siempre me siento algo raro, pero es tan cómoda y confortable que no podría pasar sin ella. Hace años que la tengo. Aquí he escrito algunos de mis mejores libros. —Entonces se volvió para señalar la mesa que tenían detrás. Era un magnífico escritorio doble antiguo, que al parecer habían encontrado en un barco. Dominaba el ángulo más alejado de la sala, y con el ordenador encima daba la extraña sensación de estar fuera de lugar—. Gracias por venir —dijo con amabilidad. Parecía agradecido de veras. En ese momento entró la criada con una bandeja de plata en la que había dos tazas de té—. Sé que es descabellado pedirle que trabaje en estas fechas, pero en la editorial necesitan la foto, y la semana que viene termino un libro y tengo que empezar el siguiente justo después, así que volveré a Dublín para ponerme a trabajar. Lo más sensato era que nos viéramos antes en Londres.
—No hay problema —aseguró Hope sin rodeos cogiendo una de las tazas de té. Finn se quedó con la otra y al instante la criada desapareció escalera abajo—. No tenía nada mejor que hacer —admitió, y él la escrutó con detenimiento. Era más joven de lo que esperaba, y más guapa. Estaba sobrecogido por su figura menuda y delicada, y por la intensidad de sus ojos violeta.
—Por fuerza tiene que tener espíritu deportivo para viajar hasta aquí justo antes de Navidad —comentó mientras Hope observaba la luz y las sombras de su rostro. Iba a resultar fácil fotografiarlo. Todo en él era pura expresividad y poseía un atractivo sorprendente.
—Londres resulta muy entretenido en esta época del año —dijo ella con una sonrisa mientras depositaba la taza de té sobre el tambor militar que Finn utilizaba a modo de mesita. A un lado de la chimenea había apilado un bello conjunto de maletas de piel de cocodrilo. Mirara donde mirase, siempre veía algún objeto digno de admiración—. No suelo celebrar la Navidad, así que ha estado bien venir. Este encargo ha sido una grata sorpresa y ha llegado en buen momento. ¿Y usted? ¿Pasará la Navidad en Irlanda o aquí? —Le gustaba conocer un poco a sus clientes antes de empezar a trabajar, y O’Neill era tranquilo y de trato fácil. No parecía una persona complicada, y se le veía abierto y accesible cuando le sonrió por encima de la taza de té. Poseía una belleza y una gracia especiales.
—Me quedaré aquí unos días antes de volver a Irlanda —respondió—. Mi hijo vendrá a pasar la Navidad conmigo. Estudia en el MIT en Massachusetts, es un chico brillante, un genio de la informática. Tenía siete años cuando murió su madre, y se crio conmigo. Desde que estudia en Estados Unidos lo echo mucho de menos. A él le gusta más estar aquí que en Dublín. Luego se marchará a esquiar con unos amigos. Estamos muy unidos —dijo Finn con orgullo, y entonces la miró fijamente. Hope le despertaba curiosidad—. ¿Usted tiene hijos?
—No. —Ella sacudió la cabeza despacio—. No los tengo. —La respuesta sorprendió a Finn; Hope daba otra impresión, no tenía el aspecto de esas mujeres volcadas en su trabajo que deciden no tener hijos. Se la veía más bien maternal y desprendía una evidente ternura. Hablaba a media voz y parecía amable y dispuesta a entregarse a las personas de su entorno.
—¿Está casada? —Le miró la mano izquierda; no llevaba anillo.
—No. —Entonces Hope se sinceró un poco—. Lo estaba. Mi marido era un cirujano cardiovascular que daba clases en Harvard. Su especialidad eran los trasplantes cardiopulmonares. Se retiró hace diez años. Y llevamos más de dos divorciados.
—En mi opinión, la jubilación acaba con las personas. Yo pienso seguir escribiendo hasta que me den la patada. No sabría qué otra cosa hacer si no. ¿Para su marido el retiro fue muy duro? Seguro que sí. Los cirujanos son una especie de héroes, y supongo que en Harvard aún más.
—No tenía elección. Se puso enfermo —dijo ella en voz baja.
—Eso es aún peor. Debió de resultarle muy difícil tomar la decisión. ¿Tiene cáncer? —Quería saber cosas de ella, y mientras hablaban Hope se fijó en los movimientos de su rostro y en el intenso azul de sus ojos. Por suerte iban a hacer las fotografías en color; habría sido una lástima no plasmar el auténtico tono de esos ojos. Eran los más azules que había visto jamás.
—No, Parkinson. Dejó de operar en cuanto se enteró. Aun así siguió dando clases durante varios años, pero al final también acabó dejándolo. Lo pasó muy mal.
—Seguramente usted también. Debe de ser un revés brutal para un hombre en mitad de una carrera así. ¿El divorcio fue por eso?
—Entre otras cosas —dijo ella con vaguedad, echando otro vistazo a la sala. Había una fotografía de Finn con un muchacho rubio y bien parecido que Hope supuso que era su hijo, y él asintió al ver que la miraba.
—Es mi hijo, Michael. Como decía, desde que está en la universidad lo echo mucho de menos. Me cuesta acostumbrarme a no tenerlo cerca.
—¿Se crio en Irlanda? —Hope sonrió ante la imagen. El joven era tan atractivo como su padre.
—Conmigo vivió en Nueva York y en Londres. Me trasladé a Irlanda dos años después de que ingresara en la universidad. Él es estadounidense de pies a cabeza, pero yo no lo he sido nunca; siempre me he sentido distinto, tal vez porque mis padres no nacieron allí. Ellos no hacían más que hablar de regresar a Irlanda, así que es lo que yo acabé haciendo.
—¿Y en Irlanda se siente como en casa? —preguntó Hope cuando sus miradas se cruzaron.
—Ahora sí. He recuperado la casa familiar, aunque tardaré un siglo en restaurarla. Prácticamente se estaba derrumbando cuando conseguí hacerme con ella, y aún hay zonas que están fatal. Es una gran mansión palladiana, diseñada por sir Edward Lovett Pearce a principios del siglo XVIII. Por desgracia, mis padres murieron mucho antes de que pudiera recuperarla, y Michael cree que me he vuelto majareta. —Sobre la repisa de la chimenea había una fotografía de la casa, y se la entregó a Hope. Era una construcción enorme de estilo clásico con una amplia escalinata en la fachada principal y los laterales redondeados y bordeados por columnas. En la fotografía, Finn aparecía frente a la casa montando un elegante caballo negro. Tenía todo el aspecto de ser el amo y señor de la finca.
—Es una casa impresionante —observó Hope admirada—. Supongo que la restauración le llevará mucho trabajo.
—Así es, pero yo lo hago por gusto. Algún día se la dejaré en herencia a Michael. Para entonces ya estará más o menos en condiciones, suponiendo que viva cien años más para terminarla, claro. —Al decirlo, se echó a reír, y Hope le devolvió la fotografía. Ahora lamentaba que la sesión de fotos no tuviera lugar allí. En comparación con el palacete palladiano, la casa de Londres parecía ridículamente pequeña. Claro que lo que el editor quería era un primer plano, y para eso la acogedora sala en la que se encontraban era más que suficiente.
—Será mejor que avise a mi ayudante para que se prepare —dijo Hope poniéndose en pie—. Tardaremos un rato en disponerlo todo. ¿Tiene alguna preferencia sobre el sitio? —preguntó, y echó otro vistazo alrededor. Le gustaba el aspecto que tenía recostado relajadamente en el sillón, hablando de su casa de Dublín. También quería hacerle una foto en el escritorio, y tal vez un par junto a la librería. Siempre resultaba difícil saber cuándo entraría en juego la magia, hasta que en algún momento de la sesión conectaba con el cliente. Este parecía fácil de retratar; era abierto y relajado en todos los aspectos. Y al mirarlo a los ojos tuvo la sensación de que era la clase de hombre en quien se podía confiar. Transmitía calidez y buen talante, como si fuera capaz de tolerar sin problemas las rarezas de la gente y los caprichos de la vida. Y en sus ojos se atisbaba un gesto risueño. También resultaba sexy, pero de un modo distinguido, aristocrático. En él no había nada sórdido, por mucho que el representante de Hope le hubiera advertido de que era una especie de donjuán. Al verlo, comprendió que era fácil con fundir las cosas. Desprendía un gran encanto, parecía muy considerado y físicamente era un monumento de hombre. Hope sospechaba que si se proponía dar rienda suelta a su atractivo, debía de resultar difícil resistirse. Se alegraba de que en su caso la relación fuera estrictamente laboral y no tuviera que verse en esa tesitura. Finn había elogiado mucho su trabajo. Por las preguntas que le había hecho y las cosas de las que le había hablado, Hope supo que había buscado información sobre ella en internet. Parecía saberse de cabo a rabo la lista de los museos en los que había expuesto, y de algunos la mayoría de las veces ni siquiera ella se acordaba. Se había informado muy bien.
Hope regresó a la planta baja y ayudó a Fiona a seleccionar el material. Le explicó lo que quería y luego subieron y le mostró dónde tenía que situar los focos que utilizarían. Primero quería fotografiarlo en el sillón y luego en el escritorio. Mientras ella vigilaba que Fiona lo preparara todo, Finn subió a su dormitorio y volvió a bajar al cabo de una hora, cuando Hope envió a la criada para que le avisara de que estaban a punto. Apareció vestido con un suave jersey de cachemir del mismo azul que sus ojos. Le sentaba bien y hacía resaltar su figura de un modo sexy y masculino. Hope observó que acababa de afeitarse, y llevaba el pelo natural pero recién cepillado.
—¿Listo? —Hope le sonrió mientras cogía su Mamiya. Le indicó cómo debía sentarse en el sillón y Fiona hizo una prueba de luz mientras el flash empezaba a destellar bajo la lona. Entonces Hope dejó la Mamiya y tomó una rápida Polaroid para mostrarle el efecto de la pose y el entorno. Finn dijo que le parecía estupendo. Al cabo de un minuto, Hope empezó a disparar, alternando la Mamiya con la Leica y la Hasselblad que utilizaba para las tomas más clásicas. Casi todas las fotos que hizo eran en color, aunque también gastó algunos rollos en blanco y negro. Siempre los prefería para dar un aire más interesante al retrato, pero el editor había sido muy claro sobre ese aspecto y Finn también se decantaba por las fotos en color. Dijo que era más natural de cara a mostrar su imagen a los lectores y facilitarles que conectaran con él, y le parecía mejor que una fotografía más artística en blanco y negro en la contracubierta.
—Usted manda —dijo Hope sonriendo mientras volvía a pegar el ojo a la cámara, y él se echó a reír.
—No, la artista es usted. —Daba la impresión de que estaba la mar de cómodo delante de la cámara, moviendo la cabeza y cambiando de expresión en fracciones de segundo con la facilidad de quien ha hecho eso mismo mil veces, y Hope sabía que así era. Ese retrato era para su undécima novela, y todas las anteriores, escritas a lo largo de veinte años, habían resultado éxitos de ventas. A sus cuarenta y seis años, Finn O’Neill era toda una institución en el mundo literario, igual que Hope lo era en su campo. Habría resultado difícil decidir cuál de los dos era más famoso o más respetado. Estaban igualados en cuanto a la reputación y el talento en sus respectivas especialidades.
Trabajaron una hora seguida, durante la cual Hope no paró de alabar a Finn por la gracia de sus movimientos y su giro de cabeza hacia la derecha. Estaba casi segura de que había conseguido la mejor foto durante la primera media hora, pero la experiencia le decía que no debía dejarlo ahí. Indicó a Fiona que cambiara la posición de los focos para alumbrar el escritorio y le sugirió a Finn que se tomara un descanso de media hora, y tal vez que se cambiara y se pusiera una camisa blanca con el primer botón desabrochado. Él le preguntó si prefería parar para comer, pero Hope le dijo que, si no le importaba, prefería seguir trabajando. No quería que se estropeara la atmósfera, o sentirse lenta y perezosa por culpa de la comida. Había descubierto que solía ser mejor terminar el trabajo de una tacada cuando tanto ella como el retratado se sentían a gusto. Una comida larga o una copa de vino podían romper la magia para alguno de los dos o para ambos, y no quería que eso sucediera. Estaba encantada con lo que estaban consiguiendo. Finn O’Neill era una delicia posando, y también resultaba divertido charlar con él. El tiempo volaba.
Media hora más tarde regresó a la sala de estar ataviado con una camisa blanca, tal como Hope le había aconsejado, y se sentó en su bonito escritorio doble. Hope retiró el ordenador porque resultaba inapropiado en ese lugar. Retratar a Finn era muy agradecido; hacía payasadas, contaba anécdotas e historias graciosas sobre conocidos artistas y escritores, hablaba de su casa de Irlanda y de las curiosas situaciones en que se había visto durante los viajes promocionales de los libros que había hecho en su juventud. En un momento dado, los ojos se le arrasaron de lágrimas al hablar de su hijo y de cómo había tenido que criarlo solo tras la muerte de su madre. Había habido momentos tan especiales mientras hablaban que Hope estaba segura de que podría elegir entre una multitud de imágenes, a cual más conveniente.
Y, por fin, después de hacerle unas cuantas fotos apoyado en una escalera de mano antigua frente a la librería, Hope dio la sesión por terminada. En cuanto lo anunció, él estalló en una carcajada con expresión alegre y aliviada, y ella le robó una última imagen que bien podía resultar la mejor de todas. A veces ocurrían cosas así. Y entonces él la obsequió con un cálido abrazo, justo después de que hubiera entregado la Leica a Fiona y esta la cogiera con gesto reverencial y la depositara sobre una mesa junto con las otras cámaras. Luego empezó a desenchufar los focos y a desmontar los dispositivos para llevárselos de la sala mientras Finn guiaba a Hope a la cocina.
—¡Trabaja demasiado! ¡Me estoy muriendo de hambre! —se quejó abriendo la nevera y volviéndose a mirarla—. ¿Quiere que le prepare un poco de pasta o una ensalada? Estoy a punto de desmayarme. No me extraña que sea tan poca cosa, seguro que no come nunca.
—Cuando trabajo no —reconoció—. Me enfrasco tanto en lo que estoy haciendo que no me acuerdo de comer, y la verdad es que hacer fotos me divierte tanto o más. —Hope sonrió con timidez y Finn se echó a reír.
—A mí casi siempre me pasa eso mismo cuando estoy escribiendo, aunque a veces también lo detesto, sobre todo si se trata de revisar el original. Mi redactor de mesa es muy pesado, y tenemos una relación amor-odio. Pero es muy bueno con los libros. La revisión es un mal necesario. En cambio, usted no tiene ese problema con su trabajo —observó, envidiándola.
—Yo misma me exijo revisarlo. Pero como contrapartida tengo que vérmelas con quienes me hacen los encargos, como su editor, y con los conservadores de los museos, que pueden llegar a ser muy duros de roer. Claro que tener que reescribir una obra debe de ser distinto. Me gustaría saber escribir —confesó—, pero apenas soy capaz de poner dos líneas en una postal. Para mí todo es visual, veo el mundo a través de una lente; incluso el alma de las personas.
—Ya lo sé, eso es lo que admiro de su trabajo, y por lo que le pedí a mi editor que le encargara a usted la foto para la solapa del libro. —Se echó a reír y se dispuso a preparar hábilmente una tortilla para los dos, moviéndose como un torbellino en la diminuta cocina. Mientras hablaban, ya había preparado la ensalada—. Espero que mi alma no se revele demasiado negra en las fotos que me ha hecho —dijo adoptando un aire preocupado, y ella lo miró fijamente.
—¿Por qué habría de ser así? No he visto ninguna señal de que tenga el alma negra ni la personalidad oscura. ¿Se me ha escapado algo?
—Tal vez cierta locura hereditaria de carácter amistoso, pero es inofensiva. Por lo que he leído sobre mis antepasados irlandeses, algunos estaban bastante chiflados. Pero, en general, eran más bien excentricidades, nada grave. —Al decirlo, le sonrió.
—Eso no tiene nada de malo —señaló Hope con benevolencia mientras él servía las tortillas en sendos platos—. Todo el mundo tiene un punto de chifladura. Después de separarme de mi marido, pasé una temporada en la India tratando de comprender lo que había ocurrido. Supongo que también podría considerárseme un poco loca —explicó, y tomaron asiento en la bella mesa de caoba del agradable comedor pintado de verde oscuro. En las paredes había colgadas escenas de caza y un cuadro de pájaros de un famoso pintor alemán.
—¿Qué tal fue la experiencia? —preguntó Finn con interés—. Siempre he querido viajar a la India, aunque de momento no lo he hecho.
—Fantástica —respondió Hope, y se le iluminaron los ojos—. Fue la época más emocionante y plena de toda mi vida. Me cambió para siempre, ahora veo las cosas de otro modo, incluida a mí misma. Y es uno de los lugares más bellos del planeta. Acabo de inaugurar una exposición con algunas de las fotografías que hice allí.
—Creo que vi algunas publicadas en una revista —comentó Finn terminando la tortilla y disponiéndose a empezar con la ensalada—. Eran imágenes de mendigos y niños, y había una de una increíble puesta de sol en el Taj Mahal.
—También visité unos cuantos lagos de una belleza impresionante. Son los lugares más románticos que se pueda imaginar; y otros, los más tristes. Me alojé durante un mes en el hospital Madre Teresa, y también viví en un monasterio del Tíbet y en un ashram indio, donde volví a conectar conmigo misma. Creo que podría haberme quedado allí para siempre. —Él la miró a los ojos y vio mucha profundidad y mucha paz; y más allá de eso, en lo más hondo, vio dos abismos de tristeza. Reparó en que Hope era una mujer que había sufrido y se preguntó si tan solo se debía al divorcio y a la enfermedad de su marido. Fuera lo que fuese por lo que había pasado, Finn notaba que había sido un infierno o algo peor, y sin embargo se la veía perfectamente equilibrada y en paz consigo misma al mirarlo desde el otro extremo de la mesa con una dulce sonrisa.
—Siempre he querido hacer algo así —reconoció ante ella—, pero nunca he tenido la valentía suficiente. Creo que tengo miedo de enfrentarme a mí mismo. Antes preferiría vérmelas con un millar de monstruos. —Era muy honrado por su parte admitirlo, y Hope asintió.
—Se respira una paz maravillosa. En el monasterio no se nos permitía hablar. Es increíble lo relajante y terapéutico que resulta. Algún día me gustaría repetir la experiencia.
—A lo mejor ahora le toca divertirse. —Finn lo dijo con un repentino aire malicioso—. ¿Cuánto tiempo se quedará en Londres? —Se recostó en la silla y le sonrió. Hope le resultaba misteriosa y fascinante.
—Mañana mismo vuelvo a Nueva York —respondió ella sonriéndole.
—En Londres no basta con tan poco tiempo. ¿Qué planes tiene para esta noche?
—Seguramente pediré que me suban una sopa a la habitación y me quedaré durmiendo —explicó con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Menuda ridiculez! —exclamó él con una mueca de absoluta desaprobación—. ¿Quiere cenar conmigo?
Ella vaciló y acabó por asentir. No tenía nada mejor que hacer, y resultaba interesante charlar con él.
—No he traído ropa decente —confesó con aire de disculpa.
—No la necesita. Le basta con unos pantalones y un jersey. Es nada menos que Hope Dunne, puede hacer lo que le venga en gana. ¿Quiere que cenemos en Harry’s Bar? En mi opinión es el mejor restaurante italiano del mundo. —Ella conocía el sitio, pero no lo frecuentaba. Era uno de los locales nocturnos más elegantes de Londres, toda la gente importante iba a cenar allí. Las mujeres solían llevar elegantes vestidos de cóctel y los hombres, trajes de color oscuro. Y Finn tenía razón, la comida era deliciosa.
—Me encantaría. ¿Seguro que no le molestará que no lleve un vestido? —Ella se sentía ligeramente violenta, pero le en cantaba la idea de cenar con él. Entre otras cosas, era inteligente, interesante y despierto. No se había aburrido ni un minuto en su compañía. Sabía muchas cosas sobre varios temas, era culto, educado y brillante. Costaba resistirse a la oportunidad de pasar unas cuantas horas con él y conocerlo mejor. Había viajado hasta Londres exclusivamente por él. Y Paul acababa de marcharse.
—Será un honor cenar contigo, Hope —dijo él en tono sincero, y daba la impresión de que hablaba en serio. Era la mujer más interesante que había conocido en muchos años—. Así podrás contarme más cosas de la India, y yo te hablaré de Irlanda —bromeó—. Y de lo que supone restaurar una casa de trescientos años de antigüedad.
Finn se ofreció a recogerla en el hotel a las ocho y media de la tarde, y al cabo de unos minutos Hope se marchó de su casa junto con Fiona después de que el chófer las ayudara a transportar todo el material. Fiona había aguardado en la pequeña sala de estar leyendo un libro con discreción después de que la criada le sirviera un sándwich para comer. No le importaba esperar a Hope, y le había encantado pasar el día trabajando con ella.
Cuando llegaron al hotel, la ayudante ordenó todo el material de Hope y guardó las cámaras. Cuando se marchó eran las cinco, y confesó que había pasado un día estupendo. Entonces Hope se tumbó en la cama y se puso a pensar en la conversación que había mantenido con Finn y en su invitación para cenar con él. Era una de las cosas que más le gustaban de hacer retratos. El trabajo no la apasionaba, pero la gente sí. Finn era un hombre de mucho talento, como la mayoría de los personajes a quienes retrataba. A Hope siempre le había gustado mucho la obra de Finn y le parecía fascinante poder descubrir al hombre que había detrás. Los argumentos de sus novelas eran inquietantes, a veces daban miedo de verdad. Quería preguntarle cosas sobre eso. Y, al parecer, a él también le interesaban sus fotografías.
Durmió dos horas y se despertó justo a tiempo de darse una ducha y vestirse para salir a cenar. Tal como había advertido a Finn, se puso unos pantalones negros y un jersey, y los únicos zapatos de tacón alto que había en su equipaje. De lo que sí se alegraba era de haber llevado el abrigo de piel. Por lo menos no dejaría a Finn del todo en ridículo. No podía compararse con las mujeres vestidas a la última que habría cenando en Harry’s Bar, pero tenía un aspecto sobrio, sencillo y pulcro. Se recogió el pelo en un moño y se puso un poco de maquillaje discreto y pintalabios rojo antes de salir de la suite y bajar a esperarlo.
Hope estaba sentada en el vestíbulo cuando Finn llegó con los cinco minutos de cortesía de retraso, vestido con un traje azul marino y un abrigo negro de cachemir de corte selecto. Tenía una figura imponente y todo el mundo se volvió a mirarlos cuando la saludó y salieron juntos del hotel. Muchos lo reconocieron al escoltarla hasta el Jaguar que había aparcado junto a la acera. Hope no había previsto una noche así, pero le parecía divertido salir a cenar con Finn y lo obsequió con una amplia sonrisa mientras se ponían en marcha.
—Es fantástico. Gracias, Finn —dijo en tono cariñoso, y él se volvió a mirarla y le sonrió. El restaurante se encontraba a pocas manzanas de distancia.
—Yo también lo estaba deseando. Tienes un aspecto magnífico, no sé qué es lo que te preocupaba. Estás muy elegante. —Hacía muchísimo tiempo que Hope no salía a cenar a un restaurante de lujo, ya no solía hacer esas cosas. Era raro que saliera de noche a menos que fuera para asistir a una velada en algún museo o a la inauguración de alguna exposición suya. Las cenas en sitios como Harry’s Bar formaban parte del mundo de Paul y ella ya no estaba vinculada a él. En Nueva York ella se relacionaba más bien con artistas, con entornos más cercanos a su trabajo. Frecuentaban restaurantes sencillos de Chelsea y del SoHo, no locales de lujo.
El maître saludó a Finn con cordialidad, era obvio que lo conocía bien. Los acompañó hasta una mesa tranquila situada en un rincón, cruzando junto a otras con comensales de tiros largos procedentes de distintos países. Hope oyó hablar en italiano, árabe, español, ruso, alemán y francés, además de en inglés. En cuanto se sentaron, Finn pidió un martini. Hope optó por una copa de champán mientras miraba alrededor. Las paredes estaban decoradas con las mismas caricaturas de siempre; no había cambiado nada desde la última vez que estuvo allí con Paul.
—Cuéntame cómo empezaste a hacer fotos —inquirió Finn mientras les servían las bebidas, y Hope dio un sorbo de champán y se echó a reír.
—Me enamoré de las cámaras a los nueve años. Mi padre daba clases en Dartmouth y mi madre era pintora. Fue mi abuela quien me regaló una cámara por mi cumpleaños, y el flechazo fue instantáneo. Yo era hija única, así que estaba acostumbrada a entretenerme sola. Y en New Hampshire, donde me crie, la vida era muy tranquila. A partir de que tuve la cámara en las manos, no me aburrí nunca. ¿Y tú? —preguntó—. ¿Cuándo empezaste a escribir?
—Me pasó igual que a ti. Empecé de pequeño. También era hijo único y me pasaba los días leyendo. Era la forma de evadirme.
—¿De qué? —inquirió ella con interés. Sus actividades eran distintas, pero ambas tenían un gran componente creativo.
—De una infancia solitaria. Mis padres estaban muy unidos y yo siempre tuve la sensación de que sobraba. En su vida no había mucho espacio para los niños. Eran bastante mayores. Mi padre era médico y mi madre era famosa en Irlanda por su belleza. El trabajo de mi padre la tenía fascinada, le interesaba bastante más que yo. Por eso desarrollé una gran imaginación y me pasaba la vida leyendo. Siempre supe que quería dedicarme a escribir. A los dieciocho años terminé mi primera novela.
—¿La publicaron? —quiso saber ella, impresionada. Pero él se echó a reír y sacudió la cabeza.
—No, no. Los tres primeros libros no llegaron a publicarse. Por fin, con el cuarto lo conseguí. Acababa de terminar la universidad. —Hope sabía que había estudiado en Columbia y luego en Oxford—. El éxito no se hizo esperar.
—Y ¿a qué te dedicabas antes de que empezaran a publicarte las novelas?
—Estudiaba, leía y no dejaba de escribir. También bebía mucho. —Soltó una carcajada—. Y perseguía a las mujeres. Me casé bastante joven, con veinticinco años, justo después de que saliera a la venta la segunda novela. También trabajé de camarero y de carpintero. La madre de Michael era modelo y vivía en Nueva York. —Sonrió a Hope con timidez—. Siempre he sentido una gran debilidad por las mujeres guapas, y ella era imponente, aunque también estaba demasiado consentida y tenía un carácter difícil y narcisista. Pero era una de las mujeres más bellas que he conocido en toda mi vida. La cuestión es que también era muy joven, y cuando tuvimos a Michael nuestro matrimonio se desmoronó. Creo que ninguno de los dos estaba preparado para tener hijos. Ella dejó de ejercer de modelo. Estábamos acostumbrados a salir con frecuencia y yo no ganaba mucho dinero, así que nos sentíamos muy desgraciados.
—¿Cómo murió? —preguntó Hope con delicadeza. Por cómo lo describía, daba la impresión de que para él había supuesto más una especie de separación anticipada que una trágica pérdida, y no andaba desencaminada.
—La atropelló un conductor borracho una noche que volvía de una fiesta en los Hamptons. Antes de eso ya nos habíamos separado varias veces. Pero, gracias a Dios, cuando salía en ese plan siempre dejaba a Michael conmigo. Ella tenía veintiocho años y yo, treinta y tres. Lo más probable es que hubiéramos acabado divorciándonos, pero cuando murió yo aún llevaba muy mal lo de nuestra relación. Y de repente me quedé solo con mi hijo. No fueron unos años fáciles. Por suerte, Michael es un chico estupendo y parece haberme perdonado la mayoría de los errores que cometí, que no fueron pocos. En esa época también perdí a mis padres, así que no tenía a nadie que me ayudara; pero salimos adelante. Me encargué solo del cuidado de Michael. Y crecí con él. —Entonces Finn esbozó aquella sonrisa medio infantil medio de príncipe azul con la que llevaba años encandilando a las mujeres, y no costaba comprender por qué. En él había algo muy sincero, muy abierto e ingenuo. No se esforzaba lo más mínimo por ocultar sus flaquezas ni sus miedos.
—¿No has vuelto a casarte? —La historia de su vida tenía fascinada a Hope.
—Andaba excesivamente ocupado educando a mi hijo. Y ahora tengo la impresión de que es tarde. Soy demasiado egoísta y estoy acostumbrado a ir muy a la mía. Además, desde que Michael no vive conmigo estoy solo por primera vez, y quiero disfrutarlo un tiempo. Estar casada con un escritor no es muy divertido, me paso los días encadenado al escritorio. A veces pasan meses enteros sin que salga de casa. No puedo pedirle a nadie que viva de esa forma, y a mí me gusta.
—Yo también me siento igual con respecto a mi trabajo —convino ella—. A veces me absorbe por completo. Mi marido lo llevaba muy bien y me apoyaba en todo. Además, él también andaba siempre muy ocupado, estaba en el auge de su carrera. La vida de la esposa de un médico también es muy solitaria. Pero yo no me sentía sola. —Vaciló un momento y apartó la mirada, y luego se volvió hacia Finn y le sonrió con nostalgia—. Tenía cosas de las que ocuparme. —Él dio por sentado que se refería a su trabajo, y le pareció lógico. Había creado una gran cantidad de obras a lo largo de los años.
—¿Qué hizo él cuando tuvo que retirarse?
—Se dedicó a dar clases en Harvard. Yo estaba familiarizada con el mundo académico gracias a mi padre, aunque en Harvard había más competitividad que en Dartmouth; más arrogancia, tal vez, y menos escrúpulos. A Paul no le bastaba con la enseñanza, así que colaboró en la creación de dos empresas de fabricación de equipos quirúrgicos. Se involucró mucho, y se le daba muy bien. Creo que eso fue lo que lo salvó durante los primeros años, hasta que ya no pudo continuar. Al menos durante un tiempo logró triunfar en otra cosa, y la enfermedad le resultaba menos traumática. Pero se puso peor y el panorama cambió. Cuesta mucho verlo tan enfermo porque aún es relativamente joven. —Se la veía triste al hablar de ello. Recordaba el aspecto que tenía Paul el día anterior, durante la comida en el restaurante, y lo mucho que le costaba caminar y comer; y, sin embargo, a pesar de lo delicado que estaba, aparentaba fortaleza y dignidad.
—¿Qué hace ahora? ¿Lo echas de menos?
—Sí. Pero no quiere que me dedique a cuidarlo, es muy orgulloso. Y la relación se resintió mucho a partir de la enfermedad… y de otras cosas. A veces la vida te arrastra por caminos insospechados, y por mucho que ames a alguien no encuentras la forma de volver atrás. Hace tres años se compró un barco y pasa allí mucho tiempo. Cuando no está navegando vive en Londres, y de vez en cuando viaja a Boston para recibir tratamiento y pasa unos días en Nueva York. Cada vez le cuesta más valerse por sí mismo. La vida en el barco le resulta más fácil, la tripulación cuida bien de él. Hoy ha partido hacia el Caribe.
—Qué triste —comentó él con aire pensativo. Le costaba comprender que Paul hubiera renunciado a Hope. Finn notaba que seguía amando a su exmarido y le preocupaba lo que pudiera ocurrirle—. Tiene pinta de ser divertido hacer cosas así si gozas de buena salud, pero imagino que cuando estás enfermo nada es lo mismo.
—No, no lo es —respondió Hope en voz baja—. Paul forma parte de un programa experimental para el tratamiento del Parkinson en Harvard. Hasta hace poco le iba muy bien.
—¿Y ahora?
—Ya no tanto. —No quiso contar más detalles, y Finn asintió.
—¿Y tú? ¿Qué haces cuando no estás recluida en monasterios del Tíbet y la India? —Formuló la pregunta con una sonrisa. A esas alturas, los dos habían apurado sus bebidas.
—Vivo en Nueva York, aunque mi trabajo me obliga a viajar a menudo. Y cuando tengo tiempo, cosa que ocurre pocas veces, voy a Cabo Cod. Pero la mayor parte del tiempo ando de un lado a otro haciendo fotografías o visitando museos para preparar exposiciones de mi obra.
—¿Por qué vas a Cabo Cod?
—Mis padres me dejaron en herencia una casa. De niña pasaba allí los veranos, y el sitio me encanta. Está en Wellfleet, un pueblecito con muy poca vida pero mucho encanto. No tiene nada de moderno ni lujoso, la casa es muy sencilla, pero a mí me gusta así y me siento cómoda. Desde allí hay una bonita vista de la costa. Cuando estaba casada con Paul también veraneábamos allí. Entonces vivíamos en Boston, y hace dos años me mudé a Nueva York. Tengo un loft muy acogedor en el SoHo.
—¿Y no lo compartes con nadie?
Ella sonrió mientras negaba con la cabeza.
—Me va bien tal como están las cosas. Digo lo mismo que tú, resulta difícil estar casado con una fotógrafa que nunca para en casa. Me paso la vida viajando por el mundo, siempre con la maleta a cuestas; justo al contrario que tú, que estás siempre encerrado en tu cuarto escribiendo. Pero viajar o trabajar fuera de casa tampoco resulta muy entretenido para quien comparte la vida contigo. Nunca me he planteado que sea una opción egoísta —tal como él había afirmado de su trabajo—, aunque igual tienes razón. Pero ahora no me debo a nadie ni tengo que dar explicaciones sobre dónde estoy o dónde dejo de estar. —Él asintió mientras escuchaba. Y entonces pidieron la cena. A los dos les apetecía tomar pasta y decidieron que fuera plato único. Resultaba muy interesante conocer cosas de la vida del otro, y él le contó más cosas de su casa de Irlanda. No costaba adivinar el apego que le tenía y lo mucho que significaba para él. Formaba parte de su historia, del tejido de su vida; era un pedazo de su alma del que no podía desvincularse.
—Algún día tienes que venir a verla —la invitó, y ella sintió curiosidad.
—¿Qué especialidad era la de tu padre? —preguntó Hope mientras atacaban la pasta, que estaba deliciosa, tal como ella recordaba y él le había prometido. Aquella comida era la mejor del mundo.
—Era médico de familia. Mi abuelo tenía tierras en Irlanda y nunca hizo gran cosa. Pero mi padre era más inquieto y había estudiado en Estados Unidos. Regresó a Irlanda para casarse con mi madre y la llevó con él, pero ella nunca terminó de adaptarse a la vida fuera de su tierra natal. Murió siendo bastante joven, y mi padre no duró muchos años más. Yo entonces estaba estudiando la carrera y siempre me había fascinado Irlanda. El hecho de que ellos fueran de allí me facilitó las cosas cuando quise solicitar la nacionalidad.
»Como allí los escritores tienen ventajas fiscales, no me costó acabar renunciando a la nacionalidad estadounidense. Es imposible resistirse a la tentación de no tener que pagar impuestos. Cuando los libros empezaron a tener éxito, me pareció el lugar perfecto para vivir. Y, ahora que he recuperado la casa de mis tatarabuelos, no creo que me marche nunca, aunque no creo que logre convencer a Michael para que se venga allí conmigo. Cuando termine los estudios en el MIT quiere hacer carrera en el mundo de la alta tecnología. En Dublín hay muchas oportunidades en ese sector, pero él está decidido a quedarse en Estados Unidos y trabajar en Silicon Valley o en Boston. Es un muchacho muy hecho a la vida allí. Y ha llegado el momento de que encuentre su propio camino. Yo no quiero entrometerme, aunque lo echo muchísimo de menos. —Al decirlo esbozó una sonrisa lastimera, y Hope asintió con aire pensativo—. A lo mejor cambia de opinión y acaba por trasladarse a Irlanda, igual que yo. Lleva la tierra en la sangre. La verdad es que me encantaría que lo hiciera, pero de momento no le apetece nada.
Finn se preguntó por qué Hope no había tenido hijos, pero no se atrevió a preguntárselo. Quizá su marido estuviera demasiado enfrascado en su carrera de médico en Harvard para desearlos, y ella había estado demasiado ocupada atendiéndolo a él. Era tan amable y se volcaba tanto en ayudar a los demás que bien podía ser el tipo de mujer que hiciera una cosa así, aunque ahora también ella estaba muy implicada en su carrera. Le dijo que habían estado casados veintiún años.
Contándose sus mutuas historias y hablando de sus pasiones artísticas, la noche pasó volando, y ambos lamentaron que la velada hubiera tocado a su fin. Abandonaron el restaurante tras una cena deliciosa, tal como esperaban. Antes de marcharse Hope se permitió probar los dulces y bombones por los que Harry’s Bar era famoso, y Finn le confesó que siempre se había sentido tentado de robar alguno de los ceniceros venecianos de vivos colores que ponían en las mesas cuando aún estaba permitido fumar en el local. Ella se echó a reír al imaginar a Finn escondiéndose un cenicero en el bolsillo de su selecto traje azul marino. No concebía que fuera capaz de hacer una cosa así, aunque tenía que reconocer que debía de resultar muy tentador. A ella también le gustaban los ceniceros. Ahora se consideraban objetos de coleccionista.
Finn enfiló el camino hacia el Claridge’s, pero vaciló un momento antes de llegar.
—¿Me dejas que te invite a una última copa? No puedes marcharte de Londres sin ir a Annabel’s, y menos tan cerca de Navidad. Habrá mucho ambiente —dijo con aire esperanzado, y ella estuvo a punto de declinar la invitación, pero no quiso herir sus sentimientos. Estaba cansada, pero se animó a aceptar una copa de champán. Se sentía muy cómoda hablando con él; además, hacía años que no pasaba una noche así y dudaba que volviera a hacerlo pronto. En Nueva York llevaba una vida muy tranquila y solitaria y no frecuentaba los clubes nocturnos ni los restaurantes de lujo, ni tampoco recibía invitaciones de hombres tan atractivos como Finn.
—De acuerdo, solo una —convino.
Annabel’s estaba a rebosar cuando entraron. Y había mucha animación, tal como Finn había prometido. Se sentaron ante la barra, pidieron dos copas de champán cada uno y Finn bailó con ella antes de abandonar el local y acompañarla al hotel Claridge’s. Había sido una noche fantástica, para ambos. A él le encantó charlar con ella, y ella también disfrutó mucho de su compañía.
—Después de una noche así, me pregunto qué hago viviendo solo a las afueras de Dublín. Haces que me entren ganas de quedarme aquí —comentó Finn cuando llegaron al hotel. Apagó el motor del coche y se volvió a mirarla—. Creo que esta noche me he dado cuenta de que echo de menos Londres. Paso muy poco tiempo en esta ciudad. Pero aunque viniera más a menudo, tú no estarías, así que tampoco me divertiría. —Ella se echó a reír ante la observación. Finn tenía un aire infantil que le resultaba atractivo, y cierta sofisticación que la tenía un poco encandilada. Era una mezcla irresistible. Y él se sentía de la misma forma con respecto a ella. Le gustaban su dulzura, su inteligencia y su sentido del humor sutil pero no por ello menos vivo. Lo había pasado genial, como no le ocurría desde hacía años; o, al menos, eso decía. Finn deslumbraba un poco, así que Hope no sabía seguro si decía la verdad; aunque, en realidad, eso importaba bien poco. Era obvio que los dos lo habían pasado bien.
—Lo he pasado estupendamente, Finn. Gracias. No tenías por qué molestarte —dijo Hope con amabilidad.
—Yo también lo he pasado genial. Ojalá no tuvieras que marcharte mañana —añadió con tristeza.
—A mí también me da pena —confesó ella—. Siempre me olvido de lo mucho que me gusta Londres. —La ciudad siempre había tenido mucha vida nocturna, y a Hope le encantaba ir a museos que esa vez no había tenido tiempo de visitar.
—¿Puedo pedirte que te quedes un día más? —preguntó Finn esperanzado, y ella vaciló, pero acabó negando con la cabeza.
—No. La verdad es que debo volver; entre otras cosas, tengo que revisar tus fotos. Hay muy poco margen para la entrega.
—El deber te llama. Detesto las obligaciones —confesó con aire decepcionado—. Te llamaré la próxima vez que vaya a Nueva York —prometió—. No sé cuándo será, pero lo haré tarde o temprano.
—No seré capaz de ofrecerte una velada tan fantástica.
—En Nueva York también hay sitios muy agradables. Tengo localizados algunos a los que suelo ir. —Hope estaba segura de ello. Y también debía de tener sus preferencias en Dublín, o allá donde estuviera. Finn no parecía el tipo de hombre que se quedaba en casa de brazos cruzados, excepto cuando escribía—. Muchas gracias por cenar conmigo esta noche, Hope —comentó con amabilidad cuando se apearon del coche. Hacía un frío tremendo, y él la acompañó hasta el vestíbulo mientras ella avanzaba contra el viento gélido, arropándose con el abrigo—. Nos mantendremos en contacto —prometió cuando ella volvió a darle las gracias—. Que tengas un buen viaje de vuelta.
—Y tú disfruta las vacaciones junto a Michael —dijo en tono cariñoso, y le sonrió.
—Solo se quedará aquí unos días, luego se marchará a esquiar con unos amigos. Últimamente no consigo pasar más de cinco minutos seguidos con él. Cosas de la edad. Yo ya voy estando caduco.
—Pues disfruta del tiempo que te dedique —le aconsejó ella sabiamente, y él le dio un beso en la mejilla.
—Cuídate, Hope. He pasado un día maravilloso.
—Gracias, Finn. Yo también. Te mandaré las pruebas de las fotos en cuanto pueda. —Él le dio las gracias y agitó la mano en señal de despedida mientras ella entraba sola en el hotel, cabizbaja y pensativa. Lo había pasado muy bien, mucho mejor de lo que esperaba. Cuando entró en el ascensor y subió hasta la planta en la que se alojaba, lamentaba de veras tener que marcharse al día siguiente. Después de la visita a Londres, aún iba a parecerle más deprimente pasar la Navidad en Cabo Cod.