Tras regresar de la India, Hope voló directamente a Boston. Aún no estaba preparada para volver a Nueva York. Suponía que le causaría demasiado impacto. Allí todo el mundo tenía un aspecto gris; no había saris, ni prendas vistosas, ni mujeres atractivas. No se veían flores rosas y anaranjadas por todas partes. La gente vestía pantalones vaqueros y camisetas, y algunas mujeres llevaban el pelo corto. Ella tenía ganas de ponerse el sari y lucir el bindi. Y deseó encontrarse de vuelta en Nueva Delhi cuando se disponía a alquilar un coche en el aeropuerto.
Condujo hasta Cabo Cod absorta en sus pensamientos, y cuando llegó a la casa miró alrededor y estuvo unos momentos recordando los días que había pasado allí con Finn; pero enseguida abrió los postigos y se obligó a pensar en otra cosa.
Por la tarde fue al mercado y compró flores y alimentos, y luego colocó las flores en jarrones y los repartió por la casa. Dio un largo paseo por la playa y se deleitó con la paz que sentía estando sola. Esa había sido la más terrible amenaza de Finn; le había dicho que si no le entregaba el dinero que quería, la abandonaría y se quedaría sola para siempre. Pero en vez de temer a la soledad se había preparado para recibirla, y ahora la estaba disfrutando. Siempre que salía a pasear por la playa se colgaba la cámara al hombro, y nunca se sentía sola; estaba tranquila, feliz, sosegada.
Visitó a sus viejos amigos y asistió a un picnic para celebrar la festividad del Cuatro de Julio. Todas las mañanas meditaba y practicaba yoga, y durante la segunda semana de julio se alegró de recibir noticias de Robert Bartlett. Para entonces, llevaba en Cabo Cod tres semanas. La estancia allí le sirvió para paliar un poco el choque cultural que le provocaba el regreso de la India. Y a veces, cuando estaba sola, aún se vestía con un sencillo sari. Era una forma de recordar el tiempo que había pasado en el ashram; y al instante la invadía una gran sensación de paz. Las sesiones de yoga matutinas tenían lugar en la playa.
—¿Qué tal te sienta estar de vuelta? —le preguntó Robert cuando la llamó.
—Se me hace raro —respondió ella con sinceridad, y los dos se echaron a reír.
—Sí, a mí también —reconoció él—. Sigo preguntándome por qué la gente habla de una forma tan sosa cuando salgo a comprar provisiones.
—Yo también —convino Hope sonriendo—. No hago más que buscar saris y monjes con la mirada. —Le resultaba agradable charlar con él. Ya no le recordaba a la época negra. Ahora era un amigo más, y lo invitó a ir a comer con sus hijas el fin de semana. Pensaban acercarse en barco desde Martha’s Vineyard, y Hope le indicó dónde podían atracar. Los recogería en el puerto deportivo y los llevaría a su casa para comer y pasar la tarde juntos.
El día en que llegaron lucía un sol espléndido y Hope sonrió cuando vio que las chicas saltaban al muelle con los pies descalzos. Llevaban las sandalias en la mano, y Robert las guiaba de un lado a otro como una gallina revoloteando alrededor de sus polluelos, lo cual le arrancó una carcajada. Les estaba recordando que se aplicaran la crema solar, que cogieran el sombrero y que se pusieran los zapatos para no clavarse ninguna astilla en las plantas de los pies.
—¡Papá! —lo reprendió la hija mayor, y entonces Robert hizo las presentaciones. Las chicas se llamaban Amanda y Brendan. Eran muy guapas, y las dos se parecían a él.
Les encantó la casa, percibieron la paz y la calidez que desprendía. Por la tarde, los cuatro fueron a dar un largo paseo por la playa. Las dos chicas les llevaban ventaja, y Robert y Hope cerraban la marcha.
—Me caen bien tus hijas —dijo Hope durante el paseo.
—Son buenas chicas —respondió él, orgulloso. Sabía que ella había perdido una hija de aproximadamente la misma edad y le preguntó si le resultaba muy difícil tenerlas cerca, pero ella le dijo que no, que más bien le traía buenos recuerdos. A Robert le pareció que Hope era una mujer completamente distinta de aquella con el alma destrozada que había rescatado en la leñara del pub de Blessington siete meses atrás. El recuerdo resultaba muy chocante para ambos. Hope nunca se había alegrado tanto de ver a alguien en su vida. Y Robert había sido muy amable con ella acogiéndola en su casa y cediéndole su cama.
—Te has recuperado bastante más rápido que yo —musitó él. La admiraba mucho por todo lo que había pasado y superado.
—Eso es porque me he ido a la India —repuso ella, feliz. Se la veía muy libre, y cuando dieron media vuelta y regresaron a la casa a Robert se le ocurrió una idea.
—¿Te apetece subir al barco y venir a Martha’s Vineyard? Puedes quedarte con nosotros unos cuantos días si quieres. —Ella lo pensó un momento. No tenía nada mejor que hacer, y consideró que sería una experiencia divertida. Llegarían a su destino por la noche. Y luego podía alquilar un coche para regresar a Cabo Cod.
—¿Estás seguro? —preguntó con precaución. No quería entrometerse. Por lo que él le había explicado, sabía que el tiempo que pasaba con sus hijas era sagrado ahora que ambas estaban la mayor parte del año en la universidad. Siempre decía que las echaba mucho de menos. Pero Robert insistió en que le gustaría mucho que los acompañara, y las chicas opinaban lo mismo. Les parecía muy buena idea.
Robert la ayudó a cerrar la casa. Hope preparó una pequeña maleta, y cuando se marcharon conectó la alarma. Fueron en su coche hasta el puerto deportivo y lo aparcó allí. Le gustaba estar en compañía de Robert y sus hijas, era como volver a formar parte de una familia. Se había acostumbrado a estar sola y ya no le importaba, pero al haber recibido la soledad con los brazos abiertos, tal como le había aconsejado su swamiji en el ashram, el hecho de sentir de repente que formaba parte de un grupo como aquel era como un regalo del cielo.
Una vez en el barco, les ayudó a soltar amarras, y mientras navegaban despacio bordeando la costa hacia el norte, Hope permaneció al lado de Robert. Por alguna extraña razón recordó las espantosas amenazas de Finn sobre lo sola que se quedaría sin él, su insistencia en recalcar que no tenía a nadie en el mundo y nunca lo tendría. Entonces miró a Robert, y él le sonrió y le pasó el brazo por los hombros; y Hope se sintió a gusto.
—¿Estás bien? —preguntó él con la misma mirada amable que había visto en sus ojos la primera vez que se encontraron en Dublín, y ella asintió sonriendo.
—Sí, estoy bien —respondió—. Muy bien. Gracias por invitarme a venir con vosotros. —Él se sentía igual de a gusto que ella, y los cuatro parecían encajar muy bien. Las chicas se acercaron a hablar con Hope mientras, poco a poco, iban surcando las aguas en dirección a Martha’s Vineyard. Cuando Robert orientó las velas con la ayuda de Amanda, se estaba poniendo el sol. Hope y Brendan bajaron a la despensa y prepararon un aperitivo para los cuatro. Era uno de esos momentos perfectos en los que uno desea que el tiempo se detenga. Cuando bajaron del barco, Hope hizo unas cuantas fotos de las chicas. Tenía intención de enviarle copias a Robert, y también a él le hizo una muy bonita, de perfil con las velas del barco al fondo y los cabellos al viento. Entonces él alargó el brazo y le cogió la mano en silencio. Hope había recorrido un camino muy, muy largo desde la terrible mañana que la encontró encogida en la leñera. Y cuando ella lo miró y se sonrieron arropados por el clima cálido, reparó en que su maestro tenía razón. Las cicatrices habían desaparecido.
—Gracias —susurró a Robert, y él asintió y le sonrió de nuevo. Y entonces los dos se volvieron hacia las chicas. Estaban riendo por algo que una le había dicho a la otra; y, mirándolas, Robert y Hope también se echaron a reír. Era uno de esos momentos en que todo parece perfecto. Un día maravilloso, una velada ideal, la compañía adecuada, un instante para recordar y la sensación de estar renaciendo.